Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Lo retiro, pues —rezongó Rojo. —Está bien. Así es mejor.
Hasta cierto punto, Flaco se sentía decepcionado, pues quería ver la astronave de cerca. Sin embargo, desprovisto de la excusa de afrenta personal que había exhibido, no podía faltar a su juramento de guardar secreto.
—Me parece pequeñísima para ser una astronave —dijo Rojo. —Porque probablemente es una nave de exploración. —No creo que mi padre pudiera meterse en ella.
Flaco tuvo que reconocer la verdad de aquella aseveración. Mas como era un punto en contra de su tesis, prefirió guardar silencio.
Rojo se puso en pie, exhibiendo una elaborada actitud de aburrimiento.
—Creo que haríamos mejor marchándonos. Tenemos cosas que hacer y yo no puedo pasarme todo el día aquí contemplando esa astronave o lo que sea. Tenemos que cuidar de nuestros animales si queremos ingresar en el circo. Esto es lo primero que tienen que hacer los miembros de un circo: cuidar de sus animales. Y esto es lo que voy a hacer — concluyó con ademán virtuoso.
—¿Para qué, Rojo? —preguntó Flaco—. Tienen carne en abundancia. Quedémonos aquí a mirar.
—Lo encuentro muy aburrido. Además, tu padre y el mío se marchan y me parece que ya es hora de comer. —Rojo adoptó entonces un tono convincente—: Mira, Flaco, no podemos empezar a despertar sospechas o ellos tratarán de averiguar qué pasa. Cielo santo, ¿no has leído novelas policíacas? Cuando uno trata de dar un golpe sin que le prendan, lo primero que hay que hacer es seguir actuando sin despertar sospechas. Así nadie se imagina lo que se prepara. Esta es la primera ley…
Ambos descendieron la cuesta. Flaco iba, como siempre, detrás.
—Lo que más me sorprende es su construcción. Nunca he visto nada parecido —dijo el industrial.
—¿De qué nos sirve ahora? —observó el astrónomo con amargura—. No ha quedado nada. No habrá un segundo desembarco. Esta nave advirtió la presencia de vida en nuestro planeta por pura casualidad. Los otros grupos exploradores únicamente se aproximarán lo suficiente para cerciorarse de que no existen mundos superdensos en nuestro sistema solar.
—Bien, debemos resignarnos al hecho: la nave se estrelló. —Pero apenas parece haber recibido daños. Si hubiese habido supervivientes, no nos costaría mucho repararla.
—Si los hubiese habido no nos entenderíamos con ellos. Son demasiado diferentes. Demasiados extraños. De todos modos…, ya no se puede hacer nada.
Ambos entraron en la casa y el industrial saludó tranquilamente a su esposa.
—¿Está listo el almuerzo, querida? —Lo siento, pero, verás…
Miró con vacilación al astrónomo.
—¿Qué ocurre? —preguntó el industrial—. ¿Por qué no me lo dices? Estoy seguro que a nuestro invitado no le importará asistir a una pequeña discusión familiar.
—No se preocupen por mí —murmuró el astrónomo, algo violento, dirigiéndose al extremo opuesto de la habitación. La mujer del industrial dijo a éste, en voz baja y presurosa: —La verdad, querido, la cocinera está muy disgustada. Hace varias horas que trato de calmarla. La verdad, no sé por qué Rojo ha hecho esto.
—¿Hacer qué?
El industrial se sentía más divertido que otra cosa. Se habían requerido los esfuerzos combinados de él y de su hijo durante meses enteros para convencer a su esposa a que empleara el nombre de Rojo. en lugar de aquel otro perfectamente ridículo (según la opinión del chico), que era el suyo verdadero.
—Se ha llevado casi toda la carne trinchada. —¿Y se la ha comido?
—Espero que no. Estaba cruda. —Entonces, ¿para qué la quería?
—No tengo la menor idea. No lo he visto desde el desayuno. La cocinera está hecha una furia. Le sorprendió cuando se escabullía por la puerta de la cocina y se dio cuenta de que faltaba la carne. Esto la ha obligado a cambiar el menú, y no habrá quien la aguante durante una semana. Tendrías que hablar con Rojo, querido, y hacerle prometer que no volverá a tocar nada de la cocina. Y debería pedir disculpas a la cocinera por lo que ha hecho.
—Oh, vamos. Esa mujer está a nuestro servicio. Si nosotros no nos quejamos porque haya tenido que variar el menú, ¿por qué tiene que quejarse ella?
—Porque eso significa doble trabajo para ella, y ya está murmurando que piensa irse. Las buenas cocineras no se encuentran fácilmente. ¿Te acuerdas de la anterior?
Aquel argumento era de peso. Mirando con vaguedad a su alrededor, el industrial dijo:
—Tal vez tengas razón. Pero ahora Rojo no está aquí; cuando venga, hablaré con él.
Rojo entró en la casa y dijo alegremente:
—Ya es hora de comer, ¿eh? —Su mirada pasó de su padre a su madre, sorprendido ante su expresión seria—. Primero voy a lavarme un poco. Y se encaminó a la puerta opuesta. —Un momento, hijo. —¿Qué, papá? —¿Dónde está tu amiguito?
—No sé… Por ahí. Fuimos a dar un paseo y él me dejó sin que yo me diera cuenta. —Como esto era totalmente cierto, Rojo se sentía seguro—. Le dije que era hora de comer, y que teníamos que volver a casa, dijo que bien, y yo seguí paseando. Cuando llegué a la cañada miré a mí alrededor y…
El astrónomo interrumpió la perorata y dejó una revista que había estado hojeando distraídamente.
—No se preocupe por mi chico. Sabe muy bien lo que se hace. No hace falta que le esperen para empezar a comer. —Es que la comida no está lista, doctor. —El industrial se volvió de nuevo hacia su hijo—. Y ya que hablamos de ello, hijo, sucede que faltan los ingredientes. ¿No tienes nada que decir al respecto?
—¿Yo?
—Siento tener que explicarme con mayor precisión. ¿Por qué te llevaste la carne?
—¿La carne? —Sí, la carne. Y esperó pacientemente.
—Bien, es que tenía… —dijo Rojo.
—¿Apetito? —completó su padre—. ¿De carne cruda?
—No, papá. La necesitaba. —¿Para qué, si puede saberse? Con la mirada baja, Rojo guardó silencio. El astrónomo intervino de nuevo:
—Si me permite… ¿Recuerda que, después de desayunar, mi hijo vino para preguntarnos qué comían los animales?
—Oh, es cierto. ¿Cómo lo he olvidado? Dime, Rojo, ¿te llevaste la carne para algún animal que has capturado?
Rojo, indignado, respiró con agitación.
—¿Así que Flaco vino para deciros que yo tenía un animal? ¿Os dijo que yo tenía un animal?
—No. Tan sólo preguntó qué comían los animales. Si te prometió que no lo diría a nadie, no lo ha dicho. Ha sido tu propia estupidez al apoderarte de algo sin permiso lo que te ha delatado. Sabes que eso es robar. ¿Así, tienes un animal? Contesta.
—Sí, papá —susurró, tan bajo que apenas fue perceptible. —Muy bien. Ahora suéltalo. ¿Me oyes?
Intervino la madre de Rojo:
—¿Significa eso que tienes un animal que come carne? ¿Y si te muerde y te contagia la rabia?
—Son muy pequeños —tartamudeó Rojo—. Apenas se mueven cuando los tocamos. —¿Cuántos tenéis? —Dos. —¿Dónde están?
El industrial tocó el brazo de su esposa.
—Déjale ya —le dijo en voz baja—. Basta con que prometa librarse de esos animales. Ya es castigo suficiente. Y no pensó más en ello.
Estaban a la mitad de la comida cuando Flaco entró como una tromba en el comedor. Por un momento permaneció cohibido y luego dijo con voz casi histérica:
—Tengo que hablar con Rojo. Tengo que decirle algo. Rojo levantó la vista asustado, pero el astrónomo reprendió a Flaco:
—Te estás portando como un chico mal educado, hijo. ¿Son horas de venir a comer?
—Perdona, papá.
—Oh, déjelo —dijo la esposa del industrial—. Que hable con Rojo, si quiere… En cuanto a la comida, no…
—Tengo que hablar con Rojo a solas —insistió Flaco.
—Esto ya es demasiado dijo el astrónomo, con falsa amabilidad, destinada sólo a los extraños y bajo la cual podía reconocerse su ira—. Siéntate.
Flaco se sentó, pero sólo comía cuando notaba que le observaban. Y aun entonces le costaba tragar.
Su mirada se cruzó con la de Rojo.
—¿Se han escapado? —susurró.
Flaco movió ligeramente la cabeza.
—No, pero…
El astrónomo le miró con furia y Flaco se calló.
Terminado el almuerzo, Rojo se deslizó fuera de la estancia, Indicando con un movimiento imperceptible a Flaco que lo siguiese. Ambos se dirigieron en silencio a la cañada.
De pronto, Rojo se volvió furioso a su compañero:
—¿Qué te proponías al decir a mi padre que dábamos de comer a los animales?
—Yo no dije eso. Sólo le pregunté qué comen los animales. No es lo mismo. Además…
Pero Rojo aún no había terminado de exponer sus quejas. —¿Y dónde te has metido todo este tiempo? Pensé que volverlas a casa. Me han echado la culpa de que tú no vinieses conmigo
—Estoy tratando de explicarte lo que sucedió. ¿Puedes callar un momento y dejarme hablar?
—Bien, dime lo que sea, si es que tienes algo que decir.
—Lo haré si me dejas. Volví a la astronave. Tu padre y el mío ya se habían ido, y yo quería ver cómo era.
—Pero no es una astronave —objetó Rojo, sombrío.
—Te digo que sí lo es. Se puede mirar por las portillas y vi que dentro estaban todos muertos. —Hizo una mueca de repugnancia—. Sí, muertos.
—¿Quiénes estaban muertos?
Flaco contestó con voz aguda y chillona:
—¡Unos animales! ¡Como los nuestros! Sólo que no son animales. Son seres de otros planetas.
Por un momento, Rojo se quedó petrificado. Ahora ya no podía dudar de las palabras de Flaco, pues por la consternada expresión de éste se apreciaba que decía la verdad. Sólo fue capaz de exclamar:
—Cielos.
—¿Qué vamos a hacer? ¡Nos zurrarán si se enteran! —tembló. —Será mejor que los soltemos —opinó Rojo. —Nos delatarán.
—No hablan nuestro idioma. ¿No dices que son de otro planeta?
—Sí lo hablan. En alguna ocasión sorprendí a mis padres hablando de ello. Decía mi padre que los visitantes pueden hablar con el cerebro. Eso se llama telepatía o algo parecido. Yo pensé que se lo inventaba.
—Cielo santo. Yo digo que… —Rojo levantó la mirada—. Te diré qué vamos a hacer. Mi padre me ordenó que me librase de ellos. Enterrémoslos en alguna parte o tirémoslos a la cañada. —¿Él te dijo que hicieses eso?
—Me dijo que me librase de ellos, y no tengo más remedio que hacerlo. ¡Cielo santo, no conoces a mi padre!
Flaco ya no se sentía dominado por el pánico ante aquella solución completamente legal.
—Pues hagámoslo ahora mismo. Si los descubren tendremos problemas. Ambos echaron a correr hacia el establo, dominados por funestas visiones.
Era muy distinto mirarlos sabiendo que eran «seres.» Como animales, resultaban interesantes; como «seres», horribles. Sus ojos, que antes parecían pequeñas cuencas indiferentes, ahora les miraban con una activa malevolencia.
—Están gruñendo —dijo Flaco, con un susurro.
—Yo creo que están hablando entre ellos —dijo Rojo, sorprendido al no haber hallado antes el menor significado en aquellos gruñidos.
No hacía nada por sacarlos de la jaula. Ni tampoco Flaco. Habían quitado la lona, pero se limitaban a mirarlos. Flaco advirtió que no habían tocado la carne picada.
—¿No piensas hacer algo? —preguntó Flaco a su compañero. —¿Y tú?
—Eres tú quien los encontraste. —Bueno, pero ahora te toca a ti.
—No. Todo lo que ha pasado es culpa tuya. Yo sólo he mirado.
—Tú también ayudaste, Flaco. No lo niegues.
—Eso no importa. Tú los encontraste y eso es lo que yo diré cuando vengan a buscarnos.
—Está bien —dijo Rojo. Pero la idea de lo que podía suceder lo espoleó y tendió la mano hacia la puerta de la jaula. —¡Espera! —exclamó Flaco. Rojo se alegró de la interrupción. —¿Qué te pasa ahora? —Uno de ellos lleva una cosa que parece de hierro o de metal. —¿Dónde?
—Ahí. Ya lo vi antes, pero pensé que formaba parte de él. Pero si es una «persona», tal vez sea una pistola desintegradora. —¿Y eso qué es?
—Lo he leído en los libros de antes de la guerra. Casi todos los que iban en las astronaves llevaban pistolas desintegradoras. Le apuntaban a uno con ellas y uno se desintegraba.
—Pues ahora no nos apuntan —señaló Rojo con más miedo del que quería demostrar. —Da lo mismo. Pero yo no pienso quedarme aquí para terminar desintegrado. Voy a buscar a mi padre.
—Eres un cobarde. Un gallina.
—Me importa un pito. Puedes imitarme si quieres, pero si ahora los molestas, terminarás desintegrado. Espera y verás; la culpa será tuya, únicamente tuya.
Se dirigió a la estrecha escalera de caracol que conducía a la planta baja del establo, se detuvo al llegar a ella y luego retrocedió.
La madre de Rojo subía por la escalera, jadeando a causa del esfuerzo y sonriendo forzosamente en atención a Flaco, invitado de la familia.
—¡Rojo! ¡Eh, Rojo! ¿Estás ahí? No trates de ocultarte. Sé que los guardas ahí. La cocinera te vio correr hacia aquí con la carne.
—Ho… la, ma… má —tartamudeó Rojo.
—Enséñame esos asquerosos bichos. Yo misma me ocuparé de que te libres de ellos ahora mismo.
¡Estaban perdidos! A pesar de la inminente paliza, Rojo sintió como si se librase de un peso. Al menos la responsabilidad ya no era suya.
—Están ahí, mamá. No les he hecho nada. Yo no sabía. Me parecieron unos animalitos y pensé que tú permitirías que me los quedase. Si hubiesen comido hojas o hierbas no les habría dado carne; tampoco comen nueces ni bayas… Además, la cocinera nunca me deja tocar nada; si no yo se lo hubiera pedido, y además no sabía que la carne era para comer y…
Hablaba atropelladamente, dominado por el terror y por eso no se apercibió que su madre no le escuchaba, sino que, con la mirada fija en la jaula, lanzaba un débil pero penetrante chillido.
—Lo único que podemos hacer es enterrarlos sin llamar la atención —estaba diciendo el astrónomo—. De nada serviría dar publicidad al asunto. Fue entonces cuando oyeron los chillidos.
Cuando ella se presentó ante ellos, corriendo atropelladamente, todavía no se había repuesto de la impresión. Transcurrieron algunos minutos antes de que su esposo pudiese arrancarle un relato coherente de lo sucedido.
Por último, ella pudo articular:
—Sí… están en el establo. No sé lo que son. No, no… Cerró el paso al industrial, que se disponía a dirigirse inmediatamente hacia allá.
—No vayas —le dijo—. Envía a un mozo con una escopeta. Te repito que nunca he visto nada como eso. Son unos animalillos horribles con… soy incapaz de describirlo. ¡Y pensar que Rojo los ha estado tocando y tratando de darles de comer!