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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (304 page)

BOOK: Cuentos completos
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Se estaba encolerizando. En la Avenida Franklin, donde volvía a conectar con el Expreso, abrió las puertas y soltó unas palabras a la multitud. Todas las puertas soltaron chorros de pasajeros de ambos sexos y todas las edades, excepto aquel terrible primer vagón. Por esas puertas subieron tres hombres y una chica muy joven, aunque Cullen podía observar claramente el ligero abombamiento de las paredes que había provocado la condición de excesivo apiñamiento dentro del coche.

Durante el resto del trayecto hasta la Avenida Flatbush, Cullen ignoró completamente al primer coche, concentrándose en esa última parada donde todos
tendrían
que bajar. ¡Todos! Las estaciones de President, Church y Calle Beverly llegaron y pasaron, y Cullen se encontró a sí mismo contando las que faltaban para el final en Flatbush.

Parecía un agradable grupo de pasajeros, además. Leían sus periódicos, miraban la rauda oscuridad a través de las ventanillas, o las piernas de la chica de enfrente, o a nada en absoluto, igual que las personas normales. Sólo que no querían bajar. Ni siquiera querían entrar en el coche contiguo donde había infinidad de asientos vacíos. Imagine a unos neoyorquinos resistiendo el impulso de pasar de un coche a otro, y perdiendo la oportunidad de dejar las puertas abiertas para beneficio de la corriente de aire.

¡Pero allí estaba la Avenida Flatbush! Cullen se frotó las manos, abrió las puertas con fuerza y gritó en su estilo más ininteligible:

—¡Últimaparada! —Lo repitió dos o tres veces con voz ronca, y varios ocupantes de aquel maldito primer coche levantaron la vista hacia él. había reproche en sus ojos. Parecían decir: «¿Ha escuchado alguna vez acerca de la campaña antirruidos organizada por el alcalde?»

El último de los otros pasajeros había salido del tren, y los nuevos dispersos estaban subiendo. Hubo algunas miradas curiosas hacia el abarrotado coche, pero no demasiadas. El neoyorquino considera que todo aquello que no puede entender es una treta publicitaria.

Cullen volvió a caer en su gaélico y corrió por el andén hacia la cabina del maquinista. Necesitaba apoyo moral. El maquinista debería haber estado fuera de la cabina, preparándose para su siguiente recorrido, pero no estaba. Cullen lo vio a través del cristal de la puerta, reclinado sobre los controles y con la mirada fija y perdida en el parachoques de adelante.

—¡Gus! —gritó Cullen—. ¡Sal! Hay un condenado…

En ese punto, la lengua se le quedó varada, porque no era Gus. Era un viejecito, que sonreía muy cortés y movía los dedos a guisa de saludo.

El alma irlandesa de Patrick Cullen se rebeló. Con un aullido, agarró el borde de la puerta y trató de abrirla de un tirón. Debía haber sabido que no lo lograría. Entonces, inspirando profundamente y encomendando su alma irlandesa a Dios, se dirigió hacia la puerta abierta de ese primer coche y se metió en la masa de humanos atormentados. El impulso lo llevó seis pies adentro, y allí quedó clavado. Detrás de él, aquellos a quienes había derribado se levantaban de los regazos de sus compañeros de viaje, se excusaban con genuina cortesía neoyorquina (consistente en un gruñido, un gemido y una mueca) y volvían a sus periódicos.

Luego, sin posibilidad de defenderse, escuchó la campana del Despachador. Era tiempo de que su propio tren se pusiera en camino. ¡El deber llamaba! Con un esfuerzo sobrehumano se acercó un poco hacia la. Puerta, pero ésta se cerró antes de que pudiera llegar, y el tren empezó a moverse.

A Cullen se le ocurrió que por primera vez no entregaba su parte, y dijo:

—¡Maldita sea!

Cuando el tren había recorrido unos cincuenta pies, advirtió que iban en la dirección equivocada, y esta vez no dijo nada.

Después de todo, qué se podía decir ni siquiera en el gaélico más puro

¿Cómo podía un tren correr en la dirección equivocada en la Avenida Flatbush? No había rieles más adelante. Tampoco túnel. Había un parachoques para impedir que algún maquinista excéntrico intentara abrirse paso. Era absurdo. Ni el Big Deal podría hacerlo.

¡Pero ahí estaban todos!

En este túnel nuevo también había estaciones, pequeñas y primorosas del tamaño justo para un solo coche. Pero eso estaba bien, porque sólo uno estaba corriendo. Los demás se habían desenganchado de alguna manera, probablemente para hacer el viaje habitual a Bronx Park.

Había tal vez una docena de estaciones sobre la línea… con nombres curiosos. Cullen sólo pudo notar unas pocas porque le resultaba difícil conseguir enfocar sus ojos. Una era Bulevar del Arcángel; otra, Carretera del Serafín; todavía otra, Plaza del Querubín.

Y entonces, el tren bajó la velocidad en una estación monstruosa, singularmente parecida a una cueva, y se detuvo. Era enorme, de unos trescientos pies de profundidad, y casi esférica. Las vías corrían hasta el centro exacto, sin soportes, y el andén a su costado descansaba asimismo cómodamente en el aire.

El Conductor fue la única persona en bajar del coche, la mayoría de los demás habían descendido en Plaza Hosanna. Se colgó al descuido de la agarradera de porcelana, mirando fijo un anuncio de lápiz de labios, La puerta del maquinista se abrió, y el hombrecillo salió. Echó una mirada a Cullen, se volvió para alejarse, y luego después giró sobre sus talones.

—¡Hey! —dijo—. ¿Quién es usted?

Cullen se dio vuelta lentamente, sin soltar la agarradera.

—Solamente el Conductor. No se preocupe por mí. Voy a dejar el empleo. No me gusta el trabajo.

—Oh, vaya, vaya; eso es inesperado —El hombrecillo movió la
cabeza
y chasqueó la lengua—. Yo soy mister Crumley —explicó—. Robo cosas. La mayor parte de las veces, personas. Algunas veces, coches de metro… pero son unas cosas tan grandes y engorrosas… ¿no cree?

—Señor —gimió Cullen—. He dejado de pensar desde hace dos horas. No me llevaba a ninguna parte. De todos modos, ¿quién es usted?

—Ya se lo he dicho… soy mister Crumley. Estoy practicando para ser un dios.

—¿Un «gob»
[7]
? —inquirió Cullen—. ¿Quiere decir, un marinero?

—¡Caramba, no! —mister Crumley frunció el ceño—. He dicho «dios», como Jehová. ¡Mire! —Señaló la pared de la cueva a través de la ventana. Donde apuntaba su dedo, la roca onduló y se elevó. Movió el índice y se formó un claro saliente de roca en forma de «h» minúscula invertida.

—Ése es mi símbolo —explicó modestamente Crumley—. Místico, ¿verdad? Pero eso no es nada. Aguarde a que lo tenga todo organizado. ¡Uy, uy, cuántos milagros les voy a regalar!

La cabeza de Cullen oscilaba entre el símbolo de roca saliente y la sonrisa bobalicona de mister Crumley, hasta que empezó a marearse, y entonces paró.

—Escuche —pidió con voz ronca—. ¿Cómo ha sacado ese coche de Flatbush Avenue? ¿De dónde ha salido el túnel? ¿Son extranjeros algunos de…?

—¡Oh, Dios mío, no! —replicó mister Crumley—. Lo hice yo y lo dispuse de manera que nadie lo advirtiese. Fue bastante difícil. Eso me produce un gran desgaste de ectoplasma. Los milagros con personas involucradas son mucho más difíciles que los otros, porque hay que luchar contra sus deseos. No puede hacerse, a menos que se tengan montones de Creyentes. Ahora que ya tengo más de cien mil, puedo hacerlo, pero hubo un tiempo en que… —movió la cabeza evocativamente— ni siquiera hubiera podido levitar a un niño… o curar a un leproso. Oh, bien, estamos perdiendo tiempo. Deberíamos estar en la fábrica más próxima.

Cullen se animó. “Fábrica” era más prosaico.

—Yo tenía un hermano —dijo— que trabajaba en una fábrica de tejidos, pero…

—¡Oh, Dios, mister Cullen! Me estoy refiriendo a mis Fábricas de Creyentes. Tengo que enseñar a las personas a creer en mí, ¿verdad?, y predicar es un trabajo muy lento. Yo creo en la producción en masa. Intento ser llamado, algún día, el Henry Ford de Utopía. Vaya, sólo en Brooklyn tengo doce Fábricas y cuando manufacture la cantidad suficiente de Creyentes, simplemente cubriré la faz de la Tierra con ellos.

»Santa Providencia —continuó con un suspiro—, si sólo tuviera Creyentes suficientes. Tengo que tener un millón antes de poder dejar que las cosas marchen por sí mismas, y hasta entonces tendré que cuidar personalmente todos los pequeños detalles. ¡Es tan aburrido! Tengo que recordar continuamente a mis Creyentes quién soy yo… hasta a los Discípulos. Dicho sea de paso, Cullen, —yo leo su mente, ya que estamos, así es como sé su nombre— naturalmente usted quiere ser un Creyente.

—Pues, bien… —respondió Cullen, nervioso.

—Oh, vamos. A
algunos
dioses les habría molestado su intrusión y se habrían deshecho de usted —chasqueó los dedos—, así. Sin embargo, yo no, porque pienso que matar personas es algo sucio y desconsiderado. Pero da igual, tendrá que ser un Creyente.

Piense que Patrick Cullen era un irlandés inteligente. Eso quiere decir que admitía la existencia de
banshees
[8]
, gnomos, y la Gente Pequeña, y mantenía la mente abierta a los
poltergeists
[9]
, hombres-lobo, vampiros y basura extranjera de calaña similar. Ante simples cosas sobrenaturales, era demasiado bien educado para desdeñar. Aun así, Cullen no tenía intenciones de transigir con su religión. Su teología era débil, pero que un mortal pretendiera ser dios le sabía a herejía, por no decir a sacrilegio y blasfemia, hasta para él.

—Usted es un farsante —gritó audazmente—, y por el camino que va se dirige directo al infierno.

Mister Crumley chasqueó la lengua.

—¡Qué lenguaje terrible utiliza usted! ¡Y tan innecesario! Por supuesto, usted Cree en mí.

—¿Ah, sí?

—Bien, entonces, si es terco, le haré un milagro menor. Es inadecuado, pero ahora —hizo unos vagos movimientos con la mano izquierda— usted Cree en mí.

—Ciertamente —dijo Cullen, ofendido—, siempre lo hice. ¿Cómo tengo que adorarle? Quiero hacerlo apropiadamente.

—Sólo Crea en mí, y eso es bastante. Ahora tiene que ir a las fábricas, y después lo regresaremos a casa —nunca sabrán que estuvo ausente— y puede vivir su vida como un Creyente.

El Conductor sonrió extasiado.

—¡Oh, vida dichosa!
Quiero
ir a las fábricas.

—Por supuesto que quiere —replicó mister Crumley—. Valiente Crumleyita sería si no quisiera, ¿verdad? ¡Venga! —Señaló la puerta del coche, y la puerta se abrió.

Salieron y Crumley continuaba apuntando. La roca se evaporó delante de ellos, para volver a condensarse detrás. Cullen caminó a través del muro, siguiendo a aquella pequeña figura que era su dios.

«Aquello
era
un dios», pensó Cullen. Cualquier dios que pudiera hacer eso era un recondenado buen dios en quien creer.

Y entonces él estaba en la fábrica… en otra cueva, aunque más pequeña. Parecía que a mister Crumley le gustaban las cuevas.

Cullen no prestó mucha atención a su alrededor. De todos modos, no distinguía gran cosa por causa de la leve niebla violeta que le nublaba la visión. Tenía la impresión de una cinta transportadora moviéndose lentamente, con hombres estacionados en ella, a intervalos. Discípulos, pensó. Y las piezas que se fabricaban en aquella cinta serían, probablemente, no-Creyentes, o basura despreciable similar.

Había un hombre que le miraba sonriendo. Un Discípulo, pensó Cullen, y con toda naturalidad le hizo el signo. No lo había hecho jamás, pero era fácil. El Discípulo contestó de igual manera.

—Él me ha dicho que venía usted —explicó el Discípulo—. Dijo que ha hecho un milagro especial para usted. Es toda una distinción. ¿Quiere que le acompañe por la cinta?

—Por supuesto.

—Bien, ésta es la Fábrica Uno. Es el centro vital de todas las fábricas del país. Las otras sólo realizan tratamiento preliminar; y sólo fabrican Creyentes.
Nosotros
fabricamos Discípulos.

¡Discípulos, muchacho!

—¿Voy a ser un discípulo? —preguntó ansiosamente Cullen.

—Después de haber sido milagreado por
él,
¡naturalmente! Usted es
alguien,
ya sabe. Sólo hay otras cinco personas que tomara a su cargo personalmente.

Ésta era una manera gloriosa de hacer las cosas. Todo lo que hacía Crumley era glorioso. ¡Qué dios! ¡Qué dios!

—Usted también empezó de ese modo…

—Por cierto —respondió plácidamente el Discípulo—. Yo también soy un tipo importante. Sólo que me gustaría ser más importante aun.

—¿Para qué? —dijo Cullen con voz agitada por la sorpresa—. ¿Está murmurando contra los dictados de Crumley? (ojalá prospere.) Eso es un sacrilegio.

El Discípulo se removió incómodo.

—Bueno, tengo ciertas ideas, y me gustaría ponerlas en práctica.

—Tiene ideas, ¿eh? —murmuró Cullen tristemente—. ¿Y Crumley (ojalá viva eternamente) lo sabe?

—Pues… ¡francamente, no! Pero da lo mismo, —El Discípulo miró con cuidado por encima de sus hombros y se acercó— no soy el único. Somos muchos los que pensamos que Crumley (bendito sea) queda un poquitín anticuado. Por ejemplo, fíjese en las luces de este lugar.

Cullen levantó la vista. Las luces eran del mismo tipo que las de la cueva terminal. Podían haber sido robadas de cualquier línea del metro IRT. Eran copias perfectas de las señales de detención-arranque y de los indicadores de «Salida».

—¿Qué tienen de malo? —preguntó. El discípulo hizo una mueca desdeñosa.

—Carecen de originalidad. Uno pensaría que un dios de clase A debería hacer algo nuevo. Cuando toma personas, lo hace por medio del metro, y obedece los reglamentos del mismo. Espera a que el Despachador le dé la señal de partida; se detiene en todas las estaciones; utiliza vulgar electricidad, etc., etc. Lo que necesitamos —el Discípulo movía las manos exageradamente y gritaba— es más iniciativa, más decisión. Tenemos que acelerar las cosas y gobernarlas con eficiencia y energía.

Cullen le miró, airado.

—Usted es un hereje —le acusó—, y está sentenciado a la condenación. —Miró colérico a su alrededor en busca de una campana, un silbato, un gong, o un tambor con que llamar al gran Crumley, pero no encontró nada.

El otro parpadeaba sumido en raudos pensamientos.

—Oiga —dijo con aspereza—, mire qué hora es. Estoy retrasado. Será mejor que suba a la cinta para su primer tratamiento.

A Cullen estaba enfurecido por el descuidado servicio que aquel Discípulo inferior prestaba a mister Crumley, pero un tratamiento es un tratamiento, de modo que, haciendo el signo devotamente, subió. Lo encontró bastante cómodo, a pesar de su movimiento a tropezones. El Discípulo hizo una señal al primer preceptor de Cullen —otro Discípulo— de pie junto a una especie de pizarra. Mientras hablaban de Crumley, Cullen se había fijado en otros y había observado el procedimiento de preguntas y respuestas que seguían. Lo había observado con particular atención.

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