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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (337 page)

BOOK: Cuentos completos
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Donovan hizo una dramática pausa.

—Naturalmente, todos vosotros conocéis la Primera Ley: Un robot no puede dañar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. Bien, pues Emma Dos simplemente se marchó con aquel cachorro de las tormentas, dejándome atrás para que muriera. Quebrantó la Primera Ley.

»Afortunadamente, conseguí ponerme a salvo. Media hora más tarde, la tormenta amainó. Había sido una racha prematura y temporal. Es algo que ocurre a veces. Corrí apresuradamente a la base, donde llegué con los pies hechos polvo, y las tormentas empezaron realmente al día siguiente. Emma Dos regresó dos horas más tarde que yo, y el misterio se aclaró entonces finalmente, y los modelos MA fueron retirados inmediatamente del mercado.

—¿Y cuál era exactamente la explicación? —quiso saber MacFarlane.

Donovan lo miró seriamente.

—Es cierto que yo era un ser humano en peligro de muerte, Mac, pero para ese robot había algo más que pasaba por delante de eso, que pasaba por delante de mí, que pasaba por delante de la Primera Ley. No olvides que esos robots pertenecían a la serie MA, y que ese robot MA en particular había estado buscando escondites durante algún tiempo antes de desaparecer. Es como si estuviera esperando que algo especial y muy íntimo le ocurriera. Aparentemente, ese algo había ocurrido.

Donovan alzó reverentemente los ojos, y su voz tembló.

—Ese cachorro de las tormentas no era ningún cachorro de las tormentas. Lo llamamos Emma júnior cuando Emma Dos lo trajo consigo al volver. Emma Dos tenía que protegerlo de mi arma. ¿Qué es la Primera Ley, comparada con los sagrados lazos del amor materno?

¿Qué importa el nombre? (1956)

“What's in a Name?”

Si piensan ustedes que es difícil conseguir cianuro potásico ya se lo pueden quitar de la cabeza. Allí estaba yo una botella de medio kilo en la mano. Era de cristal marrón, con una preciosa etiqueta que ponía «CIANURO POTÁSICO, Q. P.» (las iniciales, según me dijeron, significaban «químicamente puro») y una pequeña calavera unos huesos cruzados debajo.

El tipo a quien pertenecía la botella se limpió las gafas y parpadeó al mirarme. Se trataba del profesor Helmuth Rodney, de la Universidad de Carmody. Era de estatura media, con una barbilla blanda, labios gruesos, barriga incipiente, pelo castaño y un aspecto de total indiferencia al hecho de que yo tuviera en la mano el veneno suficiente para matar a un regimiento.

—¿Insinúa usted que tiene esto en su estantería así como así, profesor? —pregunté.

—Sí, siempre ha estado ahí, inspector, junto con todos los demás productos químicos, en orden alfabético —dijo con ese tono circunspecto que seguramente empleaba en sus explicaciones de clase.

Eché una mirada a la abigarrada habitación. Los estantes se alineaban hasta arriba por todas las paredes, y estaban llenos de botellas grandes y pequeñas.

—Esta —señalé— contiene veneno.

—Como casi todas —dijo con toda tranquilidad.

—¿Lleva usted la cuenta de las que tiene?

—De una manera general —dijo frotándose la barbilla—. Sé que tengo esa botella.

—Pero supongamos que alguien entra aquí y se sirve una cucharada de esta sustancia. ¿Sería usted capaz de notarlo?

El profesor Rodney negó con la cabeza.

—Me sería imposible —dijo.

—Bueno, entonces, ¿quién puede entrar en este laboratorio? ¿Se queda cerrado con llave?

—Lo cierro con llave por la noche, cuando me voy, si no se me olvida. Durante el día no está cerrado, porque salgo y entro continuamente.

—En otras palabras, profesor, cualquiera podría entrar aquí, incluso gente de la calle, y llevarse un poco de cianuro sin que nadie lo llegara a notar.

—Me temo que sí.

—Dígame, profesor, ¿para qué tiene tanto cianuro aquí? ¿Para matar ratas?

—¡Cielo santo, no! —pareció sentir cierta repugnancia ante esa idea—. El cianuro se emplea a veces en reacciones orgánicas para formar los necesarios elementos intermedios, para crear un medio básico adecuado, para catalizar…

—Comprendo. Comprendo. ¿En qué otros laboratorios se puede obtener cianuro de este modo?

—En casi todos —contestó inmediatamente—. Incluso laboratorios de los estudiantes. Al fin y al cabo, es una sustancia corriente que se emplea rutinariamente en las síntesis.

—Yo no calificaría de rutinario el empleo que se le ha dado hoy —dije.

—No, desde luego —contestó, dejando escapar un suspiro y añadió pensativo—: solían llamarlas las «Mellizas de la Biblioteca».

Asentí. Comprendía la razón de aquel apodo. Las dos bibliotecarias eran muy parecidas, si se las miraba de cerca, por supuesto. Una tenía barbillita puntiaguda y un rostro redondo, y la otra tenía mandíbula cuadrada y larga nariz. Sin embargo, inclinadas sobre la mesa, ambas tenían el cabello de un rubio color miel, con raya en medio y una onda similar. Si se les echaba una rápida mirada a la cara, en lo que primero se fijaría uno sería probablemente en que las dos tenían grandes ojos de parecido tono azul. Viéndolas en pie, juntas a cierta distancia, se vería que ambas eran de la misma estatura y que, probablemente, usaban el sujetador de la misma marca y talla. Las dos tenían la cintura estrecha y las piernas bonitas. Hoy iban vestidas iguales. Las dos iban de azul.

Sin embargo, era imposible confundirlas. La de la barbilla pequeña y el rostro redondo rebosaba de cianuro y estaba muerta.

El parecido fue lo primero que me chocó cuando llegué con mi compañero Ed Hathaway. Había una joven muerta hundida en su silla, con los ojos abiertos, un brazo colgando y una taza rota en el suelo, justo debajo, como un punto bajo, un signo de exclamación. Su nombre, según nos enteramos, era Louella-Marie Busch. Había una segunda joven, igual a la primera, que había logrado recobrarse, blanca y temblorosa, la cual tenía la mirada fija y dejaba que la policía y su trabajo discurrieran a su alrededor sin percatarse de nada al parecer. Su nombre era Susan Morey.

—¿Eran parientes? —fue lo primero que pregunté.

No lo eran. Ni siquiera primas segundas.

Eché una mirada a la biblioteca. Había estantes llenos de encuadernación parecida. Había volúmenes de diversas revistas científicas. En otra sala había rimeros de lo que según descubrimos más tarde, resultaron ser libros de texto, monografías y libros más antiguos. En la parte de atrás había un cuarto que contenía números recientes de revistas científicas sin encuadernar con cubiertas en rústica de aburridos y farragosos títulos. De pared a pared se alineaban largas mesas donde hubieran podido sentarse un centenar de personas de haber sido necesario. Afortunadamente, no era ese el caso.

Susan nos contó lo sucedido a trazos insulsos monótonos.

La señora Nettler, la vieja bibliotecaria jefe, se había tomado la tarde libre, dejando encargadas a las dos jóvenes. Al parecer, solía hacerlo a menudo.

A las dos, minuto más o menos, Louella-Marie se metió en la habitación interior, detrás de la mesa de recepción de la biblioteca. Allí, entre libros nuevos que esperaban ser catalogados, pilas de revistas para encuadernar y libros reservados que aguardaban a sus solicitantes, había un pequeño infiernillo, un cazo pequeño y los elementos necesarios para preparar un té ligero.

Tomar el té a las dos era, al parecer, frecuente también.

—¿Preparaba Louella-Marie el té todos los días? —pregunté.

Susan me miró con sus inexpresivos ojos azules.

—A veces lo hace la señora Nettler, pero generalmente lo hacía Lou… Louella-Marie.

Cuando el té estuvo preparado, Louella salió a decírselo y unos pocos momentos después se retiraron las dos.

—¿Las dos? —pregunté bruscamente—. ¿Y quién se quedó a cargo de la biblioteca?

Susan se encogió de hombros, como si éste fuese un detalle de escaso interés, y dijo:

—Podemos ver a través de la puerta. Si alguien se hubiera acercado a la mesa habría podido salir una de nosotras.

—¿Y se acercó alguien?

—Nadie. Son vacaciones. No hay casi nadie por aquí.

Quería decir que el semestre de primavera había terminado y que los cursos de verano no habían empezado. Ese día aprendí bastante sobre la vida universitaria.

Lo que quedaba de la historia no era mucho más. Las bolsitas del té estaban ya fuera de las tazas que humeaban suavemente y estaba servido el azúcar.

—¿Lo tomaban con azúcar las dos? —interrumpí.

—Sí. Pero mi taza no tenía —dijo Susan lentamente.

—¿No?

—Nunca se le había olvidado ponerme. Ella sabe que yo lo tomo con azúcar. Sólo probé un sorbo o dos y ya iba a coger el azúcar y decírselo, cuando…

Cuando Louella-Marie lanzó un extraño grito sofocado y dejo caer la taza. Un minuto más tarde había muerto.

Después de eso, Susan se puso a chillar y finalmente llegamos nosotros.

Los procedimientos de rutina se llevaron a cabo con bastante facilidad. Se habían tomado fotos y huellas dactilares. Asimismo, se había tomado nota de los nombres y direcciones de todos los hombres y mujeres que se encontraban en el edificio y se les había mandado a sus casas. Evidentemente, la muerte había sido ocasionada por cianuro, y el «villano» indiscutible era el azucarero. Se cogieron muestras para la investigación oficial.

En el momento del asesinato se encontraban seis hombres en la biblioteca. Cinco eran estudiantes y parecían asustados, confundidos o enfermos, supongo que según el temperamento de cada uno. El sexto era un hombre de mediana edad, un extranjero que hablaba con acento alemán y no tenía absolutamente nada que ver con la Universidad. Parecía asustado, confundido y enfermo; las tres cosas a la vez.

Mi compañero Hathaway los llevó fuera de la biblioteca. La idea era conducirlos a la Sala de Tertulia y retenerlos allí hasta que pudiéramos entrevistarlos con detalle. Uno de los estudiantes se zafó y pasó junto a mí sin mirarme siquiera. Susan corrió tras él, agarrándole de las mangas por encima de los codos.

—Pete, Pete.

Pete tenía la constitución de un jugador de rugby, aunque, a juzgar por su perfil, parecía que jamás se había acercado ni a media milla de un campo de juego. Era demasiado guapo para mi gusto, pero yo me pongo celoso con facilidad.

Pete miró más allá de la chica; parecía que se le iba a descomponer el rostro, hasta el punto de que su belleza se sumió en un insoportable horror.

—¿Cómo es que Lolly?… —preguntó con voz ronca y ahogada.

—No lo sé. No lo sé —jadeó Susan. Seguía intentando mirarle a los ojos.

Pete se alejó bruscamente. No había mirado a Susan ni una vez; todo el tiempo que estuvo con ella había estado mirando por encima de su hombro. Luego obedeció a la presión que Hathaway le hizo en el codo y se dejó llevar fuera.

—¿Es su novio? —pregunté.

Susan apartó los ojos del estudiante que se alejaba.

—¿Cómo?

—¿Es su novio?

—Salimos juntos —dijo bajando la vista hacia sus manos entrelazadas.

—¿Iba en serio la cosa?

—Bastante en serio —susurró.

—¿Conocía también a la otra joven? La ha llamado Lolly.

—Bueno… —Susan se encogió de hombros.

—Digámoslo de otra manera. ¿Salía con ella?

—A veces.

—¿En serio?

—¿Qué sé yo? —exclamó.

—Dígame, ¿estaba celosa de usted?

—¿De qué habla?

—Alguien echó cianuro en el azúcar y lo sirvió sólo en una taza. Suponga que Louella-Marie estuviera lo bastante celosa de usted como para intentar envenenarla y tener el campo libre con nuestro amigo Pete. Y suponga ella se tomó la taza envenenada por error.

—Eso es absurdo. Louella-Marie no haría nada semejante —dijo Susan.

Pero tenía los labios tirantes, sus ojos chispeaban, y puedo decir que cuando estoy cerca del odio lo huelo en seguida.

El profesor Rodney entró en la biblioteca. Era el primer hombre con el que me había encontrado al entrar en el edificio, y mis simpatías hacia él no habían hecho el menor progreso.

Había empezado por informarme que, como miembro más antiguo del claustro, él se encargaba de todo.

—Ahora me encargaré yo, profesor —le dije.

—De la investigación puede que sí, inspector, pero yo el responsable ante el decano y me propongo cumplir con mis obligaciones.

Aunque no tenía pinta de aristócrata, sino que parecía bien un tendero, si comprenden lo que quiero decir, se las arregló para mirarme como si hubiera un microscopio entre los dos, y él ocupara el lado de arriba.

—La señora Nettler está en mi despacho. Al parecer se ha enterado por un boletín de noticias y ha venido inmediatamente. Está bastante nerviosa. ¿Quiere verla? —dijo en el tono del que da una orden.

—Tráigala, profesor —le dije como concediendo un permiso.

La señora Nettler se encontraba en la natural tribulación de la mayoría de las señoras mayores. No sabía sí sentirse horrorizada o fascinada por la proximidad de la muerte. Pero fue el horror lo que la dominó al ver la oficina interior y descubrir lo que quedaba de los cacharros de té. Como es natural, ya se habían llevado el cuerpo.

Se dejo caer en una silla y empezó a llorar.

—Yo también he tomado el té aquí —gimió——. Me podía haber tocado

—¿Cuándo tomó usted el té aquí, señora Nettler? —pregunté en el tono más suave y tranquilizador que me fue posible.

Se dio la vuelta en su asiento y alzó la vista.

—Pues después de la una, creo. Recuerdo que le ofrecí al profesor Rodney una taza. Fue poco después de la una; ¿verdad, profesor Rodney?

Una sombra de fastidió cruzó el rollizo rostro de Rodney

—Pasé por aquí un momento, justo antes de la comida, para consultar una signatura —dijo, volviéndose hacia mí—. La señora Nettler me ofreció, efectivamente, una taza. Me temo que estaba demasiado ocupado para aceptársela ni para darme cuenta exactamente de la hora.

Di un gruñido y me volví hacía la anciana señora.

—¿Toma usted azúcar, señora Nettler?

—Sí, señor.

—¿Tomó usted azúcar?

Asintió y empezó a llorar de nuevo.

Esperé un poco. Luego le pregunté:

—¿Se fijó cómo estaba el azucarero?

—Estaba…estaba…—la pregunta suscitó en ella una repentina sorpresa que la hizo ponerse de pie—. Estaba vacío y yo misma lo llené. Cogí el paquete del azúcar y recuerdo que me dije a mí misma que siempre que quería tomar el té no quedaba azúcar y que me gustaría que las chicas…

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