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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (467 page)

BOOK: Cuentos completos
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Henry continuó imperturbable.

—Sume todo esto al asunto de ese martilleo irregular… Creo que el Sr. Rubin dijo específicamente que esa irregularidad era característica de un mal carpintero. ¿No será que esa irregularidad la produce un espía hábil? Por lo que yo sé, el punto débil de todo sistema de espionaje está en enviar la información. En este caso, no habría ningún contacto entre el que la envía y el que la recibe, ningún punto de referencia intermedio, nada que pueda ser abierto o interceptado. Sería el sonido más natural e inocente del mundo, algo que nadie puede oír, excepto la persona que está escuchando… y, como el azar lo ha querido, un escritor que desea concentrarse en su trabajo y al que lo distraen hasta los ruidos más insignificantes. Incluso así, podría interpretarse que se trata de alguien que está martillando… un carpintero.

—¡Vamos, Henry! Eso es estúpido —dijo Trumbull.

—Pero, entonces, ¿cómo explica un robo donde no se llevaron prácticamente nada?

—Tonterías —dijo Rubin—. Jane regresó demasiado pronto. Si se hubiera demorado cinco minutos más, el estereofónico habría desaparecido.

—Mire, Henry —dijo Trumbull—. Ha hecho cosas asombrosas otras veces y no quiero descartar completamente nada de lo que usted dice. No obstante, eso es muy improbable.

—Quizá pueda presentar alguna evidencia.

—¿De qué tipo?

—Tendría que usar las grabaciones que el Sr. Rubin hizo del martilleo. ¿Podría traerlas, Sr. Rubin?

—Nada más fácil —dijo Rubin, y desapareció hacia el interior.

—Henry, si piensa que voy a escuchar un estúpido martilleo y le voy a decir que está en código, está loco —advirtió Trumbull.

—Sr. Trumbull —dijo Henry—. No sé qué funciones desempeña usted en el gobierno, pero presumo que dentro de un momento querrá ponerse en contacto con la gente adecuada, y sugiero que comience por interrogar exhaustivamente al portero y que…

Rubin regresó con el ceño fruncido y la cara roja.

—Es extraño. No puedo encontrarlas. Creí que sabía exactamente dónde estaban, pero no las encuentro. Bueno, nos quedamos sin pruebas, Henry. Tendré que… ¿Las habré dejado en algún lado?

—La prueba es la ausencia de las grabaciones, Sr. Rubin —dijo Henry—, y creo que ahora sabemos qué buscaba el ratero y por qué no ha habido más martilleos desde entonces.

—Creo que sería mejor que hiciera… —Comenzó a decir Trumbull, pero el sonido del timbre lo detuvo.

Por un momento, todos quedaron paralizados. Luego, Rubin musitó:

—No creo que sea Jane que regresa temprano. —Se levantó pesadamente, se dirigió hacia la puerta y atisbó por la mirilla. Miró fijamente unos instantes y luego dijo—: ¡Qué diablos! —y abrió violentamente la puerta.

Allí estaba el portero, Con el rostro arrebatado y visiblemente intranquilo.

—Me llevó tiempo conseguir que alguien me reemplazara —dijo—. Escúchenme… no quisiera tener problemas, pero… —Sus ojos iban de una a otra persona nerviosamente.

—¡Cierra la puerta, Manny! —gritó Trumbull. Rubin atrajo al portero hacia adentro y cerró la puerta.

—¿Qué pasa, Charlie?

—Hay algo que me tiene cada vez más preocupado. Y ahora alguien me preguntó si había problemas aquí… Usted, señor —dijo dirigiéndose a Avalon—. Luego empezó a llegar más gente y creo que sé de qué se trata. Supongo que alguno de ustedes está investigando el robo, pero yo no sabía qué estaba sucediendo, si bien supongo que no estuve bien, y quisiera explicar. Ese tipo…

—Nombre y departamento —lo apremió Trumbull.

—¡King! Vive en el 15-U —dijo Charlie.

—De acuerdo. Venga a la cocina conmigo. Manny, voy a hacer esa llamada telefónica desde aquí —dijo, y cerró la puerta de la cocina.

Rubin alzó los ojos, como si estuviera escuchando algo, y luego dijo:

—¿Martillando mensajes? ¡Quién lo hubiera creído!

—Exactamente por eso es por lo que funcionó —dijo Henry suavemente—. Y podría haber seguido funcionando de no haber habido en el mismo edificio un escritor de —si me permite decirlo— marcada excentricidad.

La melodía del inconsciente (1974)

“Yankee Doodle Went to Town”

Entre los Viudos Negros era de conocimiento público que Geoffrey Avalon había servido como oficial durante la Segunda Guerra Mundial y que había alcanzado el grado de mayor. Nunca había participado activamente en batallas, por lo que ellos sabían, y jamás hablaba de sus experiencias de guerra. La rigidez de su postura, sin embargo, parecía hecha para un uniforme, de modo que nadie se sorprendió al saber que en otros tiempos había sido el Mayor Avalon.

Por lo tanto, cuando entró en la sala de banquetes con un oficial del ejército como invitado, pareció algo perfectamente natural. Y cuando dijo: "Este es un viejo amigo, el Coronel Samuel Davenheim", todo el mundo lo saludó cordialmente sin que nadie alzara una ceja. Un compañero del ejército de Avalon era un compañero del ejército de todos ellos.

Incluso Mario Gonzalo, que había servido por poco tiempo en el ejército al final de la década del cincuenta y que era conocido por sus acerbas opiniones respecto de los oficiales, fue bastante amable y en seguida se encaramó en una de las mesas y comenzó su caricatura. Avalon miraba de vez en cuando sobre el hombro de Gonzalo, como para asegurarse de que el artista de los Viudos Negros no coronara la cabeza del coronel con un par de orejas de burro.

Habría sido totalmente inapropiado que Gonzalo lo hiciera, porque Davenheim daba la cabal impresión de poseer una clara inteligencia. Su rostro, redondo y un poco regordete, se destacaba aún más por un corte de pelo fuera de moda, corto arriba y al ras más abajo. Sus labios se curvaban fácilmente en una sonrisa amistosa, su voz era clara y sus palabras entusiastas.

—Jeff me ha descrito a cada uno de ustedes —dijo— porque, como ustedes seguramente saben, es un hombre metódico. Debería poder identificarlos a todos ustedes. Por ejemplo, usted es Emmanuel Rubin, pues es bajo, tiene lentes gruesos, barba escasa…

—Rala —dijo Rubin sin ofenderse—. Rala, la llama generalmente Jeff, porque la suya es densa; pero nunca he descubierto que la exuberancia del vello facial implique…

—Y además es conversador —dijo Davenheim, firmemente, imponiéndose con la tranquila autoridad de un coronel—. Y es escritor… Usted es Mario Gonzalo, el artista. Ni siquiera necesito su descripción ya que está dibujando… Roger Halsted, matemático, parcialmente calvo, el único miembro que no tiene una espesa cabellera, de modo que es fácil… James Drake o más bien, el doctor James Drake…

—Todos somos doctores en virtud de nuestra condición de Viudos Negros —intervino Drake a través del humo de su cigarrillo.

—Tiene razón, y Jeff me lo explicó. Usted es el doctor doctor Drake, porque huele a tabaco a cinco metros de distancia.

—Bueno, Jeff sabrá —dijo Drake filosóficamente.

—Y Thomas Trumbull —continuó Davenheim—, porque tiene el ceño fruncido y por eliminación… ¿Los nombré a todos?

—Sólo a los miembros —dijo Halsted—. Se olvidó de Henry que es el más importante.

Davenheim miró alrededor, sorprendido.

—¿Henry?

—El camarero —recordó Avalon, sonrojándose y con la vista clavada en su copa—. Lo siento, Henry, pero no sabía qué decirle al coronel Davenheim sobre usted. Decirle que es el camarero es ridículamente insuficiente, y decirle algo más habría puesto en peligro el principio de secreto entre los Viudos Negros.

—Entiendo —dijo Henry amablemente—. Pero creo que sería conveniente servirle algo al coronel. ¿Qué le agradaría, coronel?

Por un momento, el coronel pareció desconcertado.

—¡Ah! ¿Quiere decir qué bebo? No, gracias, no bebo.

—¿Un ginger ale, quizá?

—Muy bien. —Davenheim intentaba claramente encontrar alguna respuesta—. Eso me gustaría.

—La vida de un no bebedor es difícil —dijo Trumbull sonriendo.

—Siempre lo fuerzan a uno a aceptar algo húmedo —dijo Davenheim, haciendo una mueca—. Nunca he podido adaptarme a eso.

—Haga que le pongan una cereza en el ginger ale —sugirió Gonzalo—. O, mejor aún, sírvase agua en una copa de cóctel, luego agréguele una aceituna y cambie el agua periódicamente. Todo el mundo lo admirará como a un hombre que puede beber mucho. Aunque, francamente, nunca he conocido a un oficial que pudiera…

—Creo que vamos a comer —dijo Avalon rápidamente, mirando su reloj.

—¿Quieren sentarse, caballeros? —dijo Henry, colocando una de las paneras directamente frente a Gonzalo como para sugerir que utilizara la boca para ese propósito.

Gonzalo tomó un panecillo, lo partió, le puso manteca a una de las mitades y dijo con voz apagada:

—Evitemos pillar una buena borrachera después de beber un aperitivo —pero nadie lo escuchaba.

Rubin, sentado entre Avalon y Davenheim, preguntó:

—¿Qué clase de soldado era Jeff, coronel?

—Condenadamente bueno —respondió Davenheim gravemente—, pero no tuvo gran oportunidad de destacarse. Ambos estábamos en la parte legal, que implicaba trabajo de oficina. La diferencia es que él tuvo el suficiente sentido común para retirarse después que la guerra terminó. Yo no.

—¿Quiere decir que todavía está trabajando en asuntos legales dentro del ejército?

—Así es.

—Bueno, yo ansío el día en que la ley militar esté tan caduca como la ley feudal.

—Yo también —dijo Davenheim tranquilamente—. Pero eso no ha sucedido todavía.

—No —dijo Rubin—, y si usted…

—¡Maldita sea, Manny! —interrumpió Trumbull—. ¿No puedes esperar a que llegue el momento del interrogatorio?

—Sí —dijo Avalon, tosiendo estentóreamente—; podríamos dejar que Sam termine de comer para hacerlo marchar.

—Si la ley militar —dijo Rubin— aplicara las mismas consideraciones a aquellos…

—¡Después! —rugió Trumbull.

Rubin lo miró indignado a través de sus gruesos lentes, pero se resignó.

—No estoy nada satisfecho con mis versos del quinto canto de la
Ilíada
—intervino Halsted, tratando evidentemente de cambiar de tema.

—¿Sus qué…? —preguntó Davenheim, intrigado.

—No le preste atención —dijo Trumbull—. Roger insiste en amenazarnos con hilvanar cinco versos repugnantes por cada canto de la
Ilíada
.

—Y de la
Odisea
—añadió Halsted—. El inconveniente con el canto quinto es que trata principalmente de las hazañas del héroe griego Diomedes, y creo que debo hacerlo rimar. Estuve trabajando en esto durante meses.

—¿Es por eso que nos hemos salvado de tus versos las dos últimas sesiones? —preguntó Trumbull.

—Ya tengo una y estaba listo para leerla hace tiempo, pero no estoy totalmente satisfecho con ella.

—Entonces entraste a formar parte de la gran mayoría —replicó Trumbull.

—El asunto —dijo Halsted lentamente— es que tanto "Diomedes" como su legítima variante "Diomede" no riman bien con nada. "Diomedes" rima con "Nicomedes" y "Diomede" con "concede". ¿Y de qué sirven uno u otro?

—Llámalo Tideido —dijo Avalon—. Homero usaba frecuentemente el patronímico.

—¿Qué es un patronímico? —preguntó Gonzalo.

—Un nombre derivado del del padre o de un antecesor, que es la traducción literal de la palabra —dijo Halsted—. El padre de Diomedes fue Tideo. ¿Crees que no he pensado en eso? Rima con "video", lo que como comprenderán no corresponde a la época.

—¿Qué te parece "ni veo"? —preguntó Rubin.

—¿O "fideo"? —dijo Drake.

—Muy gracioso —admitió Halsted—, pero aquí va:

Grande en coraje y en pericia, avezado,

A la lucha ha entrado el bravo Diomede.

Ha sido así como a los dioses se ha enfrentado

Hiriendo a Ares el amante de la guerra

Que en malhadadas condiciones queda, más morir no puede.

Avalon sacudió la cabeza.

—Ares fue herido levemente. Tuvo fuerza suficiente como para subir rugiendo hasta el Olimpo.

—Debo admitir que no estoy satisfecho —dijo Halsted.

—¡Unánime! —dijo Trumbull.

—¡Ternera a la parmesana! —dijo Rubin entusiastamente, pues con su acostumbrada agilidad Henry ya estaba colocando los platos frente a cada comensal.

Después de haber dedicado considerable tiempo a la ternera, el coronel Davenheim dijo:

—No lo pasan mal aquí, ¿eh, Jeff?

—¡Oh, hacemos lo que podemos! —dijo Avalon—. El restaurante nos cobra en la misma proporción, pero como es sólo una vez al mes…

Davenheim atacó con bríos con su tenedor mientras decía:

—Dr. Halsted, usted es matemático…

—Enseño matemáticas a chicos desganados, que no es precisamente lo mismo.

—¿Por qué, entonces, escribe versos humorísticos sobre los poemas épicos?

—Precisamente porque no es matemáticas, coronel. Es un error pensar que porque un hombre tiene una profesión que lleva un nombre todos sus intereses deben corresponder a ese mismo nombre.

—No quise ofenderlo —dijo el coronel. Avalon se quedó mirando su plato totalmente limpio e hizo a un lado, con aire pensativo, su copa llena a medias.

—En realidad —dijo—, Sam sabe lo que es tener un hobby intelectual. Es un excelente especialista en fonética.

—¡Oh, vaya! —dijo Davenheim con torpe modestia—. Soy un aficionado.

—¿Eso quiere decir que puede contar chistes imitando su acento? —preguntó Rubin.

—Cualquier acento que usted desee, dentro de límites razonables. Pero no sé contar chistes, ni siquiera en mi acento natural.

—No importa —dijo Rubin—. Prefiero oír un mal chiste con un buen acento que un buen chiste con un acento que no suena bien.

—Entonces ¿cómo se explica que te rías de tus propios chistes cuando fallan en ambos aspectos? —se burló Gonzalo.

Davenheim habló rápidamente para cortar la respuesta de Rubin.

—Me han sacado del tema —dijo, y se inclinó hacia un lado para permitir que Henry colocara frente a él una porción de torta de ron—. Lo que quise decir, Dr. Halsted —muy bien, Roger—, es que quizás usted busque en los clásicos un cambio para sacarse de la cabeza algún complicado problema matemático. Luego, mientras su consciente busca rimas, su inconsciente…

—Lo extraño de esto —dijo Rubin, aprovechando para intervenir— es que resulta. No ha habido nunca un argumento frustrante que no pueda resolver yendo al cine. No me refiero a ver una buena película, que realmente me absorbe. Me refiero a las malas, a ésas que ocupan mi conciencia lo suficiente como para permitir que mi inconsciente se exprese libremente. Las películas de acción de espionaje son las mejores.

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