Cuentos completos (336 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
8.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

—De acuerdo —murmuró Black—. ¿Acaso imaginó también cómo falló?

—No.

—Bien, falló porque fue construido mejor que un hombre. Ahí estuvo el fallo. ¿No es extraño que el fallo resida en la especialidad misma de la U. S. Robots? Según tengo entendido, construyen robots que son mejores que los seres humanos.

Estaba asaeteándola con sus palabras, pero ella no mordió el anzuelo. En vez de ello, se limitó a suspirar.

—Mi querido doctor Black, no soy responsable de los eslóganes de nuestro departamento de publicidad.

Black se sintió frustrado de nuevo. No era una mujer fácil de manejar.

—Su gente construyó un robot para reemplazar al hombre en los controles de la Parsec —dijo—. Tenía que tirar de la palanca de control hacia sí, colocarla en posición, y dejar que el calor de sus manos estableciera el contacto final. Bastante sencillo, ¿no cree, doctora Calvin?

—Bastante sencillo, doctor Black.

—Y si el robot no hubiera sido construido mejor que un ser humano, la cosa hubiera funcionado. Desgraciadamente, la U. S. Robots se sintió obligada a hacerlo mejor que un hombre. Al robot se le dijo que tirara de la palanca firmemente. Firmemente. La palabra fue repetida, reforzándola, enfatizándola. Así que el robot hizo lo que se le había dicho. Tiró de ella firmemente. Ese fue el fallo. Era fácilmente diez veces más fuerte que un ser humano ordinario para el cual había sido diseñada la palanca de control.

—¡Está usted insinuando…?

—Estoy diciendo que la palanca se dobló. Se torció lo suficiente como para desplazar el mecanismo disparador. Cuando el calor de la mano del robot accionó la termocupla, ésta no hizo contacto. —Sonrió—. Esto no es simplemente el fallo de un robot, doctora Calvin. Es el símbolo del fallo de la idea del robot.

—Oh, vamos, doctor Black —dijo heladamente Susan Calvin—, está ahogando usted la lógica en un mar de psicología misionera. El robot estaba equipado de fuerza bruta, pero también de la necesaria comprensión. Si los hombres que le dieron sus órdenes hubieran utilizado términos cuantitativos en vez del estúpido adverbio «firmemente», eso no hubiera ocurrido. Si hubieran dicho: «Aplica una presión de veintidós kilogramos», todo hubiera ido bien.

—Está diciendo usted —murmuró Black— que las ineptitudes de un robot deben ser suplidas por la ingeniosidad y la inteligencia de un hombre. Le aseguro que la gente de la Tierra lo verá de este modo, y no se sentirá muy dispuesta a perdonar a la U. S. Robots por este fracaso.

—Un momento, Black —dijo rápidamente el general de división Kallner, cargando de nuevo su voz de autoridad—. Todo lo que ha ocurrido es obviamente información clasificada.

—De hecho —dijo Schloss repentinamente—, su teoría aún no ha sido comprobada. Enviaremos un equipo a la nave para averiguarlo. Puede que a fin de cuentas la culpa no fuera del robot.

—Ustedes se encargarán de demostrarlo, ¿verdad? Me pregunto si la gente creerá a una parte interesada. Aparte de lo cual, tengo otra cosa que decir. —Entonces lanzó la bomba número tres—. A partir de este momento, dimito de mi puesto en este proyecto. Renuncio.

—¿Por qué? —preguntó Susan Calvin.

—Porque, como usted bien ha dicho, doctora Calvin, soy un misionero —dijo Black, sonriendo—. Tengo una misión. Creo que le debo a la gente de la Tierra el decirles que la era de los robots ha alcanzado un punto en el cual la vida humana es considerada menos valiosa que la vida de un robot. Ahora resulta posible ordenarle a un hombre que corra un peligro porque un robot es algo demasiado precioso como para someterlo a él. Creo que los terrestres deben oír esto. Hay muchos hombres que tienen muchas reservas respecto a los robots. La U. S. Robots aún no ha conseguido que el uso de los robots sea permitido en el planeta Tierra. Creo que lo que tengo que decir, doctora Calvin, completará el asunto. A causa del trabajo de hoy, doctora Calvin, usted y su compañía y sus robots serán borrados de la faz del sistema solar.

Estaba poniéndola sobre aviso, lo sabía, pero no quería perderse esta escena. Había vivido para aquel instante desde que había partido hacia la Parsec, y no quería renunciar a él.

Exultó ante el momentáneo resplandor en los pálidos ojos de Susan Calvin y el ligero rubor en sus mejillas. Pensó: ¿cómo te sientes ahora, señora científica?

—No se le permitirá dimitir, Black —dijo Kallner—. Como tampoco va a permitírsele…

—¿Cómo cree que podrá detenerme, general? Soy un héroe, ¿no se han dado cuenta? Y la vieja madre Tierra aprecia mucho a sus héroes. Siempre lo ha hecho. Querrán saber más de mí, y creerán todo lo que yo les diga. Y no les gustará que nadie se interponga en mi camino, no mientras siga siendo un héroe reciente. Ya he hablado con Ronson, de la Interplanetary Press, y le he dicho que tenía algo grande que comunicar, algo que iba a hacer saltar de sus asientos a las grandes personalidades tanto del gobierno como del mundo científico, de modo que la Interplanetary se halla la primera en la cola, aguardando a oír mis noticias. De modo que, ¿qué pueden hacerme ustedes excepto pegarme un tiro? Y creo que será peor si intentan hacerlo.

La venganza de Black estaba completa. No se había guardado nada. Lo había dicho todo, hasta la última palabra. Se levantó para irse.

—Un momento, doctor Black —dijo Susan Calvin. Su suave voz estaba teñida de autoridad.

Black se volvió involuntariamente, como un escolar ante la voz de su maestra, pero contrarrestó ese gesto con un acento deliberadamente burlón cuando dijo:

—Tiene usted alguna afirmación que hacer, supongo.

—En absoluto —dijo ella modestamente—. Usted se ha explicado por mí, y lo ha hecho muy bien. Lo elegí porque sabía que usted comprendería, aunque pensé que comprendería antes. Había tenido un contacto con usted antes, sabía que no le gustaban los robots y que, en consecuencia, no se haría ilusiones respecto a ellos. Por sus antecedentes, que pedí ver antes de que le fuera confiada la misión, supe que usted había expresado su desaprobación a este experimento de enviar un robot a través del hiperespacio. Sus superiores consideraron que este era un punto en contra de usted, pero yo pensé que era a su favor.

—¿De qué está usted hablando, doctora, si me disculpa mi rudeza?

—Del hecho de que debería haber comprendido por qué un robot no podía ser enviado a esta misión. ¿Qué es lo que dijo usted mismo? Algo acerca de las ineptitudes de un robot teniendo que ser equilibradas por la ingeniosidad y la inteligencia de un hombre. Exacto, joven, exacto. Los robots no son ingeniosos. Sus mentes son finitas, y pueden ser calculadas hasta el último decimal. Ése, de hecho, es mi trabajo.

»Si a un robot se le da una orden, una orden precisa, puede seguirla. Si la orden no es precisa, no puede corregir su propio error sin otras órdenes. ¿No es eso lo que usted informó respecto al robot de la nave? ¿Cómo podemos pues enviar a un robot a descubrir un fallo en un mecanismo cuando no podemos transmitirle órdenes precisas, puesto que no sabemos nada respecto al fallo? «Encuentra lo que ha fallado» no es una orden que puedas darle a un robot: sólo a un hombre. El cerebro humano, hasta ahora al menos, está más allá de todo cálculo.

Black se sentó bruscamente y se quedó mirando desanimado a la psicóloga. Sus palabras golpearon duramente en un sustrato de comprensión que hasta entonces había estado recubierto de emociones. Se sintió incapaz de refutarla. Peor que eso, lo invadió una sensación de derrota.

—Podría haberme dicho eso antes de que me fuera —murmuró.

—Podía —admitió la doctora Calvin—, pero observé su miedo natural por su cordura. Una preocupación tan abrumadora hubiera podido ofuscar fácilmente su eficiencia como investigador, y se me ocurrió dejarle pensar que mi único motivo para enviarle era que un robot valía más. Eso, creí, lo pondría furioso, y la furia, mi querido doctor Black, es a veces una emoción muy útil. Al menos, un hombre furioso nunca se siente tan asustado como lo estaría de otro modo. Y funcionó perfectamente, creo.

Cruzó blandamente las manos sobre su regazo, y consiguió ofrecer lo más cercano a una sonrisa que había conseguido en su vida.

—Que me condene —masculló Black.

—Ahora, si quiere aceptar usted mi consejo —dijo Susan Calvin—, vuelva a su trabajo, acepte su estatus de héroe, y dígale a su amigo periodista los detalles de su gran hazaña. Dele las grandes noticias que le prometió.

Lentamente, reluctantemente, Black asintió.

Schloss pareció aliviado; Kallner mostró una sonrisa llena de dientes. Tendieron sus manos, sin haber dicho una palabra en todo el rato mientras Susan Calvin estuvo hablando, y sin decir nada ahora.

Black estrechó sus manos con una cierta reserva y dijo:

—Es su parte la que debería ser dada a conocer, doctora Calvin.

—No sea estúpido, joven —dijo Susan Calvin heladamente—. Este es mi trabajo.

Primera ley (1956)

“First Law”

Mike Donovan contempló su vacía jarra de cerveza, se sintió aburrido, y decidió que ya había escuchado lo suficiente. Dijo en voz alta:

—Si tenemos que hablar acerca de robots poco habituales, yo conocí una vez a uno que desobedeció la Primera Ley.

Y, puesto que aquello era algo completamente imposible, todo el mundo dejó de hablar y se volvió para mirar a Donovan.

Donovan maldijo inmediatamente su bocaza y cambió de tema.

—Ayer me contaron uno muy bueno —dijo en tono conversacional— acerca de…

MacFarlane, en la silla contigua a la de Donovan, dijo:

—¿Quieres decir que sabes de un robot que causó daño a un ser humano?

Eso era lo que significaba la desobediencia a la Primera Ley, por supuesto.

—En cierto sentido dijo Donovan—. Digo que me contaron uno acerca de…

—Cuéntanos eso del robot —ordenó MacFarlane.

Algunos de los otros hicieron resonar sus jarras sobre la mesa.

Donovan intentó sacarle el mejor partido al asunto.

—Ocurrió en Titán, hará unos diez años —dijo, pensando rápidamente—. Sí, fue en el veinticinco. Acabábamos de recibir cargamento de tres nuevos modelos de robots, diseñados especialmente para Titán. Eran los primeros de los modelos MA. Los llamados Emma Uno, Dos y Tres. —Hizo chasquear los dedos pidiendo otra cerveza, y miró intensamente al camarero—. Veamos, ¿qué viene a continuación?

—He estado metido en robótica toda mi vida, Mike —dijo MacFarlane—. Nunca he oído hablar de ninguna serie MA.

—Eso se debe a que retiraron todos los MA de las cadenas de montaje inmediatamente después…, inmediatamente después de lo que voy a contaros. ¿No lo recordáis?

—No.

Apresuradamente, Donovan continuó:

—Pusimos inmediatamente a los robots a trabajar. Entendedlo, hasta entonces, la base era completamente inutilizable durante la estación de las tormentas, que dura el ochenta por ciento del período de revolución de Titán en torno a Saturno. Durante las terribles nevadas, no puedes encontrar la base ni siquiera aunque estés tan sólo a cien metros de ella. Las brújulas no sirven para nada, puesto que Titán no posee campo magnético.

»La virtud de esos robots MA, sin embargo, era que estaban equipados con vibrodetectores de un nuevo diseño, de modo que podían trazar una línea recta hasta la base a través de cualquier cosa, y eso significaba que los trabajos de minería podían proseguir durante todo el período de revolución. Y no digas una palabra, Mac. Los vibrodetectores fueron retirados también del mercado, y es por eso por lo que ninguno de vosotros ha oído hablar de ellos. —Donovan tosió—. Secreto militar, ya sabéis.

Hizo una breve pausa y prosiguió:

—Los robots trabajaron estupendamente durante la primera estación de las tormentas. Luego, al inicio de la estación de las calmas, Emma Dos empezó a comportarse mal. No dejaba de huronear por los rincones y bajo los fardos, y tenía que ser sacada constantemente de allí. Finalmente, salió de la base y no regresó. Decidimos que debía de haber algún fallo de fabricación en ella, y seguimos con los otros dos. Sin embargo, eso significaba que andábamos constantemente cortos de manos, o cortos de robots al menos, de modo que cuando a finales de la estación de las calmas alguien tuvo que ir a Kornsk, yo me presenté voluntario para efectuar el viaje sin ningún robot. Parecía bastante seguro; no esperábamos ninguna tormenta en dos días, y en el término de veinte horas estaría de vuelta.

»Estaba ya en mi camino de vuelta, a unos buenos quince kilómetros de distancia de la base, cuando el viento empezó a soplar y el aire a espesarse. Hice aterrizar inmediatamente mi vehículo aéreo antes de que el viento pudiera destrozarlo, me orienté hacia la base y eché a correr. Podía correr una buena distancia sin dificultad en aquella baja gravedad, pero ¿cómo correr en línea recta? Ésa era la cuestión. Mi reserva de aire era amplia y los calefactores de mi traje satisfactorios, pero quince kilómetros en medio de una tormenta titaniana son el infinito.

»Entonces, mientras las cortinas de nieve lo oscurecían todo, convirtiendo el paisaje en un lóbrego atardecer, haciendo que desapareciera incluso Saturno y el sol se convirtiera apenas en una mota pálida, me detuve en seco, inclinándome contra el viento. Había un pequeño objeto oscuro directamente frente a mí. Apenas podía verlo, pero sabía lo que era. Era un cachorro de las tormentas, la única cosa viva capaz de resistir una tormenta titaniana, y la cosa viva más maligna con la que puedas encontrarte en ningún lado. Sabía que mi traje espacial no iba a protegerme una vez viniera a por mí, y con aquella mala luz tenía que esperar a asegurarme un blanco perfecto o no atreverme a disparar. Un sólo fallo, y saltaría sobre mí.

»Retrocedí lentamente, y la sombra me siguió. Se iba acercando, y yo empecé a sacar mi lanzarrayos con una plegaria, cuando una sombra mayor gravitó de pronto sobre mí, y lancé una exclamación de alivio. Era Emma Dos, el robot MA desaparecido. No me detuve ni un momento en preguntarme qué podía haberle pasado o preocuparme por sus dificultades. Simplemente aullé:

»—¡Emma, muchacha, encárgate de ese cachorro de las tormentas, y luego llévame a la base!

»Ella se me quedó mirando como si no me hubiera oído y dijo:

»—Amo no dispare. No dispare.

»Echó a correr a toda velocidad hacia aquel cachorro de las tormentas.

»—¡Encárgate de ese maldito cachorro, Emma! —grité. Y, efectivamente, se encargó de él. Lo cogió en sus brazos, y siguió caminando. Le grité hasta que me quedé afónico, pero no regresó. Me dejó para que muriera en medio de la tormenta.

Other books

The Souvenir by Louise Steinman
Special Agent Maximilian by Mimi Barbour
Camp X by Eric Walters
The Kiss by Danielle Steel
The Ice Queen: A Novel by Nele Neuhaus
Classified by Debra Webb