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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (2 page)

BOOK: Cuentos completos
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Potterley exhaló un suspiro de alivio al desaparecer de su vista el paquete.

—¿No existe algún medio de arreglar este asunto? ¿Por ejemplo, incluyéndome en la lista tan adelante como fuese posible? —sugirió—. No sé cómo explicarme…

Araman sonrió. Otros, en circunstancias semejantes, le habían ofrecido dinero. Como es natural, tampoco les había servido de nada.

—Las decisiones sobre la prioridad se toman mediante un proceso de cálculo —dijo—. No está en mi mano alterarlas arbitrariamente.

Potterley se puso envaradamente en pie, irguiendo su metro sesenta y cinco de estatura.

—En ese caso, buenos días.

—Buenos días, doctor Potterley. Y créame que lo siento…

Araman tendió su mano, que el historiador rozó ligeramente, marchándose acto seguido. Araman apretó un botón y apareció al instante su secretaria, a la que tendió el expediente de Potterley.

—Tenga —dijo—. Ya puede disponer de él.

A solas de nuevo, sonrió con amargura. Un renglón más en su servicio de un cuarto de siglo a la raza humana. Servicio a través de la negativa.

Al menos, aquel tipo había sido fácil de despachar. A veces había que recurrir a la presión académica, e incluso a la retirada de concesiones.

Cinco minutos más tarde, había olvidado al doctor Potterley. Cuando pensó más tarde en ello, ni siquiera logró recordar haber sentido en aquel momento ningún atisbo del peligro.

Durante el primer año de frustración, Arnold Potterley había experimentado sólo eso…, frustración. Sin embargo, durante el segundo, aquella frustración dio lugar a una idea que primero le atemorizó y luego le fascinó. Dos cosas le disuadieron de llevarla a la práctica, ya que el indudable hecho que se oponía por completo a la ética no constituía barrera alguna.

La primera consistía en su obstinada esperanza en que el gobierno acabaría por concederle el permiso, por lo cual no necesitaría otro recurso. Mas ésta esperanza había naufragado al fin en la entrevista sostenida con Araman.

La segunda no había sido una esperanza, sino una triste toma de conciencia de su propia incapacidad. Él no era físico, y no conocía a físico alguno capaz de prestarle ayuda. La Facultad de Física se componía de hombres muy preparados e inmersos por entero en su especialidad. En el mejor de los casos, se negarían a escucharle. Y en el peor, le acusarían de anarquía intelectual. E incluso podría ocurrir que su teoría básica sobre Cartago fuese descartada.

No quería correr ese riesgo. Ahora bien, la cronoscopía suponía el único medio para llevar a cabo su tarea. Sin la concesión del permiso, se encontraba perdido, atado de pies y manos.

La primera sospecha indicando que tal vez consiguiera superar el segundo obstáculo le asaltó una semana antes de su entrevista con Araman, aunque de momento no la reconoció. Sucedió durante uno de los té de la universidad. Potterley asistía sin falta a esas reuniones. Lo consideraba un deber, y él solía cumplir religiosamente sus deberes. Una vez en ellas, no obstante, pensaba que no tenía por qué trabar una conversación ligera o hacerse nuevos amigos. Se tomaba parcamente una o dos tazas, cambiaba unas palabras corteses con el decano de tal o cual facultad, dedicaba una ligera sonrisa al resto de los circunstantes y abandonaba temprano la reunión.

En otras circunstancias, no habría prestado atención al tímido joven que se mantenía en pie, inmóvil, en un rincón. Jamás habría soñado siquiera en dirigirle la palabra. Sin embargo, cierto concatenación de causas le condujo a hacerlo, contrariamente a su naturaleza.

Aquella mañana, en el desayuno, su mujer le había anunciado en tono melancólico que había soñado de nuevo con Laurel, esta vez con una Laurel ya crecida, aunque con el mismo rostro infantil de sus tres años.

Potterley la dejó hablar. Hubo una época en que se empeñó en combatir la excesiva preocupación de su esposa por el pasado y la muerte. Nunca recobrarían a Laurel. Ni los sueños ni la conversación lo lograrían.

Mas si eso apaciguaba a Caroline Potterley…, que soñara y hablara.

Aun así, cuando el historiador fue a dar su clase por la mañana, se sintió de pronto afectado por las sandeces de su mujer. ¡Laurel hecha una mujer…! Su única hija había muerto hacía casi veinte años.

Durante todo ese tiempo, cada vez que pensaba en ella la veía como una pequeña de tres años.

«Si siguiese con vida —pensó—, no tendría tres años, sino cerca de los veintitrés.»

Sin poderlo evitar, se encontró imaginando a Laurel en su progresivo crecimiento hasta llegar a esa edad.

No lo lograba del todo, pero lo intentaba. Laurel usando maquillaje. Laurel saliendo con muchachos.

¡Laurel… a punto de casarse!

Así que, al ver a aquel joven rondando en torno a los grupos compuestos por los profesores de la facultad, que circulaban muy tiesos, se le ocurrió quijotescamente que un joven semejante podía haberse casado con Laurel. Acaso aquel mismo joven…

Laurel podría haberlo conocido en la universidad, o bien una noche en que le hubieran invitado a cenar en casa de los Potterley. Y podrían haberse atraído mutuamente. Laurel hubiera sido bonita, eso desde luego, y el muchacho tenía buen aspecto. Atezado de rostro, de expresión resuelta y excelente porte.

La vaga quimera se desvaneció pronto. No obstante, Potterley continuó mirando con bobalicona fijeza al muchacho, no como a un ser extraño, sino como a un posible yerno en un tiempo que pudo haber sido. Y sin saber cómo, se vio encaminándose hacia él. Como en una especie de auto-hipnosis. Le tendió la mano.

—Soy Arnold Potterley, de la Facultad de Historia. Es usted nuevo aquí, ¿verdad?

El joven le miró ligeramente asombrado, pasando su vaso a la mano izquierda, a fin de estrechar con la derecha la que se le tendía.

—Me llamo Jonas Foster —se presentó a su vez—. Soy profesor auxiliar de física. Acabo de empezar este semestre.

Potterley hizo un leve ademán de asentimiento con la cabeza, manifestando a continuación:

—Le deseo una agradable estancia y un gran éxito.

Eso fue todo por el momento. Potterley había recuperado el dominio de sí mismo, y se retiró, turbado.

Lanzó una furtiva ojeada hacia atrás por encima del hombro, pero la ilusión de parentesco se había desvanecido. La realidad volvía a ser consistente. Se sentía enfadado consigo mismo por dejarse arrastrar por la estúpida cháchara de su mujer.

Una semana después, precisamente mientras Araman se hallaba en el uso de la palabra, le asaltó de nuevo el recuerdo del joven. Un profesor de física… Un nuevo profesor. ¿Había estado él sordo en aquel momento? ¿Se había producido un cortocircuito entre su oído y su cerebro? ¿O bien hubo una autocensura automática, motivada por la inminente entrevista con el decano de Cronoscopía?

Cuando la entrevista fracasó, fue el pensamiento del joven con quien había cambiado sólo dos frases el que impidió a Potterley insistir en sus ruegos para que se tomase en consideración su propuesta. Casi estaba ansioso por marcharse.

Y ya de vuelta a la universidad, en el autogiro de servicio rápido, casi deseó haber sido supersticioso.

Entonces, se hubiera consolado con el pensamiento que aquel encuentro casual, sin aparente significado, constituía en realidad un augurio.

Jonas Foster no era novato en las lides académicas. La larga y ardua pugna que conducía al doctorado convertía a cualquiera en un veterano. Y el trabajo adicional de enseñanza durante el post-doctorado obraba como un estimulante.

Pero ahora se había convertido en el profesor auxiliar Jonas Foster. La dignidad del profesorado le situaba en una posición más avanzada y sus relaciones con los demás profesores habían cambiado.

Por un lado, ellos habrían de votarle o no para futuras promociones. Por otro, él no se hallaba en situación de decir tan pronto, en su calidad de nuevo, qué miembro de la facultad tenía o no vara alta con el decano o hasta con el rector de la universidad. No se imaginaba a sí mismo como un experto en la política del claustro. Por lo demás, estaba seguro que, aun en caso de proponérselo, sería muy mediocre. No obstante, le convenía hacer unos pinitos en la materia, aunque fuera tan sólo para probárselo a sí mismo.

Y así, Foster había prestado atención al historiador, el cual, pese a la suavidad de sus modales, parecía irradiar una cierta tensión. Por eso no le rechazó bruscamente, desembarazándose de él como había sido su primer impulso.

Recordaba bastante bien a Potterley. Potterley se le había acercado en aquel té (la reunión había sido de lo más anodino). Su colega le había dirigido un par de envaradas frases, con ojos un tanto vidriosos, y luego, pareciendo volver en sí, se había escabullido.

Aquello había divertido a Foster. Ahora, en cambio… ¿Se proponía Potterley, de manera deliberada, trabar conocimiento con él, o más bien causarle la impresión de ser una especie de bicho raro, excéntrico pero inofensivo? ¿O tal vez estuvo tanteando las opiniones de Foster, hurgando posibles convicciones inestables? A buen seguro, ya lo habían hecho antes de darle su nombramiento. Sin embargo…

Potterley podía ser serio, sincero, no darse cuenta de lo que estaba haciendo. O podía saber muy bien lo que estaba haciendo y ser sólo un bribón, más o menos peligroso.

Así pues, Foster murmuró:

—Bien, usted dirá…

Lo hizo para ganar tiempo, sacando a la par un paquete de cigarrillos para ofrecerle uno a Potterley y encender él otro muy lentamente.

Potterley se apresuró a rechazarlo.

—Por favor, doctor Foster, nada de tabaco.

Foster respondió, perplejo:

—Lo siento, señor.

—No, no. Soy yo quien debe excusarse. No puedo soportar el olor del tabaco… Cuestión de idiosincrasia. Lo siento.

Se había puesto sumamente pálido. Foster dejó a un lado los cigarrillos y aunque echando de menos el tabaco, fue directamente al grano:

—Me halaga que pida usted mi consejo y todo eso, doctor Potterley, pero no soy un especialista en neutrínica. Nunca llegaría a ser un buen profesional en esa dirección. Hasta el hecho de exponer una opinión se saldría de mi campo y, francamente, preferiría no entrar en particularidades.

El enjuto rostro del profesor adoptó una dura expresión.

—¿Qué quiere usted decir con eso que no es un especialista en neutrínica? No es usted nada todavía. No ha recibido ningún permiso. ¿O sí?

—Estoy sólo en mi primer semestre.

—Lo sé. Y supongo que ni siquiera habrá presentado aún una solicitud de permiso.

Foster esbozó una media sonrisa. En tres meses de universidad, no había logrado dar forma adecuada a sus primeras solicitudes de un permiso de investigación como para ser estimado como un escritor científico profesional, sin mencionar a la Comisión Investigadora.

Por fortuna, el decano de su facultad lo había aceptado bastante bien. «Tómese tiempo, Foster —le había aconsejado—, y organice sus pensamientos. Asegúrese de conocer su camino y adonde conduce y, una vez que reciba su permiso, le será formalmente reconocida su especialización. A partir de entonces, para bien o para mal, le pertenecerá durante el resto de su carrera.» El consejo era bastante trivial, pero la trivialidad tiene a menudo el mérito de la verdad, y Foster así lo reconoció.

—Por educación y por inclinación, doctor Potterley —dijo ahora—, me interesa la hiper-óptica y, secundariamente, la gravimetría. Así fue como me describí a mí mismo al solicitar este puesto. Aunque no sea aún mi especialización oficial, algún día lo será. No puede ser de otro modo. En cuanto a la neutrínica, jamás estudié esa materia.

—¿Y por qué no? —preguntó al punto Potterley.

Foster le miró fijamente. Aquella especie de ruda curiosidad sobre el estado profesional del prójimo le resultaba siempre irritante. Y en el límite mismo de la cortesía, con una pizca de aspereza, respondió:

—No había ningún curso sobre neutrinos en mi universidad.

—¡Santo Dios! ¿Y a qué universidad pertenecía usted?

—Al Instituto de Ingenieros —contestó con calma Foster.

—¿Y no había ningún curso sobre neutrinos?

—Pues no. —Foster sintió que se sonrojaba y se aprestó a la defensa—. Es una materia sumamente especializada, sin gran calor. Quizá lo tenga la cronoscopía, pero constituye su única aplicación práctica. Un callejón sin salida.

El historiador le miró con grave fijeza.

—Dígame. ¿Sabe dónde puedo encontrar a alguien experto en neutrínica?

—No, no lo sé —respondió secamente Foster.

—Bien, ¿conoce entonces alguna escuela que enseñe esa especialidad?

—Tampoco.

Potterley sonrió de modo forzado y carente de humor. Foster sintió el insulto escondido en aquella sonrisa y se molestó lo bastante como para decir:

—Deseo advertirle, que usted se está excediendo en sus palabras.

—¿Cómo?

—Digo que, como historiador, su interés por cualquier clase de ciencias físicas, su interés profesional, es…

Hizo una pausa, incapaz de decidirse a pronunciar el término.

—¿Contrario a la ética?

—En efecto.

—Mis investigaciones me han conducido a ello —manifestó Potterley en un sordo e intenso murmullo.

—En tal caso, debería dirigirse a la Comisión Investigadora. Si ellos permiten…

—Ya he acudido a ellos y no he recibido satisfacción alguna.

—Entonces resulta obvio que debe abandonar su propósito.

Foster sabía que sus palabras sonaban pomposamente virtuosas, pero no iba a permitir que aquel hombre le indujera a una manifestación de anarquía intelectual. Estaba demasiado al comienzo de su carrera como para correr riesgos estúpidos.

Pensó que la observación parecía haber producido su efecto en Potterley, puesto que sin preámbulo alguno, éste explotó en una rápida y fogosa tormenta verbal de irresponsabilidad.

Dijo que los eruditos sólo podrían ser libres en el caso que se les permitiera seguir libremente los libres vaivenes de su curiosidad. La investigación, constreñida en un molde prefijado por los mismos poderes que custodiaban la llave, se convertía en una esclava, condenada al estancamiento. Nadie tenía derecho a dictar los intereses intelectuales de otro.

Foster escuchó toda la perorata con marcado escepticismo. Nada de aquello le sonaba extraño. La había oído proferida con el mismo entusiasmo por compañeros de colegio a fin de escandalizar a sus profesores y, en una o dos ocasiones, él mismo se había divertido pronunciándola. Cualquiera que abordara la historia de la ciencia sabía que muchos hombres pensaron de ese modo en su día.

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