Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Hizo una pausa allí.
La nave parecía completamente normal. O al menos parecía normal excepto el círculo de aceradas protuberancias que la rodeaba aproximadamente a un tercio de su longitud, y un segundo círculo a dos tercios. En el momento preciso, esas protuberancias se convertirían en los polos energéticos del hipercampo.
Un extraño deseo de tender la mano hacia uno de ellos y sujetarlo dominó a Black. Era uno de esos impulsos irracionales, como el momentáneo pensamiento: «¿Y si diera un salto?», que surge de forma casi inevitable cuando uno mira hacia abajo desde la parte superior de un alto edificio.
Black inspiró profundamente y se sintió pegajoso por el sudor mientras tendía los dedos de ambas manos y suavemente, muy suavemente, apoyaba las dos palmas planas contra el costado de la nave.
¡Nada!
Alcanzó el asidero inferior y se izó lentamente, cuidadosamente.
Deseó poseer la experiencia en manipulación a gravedad cero de los hombres que habían construido aquel artefacto. Era necesario ejercer una fuerza considerable para vencer la inercia y detenerse de nuevo. Si no detenías tu impulso a tiempo perdías el equilibrio y te estrellabas contra el costado de la nave.
Trepó lentamente, impulsándose con la punta de los dedos, sus piernas y caderas oscilando hacia la derecha cuando su brazo izquierdo se alzaba, hacia la izquierda cuando el que lo hacía era su brazo derecho.
Una docena de asideros, y sus dedos flotaron sobre el contacto que abriría la compuerta exterior. El marcador de seguridad era una pequeña mancha verdosa.
Vaciló una vez más. Aquella iba a ser la primera vez que utilizara la energía de la nave. Su mente recorrió los diagramas del trazado eléctrico y las distribuciones de fuerzas. Si pulsaba el contacto, la energía sería bombeada de la micropila hacia el mecanismo que abriría la masiva plancha metálica que constituía la compuerta exterior.
¿Y?
¿De qué servía preocuparse? A menos que tuviera alguna idea de lo que funcionaba mal, no había forma de decir cuál sería el efecto de aquella diversión de energía. Suspiró, y pulsó el contacto.
Suavemente, sin ninguna sacudida ni sonido, un segmento de la nave se deslizó y se abrió. Black echó una última mirada a las amistosas constelaciones (no habían cambiado), y penetró en la suavemente iluminada cavidad. La compuerta exterior se cerró tras él.
Ahora, otro contacto. Había que abrir la compuerta interior. Hizo una nueva pausa para considerar la situación. La presión del aire en el interior de la nave descendería ligeramente cuando se abriera la compuerta interior, y pasarían algunos segundos antes de que los electrolizadores de la nave pudieran compensar la pérdida.
¿Y? La placa trasera Bosch, por nombrar uno de los dispositivos, era sensitiva a la presión, pero seguramente no tan sensitiva.
Suspiró de nuevo, más suavemente (la piel de su miedo estaba volviéndose callosa), y pulsó el contacto. La compuerta interior se abrió.
Penetró en la sala de pilotaje de la Parsec, y su corazón dio un extraño vuelco cuando lo primero que vio fue la visiopantalla, conectada a recepción y salpicada de estrellas. Se obligó a sí mismo a mirarla.
¡Nada!
Casiopea era visible. Las constelaciones eran normales, y él estaba dentro de la Parsec. De alguna forma, tenía la sensación de que lo peor había pasado. Habiendo ido tan lejos y siguiendo dentro del sistema solar, habiendo conservado su mente hasta allí, sintió que algo ligeramente parecido a la confianza empezaba a volver a él.
Había una calma casi sobrenatural en torno a la Parsec. Black había estado en muchas naves en su vida, y en ellas siempre había habido el sonido de la vida, aunque fuera tan sólo el rumor de unos pasos o el canturreo de un camarero en un pasillo. Allí, el propio latido de su corazón parecía como amortiguado hasta hacerse casi inaudible.
El robot en el asiento del piloto le daba la espalda. Aunque no dio ninguna indicación de ello, era indudable que había registrado su presencia allí.
Black desnudó sus dientes en una sonrisa salvaje y dijo secamente:
—¡Suelta la palanca! ¡Ponte en pie!
El sonido de su voz retumbó como un trueno en el angosto espacio. Demasiado tarde, temió que las vibraciones del aire despertadas por su voz pudieran desencadenar todo el proceso, pero las estrellas en la visiopantalla permanecieron inmutables.
El robot, por supuesto, no hizo el menor movimiento. No podía recibir sensaciones de ninguna clase. Ni siquiera podía responder a la Primera Ley. Había quedado inmovilizado en la eterna mitad de lo que debía haber sido un proceso casi instantáneo.
Recordó las órdenes que había recibido. No permitían ninguna interpretación equívoca: «Toma la palanca con una presión firme. Tira de ella firmemente hacia ti. ¡Firmemente! Mantén tu presión hasta que el tablero de control te informe que has pasado dos veces a través del hiperespacio».
Bien, aún no había pasado a través del hiperespacio ni una sola vez. Cautelosamente, avanzó hacia el robot. Permanecía sentado allí con la palanca firmemente sujeta entre sus rodillas. Eso tenía que haber llevado el mecanismo disparador hasta el punto de contacto. Luego la temperatura de sus manos mecánicas habrían acoplado ese disparador, al estilo de una termocupla, lo suficiente como para que el contacto se estableciera realmente. Black echó una mirada automática a la lectura del termómetro situado en el tablero de control. Las manos del robot estaban a 37 centígrados, tal como correspondía.
Estupendo, pensó sardónicamente. Estoy a solas con esta máquina, y no puedo hacer absolutamente nada.
Lo que le hubiera gustado hacer hubiera sido tomar una barra metálica y reducir aquel robot a virutas. Gozó con aquel pensamiento. Imaginó el horror de Susan Calvin (si es que algún horror podía asomarse en medio de todo aquel hielo, era el horror de ver a un robot destrozado). Como todos los robots positrónicos, aquél pertenecía a la U. S. Robots, había sido construido allí, había sido probado allí.
Tras extraer todo el jugo que le fue posible de aquella imaginaria venganza, se tranquilizó y miró a su alrededor en la nave.
Después de todo, lo que había conseguido hasta entonces era cero.
Lentamente, se quitó el traje. Lo colgó cuidadosamente de una percha. Con cautela, fue de compartimiento en compartimiento, estudiando los enormes circuitos del motor hiperatómico, siguiendo los cables, inspeccionando los relés de campo.
No tocó nada. Había una docena de formas de desactivar el Hipercampo, pero cada una de ellas podía ser desastrosa a menos que supiera como mínimo aproximadamente dónde estaba el error y pudiera orientarse a partir de aquel extremo.
Volvió al panel de control, y gritó exasperado a la grave impasibilidad de las amplias espaldas del robot:
—Dime, ¿quieres? ¿Qué es lo que fue mal?
Sintió la necesidad de atacar al azar la maquinaria de la nave. Hacerla pedazos y terminar con todo. Reprimió firmemente el impulso. Aunque le tomara una semana, debía deducir, de alguna manera, el punto correcto de ataque. Le debía eso a la doctora Susan Calvin y a sus planes para con ella.
Se volvió lentamente sobre sus talones y consideró la situación. Cada parte de la nave, desde el motor en sí hasta el último conmutador, había sido comprobada exhaustivamente una y otra vez en la Base Hiper. Era casi imposible creer que algo pudiera ir mal. No había nada a bordo de la nave…
Bueno, sí, había una cosa, por supuesto. ¡El robot! Había sido probado por la U. S. Robots, por unos malditos diablos que afirmaban ser competentes.
Eso era lo que decía desde siempre todo el mundo: un robot siempre hará mucho mejor cualquier trabajo.
Era la frase habitual, basada en parte en las propias campañas publicitarias de la U. S. Robots. Podían construir un robot que fuera mucho mejor que cualquier hombre para cualquier trabajo específico. No «tan bueno como un hombre», sino «mejor que un hombre».
Y mientras Gerald Black miraba al robot y pensaba en eso, sus cejas se contrajeron bajo la estrecha frente y su mirada osciló entre la sorpresa y una loca esperanza.
Se acercó y rodeó al robot. Contempló sus brazos sujetando la palanca de control en posición de disparo, sujetándola eternamente a menos que la nave diera finalmente el salto o la energía del robot se agotara.
—Apostaría —jadeó Black—. Apostaría…
Retrocedió, pensó profundamente y dijo:
—Tiene que ser eso.
Conectó la radio de la nave. Estaba sintonizada ya con la Base Hiper. Le ladró al micrófono:
—Eh, Schloss.
Schloss respondió inmediatamente.
—Gran espacio, Black…
—Déjese de tonterías dijo Black crispadamente—. No haga frases. Sólo quiero estar seguro de que me está escuchando.
—Sí, naturalmente. Estamos todos aquí. Mire…
Pero Black desconectó el audio. Sonrió con un lado de la boca hacia la cámara de televisión de la sala de pilotaje; y eligió una porción del mecanismo del hipercampo que fuera visible desde ella. No sabía cuánta gente podía haber en la sala de recepción. Puede que solamente estuvieran Kallner, Schloss y Susan Calvin. Puede que estuviera todo el personal. En cualquier caso, iba a darles algo digno de ver.
La caja de relés número 3 era adecuada para sus propósitos, decidió. Estaba situada en un hueco de la pared, cubierta con una lisa tapa protectora sellada al frío. Black rebuscó en su bolsa de herramientas y sacó la bifurcada desoldadora de punta roma. Apartó la percha con su traje espacial colgado (tras girar éste de modo que la bolsa de herramientas quedara a su alcance), y se volvió hacia la caja de relés.
Ignorando un último estremecimiento de aprensión, Black alzó el desoldador y estableció contacto en tres puntos separados a lo largo de la soldadura en frío. El campo de fuerza de la herramienta actuó diestra y rápidamente, mientras el mango se calentaba ligeramente en su mano cuando el flujo de energía brotó y salió. El panel quedó suelto.
Miró rápidamente, casi involuntariamente, a la visiopantalla de la nave. Las estrellas eran normales. Él también se sentía normal.
Aquel era el último brote de ánimo que necesitaba. Alzó el pie y estrelló el tacón contra el delicado mecanismo que llenaba el hueco en la pared.
Hubo un estallido de cristales rotos, el metal se retorció, y se vio inundado por un breve chorro de gotitas de mercurio…
Respirando pesadamente, Black conectó de nuevo la radio.
—¿Sigue todavía ahí, Schloss?
—Sí, pero…
—Entonces permítame informarle que el hipercampo a bordo de la Parsec ha sido desactivado. Vengan a buscarme.
Gerald Black no se sentía más héroe que cuando partió hacia la Parsec, pero tampoco menos. Los hombres que lo llevaron hasta el pequeño asteroide acudieron a buscarle. Esta vez aterrizaron. Le dieron amistosas palmadas en la espalda.
La Base Hiper era una enorme masa de personal que aguardaba su llegada, y Black fue vitoreado. Saludó a la multitud y sonrió, como era la obligación de un héroe, pero no sentía ningún triunfo en su interior. Todavía no. Sólo anticipación. El triunfo vendría más tarde, cuando se encontrara con Susan Calvin.
Hizo una pausa antes de descender de la nave. La buscó, y no consiguió verla. El general Kallner estaba allí, aguardándole, recuperada toda su severidad militar y con una fingida expresión aprobadora firmemente pegada a su rostro. Mayer Schloss le sonrió nerviosamente. Ronson, de la Interplanetary Press, lo saludó frenéticamente. Susan Calvin no era visible por ningún lado.
Apartó a un lado a Kallner y Schloss cuando bajó de la nave.
—Primero quiero darme un baño y comer un poco.
No había ninguna duda, al menos por el momento, de que podría imponer su voluntad sobre el general o sobre cualquier otro.
Los guardias de seguridad abrieron camino para él. Se bañó y comió tranquilamente en la intimidad, una intimidad que él mismo había querido. Luego llamó a Ronson de la Interplanetary, y habló brevemente con él. Aguardó la llamada que inevitablemente debería venir a continuación, y al no recibirla se relajó como nunca antes lo había hecho. Todo había ido mucho mejor de lo que había esperado. El propio fallo de la nave había conspirado perfectamente con él.
Finalmente llamó a la oficina del general y exigió una conferencia. Eso era lo que había conseguido… poder exigir. El general de división Kallner dijo simplemente:
—Sí, señor.
Estaban juntos de nuevo. Gerald Black, Kallner, Schloss…, incluso Susan Calvin. Pero era Black quien dominaba ahora. La robopsicóloga, inexpresiva como siempre, se mostraba tan poco impresionada con el triunfo como hubiera podido mostrarse con el desastre, pero parecía resentirse un poco con un sutil cambio de actitud por el hecho de no ser ahora el foco de la atención.
El doctor Schloss se mordisqueó una uña y empezó a decir, cautelosamente:
—Doctor Black, nos sentimos muy agradecidos por su valor y por su éxito. —Luego, como si con ello hubiera abierto un camino, siguió—: De todos modos, destrozar la caja de relés con el tacón fue imprudente y…, bien, fue una acción que no parecía abocada al éxito.
—Fue una acción que difícilmente no hubiera tenido éxito —dijo Black—. ¿Sabe? —aquella era la bomba número uno—, en aquel momento sabía ya lo que había fallado.
Schloss se puso en pie de un salto.
—¿Realmente? ¿Está usted seguro?
—Vaya usted mismo a comprobarlo. Ahora ya no hay ningún peligro. Le diré dónde tiene que mirar.
Schloss volvió a sentarse, lentamente esta vez. El general Kallner se mostró entusiasmado.
—Bien, eso es estupendo, si es cierto.
—Es cierto —dijo Black. Sus ojos se desviaron hacia Susan Calvin, que no dijo nada.
Black estaba gozando con su sensación de poder. Dejó caer la bomba número dos.
—Era el robot, por supuesto. ¿Ha oído eso, doctora Calvin?
Susan Calvin habló por primera vez.
—Lo he oído. De hecho, lo esperaba. Era la única pieza de equipo a bordo de la nave que no había sido probada en la Base Hiper.
Por un momento Black se sintió frustrado.
—Usted no me habló de nada de eso —dijo.
—Como insinuó varias veces el doctor Schloss —dijo la doctora Calvin—, yo no soy una experta en etérica. Mi suposición, que no era más que eso, podía estar muy bien equivocada. Creí que no tenía derecho a condicionar de ninguna forma su misión.