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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (338 page)

BOOK: Cuentos completos
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Tal vez fue por referirse a las jóvenes en plural. Se echó a llorar otra vez.

Hice una seña a Hathaway para que se la llevara.

Evidentemente, entre la una y las dos de la tarde, alguien había vaciado el azucarero y lo había llenado luego con un poquito de azúcar aderezado… azúcar hábilmente aderezado.

Puede que fuera la aparición de la señora Nettler lo que le devolvió a Susan su espíritu de bibliotecaria, porque cuando Hathaway regresó y sacó uno de sus puros —ya tenía la cerilla encendida—, dijo la joven:

—No se puede fumar en la biblioteca, señor.

Hathaway se sintió tan sorprendido que apagó la cerilla y volvió a guardarse el puro en el bolsillo.

A continuación, la joven se dirigió rápidamente a una de las mesas largas y cogió un gran volumen que estaba abierto encima.

Hathaway llegó antes que la joven.

—¿Qué va a hacer, señorita?

Susan pareció completamente sorprendida.

—Sólo voy a ponerlo de nuevo en el estante.

—¿Por qué? ¿Qué es? —Hathaway miró la página abierta. En ese momento estaba yo también con ellos. Miré por encima de su hombro.

Estaba en alemán. No entiendo ese idioma, pero puedo reconocerlo cuando lo veo. El tipo de letra era pequeño, y en la página había figuras geométricas con líneas de letras en varios lugares. Sabía lo bastante, también, para reconocer que aquello eran fórmulas químicas.

Puse el dedo por donde estaba abierto, cerré el libro y miré el lomo. Decía: «Beilsteín. Organische Chemie. Band VI. System Nummer 499-608». Abrí la página de nuevo. Era la 233, y las primeras palabras, sólo para darles a ustedes una idea, eran 4'-chIor-4-brom-2-nitrodíphe-nylláther-C,2H7QNClBr.

Hathaway estaba ocupado copiando cosas.

El profesor Rodney estaba también junto a la mesa, con lo que éramos cuatro, todos reunidos alrededor del libro.

El profesor dijo con voz fría, como si estuviera en la tarima con un puntero en una mano y un trozo de tiza en la otra—

—Este es un volumen de Beílstein (lo pronunció «BailShtain»). Es una especie de enciclopedia de los componentes orgánicos, Registra cientos de miles.

—¿Este libro? —preguntó Hathaway.

—Este libro no es más que uno de los sesenta y tantos volúmenes y apéndices complementarios. Es una obra alemana tremenda que tiene años de retraso porque, primero, la química orgánica progresa a un ritmo cada vez más rápido y, segundo, por la interferencia de la política y la guerra. Aun así, no existe nada en inglés que se le aproxime siquiera en utilidad. Para todos los investigadores en química orgánica, estos volúmenes son de absoluta necesidad.

Mientras hablaba, el profesor le daba palmadas al libro; unas palmadas cariñosas.

—Antes de enfrentarse con un compuesto desconocido ——dijo—, es muy conveniente buscarlo en el Beilstein. Le proporciona a uno métodos de preparación, propiedades, referencias y demás. Sirve de punto de partida. Los diversos componentes están catalogados de acuerdo con un sistema lógico que resulta claro, pero no evidente. Yo mismo doy varias clases en mi curso sobre síntesis orgánicas, dedicadas íntegramente a los métodos para encontrar un componente determinado en algún lugar de los sesenta volúmenes.

No sé durante cuánto tiempo pudo haber continuado, pero yo no estaba allí para estudiar síntesis orgánicas, y ya era hora de que volviéramos a los acontecimientos.

—Profesor, quiero hablar con usted en su laboratorio ——dije bruscamente.

La verdad es que yo creía que el cianuro se guardaba en una caja fuerte, que se llevaba la cuenta de cada granito, y que la gente tenía que firmar cuando se llevaba alguna cantidad. Pensaba que la cuestión de cuál fue el momento en que tuvieron la oportunidad de obtenerlo ilícitamente podía proporcionarnos la prueba que necesitábamos.

Y allí estaba yo con medio kilo de cianuro en la mano y con la noticia de que cualquiera podía llevarse el que quisiera con sólo pedirlo, o sin pedirlo.

—Solían llamarlas las «Mellizas de la Biblioteca» —dijo pensativo.

—¿Y bien? —,dije.

—Eso sólo demuestra lo superficial que es el juicio de la mayoría de las personas. No se parecían en nada, aparte la coincidencia en el pelo y los ojos. ¿Qué sucedió en la biblioteca, inspector?

Le conté la versión de Susan y le observé.

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Supongo que piensa que la joven muerta planeó el asesinato.

En ese momento no tenía el menor deseo de mostrar mi juego.

—¿Usted no? —pregunté.

—No. Era incapaz de una cosa así. Su comportamiento respecto a sus deberes era agradable y servicial. Además, ¿por qué había de hacerlo?

—Hay un estudiante ——dije—. Se llama Peter de nombre.

Peter van Norden —dijo inmediatamente—. Un estudiante bastante brillante, pero inútil no se sabe por qué.

—Las jóvenes opinan en estas cosas de modo diferente, profesor. Las dos bibliotecarias se interesaban por él, al parecer. Puede que Susan fuera la que tenía más posibilidades y Louella-Marie se decidiera a tomar tajantes medidas.

—¿Para acabar después tomándose la taza envenenada?

—La gente hace cosas extrañas cuando está sometida a cierta tensión —dije.

—No de esa clase —dijo con sequedad—. Una taza no tenía azúcar, así que la asesina no quería correr riesgos. Es de suponer que, aunque no se hubiera fijado bien en cuál era cada taza, contaba con el dulzor para darse cuenta. Pudo haber evitado fácilmente el ingerir una dosis fatal.

—Las dos jóvenes solían ponerse azúcar. La muerta estaba acostumbrada al té dulce. Con la excitación, el acostumbrado dulzor no le dijo nada especial ——dije secamente.

—No lo creo.

—¿Qué otra alternativa hay, profesor? El azúcar fue cambiado después de tomar el té la señora Nettler a la una en punto. ¿Lo hizo la señora Nettler?

—¿Por qué motivo? ——dijo alzando bruscamente la vista.

Me encogí de hombros.

—Podía temer que las jóvenes fueran a quitarle su trabajo.

—Eso no tiene sentido. Se va a jubilar antes de que comiencen los cursos de otoño

—Usted estuvo allí, profesor ——dije suavemente.

Ante mí sorpresa, lo aceptó con naturalidad.

—¿Motivos? —preguntó.

—No es usted demasiado viejo y puede haberse interesado por Louella-Marie, profesor. Supongamos que ella le hubiera amenazado con dar parte de algunas palabras suyas o de su conducta al decano.

El profesor sonrió amargamente.

—¿Cómo pude arreglármelas para estar seguro de que la joven en cuestión se tomaría el cianuro? ¿Por qué había de quedarse una taza sin azúcar? Yo pude cambiar el azúcar, pero no preparé el té.

Empecé a cambiar de opinión sobre el profesor Rodney. No se había preocupado en aparentar indignación o parecer sorprendido. Se limitó a señalar las debilidades lógicas y a atenerse a eso. Me gustó.

—¿Qué cree usted que sucedió? —pregunté.

—La imagen del espejo. A la inversa. Creo que la superviviente ha dicho la verdad al revés. Suponga que era Louella-Marie la que estaba ganándose al joven y era a Susan a quien no le gustó, en vez de ser al revés. Supongamos que fue Susan quien por una vez preparó el té, y Louella-Marie quien estaba en la mesa de recepción, en lugar de la otra. En ese caso, la joven que preparó el té habría podido tomar la taza buena sin correr riesgos. Todo seria lógico y no ridículamente inverosímil.

Eso era. Aquel hombre había llegado a la misma conclusión que yo, cosa que tenía que gustarme después de todo. Tengo la costumbre de sentirme benevolente con los tipos que están de acuerdo conmigo. Creo que todo se debe al hecho de ser un homo sapiens.

—Tenemos que demostrar eso más allá de toda duda razonable —dije—. Pero, ¿cómo? He subido aquí con la esperanza de probar que alguien ha tenido acceso al cianuro y los demás no. Pero nada. Todo el mundo ha tenido acceso. Ahora, ¿qué?

—Compruebe cuál de las jóvenes estaba realmente ante la mesa a las dos, mientras la otra estaba preparando té —dijo el profesor.

Yo estaba convencido de que el profesor leía relatos policíacos y tenía fe en los testigos. Yo no, pero de todos modos me levanté.

—Muy bien, profesor. Lo haré.

El profesor se levantó también. Me preguntó apremiante:

—¿Puedo estar presente?

—¿Por qué? ¿Por su responsabilidad ante el decano?

—En cierto modo. Me gustaría que todo esto tuviera un desenlace rápido y fuera de toda duda.

—Venga, si cree que eso puede servir de algo —dije.

Ed Hathaway me estaba esperando cuando bajé. Estaba sentado en la biblioteca vacía.

—Ya lo tengo —dijo.

—¿Ya tienes el qué? —le pregunté.

—Ya sé lo que pasó. Lo he descubierto por deducción.

—¿Sí?

No tenía en cuenta la presencia del profesor Rodney.

—El cianuro tuvo que ser introducido secretamente. ¿Por quién? Por el comodín de la baraja, el extranjero, e tipo que habla con acento… como-se-llame.

Empezó a rebuscar en una serie de tarjetas de las que había sacado alguna información sobre los, al parecer, inocentes espectadores.

Sabía a quién se refería, así que dije:

—De acuerdo. El extranjero entra con el cianuro en un sobrecito. Mete el sobre entre dos páginas del libro alemán, ese como-se-llame que tiene tantos tomos.

El profesor y yo asentimos.

Hathaway continuó

—Era alemán, igual que el libro. Probablemente estaba familiarizado con él. Metió el sobre en una página determinada, con alguna fórmula que había escogido. El profesor dijo que hay un sistema para encontrar la fórmula que se desee; basta con saberlo. ¿No es cierto, profesor?

—Es cierto —dijo Rodney fríamente.

—Muy bien. La bibliotecaria lo sabía, de modo que pudo encontrar también la página. Coge el cianuro y lo echa en el té. Con el nerviosismo se olvida de cerrar el libro…

—Escucha, Hathaway ——dije—, ¿por qué iba a hacer ese pobre diablo una cosa así? ¿Qué pretexto tiene para estar aquí?

—Dice que es un peletero que está estudiando los repelentes para polillas y los insecticidas. ¿No suena eso a falso de arriba abajo? ¿Has oído en tu vida algo más falso?

—Claro—, dije—, tu teoría. Escucha, a nadie se le ocurre esconder un sobre con cianuro en un libro. No hay que encontrar una fórmula o página determinada cuando hay un sobre dentro que está abultando entre las páginas. Cualquiera que sacara el libro del estante descubriría que el libro se abría automáticamente por la página en cuestión. ¡Vaya un escondite!

Hathaway empezó a sentirse desconcertado.

Continué de manera despiadada:

—Además, no hay por qué traer el cianuro de fuera. Aquí lo tienen a toneladas. Pueden gastarlo para hacer avalanchas de nieve. Cualquiera que desee un kilo o dos no tiene más que cogerlo.

—¿Cómo?

—Pregúntale al profesor.

Los ojos de Hathaway se agrandaron, empezó a registrarse el bolsillo de la chaqueta y sacó un sobre.

—¿Entonces, qué hago con esto?

—¿Qué es?

Sacó del sobre una página impresa en alemán, y dijo:

—Es una página de ese libro alemán que…

El profesor Rodney se puso repentinamente congestionado.

—¿Le arrancó una página al Beilstein?

Lo dijo gritando, cosa que me dejó de una pieza. No le hubiera creído capaz de chillar.

—Pensé que podríamos analizarla para encontrar pegamento del papel adhesivo, quizá un poquito de cianuro que hubiera caído.

—¡Démela! —gritó el profesor—, ¡estúpido, ignorante!

Alisó la hoja y la miró por ambos lados, como para asegurarse de que no había desaparecido ninguna letra.

—¡Vándalo! —exclamó, y estoy seguro de que en ese momento habría sido capaz de matar a Hathaway y reírse durante todo el proceso.

El profesor Rodney podía estar moralmente seguro de la culpabilidad de Susan y, para el caso, igual podía estarlo yo. Sin embargo, la certidumbre moral no se puede presentar ante un jurado. Se necesitaba la evidencia.

Así que, como no tengo fe en los testigos, acometí el problema por el único punto débil de cualquier posible culpable: el posible culpable mismo.

Hice que ella presenciara los nuevos derroteros del interrogatorio, y si éste no delataba su culpabilidad, tal vez lo hicieran sus nervios.

Por su aspecto no podía decir cómo sería de bueno ese «tal vez». Susan Morey se sentó ante su mesa, con las manos entrelazadas ante sí, la mirada fría y la piel tirante en torno a las ventanas de su nariz.

En primer lugar entró el pequeño peletero alemán; parecía enfermo de preocupación.

—Yo no he hecho nada —balbuceó——. Por favor. Tengo cosas que hacer. ¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí?

Hathaway tenía su nombre y sus datos personales, así que pasé por alto todo eso y fui al grano.

—Llegó usted aquí un poco antes de las dos. ¿Cierto?

—Sí. Quería informarme acerca de los repelentes contra las polillas…

—De acuerdo. Cuando entró fue hacia la mesa de recepción. ¿Cierto?

—Sí. Le dije mí nombre, quién era yo, lo que quería…

—¿A quién se lo dijo? —esa era la pregunta clave.

El tipo se me quedó mirando. Tenía el pelo rizado y una boca hundida como si no tuviera dientes, pero era sólo la apariencia, porque cuando hablaba, descubría unos pequeños dientes amarillos.

—A ella. Se lo dije a ella. A esa chica que hay sentada ahí —dijo.

—Es cierto —intervino Susan sin expresión—. Habló conmigo.

El profesor Rodney la estaba observando con una mirada de concentrado desprecio. Se me ocurrió que su motivo para desear ver cómo se hacía rápidamente justicia podía ser más personal que idealista. Sin embargo, eso no era asunto mío.

—¿Está seguro de que es esta la joven? —le pregunté al peletero.

—Sí —contestó—. Le dije mi nombre y lo que quería, y sonrió. Me dijo dónde encontraría los libros sobre insecticidas. Luego, cuando me marchaba, otra joven salió de allí dentro.

—¡Bien! —dije inmediatamente—. Aquí tiene una fotografía de la otra joven. Dígame, ¿habló usted con la chica que está en la mesa y era la joven de la fotografía la que salió de la habitación de dentro? ¿O habló usted con la joven de la fotografía y la que está en la mesa fue la que salió de la habitación?

Durante un minuto largo, el peletero contempló a la joven, luego a la fotografía, y luego a mí.

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