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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (293 page)

BOOK: Cuentos completos
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Cellioni era bajo y moreno. Tenía el cabello abundante y negro; llevaba un delgado bigotito negro. Cuando sonreía, mostraba unos dientes de una blancura asombrosa, y muy regulares… por lo que solía hacerlo a menudo.

Estaba sonriendo en este instante, mientras se levantaba y alargaba la mano. Keilin la estrechó; aceptó una silla y después un cigarro.

—Estoy muy contento de verle, señor Keilin —dijo Cellioni—. Ha sido muy amable cogiendo el avión en Nueva York para venir aquí al poco rato de haberle avisado.

Keilin torció las comisuras de los labios y dibujó un leve gesto con una mano, como quitándole importancia a todo aquello.

—Y ahora —continuó Cellioni— creo que le gustaría que le explicara el motivo de la llamada.

—No rechazaría una explicación, en modo alguno —contestó Keilin.

—Por desgracia, es difícil saber exactamente cómo hacerlo. Como secretario de Información me encuentro en una situación difícil. Debo salvaguardar la seguridad y el bienestar de ¡a Tierra y, al mismo tiempo, acatar nuestra tradicional libertad de prensa. Natural y afortunadamente, no tenemos censura; pero también es natural que en ciertas ocasiones uno desee que la hubiera.

—¿Se refiere esto a mí? —preguntó Keilin—. Lo de la censura, quiero decir.

Cellioni no contestó directamente. Lo que hizo fue volver a sonreír, con una sonrisa lenta y desprovista de jovialidad,

—Usted, señor Keilin, dispone de uno de los programas de video preferidos del público y más influyentes. Por ello el gobierno siente un interés especial por usted,

—El tiempo es mío —replicó Keilin tozudamente—. Lo pago. Pago impuestos por los beneficios que me reporta. Me atengo a todas las disposiciones vigentes sobre temas prohibidos. De modo que no veo qué interés puede sentir el gobierno por mí.

—Oh, me ha interpretado mal. Ha sido culpa mía, supongo, por no expresarme con bastante claridad. Usted no ha cometido ningún delito ni faltado a ninguna ley. Sus dotes de periodista merecen toda mi admiración. A lo que me refiero es a su actitud de comentarista en ciertas ocasiones.

—¿Con respecto a qué?

—Con respecto —respondió Cellioni, con repentina aspereza en los delgados labios— a nuestra política acerca de los Mundos Exteriores.

—Mi actitud de comentarista representa lo que siento y creo, señor secretario.

—Lo admito. Tiene derecho a sentir y creer por su cuenta. Sin embargo, es poco juicioso propagar ciertos sentimientos y creencias casi todas las noches a un público de cincuenta millones de personas.

—Poco juicioso, según usted, quizá. Pero legal, según todo el mundo.

—A veces es necesario anteponer el bien del país a una interpretación estricta y egoísta de la legalidad.

Keilin golpeó el suelo dos veces y frunció el ceño con aire sombrío.

—Oiga —dijo—, hable claro. ¿Qué quiere?

El secretario de Información extendió las manos hacia delante.

—En una palabra… ¡cooperación! De veras, señor Keilin, no podemos permitir que debilite la voluntad del pueblo. ¿Se da cuenta de la situación de la Tierra? ¡Seis mil millones de habitantes y una reserva de víveres en descenso! |Es insoportable! La única solución consiste en emigrar. Ningún terrícola patriota puede dejar de ver la justicia de nuestra posición. Ningún ser humano razonable, de cualquier parte que sea, puede dejar de ver cuan justa es.

—Estoy de acuerdo con la premisa que sienta usted de que el problema de la población es grave —replicó Keilin—, pero la emigración no es la única manera de solucionarlo. En realidad, la emigración es el método más seguro de precipitar el desastre.

—¿De veras? ¿Por qué lo dice?

—Porque los Mundos Exteriores no aceptarán emigrantes, y ustedes sólo pueden obligarlos mediante la guerra. Pero nosotros no podemos ganar una guerra.

—Dígame —adujo Cellioni mansamente—, ¿ha tratado alguna vez de emigrar? Creo que reúne las condiciones precisas. Es bastante alto, color del cabello más bien claro, inteligente…

Keilin se sonrojó. Y objetó secamente:

—Padezco fiebre del heno.

—Bien —dijo el secretario sonriendo—, entonces ha de tener buenos motivos para estar en desacuerdo con su política genética y racista.

Keilin replicó acaloradamente:

—No me dejaré influir por motivos personales. Censuraría la política de aquellas gentes si poseyera las cualidades óptimas para emigrar. Pero mi censura no cambiaría nada. La política se la dictan ellos y pueden imponerla. Además, es una política que admite ciertas justificaciones, aunque sea equivocada. El género humano se dirige de nuevo hacia los Mundos Exteriores, y a ellos (los que llegaron allá primero) les gustaría eliminar ciertos defectos del mecanismo humano que el tiempo ha puesto de manifiesto. Un paciente de fiebre del heno es un caso feo, genéticamente hablando. Un predispuesto al cáncer lo es más todavía. Sus prejuicios contra el color de la piel y del cabello son insensatos, por supuesto, pero puedo afirmar que les interesa la uniformidad, la homogeneidad. En cuanto a la Tierra, podemos hacer mucho incluso sin la ayuda de los Mundos Exteriores.

—¿Qué, por ejemplo?

—Habría que introducir robots positrónicos y cultivo hidropónico, y (sobre todo) hay que implantar el control de la natalidad. Un control de nacimientos inteligente, fundado en principios psiquiátricos firmes ideado para eliminar las tendencias psicóticas, las enfermedades congénitas…

—Como se hace en los Mundos Exteriores…

—De ningún modo. Yo no he mencionado principios racistas. Hablo solamente de enfermedades mentales y físicas comunes a todos los grupos étnicos y raciales. Y, sobre todo, el número de nacimientos se ha de mantener por debajo del de defunciones hasta que se haya alcanzado cierto equilibrio.

Cellioni dijo con aire sombrío;

—Nos faltan las técnicas industriales y los recursos necesarios para introducir una tecnología robot-hidropónica en algo menos de cinco siglos. Además, las tradiciones de la Tierra, así como los códigos éticos en vigor prohíben el trabajo de los robots y los alimentos artificiales. Pero más que nada, prohíben que se mate a niños no nacidos. Ea, vamos, Keilin, no podemos permitir que siga propagando estas teorías por la televisión. No logra su propósito; distrae la atención; debilita las voluntades.

Keilin le interrumpió irritados

—Señor secretario, ¿quiere una guerra?

—¿Si yo quiero una guerra? ¡Vaya pregunta descarada!

—Entonces, ¿cuáles son los directores de la política del gobierno que sí la quieren? Por ejemplo, ¿quién es el responsable del rumor intencionado del Proyecto Pacífico?

—¿El Proyecto Pacífico? ¿Dónde le han hablado de tal cosa?

—Me reservo mis fuentes de información.

—Entonces, se lo diré yo. Le habló de este Proyecto Pacífico Moreanu, de Aurora, en su reciente viaje a la Tierra. Sabemos más de lo que se figura sobre usted, señor Keilin.

—Lo creo, pero no reconozco haber recibido ninguna información de Moreanu. ¿Por qué se imagina que podía conseguir informaciones de tal fuente? ¿Será porque permitieron deliberadamente que alguien le contara a él esa patraña?

—¿Una patraña?

—Sí. Creo que el Proyecto Pacífico es un engaño. Una trampa destinada a inspirar confianza. Creo que el gobierno se propone dejar filtrar el pretendido secreto a fin de reforzar su política bélica. Es un truco que forma parte de una guerra de nervios sobre los terrícolas, y que acabará por acarrear la ruina de la misma Tierra. Y comunicaré esta teoría mía a la gente.

—No se la comunicará, señor Keilin —dijo Cellioni en tono sosegado.

—Sí se la comunicaré.

—Señor Keilin, su amigo Ion Moreanu está pasando apuros en Aurora, quizá por un exceso de amistad con usted. Cuide de no pasarlos usted iguales por exceso de amistad con él.

—No me preocupa —el periodista soltó una carcajada breve, se puso en pie y se dirigió hacia la puerta… Y sonrió gentilmente cuando la halló bloqueada por dos hombrones—. ¿Quiere decir que estoy bajo arresto desde este mismo momento?

—Exacto —respondió Cellioni. —¿De qué se me acusa? —Bueno, más tarde lo pensaremos. Keilin salió… escoltado.

En Aurora los acontecimientos eran como imágenes en un espejo —aunque muy aumentadas— de lo narrado anteriormente.

El Comité de Agentes Extranjeros de la Reunión llevaba varios días en asamblea… Lo estaba desde el día en que Ion Moreanu y su Partido Conservador llevaron a cabo el gran reto por conseguir un voto de retirada de la confianza. El hecho de haber fracasado se debía en parte a la mejor dirección general de los independientes, y en parte, también, a la actividad de este mismo Comité de Agentes Exteriores.

Las pruebas se acumulaban desde hacía varios meses, y cuando el voto de confianza resultó favorable, por un margen notable, a los independientes, el Comité pudo arremeter según sus propios medios.»

Moreanu fue citado en su propia casa y colocado bajo arresto domiciliario. Aunque este procedimiento no era legal, dadas las circunstancias —hecho que Moreanu señaló con gran vehemencia— se llevó a cabo con todo éxito y sin novedad alguna.

A Moreanu le interrogaron durante tres días seguidos, con acentos corteses y tonos ecuánimes que apenas se desviaban de una tranquila curiosidad. Los siete inquisidores del Comité se turnaban para el interrogatorio, y a Moreanu sólo se le concedían intervalos de diez minutos de descanso durante las horas que el Comité permanecía reunido.

Al cabo de tres días manifestó los efectos. Estaba ronco de tanto pedir un careo con sus acusadores, cansado de insistir en que se le notificase la naturaleza exacta de las acusaciones, y con las cuerdas vocales destrozadas de tanto gritar que el procedimiento era ilegal.

El Comité acabó por leerle unas declaraciones…

—¿Es esto cierto o no? ¿Es esto cierto o no?

Moreanu no podía hacer más que mover la cabeza con fatiga mientras le envolvían en la tela de araña.

Negó la competencia de las pruebas, y le informaron llanamente de que aquel interrogatorio lo realizaba un Comité Investigador y no era un juicio…

El presidente dio, por fin, unos mazazos. Era un hombre recio, de voluntad de hierro. Habló durante una hora, resumiendo los resultados de la investigación; aunque sólo citaremos una breve parte de lo que dijo:

—Si usted simplemente hubiera conspirado con otros en Aurora —empezó—, podríamos comprenderle y hasta perdonarle. Sería una falta que compartiría con muchos hombres ambiciosos de la historia. Pero no se trata de eso, en modo alguno. Lo que nos horroriza y nos despoja de compasión es su afán por asociarse con los restos infrahumanos, ignorantes y plagados de enfermedades de la Tierra.

«Usted, el acusado, se encuentra aquí bajo una pesada acumulación de pruebas que demuestran que ha conspirado con los peores elementos de la mestiza población de la Tierra…

Al presidente le interrumpió un angustiado grito de Moreanu:

—Pero ¡el motivo! ¿Qué motivo pueden atribuirme para…?

Al acusado lo derribaron, de un empujón, sobre la silla. El presidente hizo una mueca despectiva y se desvió de la lenta gravedad del discurso que tenía preparado, para improvisar un poco.

—No le corresponde a este Comité—objetó— averiguar los motivos que le impulsaran. Hemos puesto sobre el tapete los hechos concretos. El Comité tiene realmente pruebas… —hizo una pausa para mirar a la fila de miembros, a su derecha y a su izquierda, y luego continuó—: Creo poder decir que el Comité tiene pruebas que indican la intención de usted de utilizar potencial humano terrícola para dar un golpe que le erigiese en dictador de Aurora. Pero como no se ha hecho uso de tales pruebas, no me adentraré por este campo, excepto para decir que un acto así no sería incompatible con su carácter, tal como se ha manifestado en el curso de los interrogatorios.

El presidente volvió al discurso preparado:

—Los que estamos aquí presentes hemos oído algo, creo, de un plan denominado «Proyecto Pacífico», que, según se rumorea, representa un intento que quiere llevar a cabo la Tierra para recuperar los dominios que perdió.

»No sería necesario hacer resaltar aquí que tal intento ha de estar condenado al fracaso. Y sin embargo, no es inconcebible que sufriéramos una derrota. Una sola cosa puede hacernos tambalear, y es una debilidad interna insospechada. La genética es todavía, después de todo, una ciencia imperfecta. Incluso con veinte generaciones detrás de nosotros, pueden surgir en puntos dispersos rasgos indeseables, cada uno de los cuales representa una mella en el escudo de acero de la fuerza de Aurora.

»Ese es el Proyecto Pacífico: el empleo de nuestros propios criminales y traidores contra nosotros; y si pueden encontrarlos en nuestros concejos internos, hasta es posible que los terrícolas triunfen.

»El Comité de Agentes Extranjeros existe para combatir esa amenaza. En el acusado tocamos los bordes de la telaraña. Debemos continuar…

Por lo menos, el discurso sí continuó.

Cuando hubo terminado, Moreanu, pálido, con ojos que le salían de las órbitas, dio un puñetazo:

—¡Pido la palabra!

—El acusado puede hablar —dijo el presidente.

Moreanu se puso en pie y paseó la mirada por la sala largos segundos. La sala, adecuada para un público de setenta y cinco millones, por onda comunitaria, aparecía desierta. Sólo estaban los inquisidores, el equipo legal, los secretarios oficiales… Y con él, en carne y hueso, sus guardianes.

Le habría salido mejor con un público. Si no, ¿a quién podía apelar? Su mirada se apartaba con desaliento de cada una de las caras en que se iba posando; pero no encontraba nada mejor.

—En primer lugar —dijo—, niego la legalidad de esta reunión. Me han rehusado mis derechos constitucionales de personalidad e intimidad. He sido juzgado por un grupo sin la categoría de tribunal, compuesto por individuos convencidos por adelantado de que soy culpable. Se me ha negado la adecuada oportunidad de defenderme. En realidad, se me ha tratado desde el principio como a un criminal declarado ya culpable y que sólo espera la sentencia.

»Niego en absoluto y sin la menor reserva haber participado en ninguna actividad perjudicial para el Estado o tendente a subvertir ninguna de sus instituciones fundamentales.

«Acuso vigorosamente y sin reserva a este Comité de utilizar de modo deliberado su poder para ganar batallas políticas. No soy culpable de traición, sino de desacuerdo. Estoy en desacuerdo con una política dedicada a la destrucción de la mayor parte de la raza humana por motivos triviales e inhumanos.

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