Cuentos completos (171 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Trent sonrió y guardó silencio. No tenía armas ni necesidad de luchar. En menos de un par de horas la nave daría el salto al hiperespacio y jamás lo hallarían. Se llevaría un kilogramo de krilio, suficiente para construir sendas cerebrales de miles de robots, por un valor de diez millones de créditos en cualquier mundo de la galaxia, y sin preguntas.

El viejo Brennmeyer lo había planeado todo. Lo había estado planeando durante más de treinta años. Era el trabajo de toda su vida.

—Es la huida, jovencito —le había dicho—. Por eso te necesito. Tú puedes pilotar una nave y llevarla al espacio. Yo no.

—Llevarla al espacio no servirá de nada, señor Brennmeyer. Nos capturarán en medio día.

—No nos capturarán si damos el salto. No nos capturarán si cruzamos el hiperespacio y aparecemos a varios años luz de distancia.

—Nos llevaría medio día planear el salto, y aunque lo hiciéramos a tiempo la policía alertaría a todos los sistemas estelares.

—No, Trent, no. —El viejo le cogió la mano con trémula excitación—. No a todos los sistemas estelares, sólo a los que están en las inmediaciones. La galaxia es vasta y los colonos de los últimos cincuenta mil años han perdido contacto entre sí.

Describrió la situación en un tono de voz ansioso. La galaxia era ya como la superficie del planeta original —la Tierra, lo llamaban— en los tiempos prehistóricos. El ser humano se había esparcido por todos los continentes, pero cada uno de los grupos sólo conocía la zona vecina.

—Si efectuamos el salto al azar —le explicó Brennmeyer— estaremos en cualquier parte, incluso a cincuenta mil años luz, y encontrarnos les será tan fácil como hallar un guijarro en una aglomeración de meteoritos.

Trent sacudió la cabeza.

—Pero no sabremos dónde estamos. No tendremos modo de llegar a un planeta habitado.

Brennmeyer miró receloso a su alrededor. No tenía a nadie cerca, pero bajó la voz:

—Me he pasado treinta años recopilando datos sobre todos los planetas habitables de la galaxia. He investigado todos los documentos antiguos. He viajado miles de años luz, más lejos que cualquier piloto espacial. Y el paradero de cada planeta habitable está ahora en la memoria del mejor ordenador del mundo. —Trent enarcó las cejas. El viejo prosiguió—: Diseño ordenadores y tengo los mejores. También he localizado el paradero de todas las estrellas luminosas de la. galaxia, todas las estrellas de clase espectral F, B, A y O, y los he almacenado en la memoria. Después del salto, el ordenador escudriña los cielos espectroscópicamente y compara los resultados con su mapa de la galaxia. Cuando encuentra la concordancia apropiada, y tarde o temprano ha de encontrarla, la nave queda localizada en el espacio y, luego, es guiada automáticamente, mediante un segundo salto, a las cercanías del planeta habitado más próximo.

—Parece complicado.

—No puede fallar. He trabajado en ello muchos años y no puede fallar. Me quedarán diez años para ser millonario. Pero tú eres joven. Tú serás millonario durante mucho más tiempo.

—Cuando se salta al azar, se puede terminar dentro de una estrella.

—Ni una probabilidad en cien billones, Trent. También podríamos aparecer tan lejos de cualquier estrella luminosa que el ordenador no encuentre nada que concuerde con su programa. Podríamos saltar a sólo un año luz y descubrir que la policía aún nos sigue el rastro. Las probabilidades son aún menores. Si quieres preocuparte, preocúpate por la posibilidad de morir de un ataque cardíaco en el momento del despegue. Las probabilidades son mucho más altas.

—Usted podría sufrir un ataque cardíaco. Es más viejo.

El anciano se encogió de hombros.

—Yo no cuento. El ordenador lo hará todo automáticamente.

Trent asintió con la cabeza y recordó ese detalle. Una medianoche, cuando la nave estaba preparada y Brennmeyer llegó con el krilio en un maletín —no tuvo dificultades en conseguirlo, pues era hombre de confianza—, Trent tomó el maletín con una mano al tiempo que movía la otra con rapidez y certeza.

Un cuchillo seguía siendo lo mejor, tan rápido como un despolarizador molecular, igual de mortífero y mucho más silencioso. Dejó el cuchillo clavado en el cuerpo, con sus huellas dactilares. ¿Qué importaba? No iban a aprehenderlo.

Una vez en las honduras del espacio, perseguido por las naves patrulla, sintió la tensión que siempre precedía a un salto. Ningún fisiólogo podía explicarla, pero todo piloto veterano conocía esa sensación.

Por un instante de no espacio y no tiempo se producía un desgarrón, mientras la nave y el piloto se convertían en no materia y no energía y, luego, se ensamblaban inmediatamente en otra parte de la galaxia.

Trent sonrió. Seguía con vida. No había ninguna estrella demasiado cerca y había millares a suficiente distancia. El cielo parecía un hervidero de estrellas y su configuración era tan distinta que supo que el salto lo había llevado lejos. Algunas de esas estrellas tenían que ser de clase espectral F o mejores aún. El ordenador contaría con muchas probabilidades para utilizar su memoria. No tardaría mucho.

Se reclinó confortablemente y observó el movimiento de la rutilante luz estelar mientras la nave giraba despacio. Divisó una estrella muy brillante. No parecía estar a más de dos años luz, y su experiencia como piloto le decía que era una estrella caliente y propicia. El ordenador la usaría como base para estudiar la configuración del entorno. No tardará mucho, pensó Trent una vez más.

Pero tardaba. Transcurrieron minutos, una hora. Y el ordenador continuaba con sus chasquidos y sus parpadeos.

Trent frunció el ceño. ¿Por qué no hallaba la configuración? Tenía que estar allí. Brennmeyer le había mostrado sus largos años de trabajo. No podía haber excluido una estrella ni haberla registrado en un lugar erróneo.

Por supuesto que las estrellas nacían, morían y se desplazaban en el curso de su existencia, pero esos cambios eran lentos, muy lentos. Las configuraciones que Brennmeyer había registrado no podían cambiar en un millón de años.

Trent sintió un pánico repentino. ¡No! No era posible. Las probabilidades era aún más bajas que las de saltar al interior de una estrella.

Aguardó a que la estrella brillante apareciera de nuevo y, con manos temblorosas, la enfocó con el telescopio. Puso todo el aumento posible y, alrededor de la brillante mota de luz, apareció la bruma delatora de gases turbulentos en fuga.

¡Era una nova!

La estrella había pasado de una turbia oscuridad a una luminosidad fulgurante, quizá sólo un mes atrás. Antes pertenecía a una clase espectral tan baja que el ordenador la había ignorado, aunque seguramente merecía tenérsela en cuenta.

Pero la nova que existía en el espacio no existía en la memoria del ordenador porque Brennmeyer no la había registrado. No existía cuando Brennmeyer reunía sus datos. Al menos, no existía como estrella brillante y luminosa.

—¡No la tengas en cuenta! —gritó Trent—. ¡Ignórala!

Pero le gritaba a una máquina automática que compararía el patrón centrado en la nova con el patrón galáctico sin encontrarla, y quizá continuaría comparando mientras durase la energía.

El aire se agotaría mucho antes. La vida de Trent se agotaría mucho antes.

Trent se hundió en el asiento, contempló aquella burlona luz estelar e inició la larga y agónica espera de la muerte.

Si al menos se hubiera guardado el cuchillo…

Padre fundador (1965)

“Founding Father”

La combinación de catástrofes había ocurrido cinco años atrás. Cinco revoluciones en ese planeta, HC-12549d según los mapas y anónimo en otros sentidos. Más de seis revoluciones en la Tierra; pero ¿y quién estaba llevando la cuenta ya?

Si los habitantes de la Tierra se enterasen, quizá dirían que era una lucha heroica, una saga épica del Cuerpo Galáctico; cinco hombres contra un mundo hostil, resistiendo a brazo partido durante cinco (o más de seis) años. Y estaban agonizando, tras haber perdido la batalla. Tres se encontraban en coma, otro aún mantenía abiertos sus ojos amarillentos y el quinto continuaba en pie.

Pero no se trataba de una cuestión de heroísmo. Eran cinco hombres luchando contra el tedio y la desesperación en esa burbuja metálica, y por la poco heroica razón de que no había otra cosa que hacer mientras siguieran con vida.

Si alguno se sentía estimulado por la batalla, jamás lo mencionaba. Al cabo del primer año dejaron de hablar de rescate y, al cabo del segundo, dejaron de usar la palabra «Tierra».

Pero una palabra estaba siempre presente; si nadie la pronunciaba, permanecía en sus pensamientos: amoníaco.

Pensaron en ella por primera vez mientras improvisaban el aterrizaje contra viento y marea, con los motores jadeantes y en un cascajo maltrecho.

Siempre se tenía presente la posibilidad de que hubiese accidentes, desde luego, y siempre se esperaba que ocurrieran unos cuantos; pero de uno en uno. Si una explosión estelar achicharraba los hipercircuitos, se podían reparar, siempre y cuando se contase con tiempo para ello; si un meteorito desajustaba las válvulas de alimentación, se podían reparar, siempre y cuando se contase con tiempo para ello; si, bajo una gran tensión, se calculaba mal una trayectoria y una aceleración momentáneamente insoportable arrancaba las antenas de salto estelar y embotaba los sentidos de todos los miembros de la tripulación, pues las antenas se podían reemplazar y la tripulación acababa recobrando los sentidos, siempre y cuando se contase con tiempo para ello.

Hay una probabilidad, entre una innumerable cantidad de ellas, de que las tres cosas ocurran simultáneamente, y menos durante un aterrizaje endemoniado, cuando el tiempo, lo que más se necesita en el momento de corregir los errores, es precisamente lo que más escasea.

El Crucero Juan dio con esa probabilidad entre una innumerable cantidad de ellas y efectuó su último aterrizaje, pues nunca más volvió a despegar de una superficie planetaria.

Ya era un milagro que aterrizara casi intacto. Los cinco tripulantes dispusieron así al menos de varios años de vida. Al margen de eso, sólo la fortuita llegada de otra nave podría ayudarlos, pero no contaban con ello. Eran conscientes de haber tropezado con todas las coincidencias que podían concurrir en una vida, y todas ellas malas.

No había escapatoria.

Y la palabra clave era «amoníaco». Mientras la superficie ascendía en espiral hacia ellos y la muerte (piadosamente rápida) les hacía frente con óptimas probabilidades de vencer, Chou tuvo tiempo para fijarse en los espasmódicos saltos del espectrógrafo de absorción.

—¡Amoníaco! —exclamó.

Los otros le oyeron, pero no tuvieron tiempo de prestarle atención. Estaban concentrados en luchar contra una muerte rápida a cambio de una muerte lenta.

Aterrizaron en un terreno arenoso y con una vegetación escasa y azulada (¿azulada?); hierbas semejantes a juncos, objetos parecidos a árboles, achaparrados, con corteza azul y sin hojas; sin indicios de vida animal, y con un cielo nublado y verdoso (¿verdoso?). Y esa palabra comenzó a obsesionarlos.

—¿Amoníaco? —preguntó Petersen.

—Cuatro por ciento —le confirmó Chou.

—Eso es imposible —rechazó Petersen.

Pero no lo era. Los libros no decían que fuese imposible. El Cuerpo Galáctico había descubierto que un planeta de cierta masa y volumen y determinada temperatura era un planeta oceánico y tenía una de estas dos atmósferas: nitrógeno/oxígeno, o nitrógeno/bióxido de carbono. En el primer caso, la vida sería superior; en el segundo, primitiva.

Ya nadie comprobaba factores que no fueran la masa, el volumen y la temperatura. Se daba esa atmósfera por sentado (o una u otra de las dos citadas). Pero los libros no decían que tuviera que ser así, sino que siempre era así. Las atmósferas de otro tipo eran termodinámicamente posibles, pero muy improbables, y en la práctica no se encontraban.

Hasta entonces. Los hombres del Crucero Juan habían encontrado una y se pasarían el resto de su vida bañados por una atmósfera de nitrógeno/bióxido de carbono/amoníaco.

Los hombres convirtieron la nave en una burbuja subterránea y de ambiente terrícola. No podían despegar ni podían proyectar un haz de comunicaciones por el hiperespacio, pero todo lo demás era rescatable. Para compensar las ineficiencias del sistema de reciclaje, podían extraer agua y aire del planeta dentro de ciertos límites; siempre, por supuesto, que eliminaran el amoníaco.

Organizaron partidas de exploración, pues los trajes estaban en excelentes condiciones y eso los ayudaba a pasar el tiempo. El planeta era inofensivo: sin vida animal y con escasa vida vegetal por doquier. Azul, siempre azul; clorofila amoniacal; proteína amoniacal.

Instalaron laboratorios, analizaron los componentes de las plantas, estudiaron muestras microscópicas y compilaron vastos volúmenes de hallazgos. Trataron de cultivar plantas nativas en la atmósfera libre de amoníaco y fracasaron. Se transformaron en geólogos y estudiaron la corteza del planeta; se hicieron astrónomos y estudiaron el espectro del sol de ese mundo.

—Con el tiempo —decía a veces Barrére—, el Cuerpo llegará de nuevo a este planeta y legaremos una herencia de conocimiento. Es un planeta singular. Tal vez no haya otro planeta similar a la Tierra y con amoníaco en toda la Vía Láctea.

—Estupendo —replicaba Sandropoulos con amargura—. Qué suerte para nosotros.

Sandropoulos dedujo la termodinámica de la situación:

—Es un sistema metaestable. El amoníaco desaparece a través de una oxidación geoquímica que forma nitrógeno; las plantas utilizan nitrógeno y forman de nuevo amoníaco, adaptándose así a la presencia del amoníaco. Si el índice de formación de amoníaco mediante las plantas bajara un dos por ciento, se crearía una espiral descendente. La vida vegetal se marchitaría, reduciendo aún más el amoníaco, y así sucesivamente.

—Es decir que si extermináramos suficientes plantas —apuntó Vlassov— podríamos eliminar el amoníaco.

—Si tuviéramos aerotrineos y armas de ángulo ancho, y contáramos con un año para trabajar, podríamos lograrlo —contestó Sandropoulos—; pero no los tenemos, y hay un modo mejor de conseguirlo. Si pudiéramos cultivar nuestras propias plantas, la formación de oxígeno por fotosíntesis incrementaría el índice de oxidación del amoníaco. Incluso un aumento pequeño y localizado reduciría el amoníaco de la zona, estimularía el crecimiento de la vegetación terrícola y reprimiría la vegetación nativa, rebajando aún más el amoníaco, y así sucesivamente.

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