Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Sin embargo, a Foster le parecía extraño —y casi contra natura— que un hombre de ciencia moderno se permitiese tales insensateces. Nadie abogaría porque se dirigiese una fábrica permitiendo a cada obrero hacer lo que se le ocurriese en cada momento, ni por que se gobernase un barco con arreglo a las nociones casuales y en pugna de cada tripulante. Había que dar por descontada, en cada caso, la existencia de una gestión supervisora central. ¿Y por qué una factoría o un barco deberían beneficiarse de una dirección y un orden, y no ocurrir lo mismo con la investigación científica?
Se podría argüir que el cerebro humano se diferencia en gran medida —desde el punto de vista cualitativo— de un barco o una factoría, pero la historia del esfuerzo intelectual demuestra lo contrario.
Cuando la ciencia se hallaba aún en pañales, y la maraña de todo o de casi todo lo conocido permanecía al alcance de una mente individual, tal vez no hubiera necesidad de una dirección. Caminar a ciegas por las regiones no definidas de la ignorancia conducía a veces a maravillosos hallazgos, por simple casualidad.
Pero al extenderse al campo de los conocimientos, se hizo preciso absorber cada vez más datos, antes que se pudieran organizar viajes que mereciesen la pena al dominio de lo ignorado. El hombre tuvo que especializarse. El investigador necesitaba los recursos de una biblioteca que le sería imposible recopilar por sí mismo, e instrumentos que tampoco podía procurarse por sus propios medios. Y así, cada vez con mayor frecuencia, el investigador individual cedió el paso al equipo de investigación y a la institución investigadora.
Los fondos necesarios a la investigación se hicieron asimismo mayores, a medida que los instrumentos indispensables para tal fin se multiplicaban. ¿Qué instituto era ya tan pequeño como para no requerir un micro-reactor nuclear o, cuando menos, una computadora trifásica?
En siglos pasados, las fortunas particulares no alcanzaban a subvencionar la investigación. Hacia 1940, únicamente el gobierno, las grandes industrias y las universidades importantes o los centros de investigación se hallaban capacitados para pagar las investigaciones básicas.
En 1960, hasta las mayores universidades dependían por entero de las asignaciones gubernamentales, mientras que los institutos de investigación subsistían gracias a las exenciones de impuestos y las suscripciones públicas. Ya en el año 2000, los monopolios industriales se habían convertido en dependencias del gobierno mundial. En consecuencia, la financiación de la investigación, y por lo tanto su dirección, se centralizaron del modo más natural en un departamento de estado.
Todo funcionaba perfectamente. Cada rama de la ciencia se adaptaba a las necesidades del público, y las varias especialidades científicas se coordinaban de manera razonable. El adelanto material del último medio siglo era argumento de bastante peso para demostrar que la ciencia no caía en el estancamiento.
Foster intentó decir algo de todo esto, pero fue atajado por un impaciente ademán de Potterley, que le atacó:
—Está repitiendo como un loro la propaganda gubernamental. Tiene ante usted un ejemplo de los errores que comete la opinión oficial. ¿Es que no puede creerlo?
—Francamente, no.
—¿Ah, no? Ha dicho usted que la inspección del tiempo es un callejón sin salida, que la neutrínica no tiene importancia alguna. Eso es lo que ha dicho, ¿no? Lo ha manifestado categóricamente. Y sin embargo, nunca la ha estudiado. Confiesa una completa ignorancia en la materia. Ni siquiera la enseñaban en su escuela…
—¿No constituye ese simple hecho una prueba suficiente?
—¡Ah, ya veo! No se enseñaba porque carecía de importancia. Y carecía de importancia porque no se enseñaba… ¿Se siente usted satisfecho de semejante razonamiento?
—Así lo afirman los libros —aventuró Foster, en creciente confusión.
—Y eso es todo, ¿eh? Los libros dicen que la neutrínica carece de importancia. Sus profesores se lo dijeron a usted porque lo habían leído en ellos. Y los libros lo dicen porque otros profesores lo escribieron. ¿Y quién lo dice por experiencia y conocimiento personal? ¿Quién se molesta en investigarlo? ¿Sabe usted de alguien?
—No creo que por ese camino lleguemos a ninguna parte, doctor Potterley. Tengo trabajo y…
—Un minuto. Sólo quiero probar una cosa. Ver cómo le suena a usted. Yo digo que el gobierno se dedica a eliminar sistemáticamente la investigación neutrínica y cronoscópica básicas. Está suprimiendo la aplicación de la cronoscopía.
—¡Hombre, no!
—¿Y por qué no? Son muy capaces. Toda investigación depende de una dirección centralizada. Si rechazan la concesión de subvenciones para la investigación en cualquier rama de la ciencia, dicha rama muere. Y ellos han matado la neutrínica. Podían hacerlo y lo han hecho.
—¿Pero por qué?
—No sé por qué. Me gustaría averiguarlo. Lo hubiera hecho, de saber lo bastante. Acudí a usted porque se trataba de un profesor joven, con una instrucción de nuevo cuño. ¿Tiene usted ya endurecidas sus arterias intelectuales? ¿No queda curiosidad alguna en su interior? ¿No desea saber? ¿No desea respuestas?
El historiador escudriñaba intensamente el rostro de Foster. Su nariz estaba a pocos milímetros de distancia, y Foster se sentía tan confuso que no pensó en apartarse.
Estaría en todo su derecho si le conminase a marcharse. Incluso en caso necesario podría arrojarle de allí.
No fue el respeto a la edad y a la posición lo que le detuvo. No estaba seguro tampoco que los argumentos de Potterley le hubiesen convencido. Más bien se trataba de un pequeño orgullo de colegial.
¿Por qué su universidad no daba ningún curso sobre neutrinos? Ahora que pensaba en ello, dudaba que en su biblioteca hubiese siquiera un simple libro sobre tal materia. No recordaba haberlo visto nunca.
Se puso a pensar en esta cuestión.
Y eso fue su perdición.
Caroline Potterley había sido antaño una mujer atractiva. Y había ocasiones, tales como cenas o funciones universitarias, en que mediante un considerable esfuerzo conseguía ostentar aún restos de su antigua belleza.
En las situaciones ordinarias se abandonaba. Era la expresión que ella misma se aplicaba en los momentos de auto-aborrecimiento. Con los años, se había metido en carnes, pero su flaccidez no se debía enteramente a la grasa. Era como si los músculos hubiesen cedido y claudicado, hasta el punto que arrastraba los pies al andar, tenía bolsas bajo los ojos y las mejillas le colgaban. Hasta su pelo grisáceo parecía más bien desmayado que simplemente lacio. Y su cabello liso y caído, tan sólo el resultado de un supino abandono a la fuerza de la gravedad.
Caroline Potterley se contempló en el espejo y admitió hallarse en uno de sus malos días. Sabía el motivo también.
Se trataba del sueño de Laurel. Aquel sueño extraño, con Laurel ya mayor. Desde que lo tuvo, se había sentido desgraciada.
Sin embargo, lamentaba habérselo contado a Arnold. No debiera haberle dicho nada. Él nunca se lo reprochaba, pero no era bueno para él. Durante los días que siguieron, se mostró particularmente retraído.
Quizá se debiera a que estaba preparándose para aquella importante conferencia con el alto funcionario gubernamental (pese a afirmar que no esperaba éxito alguno), mas también podía ser a causa del sueño de ella.
Era mucho mejor en los viejos tiempos, cuando él la atacaba acremente.
—¡Vamos, Caroline, deja ya en paz el pasado! ¡Hablar de ello no la volverá a la vida, ni tampoco los sueños…!
Había sido tremendo para ambos. Horrible. Ella había estado a la sazón ausente de casa, y a partir de ese instante nunca la abandonó el sentimiento de culpabilidad. De haberse quedado en casa, de no haber salido inútilmente de compras, habrían estado los dos disponibles, y quizá uno de ellos habría logrado salvar a Laurel.
El pobre Arnold no lo había conseguido. Dios sabía que lo intentó, hasta el punto de casi perecer en la empresa. Había salido de la casa en llamas tambaleándose, chamuscado y casi ciego, con Laurel muerta en sus brazos.
Una pesadilla que jamás se desvanecía por entero.
En cuanto a Arnold, se fue recubriendo poco a poco de una concha, cultivando una suave mansedumbre que nada podía afectar ni quebrantar. Se tornó puritano, y hasta abandonó sus vicios pequeños, sus cigarrillos, su tendencia a una ocasional exclamación irreverente o con ribetes de impía. Obtuvo su beca para la preparación de una nueva historia de Cartago, y lo subordinó todo a su trabajo.
Ella intentó ayudarle. Se lanzó a la búsqueda de referencias, mecanografió sus notas y las microfilmó.
Luego, todo cesó súbitamente.
Cierta noche, salió disparada del despacho hacia el cuarto de baño, acometida de náuseas. Su marido la siguió, confuso y preocupado.
—¿Qué sucede, Caroline? —preguntó, al tiempo que le tendía una copa de coñac para reanimarla.
—¿Es verdad eso? ¿Por qué lo hacían?
—¿Lo hacían quiénes?
—Los cartagineses…
Él se quedó mirándola, y ella se lo explicó con rodeos, incapaz de expresarse de manera directa.
Al parecer, los cartagineses adoraban a Moloch, representado por un ídolo de bronce, hueco, con un horno en el vientre. En épocas de crisis nacional, se reunían los sacerdotes y el pueblo y, tras las debidas ceremonias e invocaciones, arrojaban a las llamas a criaturas vivas, a las cuales se atiborraba de golosinas y delicados manjares hasta el final, a fin que la eficacia del sacrificio no se desbaratara por desagradables gritos y lamentos de pánico. Tras el instante crucial, batían timbales y tambores, a fin de ahogar todo chillido de los niños. Y los padres se hallaban presentes, sin duda muy contentos y satisfechos, pues el sacrificio era agradable a los dioses…
El entrecejo de Arnold Potterley se frunció sombríamente. Ruines mentiras de enemigos de los cartagineses, manifestó. Debiera haberla prevenido sobre el particular… Después de todo, tales embustes propagandísticos no eran infrecuentes. Según los griegos, los antiguos hebreos adoraban a una cabeza de asno en un sancta sanctórum. Y según los romanos, los cristianos primitivos odiaban a la Humanidad y sacrificaban a criaturas paganas en las catacumbas.
—¿De modo que no lo hacían? —preguntó Caroline.
—Estoy seguro que no. Quizá los primitivos fenicios… El sacrificio humano se da con frecuencia en las culturas primitivas. Pero Cartago no era una cultura primitiva en sus días de grandeza. Por regla general, el sacrificio humano se sustituye por actos simbólicos, como la circuncisión. Tanto griegos como romanos tal vez tomaron erróneamente algún símbolo cartaginés por el rito completo original, sea por ignorancia o por pura malicia.
—¿Estás seguro?
—No puedo estarlo aún, Caroline. Sin embargo, una vez que obtenga pruebas suficientes, las presentaré para conseguir un permiso de utilización de la cronoscopía, con lo cual se zanjará la cuestión de una vez por todas.
—¿La cronoscopía?
—Sí, el viaje visual por el tiempo. Enfocaríamos la antigua Cartago en alguna época de crisis, por ejemplo el desembarco de Escipión el Africano en el año 202 antes de Cristo, y veríamos con nuestros propios ojos el acontecimiento. Tú también lo verás, te lo prometo.
Tras estas palabras, le dio una palmadita acompañada de una alentadora sonrisa. Ella siguió soñando cada noche durante dos semanas con Laurel, y no volvió a ayudar a Arnold en su proyecto sobre Cartago. Ni tampoco él solicitó su cooperación.
Ahora, Caroline hacía acopio de fuerzas antes que llegase su marido, quien la había llamado a su regreso a la ciudad para comunicarle que se había entrevistado con el funcionario gubernamental y que todo había resultado según lo previsto. Lo cual significaba fracaso. Y sin embargo, no se había traslucido en su voz la menor muestra de depresión. Sus facciones aparecían bien serenas en la pantalla del televisor. Tenía otra gestión que hacer, dijo, antes de volver a casa.
De lo que se deducía que volvería tarde, pero eso no le importaba. Ninguno de los dos se preocupaba de manera particular por las horas de las comidas, ni por cuándo se sacaban los alimentos de la nevera o se hacía funcionar la calefacción o la refrigeración.
Ahora bien, cuando llegó se sintió sorprendida. No había en su esposo nada que de manera obvia sugiriese algo desagradable. La besó como siempre, sonrió, se quitó el sombrero y preguntó si todo había marchado bien durante su ausencia. Todo absolutamente normal… O casi.
Había aprendido a detectar pequeñas cosas, minucias, y le pareció que los pasos de su marido eran un tanto presurosos. Lo bastante para que sus habituadas pupilas descubrieran que se encontraba en estado de tensión.
—¿Ha sucedido algo? —le interrogó.
—Pasado mañana tendremos un invitado a cenar, Caroline. ¿No te importa?
—Pues no. ¿Alguien a quien conozco?
—No. Un joven profesor auxiliar. Uno nuevo. He hablado con él…
Súbitamente, giró como un torbellino hacia ella y la asió por los codos. Los sujetó un instante y luego los soltó, como desconcertado por haber demostrado su emoción.
—Casi no le saqué nada en limpio —dijo—. Imagínatelo. Es verdaderamente terrible, terrible, la manera en que todos nos hallamos uncidos al yugo, el cariño que le tenemos al arnés.
La señora Potterley no estaba muy segura de haber comprendido, pero durante el último año había observado que su marido se tornaba más rebelde y cada vez más osado en sus críticas contra el gobierno.
—No le habrás hablado a tontas y a locas… —se alarmó.
—¿Qué quieres decir con eso? Va a efectuar una investigación relacionada con la neutrínica para mí.
«Neutrínica» no significaba para la señora Potterley más que un tetrasílabo sin el menor sentido, pero sabía que no tenía nada que ver con la historia. Dijo débilmente:
—Arnold, no me gusta que hagas eso. Perderás tu puesto. Es…
—Es anarquía intelectual, querida —la atajó él—. Esa es la frase que deseabas, ¿no? Pues bien, sí, soy un anarquista. Si el gobierno no me permite proseguir mis investigaciones, las continuaré por mi cuenta y, una vez que haya mostrado el camino, otros lo seguirán… Y si no lo hacen, no importa. Es Cartago lo que cuenta, y el conocimiento humano, no tú y yo.
—Pero no conoces a ese joven. ¿Y si fuese un agente del comisario de Investigaciones?
—No lo parece. Asumiré el riesgo. —Cerró el puño derecho y lo frotó suavemente contra la palma de la mano izquierda—. Está a mi lado ahora. Lo juraría. No puede remediarlo. Reconozco la curiosidad intelectual cuando la veo en los ojos, el rostro y la actitud de un hombre. Una dolencia fatal para un científico domado. Aún hoy lleva su tiempo extirparla, y los jóvenes son vulnerables… ¿Y por qué detenernos ante nada? ¿Por qué no construir nuestro propio cronoscopio y decirle al gobierno que se vaya a…?