Cuentos completos (288 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Pero los eekahs… ¿están todavía en la Agrupaciones de Bahía del Este?

—Humm-mm-mm. Estoy seguro. Se negaron a regresar a sus propios continentes. Se dan el nombre de «refugiados políticos».

—¿Politi… qué?

—Así se expresan ellos —contestó el archivero—, y ésa es la única traducción que tenemos.

—Bueno, bueno, y ¿por qué refugiados políticos? ¿Por qué no refugiados geológicos, o refugiados eróticos? Yo creo que una traducción debería tener sentido.

El archivero se encogió de hombros:

—Le remito a usted a los libros. Ellos sostienen que no son delincuentes. Yo sólo sé lo que le estoy diciendo.

—Bueno, entonces ¿qué figura tienen? ¿Posee algún retrato?

—En la biblioteca.

—¿Leyó mis Principios de arqueología?

—Les eché un vistazo.

—¿Recuerda los dibujos del Primate Primitivo?

—Me temo que no.

—Entonces, oiga, vayamos a la biblioteca, de todos modos.

—Pues, claro —refunfuñó el archivero, poniéndose en pie.

El gobernador de la Agrupación Gurrow de Río Rojo ostentaba un cargo que en lo fundamental no difería en nada del de celador del Museo, o del de archivero, o de cualquiera de los otros empleos voluntarios. Esperar una diferencia sería imaginarse una sociedad en la que la aptitud rectora escasea.

En realidad, todos los empleos de una Agrupación Gurrow —en la que la palabra empleo designa un trabajo regular cuyos frutos afectan a otras personas aparte del propio trabajador— se dividen en dos clases: una, empleos voluntarios, y otra, empleos involuntarios, o comunitarios. Los de la primera clase son todos iguales. Si a un gurrow le gusta abrir zanjas útiles, hay que respetar su inclinación y honrar su trabajo. Si nadie hace por impulso propio ese trabajo, y se considera que conviene hacerlo, entonces dicha tarea se convierte en un empleo comunitario, y se realiza por turno o por sorteo, según convenga… esto puede resultar molesto, pero es inevitable.

De ahí que el gobernador viviese en una casa no más espaciosa ni lujosa que las demás, no presidiera nunca ninguna mesa, ni tuviera otro título particular que el nombre de su empleo, y que no fuera envidiado, ni odiado, ni adorado.

Le gustaba ordenar el comercio intergrupal, supervisar las finanzas comunes y juzgar los infrecuentes desacuerdos que se producían. Por supuesto, no recibía víveres suplementarios ni privilegios energéticos por desempeñar la tarea que le gustaba.

Por lo tanto, no fue para pedir permiso, sino para ordenar debidamente sus cuentas por lo que Raph se detuvo a visitar al gobernador. El día de cierre no había terminado aún. El gobernador estaba pacíficamente sentado en el sillón que ocupaba después de comer, con el cigarro en los labios y el libro que reservaba para esta ocasión en las manos. Aunque seis hijos y una esposa tuvieran algo de intemporal, hasta ellos ofrecían una especie de aire de sobremesa.

Al entrar, Raph fue objeto de un saludo múltiple, que le hizo llevarse las manos a los oídos, pues si los gobernadorcitos (único título aplicable, digo como autor) tenían algún empleo era el de hacer ruido. Ciertamente, era lo que más les gustaba, y ciertamente también, otros cosechaban la mayoría de los frutos de tal afición, pues los oídos de los propios vocingleros parecían a prueba de estruendos.

El gobernador les impuso silencio.

Raph aceptó un cigarro.

—Tengo intención de dejar la Agrupación por una temporada, Lahr —dijo—. Mi trabajo lo requiere.

—No nos alegrará que se marche, Raph. Confío que no sea para mucho tiempo.

—Espero que no. ¿Qué tenemos en Unidades Comunes?

—Oh, muchísimas cosas para lo que usted se propone, estoy seguro. ¿Adonde piensa irse?

—A la Agrupación de Bahía del Este.

El gobernador movió la cabeza y soltó un pensativo anillo de humo.

—Desgraciadamente, nuestros libros registran un superávit en favor de Bahía del Este (puede comprobarlo, si lo desea), pero las Unidades Comunes de Intercambio se harán cargo del transporte y los gastos necesarios.

—Bien, estupendo. Pero, dígame, ¿qué puesto me corresponde en la nómina de la comunidad?

—Humm-mm-mm, tendré que procurarme las listas. Perdóneme un momento.

Se alejó paseando su pesada humanidad por la habitación y salió al pasillo. Raph hizo una pausa para darle un golpecito al menor de los hijos, que se le echaba encima, gruñendo con fingida ferocidad y luciendo unos dientes deslumbrantes…, negro fardo de piel espesa, con el largo hocico infantil que todavía no se había ensanchado, ni había perdido la forma de sus antepasados animales de medio millón de años de antigüedad.

El gobernador regresó con un grueso volumen y unas grandes lentes. Abrió el libro cuidadosamente, pasó las páginas hasta que encontró el punto apetecido y deslizó un dedo meticuloso por las columnas, en sentido descendente.

—Queda sólo la cuestión del suministro de agua, Raph —dijo—. Tiene que formar parte de la cuadrilla de conservación esta semana próxima. No queda ningún otro servicio durante dos meses al menos.

—Estaré de regreso antes. ¿No hay ninguna posibilidad de que alguien me sustituya en la conservación del agua?

—Humm-mm-mm, alguien encontraré. En todo caso, siempre puedo enviar a mi hijo mayor. Va llegando a la edad de trabajar y debe probarlo todo. A lo mejor le gusta trabajar en la presa.

—¿Sí? Entonces, si le gusta, dígamelo. Puede sustituirme regularmente.

El gobernador sonrió dulcemente.

—No se haga ilusiones, Raph. Si se le ocurre la manera de conseguir que dormir nos beneficie a todos, seguro que lo tomará como ocupación fija. Y, a propósito, ¿por qué se va usted a la Agrupación de Bahía del Este, si no le importa comentarlo?

—Quizá se ría, pero he descubierto que existen unos seres llamados eekahs.

—¿Eekahs? Sí, ya sé —el gobernador señaló con el dedo—. ¡Criaturas de ultramar! ¿No?

—¡Cierto! Pero ahí no acaba todo. Vengo de la biblioteca. He visto reproducciones tridimensionales, Lahr, y son Primates Primitivos, o casi. Son primates, primates inteligentes. Tienen ojos pequeños, nariz chata y mandíbulas completamente distintas… pero son, al menos, primos segundos nuestros. Tengo que verlos, Lahr.

El gobernador alzó los hombros. Aquello no le despertaba el menor interés.

—¿Por qué? Se lo pregunto por pura ignorancia, Raph. ¿Importa mucho que usted los vea?

—¿Si importa? —evidentemente, la pregunta había asombrado a Raph—. ¿No sabe qué ha ocurrido estos últimos años? ¿No ha leído mi libro de arqueología?

—No —dijo el gobernador resueltamente—. No lo leería ni para ahorrarme un turno en la recogida de basuras.

—Lo cual demuestra, probablemente, que usted sirve más para la recogida de basuras que para la arqueología. Pero no importa. Hace cerca de diez años que lucho en solitario en favor de mi teoría de que el Primate Primitivo era una criatura inteligente, con una civilización bien desarrollada. No tengo de mi parte sino la necesidad lógica, que es lo último que la mayoría de arqueólogos aceptarán jamás. Ellos quieren algo tangible. Exigen los restos de una agrupación, artefactos, estructuras, libros… y otras cosas. Y todo lo que yo puedo ofrecerles es un esqueleto con una gran capacidad craneana. Salvo las estrellas, Lahr, ¿qué esperan que sobreviva en diez millones de años? El metal muere. El papel muere. La película muere.

»Sólo perdura la piedra, Lahr. Y los huesos petrificados. Un cráneo con el hueco para un cerebro. Y algunos utensilios, viejos cuchillos afilados, muelas de pedernal.

—Bien —respondió Lahr—, ahí tiene sus artefactos.

—A eso lo llaman eolitos, piedras erosionadas. Y no lo aceptarán. Los muy idiotas las llaman piedras naturales, que presentan esa forma por causas puramente físicas —sonrió con ferocidad científica—. Pero si los eekahs son primates inteligentes, yo Habré demostrado mi teoría.

Raph había viajado otras veces, aunque jamás hacia el este, y la degradación de la agricultura que observaba por el camino le impresionó. En los primeros tiempos de la historia, las Agrupaciones de Gurrows no se habían especializado en absoluto. Cada una se bastaba por sí misma, y el comercio era un gesto amistoso antes que una cuestión de necesidad.

Lo mismo sucedía todavía en muchas agrupaciones. La suya propia, la del Río Rojo, era quizá típica. Unos ochocientos kilómetros tierra adentro, enclavada en un fértil terreno de cultivo, la agricultura continuaba siendo su eje central. El río proporcionaba algo de pesca, y existía una industria láctea bien desarrollada. En realidad, era la exportación de víveres la fuente de la saludable situación de las reservas de Unidades Comunes.

Sin embargo, a medida que se internaban hacia el este, las agrupaciones que encontraba concedían cada vez menos atención al suelo, poco profundo, y mucha más a los humeantes edificios fabriles.

En la Agrupación de Bahía del Este, Raph encontró un centro comercial cuya prosperidad dependía principalmente de los barcos. Era una agrupación más populosa de lo normal, más aglomerada; en ocasiones las casas distaban incluso menos de cien metros una de otra.

Raph sintió un desazonado hormigueo ante la idea de vivir tan apretujado con otros. Los muelles eran peor todavía, con multitud de gurrows dedicados a los numerosos empleos comunitarios de carga y descarga.

El gobernador de esta agrupación era un joven nuevo en su cargo, dominado por el placer que le producía el ejercerlo y emocionado por el gozo de dar la bienvenida a un forastero distinguido.

Raph fue obsequiado con una comida excelente, amenizada con un largo discurso sobre la derivación exacta de cada uno de los platos. Para sus oídos provincianos, ternera de la Agrupación de la Pradera, patatas de la Agrupación de las Tierras del Nordeste, café de la Agrupación del Istmo, vino de la Agrupación del Pacífico y fruta de la Agrupación de los Lagos Centrales eran denominaciones raras, maravillosas.

Saboreando los cigarros —de la Agrupación de Isla del Sur—, abordó el tema de los eekahs. El gobernador de Bahía del Este se mostró solemne y un poco inquieto.

—El hombre a quien necesita ver es Lernin. Le alegrará mucho ayudarle a usted cuanto pueda. ¿Dice usted que sabe algo de los eekahs?

—Digo que me gustaría saber algo. Se parecen a una especie animal extinguida con la que estoy muy familiarizado.

—Ah, comprendo, entonces ése es el campo que le interesa.

—Quizá pudiera contarme algunos detalles de su llegada, gobernador —sugirió muy cortésmente Raph.

—Entonces yo no era gobernador, amigo mío, y por consiguiente no poseo información de primera mano, pero los registros son claros. Ese grupo de eekahs que llegaron con su máquina voladora… ¿Ha oído hablar de esos ingenios aeronáuticos?

—Sí, sí.

—Sí. Bueno… al parecer eran fugitivos.

—Eso me han dicho. Sin embargo, ellos sostienen que no son criminales. ¿No es así?

—Sí. Muy raro, ¿verdad? Confiesan que les condenaron (lo reconocieron después de un largo y hábil interrogatorio, en cuanto hubimos aprendido su idioma), pero niegan que fuesen malhechores. Al parecer, estuvieron en desacuerdo con su gobernador sobre principios de política.

Raph movió la cabeza con aire de persona enterada:

—Ah, y se negaron a acatar la decisión comunitaria. ¿No es verdad?

—Más desorientador todavía. Insisten en que la decisión no había sido comunitaria. Afirman que la administración había dictado la política por su propio antojo.

—¿Y no la sustituyeron?

—Al parecer, a los que creen que habría que sustituirla los acusan de criminales… como les ocurrió a ellos.

Hubo una franca pausa de incredulidad. Luego Raph preguntó:

—¿Le parece verosímil la versión?

—No, me atengo simplemente a sus palabras. Por supuesto, el idioma eekah es toda una barrera. Algunos sonidos nos resultan imposibles de pronunciar; las palabras tienen significados distintos según el lugar que ocupan en la frase y según pequeñas diferencias de inflexión. Y sucede a menudo que las palabras eekahs, aun en las mejores traducciones, son un perfecto rompecabezas.

—Debieron quedar sorprendidos al encontrar gurrows aquí —indicó Raph—, si ellos pertenecen a un género diferente.

—¡Sorprendidos! —el gobernador bajó la voz—. ¡Le diré si quedaron sorprendidos Oiga, esta noticia, por razones obvias, no se hizo pública; por consiguiente, espero que usted recordará que es confidencial. Los tales eekahs mataron a cinco gurrows antes de que pudiéramos desarmarlos. Poseían un instrumento que expulsaba pedazos metálicos a grandes velocidades gracias a una reacción química controlada. Ahora nosotros los hemos copiado. Naturalmente, dadas las circunstancias, no los calificamos de criminales, porque es razonable suponer que no sabían que fuésemos seres inteligentes —sonrió apesadumbrado—. Al parecer somos similares, en figura, a unos animales de su mundo. O al menos así lo dicen.

Pero Raph se había galvanizado por un entusiasmo repentino:

—¡Estrellas del cielo! Dijeron eso, ¿no es verdad? ¿No entraron en detalles? ¿Qué clase de animales?

Había cogido al gobernador por sorpresa.

—Pues, no lo sé. Dicen nombres en su lenguaje. Nos llamaban «osos» gigantes.

—Gigantes, ¿qué?

—Osos. No tengo la menor idea de qué son, excepto que, presumiblemente, se parecen a nosotros. No conozco animales similares en América.

—Osos, osos. —Raph balbuceaba la palabra—. Eso es interesante. Más que interesante. Es estupendo. ¿No sabe, gobernador, que entre nosotros se discute mucho acerca de los antepasados de los gurrows? Unos animales vivientes emparentados con el gurrow sapiens tendrían una enorme importancia —Raph se frotaba las manazas de placer.

El gobernador estaba contento de la sensación que había causado.

—Y lo más asombroso del caso es que se designan a sí mismos por dos nombres —añadió.

—¿Dos nombres?

—Sí. Nadie conoce la distinción todavía, por mucho que los eekahs nos lo expliquen, salvo que uno es un nombre más general y el otro más específico. La base de la diferencia escapa a nuestra comprensión.

—Comprendo. ¿Qué es «eekah»?

—Es… es el específico. El general es… —el gobernador tropezaba ligeramente con las sílabas difíciles— chimpancé. Eso, así es. Hay un grupo que se llaman eekahs y otros grupos que se dan otros nombres. Pero todos ellos se denominan chim… eso que dije antes.

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