Cuentos completos (150 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—El siliconio aprendió cosas del espacio en un texto de astronomía que le leían. Supongo que el libro explicaba qué era un asteroide.

—Exacto —chilló el profesor, apoyándose un dedo en un lateral de su chata nariz—. ¿Y cuál sería esa definición? Un asteroide es un cuerpo pequeño, más pequeño que los planetas, y gira alrededor del Sol en una órbita que, por lo general, se encuentra entre las de Marte y Júpiter. ¿De acuerdo?

—Supongo que sí.

—¿Y qué es la Robert Q?

—¿Se refiere a la nave?

—Usted la llama nave. Pero el libro de astronomía era antiguo, así que no hablaba de naves espaciales. Uno de los tripulantes lo especificó, dijo que era anterior al vuelo espacial. Entonces, ¿qué es la Robert Q? ¿No es un cuerpo más pequeño que los planetas? Y, mientras el siliconio estuvo a bordo, ¿no giraba alrededor del Sol en una órbita que, por lo general, se encontraba entre las de Marte y Júpiter?

—¿Quiere decir que el siliconio consideraba la nave otro asteroide y que, al decir «en el asteroide», quiso decir «en la nave»?

—Exacto. Le dije que le haría deducir el problema por sí mismo.

Pero ningún gesto de alegría ni de alivio hizo desaparecer la expresión sombría del inspector.

—Eso no es una solución, profesor.

El profesor parpadeó y su rostro redondo se volvió aún más blando y aniñado en su cándida complacencia.

—Claro que sí.

—En absoluto. Profesor, estoy de acuerdo en que nosotros no hemos razonado como usted y desdeñamos el comentario del siliconio; pero, de todas formas, ¿cree que no investigamos la nave? La desmantelamos pieza por pieza, placa por placa. No dejamos ni una soldadura en pie.

—Y no encontraron nada.

—Nada.

—Tal vez no buscaron en el sitio adecuado.

—Buscamos por todas partes. —El inspector se levantó, dispuesto para irse—. ¿Comprende, profesor? Cuando terminamos con la nave no existía ninguna posibilidad de que esas coordenadas estuvieran allí.

—Siéntese, inspector —dijo serenamente el profesor Urth—. Usted aún no ha analizado correctamente la frase del síliconío. Él aprendió nuestro idioma juntando una palabra aquí y otra allá. No sabía hablar coloquialmente. Algunas de sus frases lo demuestran. Por ejemplo, dijo el «planeta más lejos» en vez del «planeta más alejado». ¿Entiende?

—¿Y bien?

—Alguien que no sabe hablar coloquialmente un idioma usa los giros de su propio idioma, traduciéndolos palabra por palabra, o bien utilízalas palabras extranjeras según su significado literal. El siliconio no dominaba un idioma hablado propio, así que sólo podía seguir la segunda alternativa. Seamos literales, pues. Dijo «en el asteroide», inspector. No quiso decir en un papel, sino literalmente en la nave.

—Profesor Urth —dijo Davenport con tristeza—, cuando el Departamento se pone a buscar, se pone a buscar de verdad. Tampoco había inscripciones misteriosas en la nave.

E1 profesor no ocultó su decepción.

—Cielos, inspector. Esperaba que viera usted la respuesta. Cuenta con tantas pistas…

Davenport soltó un suspiro fuerte y prolongado. Le costó lo suyo, pero su voz volvió a sonar serena una vez más:

—¿Quiere decirme en qué está pensando, profesor?

El profesor se dio una palmada en el abdomen con una mano y se puso de nuevo las gafas.

—¿No comprende, inspector, que hay un sitio a bordo de una nave donde los números secretos están totalmente a salvo? ¿Dónde, aun estando bien a la vista, se encontrarían a salvo de que alguien los descubriera? ¿Dónde, aunque los miraran cien ojos, se hallarían bien protegidos? Excepto de un pensador astuto, por supuesto.

—¿Dónde? ¡Dígalo ya!

—Pues en esos sitios donde ya hay números. Números normales. Números legales. Números que deben constar allí.

—¿De qué está hablando?

—El número de serie de la nave, grabado en el casco. El número del motor, el número del generador de campo y unos cuantos más. Cada uno de ellos, grabado en alguna parte integrante de la nave. En la nave, como dijo el siliconio.

Davenport enarcó las cejas, comprendiendo de repente.

—Quizá tenga usted razón, y en tal caso ojalá encontremos un siliconio del doble de tamaño del que había en la Robert Q. Un siliconio que no sólo hable, sino que silbe. —Abrió el expediente, pasó rápidamente las hojas y sacó un formulario oficial—. Desde luego, tenemos anotados todos los números de identificación que encontramos. —Le extendió el formulario—. Si tres de ellos parecen coordenadas…

—Cabe esperar un cierto intento de ocultarlas —le advirtió el profesor—.Tal vez hayan añadido letras y cifras para que las series parezcan más auténticas.

Tomó una libreta y le entregó otra al inspector. Los dos pasaron varios minutos en silencio, anotando números de serie y probando a tachar las cifras que evidentemente no estaban relacionadas.

Finalmente Davenport soltó un suspiro que combinaba la satisfacción con la frustración.

—Me he atascado. Creo que tiene usted razón; los números del motor y de la calculadora son coordenadas y fechas disfrazadas. No se parecen a las series normales y es fácil eliminar las cifras falsas. O sea que tendríamos dos, pues juraría que todos los demás son números de serie absolutamente auténticos. ¿Qué ha descubierto usted, profesor? —Estoy de acuerdo. Ahora tenemos dos coordenadas y sabemos dónde se inscribió la tercera —fue la respuesta del profesor.

—Conque lo sabemos, ¿eh? ¿Y cómo…? —El inspector se calló de pronto y lanzó una exclamación—. ¡Desde luego! El número de la nave misma, que no figura aquí porque estaba en el sitio del casco por donde penetró el meteorito. Me temo que se queda usted sin su siliconio, profesor. —Y, entonces, su rostro arrugado se iluminó—. ¡Pero qué tonto soy! El número no está, pero podemos pedirlo en un santiamén al Registro Interplanetario.

—Me parece que tendré que disentir por lo menos de la segunda parte de su afirmación. El Registro sólo tendrá el número auténtico original, no la coordenada disfrazada que puso el capitán.

Justo en esa parte del casco… —murmuró Davenport—. Y por esa casualidad el asteroide puede quedar perdido para siempre. ¿De qué nos sirven dos coordenadas sin la tercera?

—Bueno, le serviría de mucho a un ser bidimensional. Pero las criaturas de nuestras dimensiones —agregó, dándose una palmada en el vientre— necesitan una tercera, y afortunadamente la tengo aquí.

—¿En el expediente del Departamento? Pero si acabamos de cotejar la lista de números…

—Su lista, inspector. En el expediente se incluye también el informe de Vernadsky. Y, desde luego, el número de serie que figura ahí es el falso, el que utilizaba la nave para volar, ya que no tenía sentido despertar la curiosidad de un mecánico haciéndole reparar en una discrepancia.

Daverport tomó una de las libretas y la lista de Vernadsky y, tras calcular un momento, sonrió.

El profesor Urth se levantó del sillón, con un bufido de placer, y se fue trotando hacia la puerta.

—Siempre es grato recibirle, inspector Davenport. Visíteme de nuevo. Y recuerde que el Gobierno puede quedarse con el uranio, pero yo quiero lo importante: un siliconio gigante, vivo y en buen estado.

E1 profesor sonreía.

—Y preferiblemente —añadió Davenport— que sepa silbar.

Y silbar fue precisamente lo que hizo él cuando se marchó.

Exploradores (1956)

“Each an Explorer”

Herman Chouns eran un intuitivo. Sus corazonadas a veces acertaban, a veces no. Mitad y mitad. Pero, si se considera que existe todo un universo de posibilidades para obtener una respuesta acertada, mitad y mitad no es un mal resultado.

Chouns no siempre se sentía tan contento con ello como podría esperarse. Lo sometía a un exceso de tensión. La gente le daba vueltas a un problema sin llegar a nada, acudía a él y decía:

—¿Tú qué crees, Chouns? Pon en marcha esa intuición que tienes.

Y si su conclusión resultaba errónea era él quien cargaba con los reproches.

Así que se alegró de que lo asignaran a un puesto para sólo dos hombres (eso significaba que el siguiente viaje sería a un sitio de baja prioridad, y la presión se aliviaría) y de que su compañero fuese Allen Smith.

Smith era tan prosaico como su nombre. El primer día, le dijo a Chouns:

—Lo que pasa contigo es que los archivos de tu memoria están siempre alerta. Cuando te enfrentas a un problema, recuerdas muchos detalles que los demás no tenemos presentes a la hora de tomar una decisión. Llamarlo corazonada hace que parezca algo misterioso, pero no lo es.

Se alisó el cabello mientras decía eso. Su cabello era claro y se estiraba como una gorra.

Chouns, que llevaba el cabello muy desaliñado y tenía una nariz pequeña y un poco descentrada, murmuró (como era costumbre en él):

—Quizá sea telepatía.

—¡Pamplinas! —gruñó Smith (como era costumbre en él)—: Los científicos han estudiado psiónica durante mil años sin llegar a ninguna parte. No existen la precognición, la telequinesis, la clarividencia ni la telepatía.

—Lo admito, pero ten en cuenta una cosa. Si obtengo una imagen de lo que piensa cada miembro de un grupo de personas, aun sin saber qué está pasando puedo integrar la información y dar una respuesta. Sabría más que cualquier individuo del grupo, de modo que formularía un juicio mejor que el de los demás, a veces.

—¿Tienes pruebas de ello?

Chouns lo miró con sus suaves ojos castaños.

—Es sólo una corazonada.

Se llevaban bien. Chouns agradecía el sentido práctico del otro, y Smith toleraba las especulaciones de Chouns. A menudo disentían, pero nunca reñían.

Ni siquiera cuando llegaron a su objetivo, un cúmulo globular que nunca había sentido los chorros de energía de un reactor nuclear construido por humanos, la tensión creciente no empeoró la situación.

—Me pregunto qué harán en la Tierra con tantos datos —dijo Smith—. A veces parece un despilfarro.

—La Tierra apenas está empezando a extenderse. Es imposible saber cuánto se expandirá la humanidad por la galaxia, dentro de un millón de años por ejemplo. Todos los datos que obtengamos serán útiles en alguna ocasión.

—Hablas como el manual de reclutamiento de los equipos de exploración. —Señaló la pantalla en cuyo centro el cúmulo se esparcía como talco—. ¿Crees que habrá algo interesante en esa cosa?

—Tal vez. Tengo una corazonada…

Se calló, tragó saliva, parpadeó y sonrió. Smith resopló.

—Vamos a enfocar los grupos estelares más próximos y haremos una pasada al azar por la parte más densa. Te apuesto uno contra diez a que hallamos una proporción McKomin inferior a 0,2.

—Perderás —murmuró Chouns.

Sentía esa emoción que siempre lo embargaba cuando estaban a punto de explorar nuevos mundos. Era una sensación contagiosa y que todos los años embargaba a cientos de jóvenes. Jóvenes que, como había hecho él años atrás, ingresaban en los equipos con la avidez de ver los mundos que sus descendientes algún día considerarían propios; cada uno de ellos un explorador…

Ajustaron el enfoque, efectuaron su primer salto hiperespacial dentro del cúmulo y comenzaron a examinar las estrellas, buscando sistemas planetarios.

Los ordenadores hicieron su trabajo, los archivos aumentaron y todo continuó con una rutina satisfactoria hasta que en el sistema 23, poco después del salto, los motores hiperatómicos fallaron.

—Qué raro —murmuró Chouns—. Los analizadores no dicen qué anda mal.

Tenía razón. Las agujas oscilaban espasmódicamente sin detenerse. No había diagnóstico y, en consecuencia, no podían realizar reparaciones.

—Nunca he visto nada parecido —gruñó Smith—. Tendremos que apagar todo y hacer la diagnosis de forma manual.

—También podemos hacerla cómodamente —sugirió Chouns, que ya estaba en el telescopio—. A1 motor ordinario no le pasa nada y hay dos planetas aceptables en este sistema.

—¿Sí? ¿Cómo de aceptables? ¿Y cuáles son?

—El primero y el segundo de cuatro. Ambos de agua-oxígeno. El primero es un poco más cálido y mayor que la Tierra; el segundo, un poco más frío y más pequeño. ¿Te parece bien?

—¿Hay vida?

—En ambos. Vegetación, al menos.

Smith soltó un gruñido. Eso no parecía nada raro, ya que era frecuente que hubiese vegetación en los mundos de agua-oxígeno. Y al contrario de lo que ocurría con la vida animal, la vegetación se podía ver por el telescopio; o, mejor dicho, por el espectroscopio. Sólo se habían hallado cuatro pigmentos fotoquímicos en cualquier forma vegetal, y cada uno de ellos podía detectarse por la naturaleza de la luz que reflejaba.

—La vegetación de ambos planetas es de tipo clorofilico —le informó Chouns—. Será como la Tierra; un verdadero hogar.

—¿Cuál está más cerca?

—El número dos, y estamos en camino. Tengo la sensación de que será un bonito planeta.

—Lo juzgaré con el instrumental, si no te importa —refunfuñó Smith.

Pero parecía ser una de las corazonadas acertadas de Chouns. Se trataba de un planeta acogedor, con una intrincada red oceánica que garantizaba un clima con pocas variaciones de temperatura. Las estribaciones montañosas eran bajas y redondeadas, y la distribución de la vegetación indicaba una fertilidad abundante y generalizada.

Chouns manejaba los controles para el descenso. Smith se impacientó.

—¿Por qué eliges tanto? Da lo mismo un lugar que otro.

—Estoy buscando un claro. No tiene sentido quemar media hectárea de vida vegetal.

—¿Y qué pasa si lo haces?

—¿Y qué pasa si no lo hago? —replicó Chouns, y buscó su claro.

Sólo después de posarse se dieron mínimamente cuenta de con qué se habían tropezado.

—¡Santo hiperespacio! —exclamó Smith.

Chouns estaba anonadado. La vida animal era mucho más rara de encontrar que la vegetal, y dar con un vestigio de inteligencia resultaba mucho más raro aún; y, sin embargo, a poco más de medio kilómetro de donde estaban parados, había un agrupamiento de chozas de paja que, evidentemente, eran producto de una inteligencia primitiva.

—Con cuidado —advirtió Smith.

—No creo que haya peligro.

Chouns bajó a la superficie del planeta absolutamente confiado, y Smith lo siguió. Chouns apenas podía contener su entusiasmo.

—Esto es sensacional. Nadie había informado hasta ahora de nada que no fuesen cavernas o de ramas de árboles entrelazadas.

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