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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (6 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Ya lo ha intentado. Sí que lo ha intentado. Pero se muestra demasiado impaciente conmigo. La mayor parte de las veces la llama cronoscopía. ¿Cree que realmente se ven cosas del pasado, como en las imágenes tridimensionales? ¿O bien sólo traza pequeños contornos de puntos, como la computadora que usted emplea?

Foster miró con disgusto su computadora. Funcionaba bastante bien, pero cada operación debía ser controlada manualmente, obteniéndose las respuestas en clave. Si pudiera utilizar la de la universidad…

Bueno, para qué soñar. Ya se sentía bastante conspicuo llevando una computadora de mano bajo el brazo cada atardecer, cuando abandonaba su despacho.

—No he visto nunca por mí mismo un cronoscopio —dijo—, pero tengo la impresión que con él se ven realmente las imágenes y se oyen los sonidos.

—¿Se oye también hablar a la gente?

—Así lo creo. —Y luego añadió, casi desesperado—: Mire, señora Potterley, esto debe resultarle espantosamente aburrido. Comprendo que no desee desatender a un invitado, pero, de verdad, señora Potterley, no debiera sentirse obligada a…

—No me siento obligada —le atajó ella—. Me limito a estar sentada, esperando.

—¿Esperando? ¿Esperando qué?

Ella respondió en tono sosegado:

—Se lo oí a usted aquella primera tarde. Cuando habló por vez primera con Arnold. Estuve escuchando detrás de la puerta.

—¿Ah, sí?

—Sí… Ya sé que no es correcto, pero me encontraba tan preocupada por Arnold. Tenía la intuición que él iba a hacer algo que no debía, y quería saber qué. Y cuando le oí…

Se detuvo, inclinándose hacia el vitrón y hurgando en él.

—¿Oír qué?

—Que se negaba usted a construir un cronoscopio…

—Desde luego que me negué.

—Pensé que quizá cambiase de parecer.

Foster le lanzó una mirada penetrante.

—¿Quiere decir que baja usted aquí con la esperanza que yo construya un cronoscopio?

—Espero que lo haga, doctor Foster. ¡Oh, sí! Estoy convencida que lo hará.

Fue como si de pronto se hubiese desprendido un denso velo de su rostro, dejando aparecer claras y distintas sus facciones, infundiendo color a sus mejillas, vida a sus ojos, y las vibraciones de cierta inminente excitación a su voz.

—¿No sería maravilloso disponer de uno? —cuchicheó—. ¡Los seres del pasado revivirían! Faraones y reyes y…, la gente corriente. Espero que construya uno, doctor Foster. Realmente… lo espero.

Pareció como si la impresionara la intensidad de sus propias palabras, y dejó que las hojas de vitrón se deslizaran de su regazo. Se levantó y corrió hacia la escalera, asombrada y angustiada, de su desmañada escapatoria. Foster la siguió con la mirada, en muda contemplación.

El incidente afectó en gran medida las noches de Foster y le dejó insomne y penosamente entumecido para pensar. Casi como una indigestión mental.

Por fin, sus solicitudes de subvención llegaron renqueantes hasta Ralph Nimmo. Apenas albergaba esperanzas. Pensaba entorpecido: «No las aprobarán».

Si no las aprobaban, causaría desde luego un escándalo en la facultad y, probablemente, aquello supondría la no renovación de su puesto en la universidad, al final del curso académico.

Sin embargo, casi no le preocupaba la cuestión. Era el neutrino, sólo el neutrino y exclusivamente el neutrino lo que llenaba su mente. Su rastro, su pista, su curva gráfica describía un brusco viraje, conduciéndole solitario por sendas no cartografiadas, que ni siquiera Sterbinski y LaMarr habían seguido.

Llamó a Nimmo.

—Tío Ralph —le dijo—. Necesito algunas cosas. Te llamo desde fuera de la universidad.

El rostro de Nimmo en la pantalla de vídeo aparecía jovial, pero su voz sonó cortante al responder:

—Lo que necesitas es un curso de redacción. Me está costando una barbaridad de tiempo poner tu solicitud en lenguaje inteligible. Si es por eso por lo que me llamas…

—No, no te llamo por eso. Necesito…

Carraspeó unas líneas sobre un trozo de papel y lo sostuvo ante el receptor. Nimmo hipó.

—¡Oye! ¿Cuántos trucos me crees capaz de emplear?

—Puedes conseguírmelo, tío. Sé que puedes…

Nimmo releyó la lista con aire grave, moviendo silenciosamente sus gordezuelos labios.

—¿Y qué sucederá cuando acoples todas esas cosas? —preguntó luego.

Foster meneó la cabeza.

—Te reservaré todos los derechos de las publicaciones de divulgación, sea lo que sea, como siempre. Pero por favor no me hagas preguntas ahora.

—Bien, sabes que no puedo hacer milagros.

—Haz éste. Debes hacerlo. Eres un escritor científico, no un investigador. No debes tomar en cuenta nada. Tienes amistades y relaciones. Harán la vista gorda, para que te dediques el tiempo necesario a su próxima publicación, ¿no es así?

—Sobrino, tu fe es conmovedora. Lo intentaré…

Y Nimmo lo logró. Material y equipo fueron trasladados a última hora de la tarde, en un coche particular de turismo. Nimmo y Foster lo descargaron con el esfuerzo y los gruñidos de hombres no acostumbrados a la labor manual.

Potterley, de pie en la entrada del sótano, preguntó quedamente una vez que se hubo marchado Nimmo:

—¿Para qué es todo esto?

Foster se apartó el cabello que le caía sobre la frente y se aplicó un suave masaje a una de sus muñecas, que se había dislocado.

—Voy a proceder a unos sencillos experimentos.

—¿Ah, sí?

Los ojos del historiador destellaban de excitación. Foster se sentía explotado, como si una tenaz voluntad le arrastrara por un camino peligroso, como si viese claramente la fatalidad que le esperaba al final de ese camino y, sin embargo, avanzase decidido y ávido por él. Y lo peor de todo, aquella voluntad tenaz era la suya propia.

Era Potterley quien lo había empezado todo, Potterley, que ahora estaba allí, recreándose en su contemplación. Pero la fuerza que le apremiaba era sólo suya. Y así, dijo agriamente:

—A partir de ahora, deseo aislamiento, Potterley. No puedo tenerles a usted y a su mujer correteando de aquí para allá, molestándome.

Al mismo tiempo, pensaba: «Si mis palabras le ofenden, que me eche. Así se acabará todo esto». No obstante, en lo más profundo de su corazón, no creía que el ser excluido le detuviese. No sucedió nada.

Potterley no mostró el menor síntoma de sentirse ofendido. Su tierna mirada no varió.

—Desde luego, doctor Foster, desde luego —asintió—. Todo el aislamiento que usted desee…

Foster se le quedó mirando mientras se retiraba. Ya estaba solo para caminar por la senda, perversamente satisfecho y a la par odiándose por su contento.

Decidió dormir sobre un catre en el sótano de Potterley y pasar en aquel sitio sus fines de semana.

Durante ese período, le llegó la noticia que le habían sido otorgadas las subvenciones (gracias a la intervención de Nimmo). La secretaría envió a alguien para comunicárselo, felicitándole al mismo tiempo.

Foster miró con ausente fijeza hacia la remota lejanía y murmuró: «¡Señor, qué contento estoy!», con tan poca convicción que el enviado frunció el entrecejo y se despidió sin más palabras.

Foster no volvió a pensar en la cuestión. Era un extremo de menor cuantía, que no merecía ni fijarse en él. Planeaba algo de real importancia para aquella misma tarde, una prueba climática.

Transcurrió una tarde, y otra, y otra más, y por último, macilento y casi fuera de sus cabales por la excitación, llamó a Potterley. Éste bajó las escaleras y paseó la mirada por los artilugios de fabricación casera, diciendo luego con su suave voz:

—Las facturas de la electricidad han sido muy elevadas. No lo digo por el gasto, sino porque temo que el municipio formule algunas preguntas… ¿Se puede hacer algo para remediarlo?

Era un atardecer caluroso, pero Potterley llevaba cuello duro y traje completo. Foster, que se había quedado en camiseta, alzó unos ojos legañosos y dijo con voz entrecortada:

—No será por mucho tiempo, doctor Potterley. Le he llamado para decirle algo… Se puede construir un cronoscopio. Uno pequeño, desde luego, pero se puede construir…

Potterley se asió a la barandilla de la escalera, y su cuerpo se combó. Hasta que logró decir en un cuchicheo:

—¿Se puede construir aquí?

—Aquí mismo, en el sótano —respondió cansinamente Foster.

—¡Santo Dios! Usted dijo…

—Ya sé lo que dije —exclamó impaciente Foster—. Dije que era imposible. No sabía nada entonces. Ni siquiera Sterbinski sabía nada…

Potterley meneó la cabeza.

—¿Está seguro? ¿No se equivoca, doctor Foster? ¿No se engaña? No podría soportar que…

—No, no estoy equivocado. ¡Maldita sea! Si a mí me bastó con la simple teoría, hace ya tiempo que podríamos haber dispuesto de un visor del tiempo…, hace más de cien años, cuando se postuló por vez primera el neutrino. El engorro fue que los investigadores originales lo consideraron simplemente como una misteriosa partícula, sin masa o carga, imposible de detectar. Algo que sólo servía para equilibrar la contabilidad y preservar la ley de la conservación de la energía.

No estaba seguro que Potterley supiera de qué estaba hablando. No le importaba. Necesitaba un desahogo. Sólo lo conseguiría a partir de algo exterior a sus coagulados pensamientos… Y precisaba asimismo un telón de fondo para lo que iba a decir a Potterley. Así que prosiguió:

—Fue Sterbinski el primero en descubrir que el neutrino atraviesa la barrera transversal del espacio-tiempo, que viaja a través del tiempo con tanta facilidad como a través del espacio. Y fue asimismo Sterbinski el primero en bosquejar un método para detener los neutrinos. Inventó un registrador neutrínico y aprendió cómo interpretar el patrón del chorro neutrínico. Naturalmente, la corriente resultó afectada y desviada por toda las materias con que había tropezado a su paso a través del tiempo. Descubrió que las desviaciones podían ser analizadas y convertidas en imágenes de la materia que había producido la desviación. La visión del tiempo se hacía así posible. Hasta las vibraciones de aire pueden ser detectadas y convertidas en sonido.

Potterley había dejado de escuchar definitivamente.

—Sí, sí. ¿Pero cuándo construirá usted el cronoscopio?

Foster le detuvo, perentorio:

—Déjeme terminar. Todo depende del método empleado para detectar y analizar el chorro neutrínico. El método de Sterbinski era arduo y vago. Requería montañas de energía. Pero yo he estudiado la seudo gravedad, doctor Potterley, la ciencia de los campos gravitatorios artificiales. Me he especializado en el comportamiento de la luz en tales campos. Se trata de una ciencia nueva. Sterbinski no conocía nada de ella. De haberlo conocido, habría descubierto, cosa que está al alcance de cualquiera, un método mejor y más eficaz de detección de los neutrinos mediante el empleo de un campo seudo gravitatorio. Y si hubiese conocido más a fondo la neutrínica, lo hubiese visto al instante.

El rostro de Potterley se aclaró un tanto.

—Ya lo sabía yo —dijo—. Aun obstaculizando la investigación neutrínica, no hay medio por el que el gobierno se asegure que los descubrimientos en otros sectores de la ciencia no se reflejen sobre ella. Eso da la medida del valor de la dirección centralizada de la ciencia. Se me ocurrió la idea hace mucho tiempo, doctor Foster, antes aun que viniera usted a trabajar aquí.

—Por lo cual le felicito. Pero hay algo…

—No piense en eso. Respóndame. ¿Cuándo construirá el cronoscopio?

—Estoy intentando decirle algo, doctor Potterley. Un cronoscopio no le servirá de nada.

«Ya está dicho», pensó.

Muy despacio, Potterley descendió por la escalera y se plantó ante él.

—¿Qué significa eso? ¿Cómo que no me servirá de nada?

—Pues…, que no verá usted Cartago. Eso era lo que tenía que decirle. Jamás podrá ver Cartago con él.

Potterley denegó con la cabeza.

—No, no —dijo—. Se equivoca. De tener el cronoscopio, una vez debidamente enfocado…

—No, doctor Potterley. No se trata de enfoque. Hay factores marginales que afectan al chorro neutrínico, como afectan a las partículas subatómicas. Lo que denominamos el principio de indeterminación. Una vez registrado e interpretado el chorro, aparece el factor marginal fortuito como una vellosidad, un «ruido», como dicen los chicos de comunicaciones. Y cuanto más se penetra en el tiempo, tanto mayor es esa vellosidad, ese ruido. Al cabo de un rato, éste oculta la imagen. ¿Lo comprende?

—Dando más potencia… —insinuó Potterley con voz desmayada.

—No serviría de nada. Cuando la interferencia empaña el detalle, al amplificar éste se amplifica aquélla también. No se ve nada en una película quemada por el sol por mucho que se amplíe, ¿no es así? Métaselo en la cabeza. La naturaleza física del Universo impone sus límites. Los movimientos térmicos ocasionales de las moléculas del aire imponen los suyos a la intensidad con que un sonido puede ser detectado por un instrumento cualquiera. La longitud de una onda luminosa o de una onda eléctrica impone sus límites al tamaño de los objetos captados por cualquier aparato. Lo mismo sucede con la cronoscopía. Hay un límite a la visión en el tiempo.

—¿Qué límite? ¿Hasta dónde se alcanza?

Foster inspiró con fuerza.

—Lo máximo es un siglo y cuarto.

—Pero el boletín mensual que publica la Comisión abarca casi toda la historia antigua… —El historiador rió a sacudidas—. Debe estar equivocado. El gobierno posee datos de hasta tres mil años antes de Cristo.

—¿Y cuándo se decidió a creerlo? —preguntó Foster con desdén—. Comenzó usted este asunto demostrándome que el gobierno mentía, que jamás historiador alguno empleó el cronoscopio. ¿No ve ahora el porqué? A ningún historiador le sirve de nada, excepto al que se interesa por la historia contemporánea. No hay ningún cronoscopio que permita una visión del tiempo más allá del año 1920.

—Tiene que estar equivocado. Usted no lo sabe todo —se obstinó Potterley.

—Como quiera, pero la verdad no se plegará a su conveniencia. Afróntela. Lo que está haciendo el gobierno es perpetuar un engaño.

—¿Por qué?

—Se me escapan las razones.

La nariz chata de Potterley se contrajo, y sus ojos se abrieron hasta casi saltar de las órbitas.

—Pura teoría, doctor Foster —dijo—. Construya un cronoscopio. Constrúyalo y pruebe.

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