Cuentos completos (344 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
10.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

La puerta de la máquina se deslizó dentro de su ahuecado panel. Pointdexter emitió un suspiro jadeante y se quedó sin respiración,

—Ahí no hay nada —dijo.

Nada. Ninguna materia. Nada de luz. ¡En blanco!

Pointdexter chilló:

—La Tierra se movía. Lo hemos olvidado. En veintidós horas ha corrido miles de kilómetros por el espacio, en su viaje alrededor del Sol.

—No —desmintió Barron con voz débil—. No lo olvidé. La máquina está diseñada de modo que siga el camino de la Tierra, adonde sea que ésta vaya. Además, aun en el caso de que la Tierra se hubiese alejado, ¿dónde está el Sol? ¿Dónde están las estrellas?

Barron volvió a los mandos. Nada se movía. Nada funcionaba. La puerta ya no resbalaba para cerrarse. ¡En blanco!

Pointdexter hallaba dificultad en respirar, en moverse. Con gran esfuerzo dijo:

—¿Qué pasa, pues?

Barron avanzó lentamente hacia el centro de la máquina. Y contestó con dificultad:

—Las partículas de tiempo… Creo que, por azar, nos hemos parado… entre dos… partículas.

Pointdexter quiso cerrar el puño, pero no pudo.

—No lo entiendo.

—Como un ascensor. Como un ascensor. —Ya no podía hacer sonar las palabras, sino solamente mover los labios para configurarías—. Como un ascensor, después de todo…, atascado entre dos plantas.

Pointdexter ya no podía ni mover los labios. Pensaba: en el no-tiempo no puede ocurrir nada. Todo movimiento ha quedado interrumpido, toda consciencia, todo…, todo. La inercia que poseían antes los había mantenido en actividad durante un minuto, poco más o menos, como el cuerpo que se inclina hacia adelante cuando el coche para repentinamente…, pero aquella inercia se disipaba rápidamente.

La luz del interior de la máquina perdió brillo y se apagó. La sensación y la conciencia se helaban en la nada.

Un último pensamiento, un último, débil suspiro mental:

—¡Hubris, Ate!

Y entonces se interrumpió también el pensamiento.

¡Inmovilidad! ¡Nada! Por toda la eternidad, allí donde hasta la eternidad carecía de significado, sólo habría… ¡en blanco!

Polvo Mortal (1957)

“The Dust of Death”

Como todos los hombres que trabajaban para el gran Llewes, Edmund Farley llegó al punto en que pensaba con vehemencia en el placer que le daría matar al tal gran Llewes.

Ningún hombre que no haya trabajado para Llewes podría entender completamente ese sentimiento. Llewes (los hombres se olvidaban de su nombre de pila, o llegaban a pensar casi inconscientemente que era Grande; así, con G mayúscula) era el prototipo que todo el mundo imaginaba de gran investigador de lo desconocido: a la vez implacable y brillante, no se rendía ante el fracaso ni dejaban de ocurrírsele jamás nuevos y más ingeniosos modos de abordar el problema.

Llewes era un especialista en química orgánica que había puesto el Sistema Solar al servicio de su ciencia. Él fue el primero en utilizar la Luna para llevar a cabo reacciones a gran escala que debían realizarse en el vacío, a temperaturas de ebullición o de licuación del aire, según la época del mes. La fotoquímica se convirtió en algo nuevo y maravilloso cuando se enviaron aparatos cuidadosamente diseñados para que flotaran libremente en órbita alrededor de las estaciones espaciales.

Pero, a decir verdad, Llewes era un ladrón de méritos, pecado casi imposible de perdonar. Cuando a un estudiante desconocido se le ocurrió por primera vez montar un aparato en la superficie lunar, o un técnico diseñó el primer reactor espacial autónomo, no se sabe cómo, ambos logros acabaron asociándose al nombre de Llewes.

Y no se podía hacer nada. Si un empleado, en su indignación, llegaba a renunciar a su empleo, perdía su recomendación y se encontraba en dificultades para conseguir otro trabajo. Sin pruebas, su palabra no tenía ningún valor frente a la de Llewes. Por otra parte, aquellos que seguían con él, los que aguantaban y se marchaban finalmente con su favor y su recomendación, tenían asegurado su éxito futuro.

Pero mientras permanecían allí, disfrutaban al menos del dudoso placer de contarse entre sí el odio que le tenían.

Y Edmund Farley tenía sobrados motivos para unirse a este coro. Había vuelto de Titán, el mayor satélite de Saturno, donde había instalado él solo —ayudado únicamente por robots— un equipo para utilizar con pleno rendimiento la reducida atmósfera de dicho satélite. Los planetas mayores tienen sus atmósferas compuestas de hidrógeno y metano en su mayor parte; pero Júpiter y Saturno eran demasiado grandes para habérselas con ellos, y Urano y Neptuno resultaban muy caros todavía por lo alejados que estaban. Titán, sin embargo, era del tamaño de Marte; es decir, era lo bastante pequeño como para poder trabajar en él y lo bastante grande y frío como para conservar una atmósfera entre media y enrarecida de hidrógeno y metano.

Las reacciones a gran escala podían llevarse a cabo fácilmente en esa atmósfera de hidrógeno, mientras que en la Tierra, esas mismas reacciones ofrecían dificultades cinéticas. Durante medio año había estado Farley trazando una y otra vez los planos de Titán y soportando sus condiciones, y había regresado a la Tierra con una serie de datos sorprendentes. Sin embargo, sin saber cómo, casi inmediatamente después, Farley tuvo ocasión de ver cómo sus datos se fragmentaban y empezaban a adquirir nueva forma, como si fueran un logro de Llewes.

Los demás le compadecieron, se encogieron de hombros y le brindaron su amistad. A Farley se le puso tenso su rostro marcado por el acné, apretó sus finos labios y escuchó cómo tramaban los demás acciones violentas.

Jim Gorham era el más hablador. Farley sentía cierto desprecio por él porque era un «hombre del vacío», que jamás había salido de la Tierra.

—Llewes es un hombre fácil de matar por lo metódico de sus costumbres —dijo Gorham—. Podéis contar con eso. Por ejemplo, fijaos en ese empeño que tiene de comer a solas. Cierra su despacho a las doce exactamente Y lo abre a la una en punto. ¿No es así? Nadie entra en su despacho durante ese intervalo, de modo que el veneno tiene tiempo de sobra para hacer su efecto.

—¿Veneno? —preguntó Belinsky dubitativo.

—Es fácil. Aquí hay venenos de todas clases. Pide el que quieras; verás como lo tenemos. Bien. Llewes toma un queso suizo untado en pan de centeno, con una clase especial de condimento que tiene un fuerte sabor a cebolla. Todos lo sabemos, ¿no? Estamos cansados de notarle el olor durante toda la tarde, y recordamos también el grito de desencanto que lanzó cuando se agotó el condimento en el comedor una vez, la primavera pasada. Nadie se atreve ya a tocar el condimento ese, así que el veneno que se le echara mataría a Llewes y a nadie más…

Todo eso no era más que una especie de fantasía durante el almuerzo, pero no para Farley.

Siniestramente, y en serio, decidió asesinar a Llewes.

Se convirtió para él en una obsesión. La sangre le producía cosquilleos cuando imaginaba a Llewes muerto, y se veía a sí mismo adjudicándose los honores a los que tenía derecho por todos aquellos meses que había vivido en una pequeña burbuja de oxígeno y había tenido que andar por regiones de amoníaco helado, apartando productos y montando nuevas reacciones en los vientos tenues y fríos de hidrógeno y metano.

Pero tenía que ser algo que no pudiera hacerle daño a nadie más que a Llewes. Esto dificultaba la cuestión y enfocaba las cosas hacia la sala de las atmósferas de Llewes. Se trataba de una habitación larga y baja, aislada del resto de los laboratorios por bloques de cemento y puertas a prueba de fuego. Nunca entraba nadie en ella excepto Llewes, a no ser en presencia de éste y con permiso suyo. No es que la habitación estuviera realmente cerrada con llave. La férrea tiranía que Llewes había establecido hacía que el descolorido pedazo de papel en el que se leía «Prohibida la Entrada», firmado con sus iniciales, resultara una barrera más grande que cualquier cerradura… menos cuando el deseo de matar fuera superior a todo lo demás.

Entonces, ¿qué posibilidades ofrecía la sala de las atmósferas? Las comprobaciones habituales de Llewes, sus precauciones casi infinitas, no dejaban nada al azar. Cualquier manipulación que se hiciera en el equipo, a menos, que fuera excepcionalmente sutil, sería descubierta con toda seguridad.

¿Un incendio entonces? En la sala de las atmósferas había cantidades de material inflamable, pero Llewes no fumaba y estaba perfectamente preparado para un caso de peligro de incendio. Nadie estaba tan apercibido como él para esa eventualidad.

Farley pensó con impaciencia en el hombre de quien tan difícil parecía tomarse justa venganza, en ese ladrón que jugaba con sus pequeños tanques de metano e hidrógeno, cuando Farley los había usado por millas cúbicas. Llewes, con sus pequeños tanques, había alcanzado la fama; Farley, manejando millas cúbicas, había quedado en el olvido.

Todos esos pequeños depósitos de gas, cada uno de un color, constituían cada uno una atmósfera sintética. El gas de hidrógeno estaba en los depósitos marrones, y el dióxido de carbono que contenían los plateados formaba la atmósfera de Venus. Los depósitos amarillos de aire comprimido y los verdes de oxígeno estaban para cuando necesitaba operar con la química terrestre. Era un desfile de colores como el arco iris, y cada color se había convenido siglos atrás.

Entonces le vino la idea. No llegó a ella penosamente, sino que se le ocurrió de repente. En un instante había cristalizado todo en el espíritu de Farley y se dio cuenta de lo que tenía que hacer.

Farley esperó un penoso mes hasta el 18 de septiembre, que era el Día del Espacio. Era el aniversario del primer vuelo espacial tripulado, y nadie trabajaría esa noche. El Día del Espacio era, de todas las fiestas, la más significativa para los científicos, y hasta el laborioso Llewes iría a divertirse.

Farley entró esa noche en los laboratorios Orgánicos Centrales —por llamarlos por su nombre oficial— seguro de pasar inadvertido. Los laboratorios no eran bancos o museos. No había peligro de robo, y los vigilantes nocturnos se tomaban su cometido con mucha filosofía.

Farley cerró la puerta principal cuidadosamente tras de sí y avanzó con cautela por los pasillos oscuros hacia la sala de las atmósferas. Iba provisto de una linterna, un frasquito de polvo negro y un pincel que había comprado en una tienda de artículos de pintura al otro lado de la ciudad, tres semanas antes. Llevaba puestos unos guantes.

Lo más difícil de todo fue entrar realmente en la sala de las atmósferas. La prohibición de la puerta le coartaba más que la prohibición general de asesinar. Sin embargo, una vez que hubo entrado, una vez pasado el riesgo mental, el resto fue fácil.

Cubrió la linterna y encontró el depósito sin un titubeo. El corazón le latía tan fuerte que casi le ensordecía, mientras su respiración se hacía más agitada y las manos le temblaban.

Se puso la linterna debajo del brazo y metió la punta del pincel en el polvo negro. Una vez impregnado, Farley apuntó con él al interior de la boquilla del manómetro sujeto al depósito. Tardó unos segundos, largos como milenios, en meter la temblorosa punta del pincel en la boquilla.

Farley lo movió con cuidado, lo mojó de nuevo en el polvo negro y lo introdujo una vez más en la boquilla. Repitió la operación una y otra vez, casi hipnotizado por la intensidad de su propia concentración. Finalmente, haciendo uso de un trocito de pañuelo de papel mojado con saliva, empezó a limpiar el anillo exterior de la boquilla, enormemente aliviado de ver que había terminado el trabajo y que no tardaría en salir de allí.

Fue entonces cuando se le quedó paralizada la mano y le invadió la angustiosa incertidumbre del miedo. Lo linterna se le cayó estrepitosamente al suelo.

¡Idiota! ¡Perfecto y desdichado idiota! ¡No lo había pensado bien!

¡Bajo la violencia de su emoción y ansiedad, había elegido el depósito que no era!

Agarró la linterna, la apagó y con el corazón latiéndole violentamente, prestó atención por si sonaba algún ruido

En el prolongado silencio de muerte, fue recobrando parcialmente el dominio de sí y se esforzó por considerar que lo que había podido hacer una vez podía repetirlo de nuevo. Puesto que había estado manipulando el' el depósito que no era, hacerlo en el que era sólo le llevaría un par de minutos más.

Otra vez entraron en acción el pincel y el polvo negro.

Al menos no se le había caído el frasco de polvo; el polvo mortal y abrasador. Esta vez no se había equivocado de depósito.

Terminó y limpió de nuevo la boquilla con mano terriblemente temblorosa. Paseó entonces la luz de la linterna a su alrededor y la detuvo sobre una botella reactiva de tolueno. Eso le serviría. Desenroscó el tapón de plástico, derramó un poco de tolueno por el suelo, y dejó la botella abierta.

A continuación salió a trompicones del edificio como en un sueño, echó a correr hacia la residencia y se refugió en su propia habitación. A lo que a él se le alcanzaba, nadie había reparado en él durante todo este tiempo.

Se deshizo del pañuelo que había empleado para limpiar las boquillas de los depósitos de gas metiéndolo en el desintegrador de basuras, donde no tardó en sufrir una descomposición molecular. Lo mismo ocurrió con el pincel que arrojó a continuación.

No podía desembarazarse del frasco de polvo de igual manera, a no ser que hiciera algunos ajustes en el desintegrador de basuras, cosa que le parecía muy arriesgada. Iría andando al trabajo, como hacía a menudo, y lo tiraría desde el puente de la Calle Central…

A la mañana siguiente, Farley se contempló en el espejo y se preguntó si se atrevería a ir a trabajar. La idea era una estupidez; a lo que no se atrevería era a no ir a trabajar. No debía hacer nada que pudiera atraer la atención hacia sí en este día tan especial.

Con sorda desesperación, puso todo su empeño en reproducir sus actos normales insignificantes que ocupaban la mayor parte del día. Era una mañana cálida y agradable, y fue andando al trabajo. No necesitó más que un simple movimiento de muñeca para deshacerse del frasco. Provocó una pequeña salpicadura en el río, se llenó de agua y se hundió.

Poco más tarde, se hallaba sentado en su mesa de despacho contemplando fijamente su computador manual. Ahora que ya estaba hecho, ¿daría resultado? Puede que a Llewes le pasara inadvertido el olor a tolueno. ¿Por qué no? El olor no era agradable, pero tampoco repugnante. Los químicos orgánicos estaban acostumbrados a él.

Other books

The Guest List by Melissa Hill
After the Ex Games by J. S. Cooper, Helen Cooper
The Clasp by Sloane Crosley
Citizenchip by Wil Howitt
Gunning for the Groom by Debra Webb
The Exile by Mark Oldfield
The Rogue Retrieval by Dan Koboldt