Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Maynard hablaba despreocupadamente entre sorbo y sorbo al cóctel que tenía en la mano. Si la carne le hormigueaba un poco por la proximidad de otras personas, disimulaba magistralmente esta sensación.
—La Tierra —decía— es fundamentalmente impotente contra nosotros, siempre que evitemos aventuras militares impredecibles. Y si queremos evitar dichas aventuras tenemos que estar unidos en el terreno económico. Hagamos que la Tierra se dé cuenta de la medida en que su economía depende de nosotros, por los materiales que sólo nosotros podemos suministrarle, y no se hablará más de espacio vital. Y si estamos unidos, la Tierra nunca osará atacar. Trocará sus estériles afanes por motores atómicos… o no, como prefiera.
Y se volvió para mirar a Keilin con cierta altanería, con lo cual éste se sintió espoleado y replicó:
—Pero los productos manufacturados de ustedes, consejero (o sea, los que envían a la Tierra), no nos los regalan. Los intercambian por productos agrícolas.
Maynard sonrió con una sonrisa fina como la seda.
—Sí, creo que el delegado de Tethys se ha referido extensamente a este hecho. Entre nosotros prevalece la fantasía de que únicamente las semillas terrestres crecen bien…
Le interrumpió sosegadamente otro asistente, que dijo:
—Mire, yo no soy de Tethys, pero lo que usted dice no es una fantasía. Yo cultivo centeno en Rhea, y nunca he logrado imitar el pan de la Tierra. Sencillamente, no tiene el mismo gusto —se dirigió a todos los oyentes en general—: Es más, hace cinco años importé media docena de terrestres con visado de trabajadores agrícolas para que vigilaran a los robots. Ya sabe, es gente que hace maravillas con el suelo. Donde ellos escupen, el maíz crece hasta una altura de cuatro metros y medio. Su intervención mejoró un poco el problema. El empleo de simientes terrestres también contribuyó. Pero aunque uno cultive cereales venidos de la Tierra, los nacidos aquí ya no dan buena simiente para el año próximo.
—¿Ha hecho analizar sus tierras por nuestro departamento de agricultura? —preguntó Maynard.
Ahora le tocó al rheano el turno de mostrarse altanero :
—No las hay mejores en todo el sector. Y el centeno es de máxima calidad. Envié un quintal métrico a la Tierra para su control alimentario, y me lo devolvieron con las mejores calificaciones —se rascaba el mentón con aire pensativo—. De lo que hablaba antes era del sabor. No parece tener el preciso…
Maynard quiso quitarle importancia:
—Uno puede prescindir del buen sabor, temporalmente. Tendrán que venir a buscarnos aceptando nuestras condiciones, esas hordas de hombrecillos de la Tierra. Nosotros sólo renunciaríamos a ese misterioso gusto; en cambio ellos tendrían que renunciar a los motores atómicos, la maquinaria agrícola y los vehículos. En verdad, no sería mala idea intentar prescindir de esos sabores terrestres que tanto le preocupan a usted. Apreciemos en cambio el de los productos cultivados en nuestro suelo… que podría resistir muy bien la comparación, si le diésemos oportunidad.
—¿Ah, sí? —el rheano sonreía—. Estoy viendo que usted fuma tabaco terrestre.
—Una costumbre que puedo dejar, si tengo que hacerlo.
—Probablemente, dejando de fumar. Yo no utilizaría tabaco de los Mundos Exteriores para nada, como no sea para matar mosquitos.
El hombre soltó una carcajada, quizá demasiado sonora, y se apartó del grupo. Maynard le siguió con la mirada, molesto.
A Keilin el pequeño inciso sobre centeno y tabaco le causó cierta satisfacción. Miraba a aquellas personalidades como una imagen reducida de ciertas realidades galactopolíticas. Tethys y Rhea eran los planetas mayores del sur galáctico, así como Aurora era el mayor del norte. Los tres planetas eran igualmente racistas y exclusivistas. Sobre la Tierra, tenían opiniones similares y perfectamente compatibles. A primera vista uno habría pensado que no les quedaba campo para la discordia.
Pero Aurora era el Mundo Exterior más antiguo, el más adelantado, el más fuerte en el terreno militar… y, por lo tanto, aspiraba a una especie de jefatura moral de los otros mundos. Lo cual bastaba para despertar oposiciones, y Rhea y Tethys servían de puntos focales para aquellos que no reconocían el caudillaje de Aurora.
Keilin se sentía sombríamente satisfecho de tal situación. Si la Tierra sabía inclinar su peso dé modo adecuado, primero en una dirección, luego en otra, podía acabar produciendo una grieta, hasta quizá una fragmentación…
Keilin fijaba la mirada en Maynard con cautela, casi furtivamente, y se preguntaba qué efecto tendría la escena anterior en el debate del día siguiente. El auroriano se estaba mostrando ya más callado de lo que exigía la buena educación.
Un momento después, un subsecretario, o un funcionario de segunda categoría, se abrió paso entre los grupos de invitados y llamó a Maynard con el ademán.
Los ojos de Keilin siguieron al auroriano, que se retiraba con el recién llegado, vieron cómo le escuchaba muy atento, cómo profería un asombrado «¿Qué?» perfectamente inconfundible para el ojo, aunque se produjera demasiado lejos para ser percibido por el oído, y luego vio cómo cogía un papel que el otro le entregaba.
En consecuencia, la sesión del día siguiente se desarrolló de un modo completamente distinto a como Keilin habría profetizado.
Keilin descubrió los detalles en los teleprogramas de la noche. Al parecer, el gobierno terrestre había enviado una nota a todos los gobiernos que tomaban parte en la conferencia, advirtiéndoles lisa y llanamente que cualquier pacto entre ellos sobre cuestiones militares o económicas se consideraría un gesto hostil hacia la Tierra y sería objeto de las contramedidas adecuadas. La nota denunciaba a los tres planetas, Aurora, Tethys y Rhea, por igual. La nota los acusaba de estar tramando una conspiración imperialista contra la Tierra, etc., etc., etc.
—¡Tontos! —exclamaba Keilin rechinando los dientes, faltándole poco para dar cabezazos contra la pared de puro enojado—. ¡Tontos! ¡Tontos! ¡Tontos! —y la voz se fue perdiendo, siempre murmurando esta sola y única palabra.
A la próxima sesión de la conferencia concurrió, desde muy temprano, una enfurecida colección de delegados empeñados sólo en triturar y desmenuzar en la nada todo desacuerdo que pudiera subsistir entre ellos. Al final de la asamblea, todos los asuntos concernientes al comercio entre la Tierra y los Mundos Exteriores habían quedado en manos de una comisión plenipotenciaria.
Ni la misma Aurora habría podido prometerse una victoria tan completa y fácil, y Keilin, de regreso a la Tierra, anhelaba que su voz pudiera elevarse en los estudios de televisión, para poder vocear su disgusto.
Sin embargo, en la Tierra, algunos sonreían.
De regreso a la Tierra la voz de Keilin fue bajando y ahogándose cada vez más… perdida en un clamor, mucho más potente, que reclamaba acción.
La popularidad de Keilin disminuía en la misma proporción que aumentaban las restricciones comerciales. Poco a poco, los Mundos Exteriores iban apretando el nudo. Primero instituyeron la estricta aplicación de un sistema nuevo de licencias de exportación. Después prohibieron que se exportara a la Tierra toda materia susceptible de ser empleada en un «esfuerzo bélico». Y, finalmente, echaron mano de una interpretación amplísima respecto a qué se pudiera considerar utilizable para el mencionado «esfuerzo».
Los artículos importados de lujo —y los de primera necesidad también— desaparecieron, o alcanzaron precios fuera de las posibilidades de la gran mayoría de la población.
De modo que la gente desfilaba, las voces se elevaban en gritos, las banderas ondeaban bajo el sol… y las piedras volaban contra los consulados…
Keilin gritaba furiosamente y temía volverse loco.
Hasta que, de súbito, Luiz Moreno, por propio impulso, se ofreció para aparecer en el programa de Keilin y someterse a un interrogatorio sin limitación alguna, en su calidad de ex embajador en Aurora y actual ministro sin cartera.
Para Keilin aquello era casi como volver a nacer. Conocía a Moreno, y sabía que no era tonto. Con Moreno en el programa, tenía asegurado un público como nunca lo hubiera tenido. Y si Moreno contestaba a sus preguntas, acaso pudiera desvanecer ciertos temores y despejar ciertas confusiones. El mero hecho de que Moreno deseara utilizar su programa —el suyo— como caja de resonancia pudiera muy bien significar que quizá se hubiesen pronunciado ya por una política exterior más flexible y sensata. Quizá Maynard hubiera acertado, y la presión estuviera obrando efecto y actuando de la manera prevista.
La lista de preguntas, por supuesto, se la habían presentado a Moreno por adelantado; pero el ex embajador había indicado que las contestaría todas, así como también las adicionales que se considerasen necesarias.
El caso parecía ideal. Demasiado ideal quizá, dada la situación, pero sólo un tonto malvado habría podido pararse en minucias.
Hubo la preparación y la introducción adecuadas… y cuando estuvieron uno frente al otro, con la mesita entre ambos, la aguja encarnada que señalaba el número de televisores sincronizados con aquel canal sobrepasaba bien los cien millones. Y había un promedio de 2,7 oyentes por aparato. Venía el momento de entrar en materia; la presentación oficial.
Keilin se frotaba la barbilla lentamente, mientras esperaba la señal.
Luego empezó:
P. —Secretario Moreno, la cuestión que interesa a toda la Tierra por el momento se refiere a la posibilidad de una guerra. ¿Qué le parece si empezamos por ella? ¿Cree usted que habrá guerra?
R. —Si la Tierra es el único planeta que tomamos en consideración, yo digo: No, decididamente, no. En su historia, la Tierra ha tenido demasiadas guerras, y ha aprendido muchísimas veces cuan poco se puede ganar con la guerra.
P. —Usted ha dicho: «Si la Tierra es el único planeta que tomamos en consideración…» ¿Da a entender, pues, que factores que están fuera de nuestro control la provocarán?
R. —Yo no digo «la provocarán»; pero sí digo «podrían provocarla». Naturalmente, no puedo hablar en nombre de los Mundos Exteriores. No puedo simular qué esté al corriente de sus motivaciones y sus intenciones en este momento de la historia de la Galaxia. Es posible que se decidan por la guerra. Confío que no lo harán. No obstante, si eligieran la guerra, nosotros nos defenderíamos. En todo caso, nosotros no atacaremos nunca; nosotros no seremos quienes iniciemos una acción bélica.
P. —¿Acierto, pues, si digo que, a criterio de usted, no existen diferencias fundamentales entre la Tierra y los Mundos Exteriores que no se puedan resolver mediante negociaciones?
R. —Claro que acierta. Si los Mundos Exteriores desearan de verdad una solución, no podría seguir existiendo ningún desacuerdo entre ellos y nosotros.
P. —¿Va incluido ahí el problema de la inmigración?
R. —Decididamente. Nuestra actitud en esta materia es clara y no admite reproche. En la situación actual, doscientos millones de seres humanos ocupan el noventa y cinco por ciento del terreno disponible en el universo. Seis mil millones (o sea, el noventa y siete por ciento de toda la humanidad) se amontonan en el otro cinco por ciento. Tal situación es obviamente injusta y, peor todavía, inestable. Sin embargo, la Tierra, ante tamaña injusticia, siempre ha estado dispuesta a tratar este problema admitiendo soluciones progresivas. Nosotros aceptaríamos cupos razonables y razonables restricciones. No obstante, los Mundos Exteriores se han negado a discutir esta cuestión. En el transcurso de diez lustros, han rechazado todos los esfuerzos de la Tierra por abrir negociaciones.
P. —Si continúa esta actitud de los Mundos Exteriores, ¿cree usted que entonces habrá guerra?
R. —No puedo creer que esta actitud continúe. Nuestro gobierno no cesará de confiar en que los Mundos Exteriores acaben por reconsiderar su actitud en esta cuestión; en que su sentido de la justicia y el derecho no ha muerto, sino que está dormido únicamente.
P. —Señor secretario, pasemos a otro tema. ¿Piensa que la Comisión de los Mundos Unidos, instituida recientemente por los Mundos Exteriores para dirigir el comercio con la Tierra, representa un peligro para la paz?
R. —En el sentido de que los actos de dicha Comisión indican un deseo por parte de los Mundos Exteriores de aislar a la Tierra y debilitarla económicamente, puedo decir que sí lo representa.
P. —¿A qué actos se refiere, señor?
R. —A los de restringir el comercio interestelar con la Tierra hasta el punto de que, en valores de crédito, el total asciende ahora a menos del diez por ciento de lo que ascendía hace tres meses.
P. —Pero ¿es que estas restricciones representan de verdad un peligro económico para la Tierra? Por ejemplo, ¿no es cierto que el comercio con los Mundos Exteriores representa una parte insignificante del total del comercio terrestre? ¿Y no es cierto que lo que importamos de los Mundos Exteriores llega sólo, en el mejor de los casos, a una pequeñísima minoría de la población?
R. —Las preguntas de usted encierran ahora una profunda falacia, muy corriente entre nuestros aislacionistas. En valores de crédito, es cierto que el comercio interestelar sólo representa el cinco por ciento de nuestro comercio total; pero la verdad es que importamos el noventa y cinco por ciento de nuestros motores atómicos. También importamos el ochenta por ciento de nuestro torio, el sesenta y chico por ciento de nuestro cesio, y el sesenta por ciento del molibdeno y el estaño. La lista se podría prolongar casi indefinidamente, y se ve con toda claridad que ese cinco por ciento es un porcentaje muy importante, vital. Además, si un gran fabricante recibe un cargamento de moldeadores de acero de Rhea, no se sigue de ahí que el beneficio recaiga sólo sobre él. Todo hombre de la Tierra que utilice herramientas de acero u objetos manufacturados con aparatos de acero sale beneficiado.
P. —¿Pero no es cierto que las restricciones actuales en el comercio interestelar de la Tierra han reducido nuestras exportaciones de ganado y cereales casi a la nada? ¿Y no lo es que, lejos de perjudicar a la Tierra, ello significa una bendición para nuestro propio pueblo hambriento?
R. —He aquí otra falacia grave. Es cierto que la provisión de víveres de la Tierra es trágicamente insuficiente. El gobierno será el último en negarlo. Pero nuestras exportaciones de alimentos no significan una merma seria de tal provisión. Se exporta menos de un quinto del uno por ciento de nuestros alimentos, y a cambio obtenemos, por ejemplo, fertilizantes y maquinaria agrícola, lo cual compensa con grandes creces dicha pequeña pérdida, aumentando la eficiencia agrícola. Por consiguiente, al comprarnos menos alimentos, los Mundos Exteriores se han lanzado, en efecto, a recortar nuestra ya insuficiente provisión de alimentos.