Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Ese fantasma era un amigo suyo —replicó Nicholls—
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El caballero encargado del bar se lo ha dicho a usted, sin duda. Su difunto tío era como un recluso. Vivía en esta casa, a veinte kilómetros del lugar habitado más cercano, apenas iba nunca a la población y no permitía que nadie buscara su amistad. Pero no era un ermitaño, exactamente. Tenía la compañía de Hank.
—¡Valiente compañía!
Nicholls inclinó la cabeza con aire grave.
—Ah, no sé —dijo—. Según todas las versiones, se llevaban muy bien los dos. Jugaban al «pinacle» y al ajedrez… Se dice que Hank había sido un gran jugador de «pinacle» Según dicen en el pueblo, por eso le mataron. Cogió a uno haciendo trampas y dirimieron el caso a tiros. Perdió él. Una bala le atravesó el cuello y murió vomitando mucha sangre.
Torció el volante, cargando el peso del cuerpo en el esfuerzo, y consiguió sacar el coche de las roderas del camino para dirigirlo, saltando a través de la arena inalterada, hacia la antigua casa de madera que constituía su meta.
—Eso —terminó al detener el coche delante del porche— explica la sangre que acompaña a su aparición.
Harley abrió, poco a poco, la portezuela y descendió, mirando inquieto la vieja casa destartalada. Nicholls paró el motor, bajó y se dirigió enseguida hacia la parte trasera del automóvil.
—Vamos —dijo, sacando cosas del compartimiento—. Écheme una mano. No voy a llevar yo solo toda esta impedimenta.
Harley fue de mala gana, y miró el curioso revoltijo de manojos de leña seca, trozos de cuerdas de colores, tizas, feos manojitos de hierbas marchitas, resecos huesos de animales pequeños y un par de cosas más, menos agradables todavía, con ojos que no expresaban ningún placer.
Pat. JISS. Pat. JISS…
—¡Aquí está! —chilló Harley—. ¡Escuche! Está por aquí, en algún sitio, vigilándonos.
—¡Ja! ¡Ja!
Era una carcajada profunda, repulsiva… y sin cuerpo. Harley escudriñó los alrededores con la mirada, desesperadamente, en busca de las gotas de sangre delatoras. Y las encontró; salían del aire, al lado mismo del coche, bajando lentamente hacia el suelo, siseando un momento, para desaparecer enseguida.
—Os estoy vigilando, en efecto —dijo la voz en tono huraño—. Russell, tú, indigno pedazo de corrupción, yo necesito tan poco de ti como tú de mí. Vivo o muerto, ¡esta tierra es mía! La compartí con tu tío, bribonzuelo, pero no quiero compartirla contigo. ¡Fuera!
Harley sintió que las rodillas le flaqueaban y se fue, tropezando desorientado, hasta el parachoques trasero, y se sentó en él.
—Nicholls… —dijo con voz torpe.
—Eh, anímese —le recomendó el otro, sin irritarse. Y le arrojó un ovillo de bramante chillón, rojo y verde, que de trecho en trecho formaba unos extraños nudos. Luego se enfrentó con las gotas de sangre e hizo unos cuantos pases enérgicos en el aire, delante de ellas. Harley veía que los labios de Nicholls se movían, pero en silencio, sin que saliera ninguna palabra de ellos.
De la fuente de las gotas de sangre se escapó un sonido inarticulado de sorpresa y un grito entrecortado. Nicholls dio unas fuertes palmadas; luego se volvió hacia el joven Harley.
—Coja la cuerda que tiene en las manos y rodee la casa con ella —le dijo—. Toda la casa, y asegúrese que pase por el centro de puertas y ventanas. No es gran cosa, pero le tendrá sujeto mientras montamos lo importante.
Harley hizo un gesto de asentimiento; luego señaló con rígido dedo las gotas de sangre, que ahora siseaban y humeaban con más encono que antes.
—¿Y eso, qué? —consiguió articular. Nicholls sonrió complacido.
—Lo retendré aquí hasta que las vacas vuelvan al establo —contestó—. ¡En marcha!
Inadvertidamente, Harley inspiró y se llenó los pulmones de humo blanco, nocivo, y hubo de toser hasta que las lágrimas le rodaron por las mejillas. Cuando se recobró, miró a Nicholls, que leía silenciosamente un libro encuadernado en cuero verde y con las esquinas de las páginas dobladas.
—¿Puedo dejar de agitar esto? —le preguntó.
Nicholls hizo una mueca furiosa y movió la cabeza, sin mirarle. Y continuó leyendo; sus labios se curvaban formando sílabas que no figuraban en ningún idioma que Harley hubiera escuchado en toda su vida. Luego cerró el libro de golpe y se secó la frente.
—Muy bien —dijo—. Hasta aquí, todo va bien. —Luego dio unos pasos hasta situarse, por la parte donde soplaba el aire, junto al recipiente suspendido en el hogar y que Harley estaba removiendo. Miró con precaución al interior.
—Ya casi está listo —dijo—. Sáquelo del fuego y déjelo enfriar un poco.
Harley levantó el caldero, y después se apretó con la mano izquierda el dolorido bíceps. La masa poseía la consistencia de un chocolate espeso y un color verde repugnante.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó.
Nicholls no respondió. Levantó los ojos sorprendido al oír el repentino grito de triunfo del exterior, seguido del aullido de un viento glacial.
—Hank debe andar suelto —dijo en tono indiferente—. No puede hacernos ningún daño, pero será mejor que nos pongamos en movimiento. —Revolvió el montón de chatarra que había traído del coche y sacó un pincel—. Embadurne todo el contorno de puertas y ventanas con esto. Menos la puerta principal. Para aquélla tengo otra cosa —señaló un objeto que parecía el eje delantero de un modelo T anticuado—. Déjelo en el umbral de la puerta. Es hierro frío. Usted puede pasar por encima, y en cambio Hank no. Ha sido tratado previamente con la mejor taumaturgia.
—Pasar por encima —repitió Harley—. ¿Por qué he de querer pasar por encima?
Él
está ahí fuera.
—No le hará ningún daño —dijo Nicholls—. Usted llevará encima un amuleto (aquel de allí) que mantendrá apartado al fantasma. Es probable que no pudiera hacerle ningún daño en ningún caso, pues se trata de un espíritu que no puede materializarse hasta poseer una densidad apreciable. Sin embargo, no corra riesgos; lleve el amuleto y no esté fuera demasiado tiempo. El amuleto no mantendrá al fantasma alejado por mucho rato, no por más de media hora. Siempre que tenga que salir y permanecer algún tiempo fuera, átese ese manojo de hierbas al cuello —Nicholls sonrió—. De todos modos, esto es para casos de emergencia. Actúa según el principio del asafétida. Los espíritus no se le pueden acercar… pero tampoco a usted le gustará tenerlo cerca. Despide un olor bastante… bastante definido.
Volvió a inclinarse vivamente sobre el calderito, olisqueando. Estornudó.
—Bueno, ya se ha enfriado bastante —dijo—. Empiece a trabajar, antes de que se endurezca. Comience extender el preparado por el piso de arriba… y asegúrese de no dejar ni una ventana sin él.
—Y usted, ¿qué hará?
—Yo —dijo secamente Nicholls— me quedaré aquí. Empiece.
Pero no se quedó. Cuando Harley hubo terminado la desagradable tarea y volvió a bajar, llamó a Nicholls por su nombre; pero Nicholls no estaba. Harley fue hasta la puerta y miró al exterior; el coche también había desaparecido.
—Ah, bueno —dijo, levantando los hombros, y se puso a quitar la capa de polvo de los muebles.
En algún punto del interior de su mente legalista, el abogado Turnbull estaba sopesando la relativa similitud entre la pesadilla y la demencia.
Con la vista clavada en el sillón de terciopelo que tenía delante, notaba, desazonado, cómo las gotas rojas, singularmente ingrávidas, extrañamente salidas de ninguna parte, desaparecían apenas tocaban el suelo, aunque dejaban en el tapizado unas largas rayas color ocre fangoso. Además, aquel ruidito resultaba desagradable:
Pat. JISS. Pat. JISS…
La voz continuó impaciente:
—¡Maldita sea su estupidez humana! Por más que yo sea un espíritu, Dios sabe que no trato de atormentarle. Amigo, no tiene tanta importancia para mí. Entérese bien, estoy aquí por negocios.
Turnbull aprendió en ese momento que uno no se puede humedecer los labios con una lengua seca.
—¿Asuntos de justicia?
—Naturalmente. El hecho de haber muerto de muerte violenta y tener que continuar mi existencia en el plano astral, no significa que haya perdido mis derechos ante la ley. ¿Verdad que no?
El abogado movió la cabeza desorientado.
—La entrevista me resultaría más fácil si usted no fuese invisible. ¿No puede resolver este punto?
Hubo un corto silencio.
—Bueno, podría materializarme por un minuto —respondió la voz—. Significa un trabajo muy duro… terriblemente duro para mí. Entre nosotros, los seres astrales, hay muchos que pueden materializarse con la misma facilidad que uno salta de la cama; pero… bueno, si debo hacerlo, lo intentaré una sola vez.
Se advirtió un leve resplandor en el aire, encima de la silla, y un vapor tenue, lechoso, se condensó en una figura sentada, impalpable. A Turnbull no le entusiasmó nada ver que, a través de la figura, seguían divisándose, aunque algo desdibujadas, las líneas de la silla. La figura se hizo más densa. En el preciso instante en que los rasgos fisonómicos tomaban forma (en el momento en que los salientes ojos de Turnbull distinguían una nariz grande y aguileña y una hirsuta barba) la figura volvió a debilitarse y explotó con un «pop» débil.
La voz se quejó, descompuesta.
—No creía que me hiciera sufrir tanto. Ya no tengo práctica. Creo que es la primera materialización a la luz del día que he realizado en setenta y cinco años.
El abogado se colocó bien los impertinentes y tosió.
«¡Juergas del infierno —
pensaba—, lo peor de todo esto es que lo creo!»
—Ah, bueno —dijo en voz alta. Pero añadió apresuradamente, antes de que el cliente pudiera darse por ofendido—. ¿Qué quería, pues? Yo no soy más que un abogado de población pequeña, ya sabe. Me ocupo casi por completo de trámites rutinarios…
—Sé muy bien de qué se ocupa —replicó la voz—. Puede llevar mi caso… es un asunto de tierras. Quiero querellarme con Russell Harley.
—
-¿
Harley? —Turnbull se acariciaba la mejilla—. ¿Pariente de Zeb Harley, quizá?
—Sobrino… y su heredero, además.
—Sí, ahora lo recuerdo —comentó Turnbull con un movimiento de cabeza—. La familia de mi esposa vive en Rebel Butte, y yo he estado allí. Es toda una coincidencia que usted haya venido a mi despacho…
La voz soltó una carcajada.
—No ha sido tal coincidencia —dijo dulcemente.
—Ah —Turnbull permaneció unos segundos en silencio. Luego añadió—: Comprendo—y dirigió una mirada oblicua a la silla—. Los procesos judiciales cuestan dinero, señor… no creo que me haya dicho su nombre.
—Hank Jenkins —completó la voz—. Ya lo sé. ¿Sería…? Veamos… ¿Bastaría con seiscientos cincuenta dólares?
Turnbull estiró el cuello.
—Creo que sí —dijo en un tono bastante sosegado… Relativamente, comparado con lo que estaba pensando.
—Entonces supongamos que damos a esta cantidad el nombre de anticipo. Resulta que escondí una considerable suma de dinero, en oro, cuando era… es decir, antes de convertirme en una entidad astral. Estoy bien seguro de que no la ha tocado nadie. Usted tendrá que llamarlo un tesoro hallado, me figuro, y deberá entregar la mitad al Estado; pero en total hay allí mil trescientos dólares.
Turnbull movió la cabeza afirmativamente con aire sensato.
—Suponiendo que podamos localizar ese tesoro —dijo—, creo que sería un trato bastante satisfactorio —Se recostó en la silla y puso semblante de hombre de leyes. Había recobrado el aplomo.
Media hora después, prometía pausadamente:
—Me encargo de su caso.
Hasta entonces, el juez Lawrence Cimbel había sido un hombre enamorado de su profesión. Pero los trece honorables años de magistratura que llevaba perdieron su encanto mientras hacía una mueca de fatiga y llevaba la mano hacia el mazo. El pleito que iba a verse resultaba demasiado confuso para él.
El secretario pronunció el discurso, y la multitud se sentó toda a la vez. Cimbel se llevó la mano a los ojos por unos breves momentos antes de tomar la palabra.
—¿Está preparado el abogado del demandante?
—Lo estoy, Señoría —Turnbull, solo en su mesa, se levantó y saludó con una reverencia.
—¿Y el abogado del demandado?
—¡Dispuesto, Señoría! —espetó Fred Wilson, mirando con gran interés hacia Turnbull, solitario en su mesa, para luego inclinarse y murmurarle algo al oído a Russell Harley. El joven hizo un malhumorado gesto afirmativo y se encogió de hombros.
Cimbel decía:
—Tengo entendido que los abogados de las dos partes han renunciado al juicio por jurados en este caso de Henry Jenkins contra Russell Joseph Harley.
Ambos abogados hicieron gestos afirmativos. Y Cimbel continuó:
—En vista del carácter inusitado de este caso, imagino que será necesario llevarlo sin excesivo apego a los formalismos. Este tribunal se propone una sola cosa, y es conocer la verdad de los hechos en litigio y dictar sentencia de acuerdo con las leyes pertinentes a tales hechos. No daré importancia al ceremonial. Con todo, no toleraré desórdenes ni irregularidades innecesarias. Los espectadores tendrán la bondad de recordar que están aquí por privilegio especial. Cualquier manifestación implicará que se despeje la sala —dirigió una mirada severa a las pálidas caras que relumbraban estúpidamente, vueltas hacia él. Cimbel contuvo un suspiro al decir—. El abogado del demandante tiene la palabra.
Turnbull se levantó prestamente y se volvió hacia el juez.
—Señoría —dijo—, nosotros nos proponemos demostrar que mi cliente, Henry Jenkins, ha sido privado de sus justos derechos por el demandado. En virtud de una continuada residencia de más de veinte años en la casa sita en Ruta 22, a unos trece kilómetros al norte de Rebel Butte, con pleno conocimiento de su legítimo dueño, mi cliente, el señor Jenkins, ha adquirido ciertos derechos. En la terminología legalista solemos definirlos como derechos de adversa posesión. El lego los llamaría derechos de justicia común, derechos de ocupante.
Gimbel se cogió las manos e intentó relajarse. Derechos de ocupante… ¡para un fantasma! Exhaló un suspiro; pero escuchó atentamente mientras Turnbull continuaba:
—A la muerte de Zebulon Harley, dueño de la casa en litigio (más conocida acaso por Harley Hall), el demandado heredó el título de propiedad. Nosotros no ponemos en duda su derecho a este título. Pero mi cliente tiene también un derecho sobre Harley Hall: el de vivir plena y libremente en la casa. El demandado ha arrojado de allí a mi cliente por la fuerza, empleando medios que le han causado un gran sufrimiento mental e incluso han puesto en peligro su misma existencia.