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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (36 page)

BOOK: Cuentos completos
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Aquello continuaría así durante semanas, con porcentajes calculados por cabeza, y mientras todas y cada una de las ciudades se las ingeniaban para colocarse en una posición de honor. Su propia ciudad había quedado una vez tercera en unos Juegos Olímpicos para cubrir Técnicos en Telegrafía; fue la tercera en todo el estado. Todavía podía verse la placa conmemorativa en el ayuntamiento.

George hundió la cabeza entre los hombros, metió las manos en los bolsillos y trató de mostrar un aire despreocupado, pero no por eso se sintió más seguro. Habían llegado ya al vestíbulo, y ninguna mano autoritaria se había posado todavía en su hombro. Pasó al estadio propiamente dicho y se colocó casi en primera fila.

Se llevó una desagradable sorpresa al ver que el hombre de cabellos grises se había puesto a su lado. Apartó rápidamente la mirada y trató de pensar de manera coherente. No había que exagerar; después de todo, aquel hombre venía detrás en la cola, y era natural que ambos estuviesen juntos.

Tras dirigirle una breve sonrisa, aquel individuo dejó de hacerle caso por completo. Además, los Juegos estaban a punto de empezar. George se levantó para ver si podía localizar a Trevelyan, y se olvidó de cualquier otra cosa que no fuese eso.

El estadio era de proporciones modestas y su forma era la clásica, o sea la de un óvalo alargado, con los espectadores en dos tendidos situados en torno al borde exterior, y los participantes en la depresión rectilínea que corría a lo largo del centro. Las máquinas estaban preparadas, y los tableros que indicarían el tanteo, y que se hallaban situados sobre cada banco, estaban oscurecidos, con excepción del nombre y número de cada participante. En cuanto a éstos, ya se hallaban en el estadio, leyendo, charlando; uno se estaba limpiando las uñas con suma atención. (Desde luego, se consideraba improcedente que los participantes prestasen atención al problema que tendrían que resolver antes que sonase la señal de empezar.)

George consultó el programa que encontró en una ranura efectuada a tal efecto en el brazo de su asiento, y buscó el nombre de Trevelyan. Éste tenía el número doce, y con gran contrariedad, George constató que dicho número correspondía al otro extremo del estadio. Podía ver la figura del Concursante Doce, de pie con las manos en los bolsillos, vuelto de espaldas a su máquina y mirando al auditorio como si contase el número de los asistentes, pero desde allí George no podía verle la cara.

Sin embargo, sabía que era Trev.

George se dejó caer en su asiento preguntándose si su amigo saldría triunfador. Comprendía que, en buena ley, debía desear el triunfo de Trev; sin embargo, había algo en su interior que le obligaba a rebelarse y a sentir un profundo resentimiento. Allí estaba él, George, sin profesión, de simple espectador. Y allá abajo estaba Trevelyan, Metalúrgico Diplomado, participando en la competición.

George se preguntó si Trevelyan se habría presentado a la competición durante su primer año. A veces había algunos que lo hacían, si se hallaban lo bastante seguros de sí mismos…, o tenían prisa. Resultaba un poco arriesgado. Por eficaz que resultase el método educativo, un año de espera en la Tierra («para engrasar las articulaciones todavía rígidas», como decía el proverbio) constituía una mayor garantía de éxito.

Si Trevelyan se presentaba por segunda vez, quizás eso indicaba que no le iba tan bien como él había supuesto. George sintió vergüenza de la complacencia que le produjo esta idea.

Miró a su alrededor. Los graderíos estaban casi totalmente ocupados. Aquellos Juegos Olímpicos iban a ser un éxito de público, lo cual impondría mayor tensión en los participantes…, o mayor estímulo, según los individuos.

¿Por qué les llamaban Olímpicos a aquellos juegos?, se dijo de pronto. Nunca lo había sabido. ¿Por qué llamaban «pan» al pan, y al vino, «vino»?

Una vez se lo preguntó a su padre:

—¿Por qué les llaman Juegos Olímpicos, papá?

Y su padre contestó:

—Esa palabra significa «competición, lucha».

George dijo entonces:

—Así, cuando Rollizo y yo nos peleamos, ¿celebramos unos Juegos Olímpicos, papá?

Platen padre replicó:

—No, hijo mío. Los Juegos Olímpicos son una competición especial… Vamos, no hagas preguntas estúpidas. Ya sabrás todo lo que tengas que saber cuando estés educado.

George, de nuevo en el presente, suspiró y se acurrucó en su asiento.

¡Todo lo que tenía que saber!

Era curioso que en aquel momento lo recordase todo tan claramente. «Cuando estés educado.» Nadie decía jamás «si te educas».

Él siempre había hecho preguntas estúpidas, pensó. Era como si su cerebro conociese anticipadamente, de manera instintiva, que no podría ser educado y se hubiese puesto a hacer preguntas para irse formando una cultura fragmentaria de la mejor manera posible.

Y en la Residencia le animaban para que siguiese ese camino, porque se mostraban de acuerdo con su instinto infalible. No había otro sistema.

De pronto se incorporó. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Se tragaba acaso aquella mentira? ¿Se rendía tal vez porque Trev estaba allí ante él, con su flamante diploma, y compitiendo en los Juegos Olímpicos?

¡Él no era un débil mental! ¡No!

Y el grito de rebeldía que lanzó su espíritu fue coreado por el repentino clamor del público, cuando todos los espectadores se pusieron de pronto en pie.

La tribuna situada en el centro de uno de los lados del largo óvalo estaba ocupada por un grupo de personas que vestían los colores de Novia, y esta palabra subió sobre sus cabezas en el marcador principal.

Novia era un mundo de Grado A, que poseía una gran población y una civilización muy desarrolla, tal vez la más desarrollada de la galaxia. Era el mundo al que aspiraban poco más o menos todos los terrestres; si no para ellos, para sus hijos. (George recordó el empeño que demostraba Trevelyan por ir a Novia… Y allí estaba, luchando para conseguirlo.)

Las luces se apagaron en los graderíos y en las paredes. La depresión central, ocupada por los participantes, se inundó de luz.

George buscó de nuevo a Trevelyan con la mirada, tratando de distinguir sus facciones. Pero estaba demasiado lejos.

La voz clara y modulada del locutor sonó por los altavoces:

—Distinguidos patrocinadores novianos. Señoras y caballeros. Va a empezar la competición olímpica para Metalúrgicos No-férricos. Los concursantes son…

Con voz clara y potente, leyó la lista que figuraba en el programa, dando los nombres, la ciudad de origen, los años de educación… Cada nombre despertaba una tempestad de aplausos y vítores. Los más intensos fueron para los participantes de San Francisco. Cuando el locutor pronunció el nombre de Trevelyan, George, con gran sorpresa por su parte, se puso a gritar y a aplaudir desaforadamente. Con no menor sorpresa, vio que el hombre de cabellos grises que tenía al lado aplaudía con el mismo entusiasmo.

George no pudo evitar dirigir una mirada de asombro a su vecino, y éste se inclinó hacia él para decirle (a grito pelado, a fin de hacerse entender por encima del tumulto):

—Como aquí no hay nadie de mi ciudad, aplaudo a los de la tuya. ¿Conoces a ese chico?

George se puso en guardia.

—No —mintió.

—He visto que mirabas en esa dirección. Si quieres, te presto mis prismáticos.

—No, gracias.

(¿Por qué se metía en lo que no le importaba, aquel pelmazo?)

El locutor dio a continuación otros datos acerca del número de serie de la competición, el sistema de cronometraje y tanteo, etc.

Finalmente, abordó el meollo de la cuestión, y su auditorio guardó un atento silencio.

—Cada concursante dispondrá de una barra de aleación no-férrica, cuya composición desconocerá. Se le pedirá que efectúe una prueba y un análisis con dicha barra, dando todos los resultados correctamente, con una precisión de cuatro cifras decimales en los porcentajes. Para realizar esta operación, todos los concursantes utilizarán un microespectrógrafo Beeman, modelo FX-2, ninguno de los cuales funciona en estos momentos.

El público dejó escapar un murmullo de admiración. El locutor prosiguió:

—Cada concursante tendrá que descubrir el defecto de funcionamiento de su aparato y corregirlo. Para ello dispondrá de herramientas y piezas de recambio. Si la pieza necesaria no estuviese entre las que le entregamos, tendrá que pedirla, y el tiempo de entrega de la misma se deducirá del tiempo total empleado. ¿Se hallan dispuestos todos los participantes?

El marcador situado sobre el Concursante Cinco lució una frenética señal roja. El Concursante Cinco salió corriendo de la pista para volver momentos después. Sonaron risas entre el público.

—¿Están dispuestos todos los concursantes? —repitió el locutor.

En ningún marcador aparecieron señales.

—¿Alguno desea hacer preguntas?

Silencio.

—Comienza la competición.

El público, desde luego, sólo podía saber los progresos realizados por los distintos concursantes gracias a las cifras que aparecían en el marcador. Pero, a decir verdad, eso poco importaba. Con excepción de los pocos Metalúrgicos profesionales que pudiese haber entre el público, nadie hubiera comprendido nada de la lucha entre aquellos profesionales. Al público le interesaba únicamente saber quién ganaría, quién quedaría segundo y quién ocuparía el tercer lugar. Eso era lo más importante para los que habían efectuado apuestas (algo ilegal, desde luego, pero inevitable). Lo demás no importaba.

George contemplaba el espectáculo con la misma avidez que los demás; su mirada pasaba de un concursante a otro, viendo como éste había quitado la tapa de su microespectrógrafo manejando hábilmente un pequeño instrumento; cómo aquél examinaba la parte delantera de la máquina; cómo un tercero introducía la barra de la aleación en el soporte, y cómo el de más allá ajustaba un nonio con tal delicadeza que parecía haberse convertido momentáneamente en la estatua de la inmovilidad.

Trevelyan se hallaba tan absorto en su trabajo como sus restantes compañeros. George no podía ver lo que estaba haciendo.

El tablero de aviso del Concursante Diecisiete se iluminó, y en él brilló esta frase: «Placa de enfoque mal ajustada».

El público aplaudió entusiasmado.

El Concursante Diecisiete podía haber acertado, aunque también podía haberse equivocado, desde luego. En este último caso, tendría que corregir luego su diagnóstico, con lo que perdería tiempo. O tal vez no lo corregiría, con lo que no podría terminar su análisis del metal, o terminaría la prueba con un análisis completamente equivocado, lo que sería aún peor.

Pero no importaba. De momento, el público se volcaba en aclamaciones.

Otros tableros se iluminaron. George buscó con la mirada el Tablero Doce. Por último, éste también se iluminó: «Soporte de muestra descentrado. Urge nueva palanca para bajar tenaza».

Un ayudante corrió hacia él con la pieza solicitada. Si Trevelyan se había equivocado, aquella demora no se le tendría en cuenta. George apenas se atrevía a respirar.

Empezaban a aparecer resultados en el Tablero Diecisiete, en letras brillantes: aluminio, 41,2649%; magnesio, 22,1914%; cobre, 10,1001%.

En distintos puntos, empezaron a aparecer cifras en diversos tableros.

El estadio parecía una casa de locos.

George se preguntaba cómo los concursantes podían trabajar con aquel pandemónium, pero luego pensó que tal vez fuese mejor así. Un técnico de primera categoría trabajaba mejor bajo una extrema tensión.

El Concursante Diecisiete se levantó, mientras su tablero mostraba un rectángulo rojo a su alrededor, lo cual demostraba que había terminado la prueba. El Cuatro se levantó apenas dos segundos después. A continuación fueron apareciendo otros recuadros rojos.

Trevelyan aún seguía trabajando; todavía no había comunicado los constituyentes menores de su aleación. Cuando ya casi todos los concursantes estaban de pie, Trevelyan se levantó finalmente. El último fue el Cinco, que fue objeto de un irónico aplauso.

La competición aún no había terminado. Como era de suponer, los resultados oficiales se hicieron esperar. El tiempo mínimo tenía importancia, pero no podía desdeñarse ni mucho menos la precisión en los resultados. Y no todos los diagnósticos tenían la misma dificultad; había que tener en cuenta una docena de factores.

Finalmente, sonó la voz del locutor:

—Se ha clasificado primero, con un tiempo de cuatro minutos, doce segundos y dos décimas, con diagnóstico correcto, análisis igualmente correcto, con un promedio de cero coma siete partes por cien mil, el Concursante número… Diecisiete, Henri Anton Schmidt, de…

El resto de la frase quedó ahogado por los aplausos. El número Ocho se había clasificado segundo, seguido por el número Cuatro, cuyo magnífico tiempo se vio perjudicado por un error de una quinta parte entre diez mil en la cifra del niobio. El Concursante Doce ni siquiera fue mencionado.

George se abrió camino entre la muchedumbre hasta los vestuarios de los concursantes, y los encontró abarrotados ya de público. Entre el público vio parientes que lloraban (de alegría o frustración, según los casos), periodistas que iban a entrevistar a los que se habían clasificado primeros o a los que habían defendido los colores de la ciudad, coleccionistas de autógrafos, gente que quería hacerse ver, e individuos sencillamente curiosos. También había numerosas muchachas, que sin duda se hallaban allí con la intención que el campeón se fijase en ellas, pues no había que olvidar que el vencedor iría a Novia (aunque también se conformarían, después de todo, con otro que ocupase un puesto más bajo en la clasificación y estuviese necesitado de consuelo y tuviese el dinero necesario para pagarlo).

George se alejó de allí, pues no veía a nadie conocido. Al estar San Francisco tan lejos de su población natal, había que suponer que no habría parientes para ayudar a Trev a sobrellevar el peso de la derrota.

Los concursantes iban saliendo, sonriendo débilmente y agradeciendo con inclinaciones de cabeza las aclamaciones. Las fuerzas de orden público mantenían apartada a la muchedumbre, para formar un pasillo por el que se pudiese circular. Cada uno de los primeros clasificados arrastraba consigo una porción de la multitud, como un imán que pasara entre un montón de limaduras de hierro.

Cuando salió Trevelyan, apenas quedaba nadie. (George comprendió entonces que había estado haciéndose el remolón en espera que saliese Trev.) De la boca de éste, contraída en un rictus de amargura, pendía un cigarrillo. Con los ojos bajos, empezó a alejarse.

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