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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (31 page)

BOOK: Cuentos completos
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¡Omani era viejo! Al menos tenía treinta años. George se preguntó: «¿Seré yo así a los treinta? ¿Seré así dentro de doce años?». Y como temía que pudiese serlo, le gritó a Omani:

—¿Quieres dejar de leer ese condenado libro?

Omani volvió una página y leyó algunas palabras; luego levantó la cabeza, cubierta de cabello rizado y crespo, y preguntó:

—¿Cómo?

—¿De qué te sirve leer ese libro? —Se dirigió hacia él y rezongó—: ¡Más electrónica!

Luego se lo arrebató de las manos de un tirón.

Omani se levantó lentamente y recogió de nuevo el libro, alisando sin alterarse una página arrugada.

—Llámalo satisfacción de la curiosidad, si quieres —observó—. Hoy comprendo un poco más, y mañana tal vez otro poquito. Hasta cierto punto, eso supone un triunfo.

—¿Un triunfo? ¿Qué clase de triunfo? ¿Eso es todo lo que quieres hacer en la vida? ¿Llegar a saber la cuarta parte de lo que sabe un Electrónico Diplomado cuando cumplas sesenta y cinco años?

—Tal vez cuando cumpla treinta y cinco.

—¿Y entonces quién te querrá? ¿Quién te empleará? ¿Adónde irás?

—Nadie. A ninguna parte. Me quedaré aquí para leer otros libros.

—¿Y eso te satisface? ¡No me digas! Me has arrastrado hasta la clase. Has conseguido que lea, y que memorice también. ¿Para qué? No encuentro en ello nada que me satisfaga… Lo cual significa que la farsa ha terminado. Haré lo que pensaba hacer al principio, antes que tú me engatusaras. Les obligaré a…, a…

Omani dejó el libro. Esperó a que su compañero se interrumpiera y entonces le preguntó:

—¿A qué, George?

—A rectificar una injusticia. Un complot. Iré a ver a ese Antonelli y le obligaré a reconocer que él…, que él…

Omani meneó la cabeza.

—Todos los que vienen aquí insisten en afirmar que se trata de un error. Suponía que ya habías superado eso.

—No lo digas en ese tono despectivo —dijo George acaloradamente—. En mi caso es verdad. Ya te he dicho…

—Sí, ya me lo has dicho, pero en el fondo de tu corazón sabes que, por lo que a ti se refiere, nadie se equivocó.

—¿Porque nadie quiso admitirlo? ¿Crees que serían capaces de reconocer un error, a menos que se les obligase a ello?… Pues bien, yo les obligaré.

El responsable de la actitud de George era el mes de mayo, el mes de los Juegos Olímpicos. Sintió que volvía a él su antiguo furor, sin que pudiera evitarlo. Pero es que tampoco quería evitarlo, y había corrido el riesgo de hacerlo.

—Yo iba a ser Programador de Computadora —dijo—, y puedo serlo. Podría serlo hoy mismo, pese a lo que digan que muestra el análisis. —Golpeó el colchón con los puños—. Están equivocados. Tienen que estarlo.

—Los analistas nunca se equivocan.

—Pues en este caso tienen que estar equivocados. ¿Dudas acaso de mi inteligencia?

—La inteligencia no tiene absolutamente nada que ver con esto. ¿No te lo han dicho aún bastantes veces? ¿Es que no eres capaz de comprenderlo?

George se volvió boca arriba y se puso a mirar el techo con expresión sombría.

—¿Y tú qué querías ser, Hali? —preguntó.

—No tenía planes fijos. Creo que me hubiera gustado ser Especialista en Hidroponía.

—¿Crees que hubieras podido serlo?

—No estoy muy seguro.

George nunca había hecho preguntas de carácter personal a Omani. Le pareció extraño, poco natural, que otras personas con ambiciones hubiesen terminado allí. ¡Especialista en Hidroponía!

—¿Pensabas que te dedicarías a esto? —le preguntó.

—No, pero aquí sigo siendo el mismo.

—Y te sientes satisfecho. Satisfecho por completo. Eres feliz. Te gusta. No querrías estar en ningún otro lugar.

Muy despacio, Omani se puso en pie. Con el mayor cuidado, empezó a deshacer su cama, diciendo:

—George, eres un caso difícil. Te estás mortificando porque te niegas a aceptar la verdad sobre ti mismo. Te encuentras en lo que tú llamas la Residencia, pero nunca he oído que la llames por su nombre completo. Dilo, George, dilo. Luego acuéstate y duerme, y se te pasará todo.

George frunció los labios y mostró los dientes, que rechinaban. Con voz ahogada, exclamó:

—¡No!

—Entonces lo diré yo —dijo Omani, uniendo la acción a la palabra.

Pronunció el nombre silabeando con el mayor cuidado.

George sintió una profunda vergüenza al oírlo, y se vio obligado a volver la cabeza.

Durante la mayor parte de los primeros dieciocho años de su vida, George Platen había seguido firmemente el rumbo trazado, que le llevaría a ser un Programador de Computadora Diplomado. Entre los chicos de su edad muchos pensaban en la Espacionáutica, la Tecnología de la Refrigeración, el Control de Transportes, e incluso la Administración, demostrando con ello su buen juicio. Pero George tenía su plan trazado, y nada le desviaba de él.

Discutía los méritos relativos con el mismo entusiasmo que ellos. ¿Por qué no? El Día de la Educación estaba ante ellos como la fecha crucial de su existencia. Se aproximaba con regularidad, tan fijo y cierto como el calendario…; el primero de noviembre siguiente a su decimoctavo cumpleaños.

Después de aquel día surgían otros temas de conversación. Se podía comentar con los demás los detalles de la profesión, o las virtudes de la esposa y los hijos, o la suerte del propio equipo de polo espacial, o los triunfos que uno había conseguido en los Juegos Olímpicos. Antes del Día de la Educación, sin embargo, el único tema que acaparaba la atención general era precisamente el de esta importantísima fecha.

—¿A qué piensas dedicarte? ¿Crees que lo conseguirás? Bah, eso no es bueno. Mira los registros; han reducido el cupo. Logística, en cambio…

O Hipermecánica… O Comunicaciones… O Gravítica…

Especialmente Gravítica, en aquel momento. Todo el mundo hablaba de Gravítica en los años que antecedieron al Día de la Educación de George, a causa del desarrollo alcanzado por el motor gravítico.

Cualquier mundo situado en un radio inferior a los diez años luz de una estrella enana, según todos decían, hubiera dado cualquier cosa por un Ingeniero Gravítico Diplomado.

Esta idea jamás preocupó a George. Sabía lo que había pasado anteriormente con otra técnica recién creada. Inmediatamente se abrieron las compuertas de la racionalización y la simplificación. Todos los años surgirían nuevos modelos; nuevos tipos de motores gravíticos; nuevos principios. Entonces, todos aquellos caballeros tan solicitados quedarían anticuados, y serían superados por los últimos modelos provistos de la última educación. El primer grupo tendría que dedicarse entonces a trabajos no especializados o embarcarse para algún mundo atrasado, que aún no estuviese al día.

En la actualidad los Programadores de Computadoras seguían en demanda creciente, a pesar de los años y los siglos transcurridos. Si bien no alcanzaba nunca proporciones monstruosas, pues el mercado de los Programadores aún no se hallaba dominado por el frenesí, la demanda aumentaba regularmente, a medida que se abrían nuevos mundos al comercio y los antiguos se hacían más complicados.

Él había discutido constantemente con Rollizo Trevelyan sobre este punto. Como suele suceder entre amigos íntimos, sus discusiones eran constantes y enconadas y, por supuesto, ninguno convencía al otro ni se dejaba convencer.

Pero Trevelyan tenía un padre que era Metalúrgico Diplomado y había trabajado en uno de los Mundos Exteriores, y un abuelo que también había sido Metalúrgico Diplomado. Él también se proponía serlo, para continuar la tradición de la familia, y estaba firmemente convencido que cualquier otra profesión no sería tan respetable.

—Siempre habrá metales —solía decir—, y no hay nada como modelar las aleaciones de acuerdo con las normas y ver cómo crecen las estructuras. En cambio, ¿qué hace el Programador? Pasar el día sentado ante una máquina de kilómetro y medio, suministrándole datos por una ranura.

Incluso a los dieciséis años, George ya demostraba poseer un carácter práctico. Replicó escuetamente:

—Tendrás que competir con un millón de Metalúrgicos.

—¿Quieres una mejor demostración de lo buena que es esta profesión? ¡No hay otra como ella!

—Pero terminarás por no encontrar trabajo, Rollizo. Cualquier mundo puede fabricarse sus propios Metalúrgicos, y el mercado que tienen los modelos terrestres más avanzados no es tan grande. Donde tienen más demanda es en los mundos pequeños. ¿Sabes qué proporción de Metalúrgicos Diplomados se envía a mundos clasificados como Grado A? Lo consulté, y vi que es un trece coma tres por ciento. Eso quiere decir que tienes siete probabilidades entre ocho de quedarte en un mundo que apenas tiene agua corriente. Incluso puede que te quedes en la Tierra: el dos coma tres por ciento lo hacen.

Trevelyan dijo con cierto acaloramiento:

—No constituye ninguna desgracia quedarse en la Tierra. La Tierra también necesita técnicos. Y buenos.

Su abuelo había sido Metalúrgico en la Tierra. Trevelyan se llevó la mano al labio superior, y se dio golpecitos en un bigote todavía inexistente.

George sabía lo del abuelo de Trevelyan y, considerando que sus propios antepasados también estuvieron ligados a la Tierra, optó por no reírse. En cambio, dijo, muy diplomático:

—Desde luego, no es ninguna desgracia desde el punto de vista intelectual. Pero a todos nos gustaría ir a un mundo de Grado A, ¿no es cierto?

»Veamos ahora el caso de los Programadores. Sólo los mundos de Grado A poseen el tipo de computadoras que necesitan verdaderamente Programadores de primera clase, por lo cual son los únicos que se encuentran en el mercado. Además, las cintas que usan los Programadores son complicadas y casi ninguna de ellas encaja. Necesitan más Programadores de los que puede facilitar su propia población. Es una simple cuestión de estadística. Sólo existe un Programador de primera clase entre un millón. Si un mundo con una población de diez millones necesita veinte Programadores, tiene que acudir a la Tierra para procurarse de cinco a quince de ellos. ¿No es así?

»¿Y sabes cuántos Programadores de Computadora Diplomados salieron el año pasado para planetas de Grado A? Voy a decírtelo: hasta el último. Si eres Programador, te llevarán. Sí, señor.

Trevelyan frunció el ceño.

—Si sólo uno entre un millón lo consigue, ¿qué te hace suponer que tú lo conseguirás?

George replicó, un poco a la defensiva:

—No lo sé, pero lo conseguiré.

Nunca se atrevió a confiar a nadie, ni a Trevelyan ni a sus padres, a qué se debía que se sintiese tan seguro. Pero no estaba preocupado. Tenía confianza en el futuro (ese fue el peor de todos los recuerdos que conservó en los días desesperanzados que siguieron.) Se hallaba tan tranquilo y confiado como cualquier niño de ocho años en vísperas del Día de la Lectura…, aquella anticipación infantil del Día de la Educación.

Desde luego, el Día de la Lectura había sido distinto. En parte se debió al simple hecho que era un niño. A los ocho años se aceptan muchas cosas extraordinarias. Un día no se sabe leer y al siguiente se ha aprendido. Así son las cosas. Como la luz del sol.

Además, la ocasión era mucho menos importante. No esperaban los reclutadores, empujándose para leer las listas y resultados de los próximos Juegos Olímpicos. Un niño que ha pasado el Día de la Lectura no es más que una criatura que vivirá todavía una década tranquila y monótona en la Tierra, arrastrándose por su superficie; una criatura que vuelve al seno de su familia con una nueva habilidad.

Cuando llegó el Día de la Educación, diez años después, George había olvidado casi todos los detalles de su Día de la Lectura.

Sólo se acordaba que fue un día de septiembre y que lloviznaba. (Septiembre para el Día de la Lectura; noviembre para el Día de la Educación; mayo para los Juegos Olímpicos. Incluso se componían canciones infantiles con estos temas.) George se vistió a la luz que salía de las paredes; sus padres estaban más emocionados que él. El autor de sus días era un Montador de Tuberías Diplomado, y trabajaba en la Tierra. Esto constituyó siempre una humillación para él, aunque, naturalmente, como todos podían ver, la inmensa mayoría de cada generación tenía que quedarse en la Tierra. Estaba en la propia naturaleza de las cosas.

Tenía que haber agricultores, mineros e incluso técnicos en la Tierra. Solamente las profesiones de último modelo y muy especializadas se hallaban en gran demanda por parte de los Mundos Exteriores, y sólo se podían exportar algunos millones por año, de los ocho billones de seres humanos a que ascendía la población de la Tierra. Cualquier habitante del planeta podía contarse entre los elegidos, pero no podían pertenecer todos a ese grupo, por supuesto.

Sin embargo, sí podían aspirar a que al menos uno de sus hijos resultase elegido, y Platen padre no era una excepción a esta regla. Le resultaba evidente (y no sólo a él) que George poseía una inteligencia notable y muy rápida. Confiaba mucho en él, que además era su hijo único. Si George no conseguía situarse en un Mundo Exterior, tendrían que esperar a tener un nieto antes que de nuevo se presentase aquella posibilidad. Pero eso estaba demasiado alejado en el futuro para servirles de consuelo.

El Día de la Lectura no demostraría gran cosa, desde luego, pero sería la única indicación que tendrían antes que llegase la fecha más importante. Todos los padres de la Tierra escuchaban la calidad de la lectura cuando su hijo regresaba a casa con ella; escuchaban tratando de oír una fluidez particular, que les permitiría hacer presagios para el futuro. Había muy pocas familias que no concibiesen esperanzas por uno de sus vástagos, el cual, a partir del Día de la Lectura, se convertía en la gran esperanza de sus padres por la manera como pronunciaba los trisílabos.

Confusamente, George comprendió la causa de la tensión que dominaba a sus padres, y si aquella mañana lluviosa había ansiedad en su joven corazón, se debía únicamente al temor que sentía de ver desvanecerse la esperanzada expresión del rostro paterno, cuando regresase al hogar con su lectura.

Los niños se reunían en la gran sala de actos del Ayuntamiento Educativo. En toda la Tierra, en millones de salas semejantes, durante todo aquel mes, se reunirían grupos similares de niños. A George le deprimía el ambiente sórdido de la sala y la presencia de los otros niños nerviosos y envarados con sus ropas de gala, a las que no estaban acostumbrados.

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