Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Y el nuestro es un gran intento.
—Bien, prometí que si la Tierra no nos ayudaba yo intentaría que el pozo de Fobos os diera toda el agua que necesitáseis. Buena suerte.
A ochocientos mil kilómetros de Saturno, Mario Rioz dormía sobre la nada y su sueño era delicioso. Se despertó lentamente y durante un rato, enfundado en el traje, contó las estrellas y trazó líneas imaginarias para unirlas. Al principio, según pasaban las semanas, fue como el trabajo de chatarrero, excepto por la punzante sensación de que cada minuto significaba miles de kilómetros más de distancia entre ellos y el resto de la humanidad. Eso empeoraba las cosas.
Apuntaron alto para salir de la eclíptica atravesando el Cinturón de Asteroides. Eso supuso un elevado consumo de agua y tal vez había sido innecesario. Aunque esas decenas de millares de pequeños mundos parecen encontrarse apiñados como gusanos, cuando se los contempla en la proyección bidimensional de una placa fotográfica, en realidad están tan esparcidos, a lo largo de los miles de billones de kilómetros cúbicos que abarca su órbita conjunta, que sólo una tremenda coíncidencia podría producir una colisión.
Aun así, sobrepasaron el Cinturón y alguien calculó las probabilidades de colisión con un fragmento de materia lo suficientemente grande como para causar daño. El valor resultante fue tan bajo que tal vez era inevitable que a alguien se le ocurriera la idea de la «flotación espacial».
Los días se hacían interminables, el espacio suponía únicamente un inmenso vacío y sólo se necesitaba un hombre por turno ante los controles. La idea, pues, fue inevitable.
Primero, un temerario se aventuró a salir quince minutos. Luego, otro lo intentó durante media hora. Lo cierto es que, antes de dejar atrás los asteroides, cada nave contaba con un tripulante, fuera de servicio, suspendido en el espacio en el extremo de un cable.
Era bastante fácil. El cable —uno de los cables que utilizarían después, en las operaciones del final de la travesía— estaba adherido magnéticamente por ambos extremos; uno de ellos, al traje espacial. El tripulante salía al casco de la nave y adhería allí el otro extremo. Aguardaba un .rato, aferrándose al casco de metal con los electroimanes de las botas y, luego, neutralizaba los electroimanes y hacía un ínfimo esfuerzo muscular.
Lentamente se elevaba mientras la gran masa de la nave se desplazaba hacia abajo. El tripulante flotaba sin peso en esa negrura cuajada de estrellas. Cuando la nave se alejaba a suficiente distancia, la mano enguantada del tripulante se cerraba sobre el cable. Sí apretaba demasiado, comenzaba a desplazarse hacia la nave; si apretaba lo justo, la fricción lo detenía. Como el movimiento era equivalente al de la nave, ésta parecía tan inmóvil como si estuviera pintada contra un fondo imposible, mientras el cable colgaba en rollos que no tenían razones para estirarse.
El tripulante sólo veía media nave, la mitad iluminada por la débil luz del Sol, aún demasiado brillante para mirarla directamente sin la protección del grueso visor polarizado del traje espacial. La otra mitad era negro sobre negro; invisible.
El espacio se cerraba sobre sí mismo, y la sensación era la de estar dormido. El traje era tíbio, renovaba el aire automáticamente, tenía comida y bebida en contenedores especiales, de donde se podían sorber con un pequeño movimiento de la cabeza, y elimínaba los desechos. Y la falta de peso provocaba una deliciosa euforia.
Era sensacional. Los largos e interminables días pasaron a ser breves e insuficientes.
Atravesaron la órbita de Júpiter a 30 grados de la posición del gigante. Durante meses fue el objeto más brillante del cielo, siempre con la excepción de la reluciente habichuela blanca que era el Sol. Los chatarreros divisaban Júpiter como una esfera diminuta, con un lado deformado por la sombra nocturna.
Posteriormente, durante varios meses, Júpiter fue desvaneciéndose, al tiempo que otro punto de luz iba cobrando brillo. Era Saturno; al principio, un punto brillante y, luego, una mancha ovalada y resplandeciente.
(«¿Por qué es ovalado?», preguntó uno y alguien le respondió: «Por los anillos, desde luego.» )
Hacia el final del viaje todo el mundo quería flotar en el espacio, contemplando Saturno sin cesar.
(«Oye, imbécil, entra ya, maldita sea. Es tu turno.» «¿Mi turno? Según mi reloj, me quedan quince minutos más.» «Habrás retrasado el reloj. Además, te di veinte minutos ayer.» «Tú no le darías dos minutos ni a tu abuela.» «Entra ya, hombre, o salgo de todos modos.» «Vale, ya voy. Qué pesado, tanto alboroto por un mísero minuto.» Pero ninguna riña era del todo seria en el espacio, pues se sentía uno demasiado a gusto.)
Saturno aumentó de tamaño hasta igualar al Sol y luego superarlo. Los anillos, en un ángulo pronunciado con respecto a la trayectoria de aproximación, rodeaban majestuosamente el planeta, y sólo una pequeña parte aparecía eclipsada. Según se iban acercando, la extensión de los anillos aumentaba, aunque también se estrechaban a medida que decrecía el ángulo de aproximación.
Las grandes lunas despuntaron en el cielo circundante, como plácidas luciérnagas.
Mario Rioz se alegró de estar despierto para poder contemplarlo.
Saturno, surcado por estrías anaranjadas, llenaba la mitad del cielo, y la sombra nocturna ocultaba casi un cuarto del borde derecho. Los dos puntitos redondos que destacaban contra el resplandor eran las sombras de dos lunas. A la izquierda y detrás de ellos (Rioz podía mirar por encima del hombro izquierdo para verlo, inclinándose a la derecha con el fin de conservar el impulso angular), estaba el blanco diamante del Sol.
Lo que más le gustaba era mirar los anillos. A la izquierda surgían por detrás de Saturno, una compacta franja triple y de luz anaranjada. A la derecha, sus comienzos se desdibujaban en la sombra nocturna, pero cada vez se veían más cercanos y más anchos. Se agrandaban al acercarse, como la bocina de un cuerno de caza, y se iban volviendo más nebulosos, hasta que al fin llenaban el cielo y se perdían.
Desde la posición de la flota de chatarreros, justo dentro del borde exterior del anillo más alejado de la corteza del planeta, los anillos se dividían y cobraban su verdadera identidad: un imponente conglomerado de fragmentos sólidos, no esa compacta franja de luz que aparentaban ser.
Debajo de Rioz (o, mejor dicho, en la dirección a que apuntaban sus pies), a unos treinta kilómetros, estaba uno de los fragmentos. Parecía una mancha grande e irregular que alteraba la simetría del espacio, con tres cuartas partes brillantes y una sombra nocturna cortante como un cuchillo. Los fragmentos más alejados chispeaban como polvo estelar, opaco y denso, hasta que volvían a adquirir la apariencia de anillos.
Los fragmentos permanecían inmóviles, pero sólo porque las naves habían adoptado una órbita equivalente a la del borde exterior de los anillos.
El día anterior, reflexionó Rioz, había estado en ese fragmento cercano, trabajando con una veintena de compañeros para imprimirle la forma deseada. Mañana estaría de nuevo allí.
Hoy flotaba en el espacio.
—¿Mario? —preguntó una voz por los auriculares.
Rioz sintió fastidio. Maldición, no estaba de humor para compañías. —Al habla —contestó.
—Me pareció haber localizado tu nave. ¿Cómo estás?
—Bien. ¿Eres tú, Ted?
—Correcto —dijo Long.
—¿Algún problema con el fragmento?
—Ninguno. Estoy flotando.
—¿Tú?
—También a mí me gusta de vez en cuando. Es hermoso, ¿verdad? —Muy bonito —convino Rioz.
—Ya sabes que he leído libros terrícolas…
—Libros terrosos, querrás decir.
Rioz bostezó y notó que le costaba sentir rencor.
—… y a veces leía descripciones de gente tumbada en la hierba —continuó Long—. ¿Recuerdas? Esa cosa verde, como largos y delgados trozos de papel, que había en el suelo. Bueno, pues contemplan el cielo azul poblado de nubes. ¿Has visto alguna película sobre eso?
—Claro. No me llamó la atención. Parecía frío.
—Sin embargo, yo creo que no lo es. La Tierra está muy cerca del Sol, y dicen que la atmósfera tiene suficiente grosor para retener el calor. Debo admitir que personalmente odiaría estar bajo el cielo abierto, sin nada encima salvo mi ropa común. Pero supongo que a ellos les agrada.
—Los terrosos están chiflados.
—Hablan de árboles, de tallos grandes y pardos y de vientos…, ya sabes, los movimientos de aire.
—Te refieres a las corrientes. Por mí que se las guarden.
—No importa. Lo interesante es que lo describen de un modo bello, casi apasionadamente. Muchas veces me he preguntado qué se sentiría, si era algo que sólo los terrícolas podían sentir. Creía perderme algo vital. Ahora sé cuál debe de ser la sensación. Es ésta. Una paz plena en medio de un universo impregnado de belleza.
—A los terrosos no les gustaría. Están tan habituados a su asqueroso mundo que no sabrían apreciar esta sensación de flotar mirando a Saturno.
Movió el cuerpo y comenzó a mecerse en torno del centro de su masa, lenta y apaciblemente.
—Sí, opino lo mismo —dijo Long—. Son esclavos de su planeta. Aunque fueran a Marte, sólo sus hijos se sentirían libres. Alguna vez habrá naves estelares; enormes aparatos que podrán trasladar a miles de personas y conservar su equilibrio autónomo durante decenios, quizá siglos. La humanidad se diseminará por la galaxia. Pero la gente tendrá que pasarse la vida a bordo, a menos que se desarrollen nuevos métodos de viaje interestelar, así que serán los marcianos, no los terrícolas, quienes colonizarán el universo. Es inevitable. Tiene que ser así. Es el estilo marciano.
Pero Rioz no respondió. Se había vuelto a dormir, meciéndose suavemente a ochocientos mil kilómetros de Saturno.
Trabajar en el fragmento del anillo era el reverso de la moneda. La falta de peso, la paz y la intimidad de la flotación espacial se reemplazaban por algo que no tenía paz ni intimidad. Incluso la falta de peso, que seguía estando presente, era más un purgatorio que un paraíso en esas nuevas condiciones.
Por ejemplo, para manejar un proyector térmico no portátil. Se podía levantar aunque tuviera dos metros de altura y de anchura y fuera de metal sólido, pues pesaba sólo unos gramos. Pero su inercia era la misma de siempre, con lo cual había que moverlo muy despacio para que no pasara de largo, arrastrando al hombre que lo llevaba, que entonces tenía que activar el campo de seudogravedad del traje y frenar bruscamente.
Keralski había activado el campo a demasiada intensidad y frenó violentamente, y el proyector bajó con él en un ángulo peligroso. Su tobillo triturado fue la primera baja que sufrió la expedición.
Rioz maldecía sin cesar. No podía deshacex5e del acto reflejo de enjugarse el sudor de la frente con la mano y, en consecuencia, el metal chocaba contra el silicio con un estrépito que resonaba ensordecedoramente dentro del traje, pero sin que le sirviera de nada,
Los secadores internos del traje aspiraban a toda potencia, recuperando el agua y vertiendo un líquido purificado en el receptáculo correspondiente.
—¡Demonios, Dick —gritó Rioz—, aguarda a que te dé la orden!
—Bueno, y ¿cuánto tiempo tendré que esperar? —replicó Swenson.
—¡Hasta que yo diga!
Reforzó la seudogravedad, alzó el proyector y redujo la seudogravedad para que el proyector permaneciera en su sitio unos minutos aunque él retirara su apoyo. Apartó el cable (se extendía más allá del cercano «horizonte», hasta una fuente energética que estaba fuera de la vista) y activó el mecanismo.
El material de que estaba compuesto el fragmento burbujeó y se deshizo. Una sección del borde de la enorme cavidad que ya habían abierto se derritió, limando una aspereza del contorno.
—Prueba ahora —dijo Rioz.
Swenson estaba a bordo de la nave y se cernía cerca de la cabeza de Rioz.
—¿Todo preparado? —preguntó.
—Te he dicho que comenzaras.
Un débil chorro de vapor brotó de una tobera de proa. La nave descendió hacia el fragmento. Otro chorro corrigió un desvío lateral. La nave descendió en línea recta.
Un chorro de popa aminoró la velocidad.
Rioz observaba en tensión.
—Continúa bajando. Lo lograrás. Lo lograrás.
La popa de la nave penetró en la cavidad. Las paredes se aproximaron cada vez más al borde. Hubo un chirrido vibrante cuando la nave se detuvo.
Esa vez fue Swenson quien maldijo.
—No entra —protestó.
Rioz arrojó el proyector al suelo, airado, lo que le hizo agitarse en el espacio. El proyector elevó una nube de polvo cristalino y, cuando Rioz bajó por la seudogravedad, ocurrió otro tanto.
—¡Entraste torcido, estúpido terroso!
—¡Entré derecho, mugriento granjero!
Las toberas laterales de la nave escupieron un chorro más potente y Rioz saltó para apartarse del camino.
La nave salió de la cavidad y se elevó unos ochocientos metros en el espacio, hasta que las toberas de proa la frenaron.
—Destrozaremos la nave si fallamos de nuevo —gruñó Swenson—. Hazlo bien, ¿quieres?
—Lo haré bien, no te preocupes. Pero desciende derecho.
Rioz dio un brinco y ascendió trescientos metros para tener una visión general de la cavidad. Las marcas de la nave eran claras. Estaban concentradas en el borde superior del orificio. Corregiría eso.
El borde comenzó a derretirse bajo el chorro del proyector.
Media hora después, la nave se acomodó en la cavidad, y Swenson salió en su traje espacial para unirse a Rioz.
—Si quieres subir a bordo para quitarte el traje, yo me encargaré
del hielo.
—Está bien así —dijo Rioz—. Prefiero quedarme aquí viendo a Saturno.
Se sentó en el borde de la cavidad. Había una brecha de dos metros entre el orificio y la nave. En algunos puntos del círculo era de medio metro y en otros, de pocos centímetros. No se podía efectuar un trabajo más exacto. El ajuste final se lograría evaporando hielo y permitiendo que se congelara dentro de la cavidad, entre el borde y la nave.
Saturno se desplazaba por el cielo y su vasta mole se hundía en el horizonte.
—¿Cuántas naves quedan por colocar? —preguntó Rioz.
—Según he oído quedaban once. Nosotros ya hemos entrado, así que sólo quedan diez. Siete de las que han entrado están montadas, y hay dos o tres desmanteladas.