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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (292 page)

BOOK: Cuentos completos
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—¿Cree que estallará?

Field no quiso comprometerse.

—Los tiempos están inseguros y se extiende por la Tierra una oleada de sentimentalismo fútil por el problema de la inmigración. Si estallara una guerra, la Tierra sería derrotada rápida y definitivamente, y se erigiría el muro.

—¿Está seguro? ¿Está completamente seguro de que uno, aunque sea historiador profesional, sabe distinguir siempre entre victoria y derrota?

Field sonrió. Y dijo:

—Es posible que usted sepa algo que yo no sé. Por ejemplo, ahora se habla de una cosa llamada el «Proyecto Pacífico».

—No lo había oído mentar nunca —Stein volvió a llenar los dos vasos—. Hablemos de otras cuestiones.

Levantó el vaso hacia la ancha ventana, de modo que las estrellas lejanas se reflejaran con un fulgor rosado movedizo en el transparente líquido, y brindó:

—Para que terminen felizmente todos los contratiempos de la Tierra.

Field levantó el suyo.

—Por el Proyecto Pacífico.

Stein bebió un sorbito y dijo:

—Estamos brindando por dos cosas distintas.

—¿De veras?

Es muy difícil describir ninguno de los Mundos Exteriores a un indígena de la Tierra, pues lo que se precisa no es tanto la descripción de un mundo sino la de un estado mental. Los Mundos Exteriores —unos cincuenta, que empezaron por ser colonias, pasaron luego a dominios y más tarde a naciones— difieren muchísimo unos de otros en un sentido físico. Pero el estado de espíritu es el mismo en todos ellos.

Es un fenómeno que nace de un mundo en principio no apto para el género humano, y sin embargo poblado por la flor y nata de los difíciles, los diferentes, los osados, los extraviados.

Para expresarlo con una sola palabra, es el universo de la «individualidad».

Tenemos, por ejemplo, el mundo de Aurora, a tres parsecs de la Tierra. Fue el primer planeta colonizado fuera del Sistema Solar y representó el alba de los viajes interestelares. De ahí su nombre.

En un principio, acaso, tenía aire y agua; pero según los raseros terrestres era rocoso y estéril. La vida vegetal que existía allí, alimentada por un pigmento verde amarillento sin ninguna relación con la clorofila y sin la eficacia de ésta, daba a las regiones relativamente fértiles un aspecto bilioso, decididamente desagradable para los ojos no habituados. No existía vida animal alguna que superara la fase unicelular y la correspondiente a las bacterias. Nada peligroso, naturalmente, puesto que los dos sistemas biológicos, el de la Tierra y el de Aurora, no guardaban ninguna relación química entre sí.

Muy lentamente, Aurora se convirtió en una especie de mosaico con parcelitas pequeñas intercaladas. Primero vinieron los cereales y los árboles frutales; luego, arbustos, flores y hierbas. Siguieron los rebaños de ganado. Y, como si conviniera evitar una copia demasiado fiel del planeta metrópoli, vinieron también robots positrónicos a construir edificios, cultivar campos, establecer las unidades de energía. En resumen, a realizar el trabajo y a convertir el planeta en verde y humano.

Teníamos ahí el lujo de un mundo nuevo y con unos recursos minerales ilimitados. Había un exceso incalculable de energía atómica distribuida en nueve fundaciones y a disposición tan sólo de miles, o, como máximo, millones de seres a quienes servir, y no a miles de millones. Se produjo el vasto florecimiento de la ciencia física en mundos donde había espacio para cultivarla.

Tomemos como ejemplo el hogar de Franklin Maynard, quien vivía, acompañado de su esposa, sus tres hijos y veintisiete robots, en una finca que distaba más de sesenta y cinco kilómetros de su vecino más cercano. Sin embargo, por onda-comunitaria, podía, si así lo deseaba, compartir la sala de estar de cualquiera de los setenta y cinco millones de habitantes de Aurora… con cada uno en particular, y con todos simultáneamente.

Maynard conocía centímetro a centímetro su valle.

Sabía dónde terminaba, bruscamente, dejando el puesto a los despeñaderos inhóspitos, a cuyas indeseables pendientes se aferraban agoreramente las angulosas y afiladas hojas de la aliaga indígena… como por odio a la materia, más suave, que le había usurpado el puesto bajo el sol.

Maynard no tenía que salir de aquel valle. Era diputado de la Reunión y miembro del Comité de Agentes Extranjeros, pero podía resolver todos los asuntos, salvo los, más esenciales, por onda-comunitaria, sin tener que sacrificar siquiera aquella preciosa intimidad que gozaba de una forma que ningún terrícola podía comprender.

Hasta el asunto actual se podía llevar a cabo por onda-comunitaria. Por ejemplo, el hombre que estaba sentado con él allí en la sala de estar era Charles Hijkman, el cual se hallaba en realidad en su propia sala de estar de una isla en medio de un lago artificial poblado por cincuenta variedades de peces y que se encontraba a más de cuarenta kilómetros de allí.

El enlace era una ilusión, por supuesto. Si Maynard hubiera querido estirar un brazo, habría podido palpar la invisible pared.

Hasta los robots estaban habituados a la paradoja, y cuando Hijkman levantó la mano para coger un cigarrillo, el robot de Maynard no hizo ningún movimiento por satisfacer el deseo, aunque hubo de transcurrir medio minuto antes de que pudiera satisfacerlo el del propio Hijkman.

Los dos hombres conversaban como mundo-exteriorícolas que eran; es decir, secamente y con sílabas demasiado cortadas para tener un acento amable, aunque, en verdad, tampoco lo tenían hostil. Simplemente, les faltaba algo indefinible, esa crema —aunque agria y escasa a veces— de la sociabilidad humana que tanto se inculca a los habitantes de los hormigueros de la Tierra.

Maynard decía:

—Hace tiempo que necesito una comunión particular, Hijkman. Mis deberes en la Reunión de este año…

—Perfecto. Queda entendido. Puede empezar ahora, por supuesto. En realidad me interesa más aún porque me han hablado de la superior calidad de sus terrenos y paisajes. ¿Es cierto que alimentan el ganado con hierba importada?

—Me temo que aquí hay una pequeña exageración. En realidad algunas de mis mejores lecheras se alimentan de importaciones de la Tierra en la época del parto; pero alimentarlas así continuamente sería prohibitivamente caro, me temo. Sin embargo, producen una leche de calidad extraordinaria. ¿Puedo tomarme la libertad de enviarle la producción de un día?

—Sería extremadamente amable —Hijkman inclinó la cabeza con aire grave—. Habrá de aceptar unos salmones míos a cambio.

Para un ojo terrestre, los dos hombres podrían haber parecido muy semejantes. Ambos eran altos, aunque no fuera de lo común para Aurora, donde la talla normal de un hombre adulto es de metro ochenta y cinco a metro ochenta y siete. Ambos eran rubios y de músculos fuertes, con unos rasgos fisonómicos agudos, pronunciados. Aunque ninguno de los dos estaba por debajo de los cuarenta, todavía llevaban sus respectivos años con toda gallardía.

Hasta aquí, el preámbulo. Entonces, sin cambiar de tono, Maynard enfocó el objetivo auténtico de su llamada,

—El Comité, ya sabe usted —dijo—, en la actualidad se ocupa preferentemente de Moreanu y sus conservadores. Nosotros, los independientes, quisiéramos tratarlos con mano firme. Pero antes de emprender semejante camino con la calma y la seguridad necesarias, me gustaría formularle unas preguntas,

—¿Y por qué a mí?

—Porque usted es el físico más importante de Aurora,

La modestia es una actitud antinatural, una actitud que sólo con grandes dificultades se inculca a los niños. En una sociedad individualista representa una virtud inútil; por consiguiente, Hijkman estaba libre de semejante lastre. Se limitó pues a inclinar la .cabeza con objetivo asentimiento a las últimas palabras de Maynard.

—Y —continuó éste— porque es uno de los nuestros. Usted es independiente.

—Estoy afiliado al partido. Pago las cuotas, pero no despliego gran actividad.

—De todos modos, es hombre de confianza. Bueno, pues, dígame, ¿ha oído hablar del Proyecto Pacífico?

—¿El Proyecto Pacífico? —había en sus palabras una delicada interrogación.

—Se trata de algo que está ocurriendo en la Tierra. Pacífico es el nombre de un océano de la Tierra; pero, muy probablemente, el nombre en sí no signifique nada.

—No tenía la menor noticia.

—No me extraña. Pocos la tienen, ni siquiera en la misma Tierra. Ah, por cierto, nuestra comunión, ésta de ahora, se realiza vía rayo-cerrado y no debe divulgarse nada.

—Comprendo.

—Sea lo que fuere el Proyecto Pacífico (y nuestros agentes se muestran extremadamente vagos), cabe suponer que representa una amenaza. Mucha de esa gente que en la Tierra pasan por científicos parece relacionada con él. Y también muchos políticos de los más radicales y alocados de aquel planeta.

—Humm. Tiempo atrás hubo una cosa a la que llamaron Proyecto Manhattan.

—Sí —alentó Maynard—. ¿Qué sabe de aquello?

—Bah, es una cosa antigua. Se me ha ocurrido por la analogía de las denominaciones. El Proyecto Manhattan data de antes de los viajes extraterrestres Hubo una guerrita de nada en la Edad Oscura, y ése es el nombre que dieron a un grupo de científicos que desarrollaron la energía atómica.

—¡Ah! —la mano de Maynard se cerró en un puño—. ¿Y qué piensa entonces que puede salir del Proyecto Pacífico?

Hijkman reflexionó. Luego, en voz baja, preguntó:

—¿Cree que los de la Tierra planean una guerra?

En el semblante de Maynard apareció una repentina expresión de disgusto.

—Seis mil millones de personas. O mejor, seis mil millones de semimonos acumulados en un solo sistema, a punto de estallar, enfrentándose con unos millones, en total, de los nuestros. ¿No le parece una situación peligrosa?

—¡Bah, números!

—De acuerdo. ¿Estamos a salvo, a pesar de los números? Dígamelo. Yo soy gobernador, nada más; en cambio usted es físico. ¿Tiene la Tierra una posibilidad, sea como fuere, de ganar una guerra?

Hijkman permaneció solemnemente sentado en su silla y reflexionó con calma. Luego dijo:

—Razonemos. Hay tres grandes clases de métodos mediante los cuales un individuo o un grupo pueden lograr sus fines contra una oposición. Por orden de menor a mayor sutileza, a estas tres clases las podríamos denominar física, biológica y psicológica.

»Bien, la física podemos eliminarla sin reparo. La Tierra no tiene una base industrial. No posee la técnica necesaria. Cuenta con recursos muy limitados. En la actualidad ni siquiera tiene un científico físico de gran talla. De modo que es absolutamente imposible que los terrícolas puedan idear ningún recurso físico-químico que no conozcamos ya los de los Mundos Exteriores. Siempre, por supuesto, que las condiciones del problema impliquen un enfrentamiento de la Tierra, ella sola, contra uno de los Mundos Exteriores, o contra todos. Doy por descontado que ninguno de los Mundos Exteriores se aliaría con la Tierra para atacarnos a nosotros.

—Por supuesto que no. Ni pensar en tal cosa. Bórresela de la mente.

—Entonces, no se puede concebir el empleo, por sorpresa, de armas físicas corrientes. Sería inútil seguir discutiendo este punto.

—Siendo así, ¿qué opina de su segunda clase: la biológica?

Hijkman enarcó las cejas poco a poco.

—Vea, aquí no pisamos un terreno tan firme. Me dicen que en la Tierra hay algunos biólogos muy competentes. Claro, como yo soy físico y no biólogo, no estoy en condiciones de juzgar por mí mismo. De todos modos, creo que en ciertos campos limitados son bastante expertos. En ciencia agrícola, por supuesto, para poner un ejemplo patente. Y en bacteriología. Humm…

—Sí, ¿qué sucedería en una guerra bacteriológica?

—¡Es una idea! Aunque no, no, perfectamente inconcebible. Un mundo rebosante y reducido como la Tierra no puede permitirse el lujo de luchar con gérmenes contra un amplio enrejado de cincuenta mundos dispersos. Los terrícolas estarían muchísimo más expuestos a epidemias, es decir, a una réplica de la misma clase. En realidad, yo diría que, dadas las condiciones de vida que disfrutamos aquí en Aurora, y en los otros Mundos Exteriores, no se desarrollaría de verdad ninguna enfermedad contagiosa. No, Maynard. Puede consultar a un bacteriólogo; pero creo que le dirá lo mismo.

—¿Y la tercera clase? —inquirió Maynard.

—¿La psicológica? Mire, ésa es impredecible. Sin embargo, los Mundos Exteriores son comunidades inteligentes y cuerdas, no manejables por la propaganda ordinaria, ni por ningún emocionalismo insano. Veamos, me preguntaba…

—¿Qué?

—¿Y si el Proyecto Pacífico no fuese sino eso, precisamente? Quiero decir, un enorme montaje para mantenernos en un estado de ansiedad. Un proyecto ultra-secreto, pero del que se filtra algo de la manera más conveniente y en el momento oportuno, a fin de que los Mundos Exteriores cedan algo ante la Tierra, simplemente como medida de precaución…

Hubo un silencio prolongado.

—|Imposible! —estalló, colérico, Maynard.

—Usted reacciona como se pretendía. Usted titubea. Pero no insisto demasiado en la interpretación. Es sólo una idea.

Hubo un silencio más prolongado aún, y luego Hijkman volvió a tomar la palabra:

—¿Quiere preguntarme algo más?

Maynard salió, con un sobresalto, de una especie de divagación.

—No… no…

La onda cesó, y apareció una pared donde un momento antes se veía el espacio libre.

Despacio, con terca incredulidad, Franklin Maynard movía la cabeza.

Ernest Keilin subía las escaleras, encariñado con todos los siglos pasados. Era un edificio antiguo, preñado de historia. En otro tiempo albergó el Parlamento del Hombre, y de él salieron palabras que retumbaron por las estrellas.

Era un edificio alto. Se remontaba, se extendía, se erguía. Se elevaba hacia las estrellas; hacia unas estrellas que ahora se habían alejado.

Ya no albergaba el Parlamento de la Tierra, que había sido trasladado a un edificio más moderno, neoclásico, un edificio que imitaba muy imperfectamente los estilismos arquitectónicos de la antigua Era Preatómica.

No obstante, el viejo edificio conservaba su pomposo nombre. Oficialmente, seguía siendo la Casa Estelar, aunque en la actualidad sólo daba cobijo a los funcionarios de una burocracia reducida.

Keilin bajó en el duodécimo piso y el ascensor descendió, rápidamente, a su espalda. El luminoso rótulo pregonaba suave, calladamente: «Oficina de Información». Keilin entregó una carta a la recepcionista. Aguardó. Al cabo de un rato cruzaba la puerta que decía: «L. Z. Cellioni —Secretario de Información».

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