Cuentos completos (302 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Aceptada la protesta. Borre la pregunta del sumario.

Wilson estaba asqueado; perdía el control.

—El perjurio es un delito criminal. Señor Jenkins, ¿niega usted ser el espíritu de Hank Jenkins?

—Pues sí, ciertamente.

—Usted es un espíritu, ¿verdad?

Se oyó una voz seca y severa:

—Soy una entidad del plano astral.

—Eso, creo, es lo que llaman un espíritu, o fantasma, ¿no?

—Yo no puedo impedir que lo llamen así o asá. He oído que a usted le llamaban muchas cosas. ¿Es eso una prueba?

El público estalló en carcajadas. Gimbel golpeó la mesa con el mazo, diciendo:

—El testigo se limitará a responder a las preguntas.

—A pesar de lo que dice —bramó Wilson—, es cierto, ¿verdad?, que usted no es sino el espíritu de un hombre que pereció de muerte violenta.

La voz que salía del chorro de sangre replicó:

—Repito que soy una entidad del plano astral. No me doy cuenta de si he sido nunca un ser humano.

El abogado se volvió hacia el tribunal con semblante desesperado.

—Su Señoría —dijo—, le pido que ordene al testigo que deje esta especie de juego del escondite verbal. Es perfectamente evidente que el testigo es un espíritu; por lo cual,
ipso facto,
es la reliquia de un ser humano. Las pruebas circunstanciales indican claramente que es el espectro del tal Hank Jenkins, asesinado en 1850. Aunque el detalle en sí no importa. Lo seguro y concreto es que es el espectro de alguien que falleció, y, por ende, ¡no puede prestar declaración! ¡Pido que borren su declaración del sumario!

Turnbull replicó inmediatamente.

—¿Querrá explicar en qué se funda el abogado del demandado para calificar a mi cliente de fantasma… a pesar de la repetida declaración de éste de que es una entidad del plano astral? ¿Cuál es la definición legal de un fantasma?

El juez Cimbel sonrió y dijo:

—El abogado del demandado continuará el interrogatorio.

El semblante de Wilson adquirió un color morado oscuro. Después de secarse la frente con un pañuelo de hierbas, miró el incesante, siseante gotear de sangre.

—Sea lo que fuere usted —dijo—, responda a esta pregunta: ¿Puede pasar a través de una pared?

—Sí, ciertamente —había un acento claro de sorpresa en la voz que emergía de la nada—. Pero no es tan fácil como algunos se figuran. Exige muchísimo esfuerzo.

—No importa. ¿Puede atravesar?

—Sí.

—¿Se le podría impedir que lo hiciera, por algún medio físico? ¿Se le podría sujetar con unas esposas? ¿O con cadenas, paredes de cárcel, o con un cofre de acero cerrado herméticamente?

Jenkins no tuvo ocasión de contestar. Oliendo peligro, Turnbull atajó inmediatamente:

—Protesto contra este curso del interrogatorio. No hace al caso.

—Al contrario —gritó Wilson con voz sonora—, ¡tiene muchísimo que ver con la capacidad del llamado Henry Jenkins para actuar como testigo! Pido que conteste la pregunta.

El juez Cimbel dijo:

—Rechazada la protesta. El testigo responderá a la pregunta.

La voz de la silla replicó en tono altivo:

—No tengo inconveniente en contestar. Los obstáculos físicos no representan nada para mí, en ningún sentido.

El abogado del demandado se irguió con aire de triunfo.

—Muy bien —dijo, profundamente satisfecho—.
Muy
bien —luego, dirigiéndose al juez, con palabra viva y rápida continuó—: Sostengo, Señoría, que el llamado Henry Jenkins no tiene capacidad legal para prestar testimonio en un juzgado. Evidentemente, comprender el valor del juramento sirve de poco si violar ese juramento no puede acarrear ningún castigo. Las declaraciones de un hombre que puede cometer perjurio sin que le pase nada no tienen ningún valor. ¡Pido que sean borradas del sumario!

Turnbull se plantó ante la mesa del juez en dos zancadas.

—Había previsto el argumento, Señoría —se apresuró a interponer—. Por la misma naturaleza del caso, no obstante, se ve muy bien que existen medios para entorpecer los movimientos de mi cliente: hechizos, estrellas de cinco puntas, talismanes, amuletos, Círculos de Exclusión…, ¡y q
u
é sé yo! Tengo aquí (y estoy dispuesto a entregarla al alguacil del tribunal) una lista de los diversos métodos para confinar a una entidad astral dentro de un espacio muy reducido por períodos que pueden variar desde unos momentos hasta toda la eternidad. Además, deme también una fianza de cinco mil dólares, antes de que comenzara el juicio, que estoy dispuesto a perder si mi cliente fuese encerrado y se fugara, en caso de ser aliado culpable de un mal comportamiento como testigo.

La faz de Cimbel, que había mostrado por un segundo una expresión de alarma, se despejó poco a poco. Con un movimiento afirmativo, dijo:

—El tribunal acepta la explicación del abogado del demandante. Parece no caber duda de que al demandante se le puede castigar por toda declaración falsa que haga; por lo cual, la moción de la defensa no ha lugar.

Wilson estaba encolerizado, pero levantó los hombros.

—Muy bien —dijo—. He terminado.

—Puede bajar del estrado, señor Jenkins —indicó Cimbel, y siguió, fascinado, con la mirada la columna chorreante que se levantó y flotó por el aire, cruzando la sala, recorriendo el pasillo y saliendo al exterior.

Turnbull se acercó de nuevo a la mesa del tribunal, y dijo:

—Desearía presentar como pruebas estas notas, el diario del difunto Zebulon Harley. Se lo regaló a mi cliente el mismo Harley el otoño pasado. Llamo particularmente la atención sobre la nota del seis de abril de mil novecientos diecisiete, en la que menciona la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, y anota los resultados de once partidas de «pinacle» jugadas con un personaje al que denomina el «Viejo Hank» Con la venia de la sala, leeré lo escrito en dicho día, y también algunas otras anotaciones a lo largo de los cuatro años siguientes. Tengan la bondad de fijarse en las alusiones a un ser al que da indistintamente los apelativos de «Jenkins», «Hank Jenkins» y (en un párrafo extremadamente significativo) «Viejo Invisible»

Wilson se recocía en silencio durante la pausada lectura del diario de Harley. Tenía el rostro colérico, a pesar de lo cual prestaba gran atención; y apenas terminada la lectura, se puso en pie de un salto.

—Me gustaría saber —adujo—, si el abogado del querellante está en posesión de algún diario posterior a novecientos veinte.

Turnbull movió la cabeza, en un gesto negativo.

—Por lo visto, Harley nunca llevó un diario, salvo durante los cuatro años que éste abarca.

—Entonces pido que el tribunal se niegue a admitirlo. Y por dos razones —Wilson levantó dos dedos para señalar mejor los puntos en cuestión—. En primer lugar, la prueba que se presenta es baladí. Las escasas, vagas e insatisfactorias alusiones
-
a Jenkins no le describen nunca, en ninguna parte, como lo que es: un fantasma, una entidad astral, o como ustedes quieran llamarlo. En segundo lugar, las pruebas (aun pasando por alto el primer punto) sólo se refieren a los años anteriores al mil novecientos veintiuno. El caso gira exclusivamente sobre la supuesta ocupación de Harley Hall por el supuesto Jenkins durante los veinte años últimos…
a partir
del mil novecientos veintiuno. Por lo tanto, no cabe duda, la prueba no hace al caso.

Cimbel miró a Turnbull, quien sonrió sosegadamente.

—La referencia al «Viejo Invisible» dista mucho de ser vaga —dijo—. Es una indicación concreta del carácter astral de mi cliente. Además, las pruebas de que existía una amistad entre mi cliente y el difunto Zebulon Harley antes de mil novecientos veintiuno son muy pertinentes, porque es lógico suponer que, una vez establecida tal amistad, continuaría indefinidamente. A menos que, por supuesto, la defensa pueda presentar pruebas en contra.

—Se admite el diario como prueba —decidió el juez Cimbel.

—No añado nada más —dijo Turnbull.

Hubo un murmullo de conversación en la sala mientras el juez echaba una ojeada al diario y luego lo entregaba al escribano para que lo marcase y lo diera por admitido.

—La defensa puede tomar la palabra —dijo Cimbel. Wilson se levantó. Dirigiéndose al escribano, dijo:

—Russell Joseph Harley.

Pero el joven Harley estaba recalcitrante.

—¡Quiá! —decía, en pie, señalando la silla del testigo—. ¡Eso está todo lleno de sangre! No van a creer que voy a sentarme en ese gran charco de sangre, ¿verdad?

El juez Cimbel se inclinó para ver la silla. El goteo continuo de sangre de la aparición que estuvo prestando testimonio había dejado su huella. Toda la parte delantera de la silla tenía un color pardo fangoso. Cimbel se sorprendió preguntándose cómo se las componía el fantasma para reabastecerse de líquido; pero abandonó el intento.

—Comprendo su actitud —dijo—. Bueno, además, se está haciendo ya un poco tarde. El escribano retirará esta silla del testigo y pondrá otra en su lugar. Declaro el juicio aplazado hasta mañana a las diez de la mañana.

III

Russell Harley notó que la espalda del ascensorista del hotel manifestaba repulsión y disgusto, y frunció el ceño. No era un huésped muy bien mirado, lo sabía bien. Pero, sin embargo, se equivocaba al pensar que la causa radicaba en el pestilente hacecillo de hierbas que llevaba colgado del cuello. Su odiosa personalidad tenía mucho que ver con la actitud glacial del personal del hotel y de los demás huéspedes.

Harley se encaminó hacia el bar, ignorando las cabezas que se volvían sorprendidas para seguir la maloliente cola de cometa que se extendía a su paso, y entró en la sala de bebidas —cuero rojo y cromo— buscando con la mirada al abogado Wilson.

Pero al descubrirlo parpadeó atónito. Wilson no estaba solo. Con él, en el tabladillo, había una figura alta, oscura, de espaldas a Harley. Aunque bastaba con la espalda para reconocerla. ¡Nicholls!

Wilson le había visto ya.

—Hola, Harley —saludó, todo sonrisas y afabilidad en presencia del hombre que había de pagarle—. Venga y siéntese. El señor Nicholls ha pasado a verme hace un rato y le he traído acá.

—Hola —dijo Harley malhumorado, y Nicholls le saludó con la cabeza. Los músculos de las mejillas se le movían en una pulsación, y parecía muy nervioso, extrañamente incómodo en presencia de Harley. A pesar de todo, acompañó de un guiño la mirada que le dirigió y su voz tuvo un tono bastante amistoso, aunque altivo, al decir:

—Hola, Harley. ¿Cómo va el juicio?

—Pregúnteselo a él —respondió Harley, señalando con el pulgar a Wilson mientras deslizaba las rodillas bajo la mesa y se sentaba—. El abogado es él. Es quien debe saber estas cosas.

Harley se encogió de hombros y estiró el cuello buscando a la camarera.

—Ah, eso me figuro… ¡Whisky y agua! —Miró a la muchacha con ojo estimativo mientras ella asentía con un gesto y se iba hacia el mostrador. Luego volvió a fijar la atención en Nicholls—. Lo malo es —dijo— que Wilson acaso piense que lo sabe; pero yo pienso que está en Babia.

Wilson arrugó el ceño.

—¿Quiere decir…? —empezó. Pero Nicholls levantó la mano.

—No nos peleemos —dijo—. ¿Y si respondiera a mi pregunta? Yo tengo parte en esto y me interesa saberlo. ¿Cómo va el juicio?

Wilson puso la mejor cara de sinceridad que pudo.

—Francamente, no demasiado bien —contestó—. Me temo que el juez está a favor de la otra parte. Si me hubieran escuchado y hubiesen esperado hasta el nombramiento de otro juez…

—Yo no tenía tiempo para demoras —replicó Nicholls—. Dentro de pocos días debo hallarme en otra parte. En este instante, ya debería estar en camino. ¿Cree que podemos perder el caso?

Harley emitió una carcajada seca. Mientras Wilson le miraba furioso, cogió el vaso de la bandeja de la camarera y lo apuró de un trago. La sonrisa no desapareció de sus labios mientras escuchaba cómo Wilson decía llanamente:

—Corremos muchísimo peligro, sí.

—¡Hummm! —Nicholls se examinó las uñas con gran interés—. Quizá me equivoqué al elegir abogado.

—Sin duda —Harley hizo seña a la camarera y pidió otro vaso—. ¿Quiere saber qué otra cosa pienso? Pienso que también se equivocó al escoger al cliente, o, dicho letra por letra, al t-í-t-e-r-e. Ya estoy harto de este asunto. Esa porquería que llevo al cuello huele mal. A fin de cuentas, ¿cómo sé si sirve de algo? Por todo lo que veo, simplemente, huele mal, y nada más.

—Sirve —aseguró con laconismo Nicholls—. No le aconsejaría que se lo quitara. El difunto Hank Jenkins no es un espíritu muy fuerte (de lo contrario le despedazaría a usted y se comería esas hierbas para postre), Pero sin la protección de lo que lleva atado al cuello, desde el preciso instante en que Jenkins se enterase de que ya se lo había quitado, sufriría usted sobrados tormentos. —Dejó el vaso de vino tinto que había estado olfateando, sin beberlo, y miró fijamente a Wilson—. Yo he puesto el dinero en este asunto —dijo—. Confiaba que usted sabría encargarse del aspecto judicial del mismo. Ahora veo que tendré que hacer algo más. Escúcheme atentamente, porque no tengo intención de repetir mis palabras. El caso puede enfocarse desde un ángulo que se le ha pasado por alto a su perspicacia legal. Jenkins dice ser una entidad astral, e indudablemente lo es. Veamos pues, en lugar de querer demostrar que es un fantasma y, legalmente, un difunto, por lo cual no. posee las condiciones necesarias para prestar testimonio, que es lo que ha hecho usted en todo momento, supongamos que lo enfocara así…

Y siguió hablando aprisa y muy atinado.

Cuando se separó de ellos un rato después, Wilson acompañó a Harley hasta su cuarto y lo echó sobre la cama, sintiéndose dichoso por primera vez desde hacía varios días.

Russell Joseph Harley, nervioso y un poco fastidiado por la resaca del licor, fue llamado al estrado como primer testigo en su propio favor. Wilson le preguntó:

—¿Cuál es su nombre?

—Russell Joseph Harley.

—¿Es sobrino del difunto Zebulon Harley, que le legó la vivienda conocida por Harley Hall?

—Sí.

Wilson se volvió hacia el juez.

—Presento como prueba esta copia del testamento del difunto Zebulon Harley. Todos sus bienes los deja al que es sobrino suyo y único pariente vivo.

Turnbull puntualizó desde su mesa.

—El demandante no discute en modo alguno los derechos del demandado sobre Harley Hall.

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