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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (70 page)

BOOK: Cuentos completos
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Pero era la carretera lo que había llamado su atención, pues a lo largo de ella tomaba cuerpo otra sombría masa, mucho más amenazante si cabe.

—¡Son los lunáticos organizados por los Cultistas!

—¿Cuánto falta para el eclipse total? —preguntó Sheerin a Aton.

—Quince minutos, pero… estarán aquí en menos de cinco.

—Calma, usted cuide que sus hombres sigan trabajando. Nosotros haremos lo demás. Este lugar está construido como una fortaleza. Aton, échele una ojeada a nuestro joven Cultista. Theremon, venga conmigo.

Sheerin se lanzó hacia la puerta y Theremon se le pegó a los talones. Bajaron las escaleras que giraban en torno a un eje central, descendiendo a una zona poblada de luz incierta.

El primer impulso les había llevado quince pies más abajo, de manera que los débiles resplandores de la habitación inundada de amarillo apenas arrojaron débiles reflejos hasta su total desaparición. Ahora, tanto por arriba como por abajo, estaban rodeados de la misma sombra crepuscular que antes contemplara desde la ventana.

Sheerin se detuvo con una mano comprimiéndose el pecho.

—No puedo… respirar. —Su voz sonaba como una seca tos—. Baje… usted solo… cierre todas las puertas.

Theremon bajó unos cuantos peldaños, luego se giro.

—¡Espere! ¿Puede aguantar un minuto? —Estaba jadeando. El aire entraba y salía de sus pulmones como si fuera melaza y había allí como un pequeño germen del pánico abriéndose camino por entre las Tinieblas y dentro de su propio cerebro.

¡Al fin Theremon tenía miedo de la oscuridad!

—Aguarde, volveré en un segundo. —Acto seguido, se lanzó escaleras arriba, subiendo de dos en dos escalones; penetró en la sala de la cúpula, cogió una antorcha y de nuevo se internó en la escalera. Corría con tal ímpetu que el humo inundó sus ojos dejándolo casi ciego, y llevaba la llama tan pegada al rostro que parecía querer besarla.

Sheerin abrió los ojos cuando comprobó que Theremon estaba a su lado. Este le dio un leve codazo.

—Vamos, ánimo, acabo de conseguir lo que más falta le hacía. Ya tenemos luz.

Sujetó la antorcha en lo alto de su brazo erguido y comenzó a bajar de puntillas, cuidando que el psicólogo se mantuviera en el interior del área iluminada.

Las oficinas de la planta baja, ausentes de toda iluminación, estremecieron de horror a los dos hombres.

—Aquí —dijo bruscamente Theremon y cedió la antorcha a Sheerin—. Puedo oírlos fuera.

Del exterior llegaban ruidos de movimiento y gruñidos sin palabras.

Pero Sheerin tenía razón; el Observatorio estaba construido como una fortaleza. Levantado en el último siglo, cuando el estilo neogavotano había llegado a su punto culminante en arquitectura, había sido diseñado con mayor estabilidad que belleza y más consistencia que elegancia.

Las ventanas estaban protegidas por rejas a base de barras de hierro de una pulgada de grosor, hundidas en el antepecho. Los muros manifestaban sólida albañilería que ni un terremoto podría inmutar. Y la puerta mayor no era sino una mole de roble reforzada con hierro. Theremon corrió los pestillos y los metales resonaron con prolongado chirrido.

Al otro extremo del pasillo, Sheerin maldecía en voz baja. Señaló la cerradura de la puerta trasera que había sido limpiamente forzada con palanqueta y dejada completamente inútil.

—Por aquí debió entrar Latimer —dijo.

—Bueno, no nos quedemos aquí —dijo Theremon con impaciencia—. Arreglemos como sea esa cerradura… y mantenga la antorcha apartada de mis ojos, el humo me está matando. Había arrimado una pesada tabla contra la puerta mientras hablaba y en pocos minutos levantó una poderosa barricada que tenía poco de simetría y belleza.

De algún lugar, amortiguadamente, alcanzaron a oír un ruido de puños contra la puerta; los berridos y chillidos, que ahora podían oírse procedentes del exterior, conferían a la escena un viso de irrealidad.

La gente había salido de Saro City con sólo dos cosas en la cabeza: el logro de la salvación Cultista mediante la destrucción del Observatorio, y un miedo enloquecedor que les obligaba a todo menos a paralizarse. No había tiempo para pensar en vehículos, amas o dirigentes, ni siquiera en organizarse. Tan sólo pensaban en llegar al Observatorio y asaltarlo con las manos desnudas.

Y ahora, cuando por fin estaban allí, el último destello de Beta, el postrer gemido de una agonizante llama, relampagueó triste y pobremente sobre una humanidad a la que abandonaba dejándola sin otra compañía que el miedo al universo.

—¡Volvamos a la cúpula! —exclamó Theremon.

En la cúpula, sólo Yimot, en el solaroscopio, permanecía en su puesto. El resto estaba ahora ocupado con las cámaras y Beenay estaba dando instrucciones con extraña voz.

—No me falléis ninguno. Quiero tomar a Beta justo antes del eclipse total y luego cambiar la placa rápidamente. Tomaréis una cámara cada uno… Ya sabéis cuánto tiempo… de exposición se necesita…

Hubo un susurro de asentimiento.

Beenay se pasó una mano por los ojos.

—¿Arden todas las antorchas? Ya veo que sí —Con cierta dificultad en su postura, parecía apoyarse en el respaldo de la silla—. Ahora, recordad… no intentéis obtener buenas fotografías. No quiero brillanteces como sacar dos estrellas de un solo disparo. Con una hay de sobra. Y… si os sentís mal, apartaos de la cámara.

En la puerta, Sheerin susurró a Theremon:

—Señáleme a Aton. No puedo verlo.

El periodista no pudo responder inmediatamente. Las vagas siluetas de los astrónomos parecían difuminadas en la oscuridad general, pues las antorchas habíanse convertido en meros borrones amarillos.

—Está oscuro —murmuró.

Sheerin soltó su mano.

—Aton. —Dio unos pasos—. ¡Aton!

Theremon se movió tras él y lo cogió por el brazo.

—Espere, yo lo conduciré.

Caminó como pudo a través de la sala. Hundió sus ojos en las Tinieblas y su mente en el caos que había en ellas.

Nadie parecía oírlos ni prestarles atención. Sheerin tropezó contra la pared.

—¡Aton! —llamó.

El psicólogo advirtió que unas manos lo rozaban, se detuvo y escuchó una voz:

—¿Es usted, Sheerin?

—¡Aton! —Pareció recuperar el aliento—. No se preocupe por los exaltados. Aguantaremos.

Latimer, el Cultista, se puso en pie y en su rostro pudo verse la desesperación. Pero su palabra había sido dada y romper el juramento hubiera significado poner en peligro mortal su alma. Sin embargo, esa palabra había surgido a la fuerza y no por su libre voluntad. ¡Pronto vendrían las estrellas! No podía permanecer allí inmóvil… y no obstante había dado su palabra.

La cara de Beenay se iluminó lejanamente cuando alzó la vista para contemplar el último rayo de Beta, y Latimer, viéndolo inclinado sobre su cámara, tomó una decisión. Sus uñas se hundieron en la palma de sus manos mientras se ponía cada vez más tenso.

Trastabilló al ponerse en movimiento. Ante él sólo había sombras; el suelo que debía estar bajo sus pies carecía de sustancia. Entonces, alguien surgió bruscamente a su lado y se lanzó sobre él, dirigiendo sus dedos curvados contra su garganta.

Dobló la rodilla y la incrustó en el cuerpo de su asaltante.

—Déjeme levantarme, le mataré.

Theremon apretó los dientes y murmuró mientras hacía presión sobre Latimer:

—¡Rata traidora!

El periodista pareció advertir entonces muchas cosas a un tiempo. Oyó graznar a Beenay ordenando tomar precipitadamente las cámaras; luego, tuvo la extraña sensación de que el último reflejo de luz solar había desaparecido por completo.

Simultáneamente, escuchó una última exclamación de Beenay y un entrecortado grito de Sheerin, histérico chillido que se quebró en un áspero y repentino silencio; extraño, mortecino silencio exterior.

Y Latimer había quedado medio cojo en su frustrado ataque. Theremon miró a los ojos al Cultista y vio el resplandor del blanco que reflejaba el débil amarillo de las antorchas. Vio la burbuja babeante de los labios de Latimer y escuchó que de su garganta surgía un gemido animal.

Dominado por la sedante fascinación del miedo, apartó un brazo y volvió los ojos hacia la oscuridad de la ventana.

¡Más allá brillaban las estrellas!

No las tres mil seiscientas Estrellas inválidas que pueden verse a simple vista en la Tierra; Lagash estaba en el centro de una gigantesca constelación. Treinta mil espléndidos soles derramaban chorros de luz con tal serenidad e indiferencia que parecían más fríos que un helado de viento que atravesara el mundo.

Theremon se puso en pie; su garganta se negaba a dejar pasar el aliento y todos los músculos de su cuerpo permanecían en intenso estado de terror. Se estaba volviendo loco y lo advertía, y alguna parte de sí mismo que aún conservaba un mínimo de cordura luchaba por escapar del abrazo de aquel negro pánico. Era verdaderamente horrible volverse loco y darse cuenta de ello… saber que en apenas un minuto, a pesar de conservar la presencia física, la mente se ha internado en las vastas regiones de la demencia. Pues no otra cosa era la Oscuridad… la Oscuridad y el Frío y la Maldición. Los brillantes muros del universo parecían haber estallado y esparcido sus bloques macizos de luz, dejando escasos huecos negros entre los que se filtraba el vacío.

Tropezó contra alguien que caminaba a gatas y cayó sobre él. Se llevó las manos a la garganta, gateó hacia la llama de las antorchas que ocupaban su loca visión.

—¡Luz! —aulló.

Aton, en algún lugar, estaba gritando, lloriqueando terriblemente como un niño asustado.

—Las Estrellas… todas las Estrellas… nada sabíamos… nunca supimos nada. Pensábamos en seis estrellas para todo el universo pero las Estrellas no podían verse y la Oscuridad eterna eterna eterna y las paredes cayendo sobre nosotros que nada sabíamos nada podíamos saber nada nunca nada…

Sobre el horizonte que podía contemplarse desde la ventana, en la dirección de Saro City, un resplandor aural comenzó a vislumbrarse, tomar consistencia y crecer, estallando en fuertes brillos que, sin embargo, no pertenecían a la salida de ningún sol.

Nuevamente, la noche estaba allí.

Manchas verdes (1950)

“Misbegotten Missionary (Green Patches)”

¡Había logrado entrar en la nave! Una muchedumbre estuvo aguardando ante la barrera energética en lo que parecía una espera infructuosa. Luego, la barrera se quebró durante un par de minutos (lo cual demostraba la superioridad de los organismos unificados sobre los fragmentos de vida) y él logró cruzar.

Ninguno de los demás se movió con velocidad suficiente para aprovechar la abertura, pero eso no importaba. Él solo se bastaba. No necesitaba a los demás.

Pero poco a poco fue sintiendo menos satisfacción y más soledad. Era triste y antinatural estar separado del resto del organismo unificado, ser un fragmento de vida. ¿Cómo soportaban los alienígenas ser fragmentos?

Eso aumentó su compasión por ellos. Al experimentar la fragmentación sintió, como desde lejos, el terrible aislamiento que les infundía tanto temor. El temor nacido de ese aislamiento les dictaba sus actos. ¿Qué otra cosa, salvo el loco temor de su condición, los había inducido a arrasar una superficie de un kilómetro de diámetro con una ola de calor rojo antes de descender con la nave? El estallido destruyó incluso la vida organizada que se encontraba a tres metros de profundidad bajo el suelo.

Sintonizó la recepción y escuchó ávidamente, dejando que el pensamiento alienígena lo saturase. Disfrutó del contacto de la vida con su conciencia. Tendría que racionar ese gozo. No debía olvidarse de sí mismo.

Pero escuchar pensamientos no podía causar daños. Algunos fragmentos de vida de la nave pensaban con claridad, teniendo en cuenta que eran criaturas primitivas e incompletas; sus pensamientos parecían campanilleos.

—Me siento contaminado —dijo Roger Oldenn—. ¿Entiendes a qué me refiero? Me lavo las manos una y otra vez y no sirve de nada.

Jerry Thorn odiaba lo melodramático así que ni siquiera lo miró.

Aún estaban maniobrando en la estratosfera del Planeta de Saybrook y prefería vigilar los diales del panel.

—No hay razones para que te sientas contaminado. No ha ocurrido nada.

—Eso espero. Al menos ordenaron a todos los que descendieron que dejaran los trajes espaciales en la cámara de presión para que se desinfectaran por completo. Dieron un baño de radiación a todos los que regresaron de fuera. Supongo que no ocurrió nada.

—Entonces, ¿por qué estás nervioso?

—No lo sé. Ojalá la barrera no se hubiera roto.

—Fue sólo un accidente.

—Eso me pregunto —dijo Oldenn con vehemencia—. Estaba allí cuando ocurrió. Era mi turno ya lo sabes. No había razones para sobrecargar la línea de energía. Le conectaron un equipo que no tenía por qué estar allí. En absoluto.

—Vale, la gente es estúpida.

—No tan estúpida. Me quedé cerca cuando el Viejo investigó el asunto. Ninguno de ellos tenía excusas razonables. Los circuitos de blindaje, que consumían dos mil vatios, estaban conectados a la línea de la barrera. Si utilizaron las segundas subsidiarias durante una semana, ¿por qué no lo hicieron esta vez? No pudieron dar ninguna explicación.

—¿Tú puedes?

Oldenn se sonrojó.

—No, sólo me preguntaba si esos hombres estaban… —Buscó una palabra—. Bueno…, hipnotizados por esas cosas de ahí fuera.

Thorn lo miró con severidad.

—Yo no repetiría eso ante nadie. La barrera falló sólo durante dos minutos. Si algo hubiera pasado, si una brizna de hierba la hubiera atravesado, habría aparecido en nuestros cultivos de bacterias a la media hora y en las colonias de moscas de las frutas en cuestión de días. Antes de que regresáramos se manifestaría en los hámsters, en los conejos y en las cabras. Métetelo en la cabeza, Oldenn. No pasó nada.

Oldenn giró sobre sus talones y se marchó. Su pie pasó a medio metro del objeto que estaba en el rincón de la sala. Oldenn no lo vio.

Desconectó los centros de recepción y dejó de escuchar los pensamientos. En todo caso, esos fragmentos de vida no eran importantes, pues no eran aptos para la continuación de la existencia. Aun como fragmentos resultaban incompletos.

En cuanto a los otros tipos de fragmentos, eran diferentes. Tenía que cuidarse de ellos. La tentación sería grande, y no debía dar indicios de su permanencia a bordo hasta que aterrizaran en el planeta de origen.

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