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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (350 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Porque el único punto donde podía pegar tan fuerte como quería, sin dejarte inválido, era en la cabeza. ¡Escucha! La gente está cansada de tu endurecida Letitia Reynolds. ¿Por qué no dejas que se empape la «lustrosa corona de cabello rubio» de petróleo y conozca la proximidad de una cerilla?

—Pero, June, ese personaje lo saqué de la vida real. ¡Eres tú!

—¡Graham Dorn! Yo no estoy aquí para escuchar insultos. El mercado de la novela de intriga se inclina hoy por la acción y el amor auténtico y pasional, y tú sigues atascado en las dulces viscosidades sentimentales de hace cinco años.

—Pero ése es el carácter de Reginald de Meister.

—Pues cámbiale el carácter ¡Oye! Has introducido a Sancha Rodríguez. Muy bien. Yo la apruebo. Es mexicana, fogosa, apasionada, quita el aliento y está enamorada de él. ¿Y qué haces tú? Primero él se porta como un caballero impecable y luego la “matas” a ella a mitad del relato.

—Humm, ya veo… Tú crees, de veras, que la cosa mejoraría haciendo que De Meister saliera de su torre de marfil. Un par de besos, o…

June apretó los preciosos dientes y los maravillosos puños.

—¡Oh, cariño, y cómo me alegra que el amor sea ciego! Si alguna vez vislumbrara, aunque sólo fuese un poquitín, yo no lo resistiría. Oye, gomoso remilgado y escurridizo, vas a encargarte de que De Meister y Rodríguez se enamoren. Van a vivir una aventura amorosa que abarcará todo el libro, y puedes poner a tu horrible Letitia en un convento de monjas. Tal como la pintas, allá será mucho más feliz, probablemente.

—Eso es todo lo que tú sabes del asunto, amor mío. Pero se da la casualidad de que De Meister está enamorado de Letitia Reynolds y la quiere; no a esa tal Rodríguez.

—¿Por qué lo crees?

—Porque me lo ha dicho él

—¿Quién te lo ha dicho?

—Reginald de Meister.

—¿Qué Reginald de Meister?

—El mío.

—¿Qué significa eso de tu Reginald de Meister?

—Mi personaje, Reginald de Meister.

June se levanto, se permitió unas cuantas inspiraciones profundas y luego dijo, con voz sosegada:

—Volvamos a empezar desde el principio —desapareció un momento, y luego regresó con una aspirina—. ¿Tu Reginald de Meister, el de tus libros, te ha dicho, en persona, que está enamorado de Letitia Reynolds?

—Exacto.

June engulló la aspirina.

—Mira, June, te lo explicaré exactamente igual como él me lo explicó a mí. Todos los personajes existen de verdad…, al menos en las mentes de sus autores. Y cuando la gente empieza a creer en ellos, empiezan a existir en la realidad, porque la realidad es lo que cree la gente (en lo que a ellos respecta), y ¿qué es la existencia al fin y al cabo?

A June le temblaban los labios.

—Oh, Gramie, no, por favor. Si te encerrasen en un asilo, mamá no permitiría que me casara contigo.

—¡June, no me llames Gramie, por amor de Dios! Te digo que vino a verme y quiso decirme qué había de escribir y cómo tenía que hacerlo. Fue casi tan malo como tú. ¡Oh, vamos, nena, no llores!

—No puedo evitarlo. ¡Siempre creí que eras un loco, pero nunca pensé que estuvieras loco!

—Muy bien, ¿y dónde está la diferencia? No lo discutamos más. Ya no volveré a escribir ninguna novela de intriga en mi vida. Después de todo… —y se permitió su poquito de indignación—, cuando las cosas se ponen de tal manera que mi propio personaje (¡mi propio personaje!) quiere decirme qué debo hacer, es que, en verdad, hemos llegado demasiado lejos.

June miró por encima del pañuelo.

—¿Y cómo sabes que era realmente De Meister?

—Oh, diablos. Tan pronto como se golpeó el cigarrillo en el dorso de la mano y empezó a soltar «ges» como copos de nieve en una tormenta, comprendí que había llegado lo peor.

Sonó el teléfono. June se levantó de un salto.

—No respondas, Graham. Es del manicomio, probablemente. Les diré que no estás aquí… Diga, diga. ¡Oh, señor MacDunlap! —June exhaló un suspiro de alivio, pero en seguida cubrió el micrófono y susurró con voz alterada—: Podría ser una trampa… ¡Diga, diga, señor MacDunlap!… No, no está aquí… Sí, creo que podré comunicarme con él… En el Martin's mañana al mediodía… Se lo diré… ¿Con quién…? ¿¿¿Con quién??? —y colgó repentinamente.

—Graham, mañana tienes que almorzar con MacDunlap.

—¡Pagando él! ¡Solamente si paga él!

Los grandes ojos azules de June aumentaron de tamaño y se hicieron más azules.

—Y Reginald de Meister comerá contigo.

—¿Qué Reginald de Meister?

—El tuyo.

—¿Mi Reg…?

—Oh, Gramie, no; por favor —los ojos se le humedecían—. ¿No lo ves, Gramie? Ahora nos encerrarán a los dos en un asilo para dementes… y también a MacDunlap. Y probablemente nos metan a los tres en la misma celda acolchada. ¡Oh, Gramie, hay una multitud tan espantosa!

Y la faz se le deshizo en llanto.

Grew S. MacDunlap (lo de que la S quiera decir «Some» —«un tal»— es una vil falsedad propalada por sus enemigos) estaba solo en la mesa cuando entró Graham Dorn. Graham libó de ahí unas gotitas de satisfacción.

Lo que le complacía no era tanto la presencia de MacDunlap como la ausencia de De Meister, ya lo comprenden.

MacDunlap le miró por encima de las gafas y se tragó una píldora para el hígado. Eran su dulce favorito.

—¡Aja! Ya está aquí. ¿Qué significa esta broma pesada que me está gastando? Usted no tenía derecho a mezclarme con una persona como De Meister sin avisarme que era un ser real. Quizá hubiese tomado precauciones. Habría podido contratar un guardaespaldas. Habría podido comprarme un revólver.

—No es real. ¡Maldita sea! La mitad del personaje fue idea de usted.

—Eso es una calumnia —replicó MacDunlap acaloradamente—. ¿Y qué quiere decir al asegurar que no es real? Cuando hizo la presentación de sí mismo me tomé, de golpe, tres píldoras para el hígado, y no desapareció. ¿Sabe qué son tres píldoras? Tres píldoras de la clase que yo las uso (el médico debería caerse muerto, nada más) harían desaparecer a un elefante…, si no fuese real. Lo sé.

Graham insistió en tono fatigado:

—No importa; sólo existe en mi mente.

—Ya lo sé que existe en su mente. Su mente debería ser objeto de una investigación por parte de los inspectores de la pureza de alimentos y medicamentos.

Las diversas y muy corteses réplicas que se le ocurrieron simultáneamente a Graham fueron desechadas al momento por contener una proporción excesiva de enérgicos tacos anglosajones. Al fin y al cabo (¡ja, ja!) un editor es un editor, por muy anglosajón que sea. Graham dijo, pues:

—Entonces, la cuestión que se plantea es ¿cómo podemos librarnos de De Meister?

—¿Librarnos de De Meister? —Del brusco sobresalto que tuvo, a MacDunlap le salieron disparadas las gafas fuera de la nariz, y las cogió al vuelo con una mano. La voz se le cargaba de emoción—. ¿Quién quiere librarse de él?

—¿Lo quiere usted merodeando a su alrededor?

—Dios no lo quiera —exclamó MacDunlap entre escalofríos—. Comparado con él, mi cuñado es un ángel.

—No tiene nada que hacer fuera de mis libros.

—Por mi parte, tampoco tiene nada que hacer dentro. Desde que empecé a leer sus originales, el doctor añadió al número de específicos que ya tomaba unas píldoras para los riñones y un jarabe para la tos —miró el reloj y se tomó una píldora para los riñones—. Quisiera que mi peor enemigo tuviera que publicar libros un año, nada más.

—Entonces, ¿por qué —preguntó Graham pacientemente— no quiere desembarazarse de De Meister?

—Porque nos hace publicidad.

Graham le miraba, inexpresivo.

—¡Oiga! ¿Qué otro escritor tiene un verdadero detective? —prosiguió MacDunlap—. Todos los demás son de ficción. Todo el mundo lo sabe. Pero el suyo… el suyo es real. Podemos dejarle resolver casos y que los periódicos le llenen de elogios. A su lado, el Departamento de Policía parecerá una miseria. Llegará a…

—Esa —interrumpió categóricamente Graham— es en todos los sentidos la proposición más descarada con que me han ensuciado los oídos en toda mi vida.

—Produciría mucho dinero.

—El dinero no lo es todo.

—Nombre una cosa que no consiga el dinero… ¡Ssstt! —faltó poco para que fracturase de un puntapié el tobillo izquierdo de Graham, y se levantó con sonrisa convulsiva—. ¡Señor De Meister!

—Lo siento, querido amigo —respondió una voz letárgica—. No he podido acudir antes, ya sabe. Montones de compromisos. Se habrá aburrido mucho.

A Graham Dorn las orejas le temblaban espasmódicamente. Miró por encima del hombro y se tumbó para atrás todo lo que pudo estando sentado. Reginald de Meister había criado monóculo desde la visita anterior, y su mirada monocular estaba calculada para helar la sangre. Pero saludó con naturalidad:

—¡Mi querido Watson! ¡Cuánto me alegra verle! Me alegra endiabladamente.

—¿Por qué no se va al diablo? —preguntó Graham con curiosidad.

—Mi querido amigo. Oh, mi querido amigo.

—Eso es lo que me gusta —cacareó MacDunlap—. ¡Bromas! ¡Guasa! Luego todo se empieza más a gusto. Y ahora, ¿pasamos a hablar de negocios?

—Ciertamente. La comida estará en marcha ya, ¿no? Entonces me limitaré a pedir una botella de vino. El de siempre, Henry.

El camarero cesó de aguardar por allí, se fue a toda prisa y regresó con una botella. La abrió, haciendo gorgotear el caldo en un vaso.

De Meister sorbió delicadamente.

—Es usted muy amable, viejo compañero, al hacerme, en sus novelas, un parroquiano de este establecimiento. Hasta ahora es lo indicado, y resulta de lo más agradable. Todos los camareros me conocen. Señor MacDunlap, doy por entendido que ha convencido usted al señor Dorn de la necesidad de continuar las aventuras de De Meister.

—Sí —respondió MacDunlap.

—No —dijo Graham.

—No le haga caso —replicó MacDunlap—. Es temperamental. Ya conoce usted a los escritores.

—No le haga caso a él —interpuso Graham—. Es microcéfalo. Ya conoce a los editores.

—Oiga, viejo amigo. Me figuro que MacDunlap le habrá señalado ya el lado desagradable de ponerse terco.

—¿Cuál, por ejemplo, viejo pelma?

—Pues el de que le persiga un fantasma.

—Sí, que se me ponga detrás y grite: «¡Uhhh!»

—Mi querido amigo, soy mucho más sutil. Puedo fastidiarle a uno, de veras, con métodos más modernos, más al día. Por ejemplo, ¿ha tenido sumergida alguna vez su individualidad? —soltó una risita malévola.

Una risita cuyo sonido resultaba familiar. Graham recordó súbitamente. Estaba en la página 103 de La Muerte Galopa por el Campo:

Sus perezosos párpados aletearon. Se rió con risa ligera y melodiosa, y aunque no dijo palabra, Hank Marslowe se acobardó. Aquella ligera risa sonaba preñada de amenazas, y, a pesar de todo, el fornido ranchero no se atrevió a llevar las manos a las pistolas.

A Graham seguía pareciéndole una risita aborrecible, pero se acobardó, y no se atrevió a coger sus armas.

MacDunlap se lanzó por el agujero de momentáneo silencio que se había creado:

—Ya lo ve, Graham. ¿Para qué andar jugando con fantasmas? No son entes razonables. ¡No son humanos! Si quiere más derechos de autor…

Graham se enfureció:

—¿Quiere dejar de mencionar el dinero? Desde hoy en adelante, sólo escribiré novelas con desgarradoras emociones humanas.

La sonrojada faz de MacDunlap cambió súbitamente.

—No —dijo.

—La verdad, cambiando de tema por un momento —y el acento de Graham se volvió extremadamente dulce, pues las palabras le salían untadas de jarabe de maple…—, es que tengo aquí un manuscrito para que usted lo mire. —Graham cogió firmemente por la solapa al sudoroso MacDunlap—. Es una novela que representa el trabajo de cinco años. Una novela que se apoderará de usted por su fuerza; le estremecerá hasta lo más íntimo de su ser y abrirá un nuevo mundo. Una novela que…

—No —dijo MacDunlap.

—Una novela que acabará con la falsedad de este mundo, descubriendo las entrañas de la verdad. Una novela…

MacDunlap, como no podía levantar el brazo más arriba, cogió el manuscrito.

—No —repitió.

—¿Por qué condenados infiernos no la lee? —inquirió Graham.

—¿Ahora?

—Empiece.

—Oiga, ¿y si la empezara mañana, o pasado? Ahora tengo que tomar el jarabe para la tos.

—Desde que yo estoy aquí, no ha tosido.

—Le avisaré inmediatamente…

—Esta —dijo Graham— es la primera página. ¿Por qué no empieza? Le subyugará inmediatamente.

MacDunlap leyó dos párrafos y dijo:

—¿Se desarrolla el argumento en una población minera?

—Sí.

—Entonces, no puedo leerlo. Soy alérgico al polvo del carbón.

—Pero ese polvo de carbón no es de verdad, MacIdiota.

—Eso —hizo notar MacDunlap— también lo decía usted de De Meister.

Reginald de Meister golpeó cuidadosamente la punta de un cigarrillo contra el revés de la mano con un aire sutil que Graham reconoció inmediatamente como señal de que estaba tomando una decisión repentina.

—Esto es de un aburrimiento devastador, ya saben. No se centran en el verdadero asunto, podríamos decir. Adelante, MacDunlap, no es momento para medias tintas.

MacDunlap se fajó el lomo espiritual y dijo:

—Muy bien, señor Dorn, con usted no se puede ser complaciente. En lugar de darme De Meister, me ofrece polvo de carbón. En vez de la mejor publicidad en cincuenta años, me da significación social. De acuerdo, señor Tío-Listo Dorn, si en el término de una semana no llega a una avenencia conmigo, en buenas condiciones, entrará en la lista negra de todas las casas editoras de prestigio de los Estados Unidos y del extranjero. —Blandiendo el índice, añadió a grito pelado—: Incluida Escandinavia.

Graham rió despreocupadamente.

—¡Bah, tonterías! —replicó—. Se da el caso de que ocupo un puesto en la Sociedad de Autores, y si usted intenta fastidiarme, seré yo quien haga inscribir su nombre en la lista negra. ¿Qué le parece?

—Me parece muy bien. ¿Y si yo demuestro que usted es un plagiario?

—¿Yo? —articuló boquiabierto Graham, recobrándose apenas de un ataque de alegría—. ¿Yo, el escritor más original de estos dos últimos lustros?

—¿Ah, sí? Y quizá no recuerde que en todos los casos que describe cita los cuadernos de notas de De Meister sobre casos anteriores.

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