Cuentos completos (21 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Vas a destruir mi mundo sin previo aviso? —protestó.

—En absoluto. Nada de eso. Hay ciertos pasajes en el Libro de Daniel y en el Apocalipsis de San Juan que resultan bastante explícitos.

—¿Lo son de verdad? ¿Después de haber sido copiados por escriba tras escriba? Me pregunto si quedarán sin cambiar dos palabras de una frase.

—Hay sugerencias en el Rig-Veda, en las Analectas confucianas…

—… que son propiedad de grupos culturales aislados, tan reducidos como una aristocracia.

—La Crónica de Gilgamesh habla de manera muy explicita.

—Gran parte de esa Crónica fue destruida con la Biblioteca de Asurbanipal hace mil seiscientos años según el cómputo terrestre, antes de mi creación.

—Hay ciertas características de la Gran Pirámide, y un motivo en las joyas taraceadas del Taj Mahal…

—… tan sutiles que ser humano alguno los ha interpretado jamás debidamente.

Gabriel dijo, cansado ya:

—Si vas a poner objeciones a todo, no cabe discusión alguna sobre el tema. De todos modos, tú deberías estar bien enterado. En los asuntos relativos a la Tierra, eres omnisciente.

—Sí, fui elegido para eso. Y te confieso que, entre las muchas preocupaciones que me causa, no se me ocurrió investigar las posibilidades de la resurrección.

—Pues tendrías que haberlo hecho. Todos los documentos implicados se encuentran en los archivos del Consejo de Ascendientes. Podrías haberlos consultado en cualquier momento.

—Pero el caso es que todo mi tiempo era necesario allí. No tienes la menor idea de la mortal eficiencia del Adversario en ese planeta. Requería todo mi esfuerzo doblegarlo. Y aun así…

—Sí, en efecto. —Gabriel acarició un cometa a su paso—. Parece que ha obtenido sus pequeñas victorias. Al fluir a través de mí la pauta factual entrelazada de ese miserable pequeño mundo, me he dado cuenta de que se trata de una de esas estructuras con equivalencia de materia-energía.

—Así es —convino Etheriel.

—Y que están jugando con ella.

—Me temo que sí.

—Entonces, ¿qué mejor momento para acabar con el asunto?

—Soy capaz de manejarlo, te lo aseguro. Sus bombas nucleares no los destruirán.

—Lo dudo. Bien, supongo que ahora me dejarás continuar, Etheriel. Se aproxima el momento señalado.

—Me gustaría ver los documentos pertinentes —repuso tercamente el serafín.

—Si insistes…

Y al instante, sobre la profunda negrura del firmamento sin aire, apareció en signos el texto de un Acta de Ascendencia.

Etheriel leyó en voz alta:

—«Por orden del Consejo Superior, se dispone por la presente que el arcángel Gabriel, número de serie; etcétera, etcétera (bueno, ése eres tú), se aproximará al planeta de clase A, número 6753990, posteriormente conocido con el nombre de Tierra, el 1 de enero de 1.957, a las 12.01 del día, según el horario local…

Terminó la lectura en melancólico silencio.

—¿Satisfecho?

—No, pero no tengo más remedio que aceptarlo.

Gabriel sonrió. Una trompeta apareció en el espacio. Su forma era semejante a las terrestres, pero su áureo pulido se extendía de la Tierra al Sol, con la boquilla dirigida hacia los bellos y brillantes labios de Gabriel.

—¿No puedes darme un poco de tiempo para defender mi causa ante el Consejo? —preguntó desesperado Etheriel.

—¿De qué te serviría? El acta está firmada por el Jefe, y ya sabes que un acta firmada por Él es totalmente irrevocable. Y ahora, si no te importa, ya casi ha llegado el segundo convenido. Quiero terminar con esto de una vez, pues tengo otros asuntos de mucha mayor importancia en que pensar. ¿Me haces el favor de apartarte un poco? Gracias.

Gabriel sopló, y todo el universo, hasta la más lejana estrella, se colmó con el tenue sonido, de tono perfecto y la más cristalina delicadeza. Al sonar, hubo un leve momento estático, tan leve como la línea que separa el pasado del futuro. Y en el acto, la estructura de los mundos se derrumbó sobre sí misma, y la materia se acumuló de nuevo en el caos primitivo del cual surgiera una vez al conjuro del Verbo. Las estrellas y las nebulosas desaparecieron, y el polvo cósmico, el Sol, los planetas y la Luna. Todo, excepto la Tierra, la cual quedó donde estaba, suspendida en el universo, ahora vacío por completo.

La trompeta del Juicio Final había sonado.

A. R. I. Mann (todos cuantos le trataban le llamaban simplemente por sus iniciales, A. R. I.) entró en las oficinas de la Billikan Bitsies Factory y se quedó mirando sombrío al hombre de elevada estatura (flaco, pero con cierta ajada elegancia, intensificada por su pulcro bigote gris) que se hallaba encorvado sobre un montón de papeles que había en su mesa.

A. R. I. consultó su reloj de pulsera, que marcaba aún las 7.01, por haberse parado en esa hora. Naturalmente, se trataba de la hora de Oriente, que correspondía a las 12.01 del mediodía según el meridiano de Greenwich. Sus oscuros ojos pardos, que miraban penetrantes sobre un par de pronunciados pómulos, se posaron en los del otro con fijeza.

Durante unos instantes, el hombre de elevada estatura le miró a su vez inexpresivo. Luego dijo:

—¿Puedo servirle en algo?

—¿Horatio J. Billikan, supongo? ¿El propietario de esta fábrica?

—Sí.

—Yo soy A. R. I. Mann, y no pude por menos de detenerme al ver a alguien trabajando. ¿No sabe usted qué día es hoy?

—¿Hoy?

—Es el Día de la Resurrección.

—¡Ah, ya sé! Oí el toque. Destinado a despertar a los muertos… Qué historia tan buena, ¿no cree? —Rió entre dientes unos instantes y prosiguió—: Me desperté a las siete de la mañana. Di un codazo a mi mujer, que dormía como un tronco, según su costumbre. «Es la trompeta del Juicio Final, querida», le dije. Hortensia, así se llama mi mujer, me contestó: «Muy bien», y siguió durmiendo. Me bañé, me afeité, me vestí y vine al trabajo.

—¿Pero por qué?

—¿Y por qué no?

—Ninguno de sus empleados se ha presentado hoy.

—No, pobre gente. Se han tomado el día libre. Era de esperar. Después de todo, no se acaba el mundo todos los días. Con franqueza, me alegro. Me proporciona una oportunidad para poner en orden mi correspondencia personal sin interrupciones. El teléfono no ha sonado hasta ahora ni una sola vez… —Se levantó, dirigiéndose a la ventana—. Supone una gran mejoría… Nada de sol cegador, y la nieve ha desaparecido. Una luz agradable y un grato calor. Muy buen arreglo… Ahora, si no le importa, estoy bastante ocupado, así que me dispensara.

Un ronco vozarrón le interrumpió diciendo: «Un minuto, Horatio». Y un caballero que se parecía en grado notable a Billikan, aunque de facciones más marcadas, introdujo su prominente nariz en el despacho, asumiendo una actitud de dignidad ofendida, apenas disminuida por el hecho de hallarse desnudo.

—¿Puedo preguntarte por qué has cerrado la fábrica?

Billikan pareció a punto de desmayarse.

—¡Cielo Santo! —balbuceó—. ¡Es mi padre! ¿De dónde sales?

—Del cementerio —respondió el recién llegado—. ¿De dónde diablos quieres que salga? Están saliendo de allí a docenas. Todos desnudos. También las mujeres.

Billikan hijo carraspeó:

—Te daré algo de ropa, padre. Iré a buscártela a casa.

—No tiene importancia. El negocio primero, el negocio primero.

A. R. I. salió de su ensimismamiento para decir:

—¿Está todo el mundo abandonando sus tumbas al mismo tiempo, señor?

Mientras hablaba miraba con curiosidad a Billikan padre. El viejo parecía hallarse en la fuerza de la edad. Sus mejillas, aunque surcadas de arrugas, resplandecían de salud. Su edad, decidió A. R. I., era la misma que tenía en el momento de su muerte, pero su cuerpo había retrocedido a la época de su vida en que se hallaba en su plenitud.

Billikan padre contestó:

—No, no. Los de las tumbas más recientes salen los primeros. Tottersby murió cinco años antes que yo y salió unos cinco minutos después de mí. Fue el verle lo que me decidió a marcharme de allí. Ya tuve bastante con él cuando… —Dio un puñetazo sobre la mesa, con un sólido puño—. No hay taxis ni autobuses. No funcionan los teléfonos. He tenido que venir a pie. Treinta y cinco kilómetros a pie.

—¿Así? —preguntó su hijo con espantada voz.

Billikan padre bajó la mirada para contemplar su piel al descubierto con despreocupada aprobación.

—Hace calor. Y la mayoría van desnudos… De todos modos, hijo, no he venido aquí para charlar de fruslerías. ¿Por qué está cerrada la fábrica?

—No está cerrada. Es una ocasión especial.

—¡Qué ocasión especial ni qué porras! Llama al sindicato y diles que el Día de la Resurrección no figura en el contrato de trabajo. Se les deducirá a todos del salario. Cada minuto que permanezcan ausentes de su labor.

La rasurada cara de Billikan hijo tomó un aire de obstinada decisión, mientras escudriñaba a su padre.

—No —dijo—. No lo haré. No olvides que no eres tú quien está al cargo de esta factoría, sino yo.

—¿Ah, sí? ¿Y con qué derecho?

—Por tu voluntad expresada en tu testamento.

—Muy bien. Pues ahora que estoy de regreso, anulo mi testamento.

—No puedes, padre. Estás muerto. Tal vez no lo parezcas, pero tengo testigos. Guardo el certificado médico. He pagado las facturas del empresario de pompas fúnebres. Si lo necesito, obtendré el testimonio de los portadores del féretro.

Billikan padre miró con fijeza a su hijo, se sentó, colocó una mano sobre el respaldo de su butaca y cruzó las piernas.

—Si vamos a eso —dijo—, todos estamos muertos, ¿no es así? El mundo se ha acabado, ¿no?

—Pero tú has sido declarado legalmente muerto y yo no.

—¡Bah! Ya cambiaremos eso. Va a haber más de los nuestros que de los vuestros, hijo. Y los votos cuentan.

Billikan hijo dio una firme palmada sobre su mesa. Enrojeció ligeramente.

—Padre, no desearía abordar este punto particular, pero ya que me obligas a ello… He de recordarte que en estos momentos madre debe estar ya esperándote en casa y que sin duda alguna se habrá visto también obligada a caminar por las calles… desnuda. No creo que se sienta de muy buen humor.

Billikan padre se puso ridículamente pálido.

—¡Cielo santo! —exclamó.

—Y ya sabes que siempre deseó que te retirases.

Billikan padre adoptó una decisión rápida.

—No pienso ir a casa. ¡Vaya, esto es una pesadilla! ¿No hay límite alguno para esta histeria de la resurrección? Es…, es…, pura anarquía. No hay que extremar tanto las cosas. No, he dicho que no iré a casa y no voy.

En aquel punto, un caballero un tanto rotundo, de rostro terso, suave y sonrosado y blancas patillas a lo Francisco José, entró en el despacho y saludó fríamente:

—Buenos días.

—¡Padre! —dijo el Billikan desnudo.

—¡Abuelo! —dijo el Billikan vestido.

El abuelo Billikan miró a su nieto con aire de desaprobación:

—Si eres mi nieto, parece que has envejecido mucho. El cambio no te ha mejorado.

Billikan nieto sonrió con dispéptica debilidad y no respondió. Tampoco el abuelo Billikan parecía esperar respuesta alguna. Continuó:

—Bien, si me ponéis al corriente de cómo va el negocio en la actualidad, reasumiré mis funciones de director.

Hubo dos respuestas simultáneas, y el encendido de las mejillas del abuelo se intensificó hasta un grado peligroso, en tanto golpeaba perentorio el suelo con un bastón imaginario y ladraba una réplica.

A. R. I. decidió intervenir.

—Caballeros —dijo. Alzó un poco la voz—. ¡Caballeros! —Y acabó por gritar a pleno pulmón—: ¡CABALLEROS!

La conversación cesó de repente, y todos se volvieron hacia él. El rostro anguloso de A. R. I., sus ojos singularmente atractivos y su sardónica boca parecieron dominar de pronto la reunión.

—No comprendo esta discusión —dijo—. ¿Qué es lo que fabrican ustedes?

—Copos —respondió Billikan nieto.

—O sea, si no me equivoco, un desayuno empaquetado, a base de cereales…

—Lleno de energía en cada uno de sus áureos trocitos… —proclamó Billikan nieto.

—Recubiertos de cristalino azúcar, dulce como la miel. Elaboración y alimento que… —rezongó Billikan padre.

—Tienta al más inapetente… —rugió Billikan abuelo.

—A eso iba —interrumpió A. R. I.—. ¿Qué clase de inapetencia?

Todos le miraron con aire estólido.

—¿Perdón? —dijo Billikan nieto, creyendo no haber entendido bien.

—Sí, ¿alguno de ustedes tiene apetito? —volvió a preguntar A. R. I.—. Yo no.

—¿Qué es lo que farfulla este estúpido? —barbotó Billikan abuelo.

Su invisible bastón habría medido las costillas de A. R. I. de haber existido (el bastón, no las costillas, claro). A. R. I. prosiguió:

—Estoy tratando de poner en su conocimiento que nadie querrá volver a comer. Nos hallamos en el después, y el alimento resulta innecesario.

Las expresiones que se dibujaron en los rostros de los Billikan no necesitaban interpretación alguna. Se hizo evidente que habían intentado comprobar sus propios apetitos y los habían hallado nulos.

Billikan nieto exclamó con el rostro ceniciento:

—¡Arruinados!

Billikan abuelo aporreó enérgica y ruidosamente con la contera de su imaginario bastón.

—Esto es una confiscación de la propiedad sin el debido procedimiento legal. Entablaremos pleito, litigaremos…

—Totalmente anticonstitucional —le apoyó Billikan padre.

—Si encuentran a alguien para que presente la demanda, les deseo buena suerte —manifestó A. R. I. en tono afable—: Y ahora, si me lo permiten, creo que voy a darme una vuelta por el cementerio.

Y encasquetándose el sombrero, se dirigió a la puerta y salió.

Etheriel, con sus vértices estremecidos, se vio ante la gloria de un querubín de seis alas.

—Si te he entendido bien —dijo éste—, tu universo particular ha sido desmantelado.

—Exacto.

—Bueno, supongo que no esperarás que yo lo ajuste de nuevo…

—No espero que hagas nada, excepto conseguirme una entrevista con el Jefe.

Al oír este nombre, el querubín se apresuró a exponer su respeto. Las puntas de dos de sus alas le cubrieron los pies, otras dos los ojos y las dos últimas la boca. Volviendo a su estado normal, repuso:

—El Jefe está muy ocupado. Tiene una miríada de asuntos que resolver.

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