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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (355 page)

BOOK: Cuentos completos
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Y los contó, todos, uno por uno… los últimos seres vivos de la Tierra que ni eran humanos ni servían de alimento para los humanos… y luego requemó el suelo donde crecían las plantas y las mató. A continuación inundó con vapores apropiados las jaulas y habitaciones donde tenía los animales, y éstos cesaron de vivir y de moverse.

El último ser no humano había desaparecido, pues, y entre la humanidad y la perfección sólo se levantaba el obstáculo de Cranwitz, cuyos pensamientos todavía se revelaban, todavía se apartaban tozudamente de la norma. Pero también para Cranwitz servían los vapores, y el rebelde no quería vivir.

Y después de esto, imperó realmente la perfección, puesto que, por toda la faz de la Tierra, en sus quince billones de habitantes y en sus veinte miles de millones de toneladas de cerebros humanos, no había —fallecido Cranwitz— ni un solo pensamiento fuera de lugar, ni una sola idea inusitada, que alterasen la placidez universal; aquella placidez que significaba que por fin se había conseguido el vacío exquisito de la uniformidad.

Chapoteo (1970)

“Waterclap”

I

Stephen Demerest levantó la mirada hacia el cielo. El azul le pareció opaco y repugnante.

Luego miró imprudentemente al sol, y apartó rápidamente los ojos, asustado.

Involuntariamente, pensó en la plegaria de Ajax en la
Ilíada
: ¡Haz el cielo claro, permítenos que veamos con nuestros ojos! ¡Mátanos en la luz, ya que te complaces en matarnos!

Demerest pensó: Mátanos en la luz…

Mátanos en la clara luz de la Luna, donde el cielo es negro y suave, donde las estrellas brillan de un modo esplendoroso, donde la limpieza y la pureza del vacío agudizan la vista…

Se estremeció. El estremecimiento fue físico y real: sacudió su delgado cuerpo, llenándole de preocupación. Iba a morir, estaba seguro de ello. Y no bajo este cielo azul, sino bajo una negrura sin cielo.

Como respondiendo a aquel pensamiento, el piloto del ferry, bajito y rechoncho, se acercó a él y le dijo:

—¿Preparado para la inmersión, Mr. Demerest?

Demerest asintió. Su estatura dominaba a la del otro, como dominaba a la de la mayoría de los hombres de la Tierra. Todos ellos eran robustos y se movían de un modo lento y seguro. Él, en cambio, tenía que guiar sus pasos a través del aire.

—Estoy preparado —dijo.

Aspiró profundamente y volvió a mirar el sol, ahora de un modo deliberado. Estaba muy bajo en el cielo matinal, y Demerest sabía que no le cegaría. No pensaba volver a verlo.

Nunca había visto un batiscafo. Tendía a pensar en él en términos de prototipos: un globo oblongo con una góndola esférica debajo. Era como si insistiera en pensar en el vuelo espacial en términos de toneladas de combustible proyectado hacia atrás en forma de llama y en un módulo irregular descendiendo como una araña hacia la superficie lunar.

El batiscafo no correspondía a la imagen que de él se había formado. Debajo de su piel podía haber una bolsa flotante y una góndola, pero el exterior era esbelto y liso.

—Me llamo Javan —dijo el piloto del ferry—. Omar Javan.

—¿Javan?

—¿Le extraña el nombre? Desciendo de iraníes. Abajo, las nacionalidades dejan de tener importancia —Sonrió, y su tez pareció más oscura en contraste con la blancura de sus dientes—. Si no tiene inconveniente, iniciaremos el descenso dentro de un minuto. Usted es mi único pasajero, de modo que supongo que lleva mucho peso.

—Sí —dijo Demerest, secamente—, al menos cien libras más de lo que estoy acostumbrado a llevar.

—¿Procede usted de la Luna? Me pareció que andaba con dificultades. Espero que no se sienta incómodo.

—No me siento demasiado cómodo, pero me las arreglo. En la Luna hacemos prácticas para enfrentarnos a estas situaciones.

—Bueno, suba a bordo —dijo el piloto—. Yo no iría a la Luna por nada del mundo.

—Y baja usted a las profundidades del océano.

—Es distinto. Lo he hecho más de cincuenta veces.

Demerest subió a bordo. No había demasiado espacio, pero no le importó. El interior del batiscafo podía compararse al de un módulo espacial.

Estaban aún en la superficie. El cielo azul podía percibirse a través del grueso cristal.

Javan dijo:

—No tendrá que atarse. Aquí no hay aceleración. No tardaremos mucho: alrededor de una hora. No puede usted fumar.

—No fumo —dijo Demerest.

—Espero que no padezca usted claustrofobia.

—Los hombres de la Luna no conocen la claustrofobia.

—Aquellos espacios abiertos…

—Vivimos en cavernas, a un centenar de pies de profundidad.

—¿Un centenar de pies? —El piloto pareció divertido pero no sonrió—. Estamos descendiendo ya.

El interior de la góndola era angulado, pero aquí y allá un sector de la pared detrás de los instrumentos parecía ser una extensión de sus brazos: sus ojos y sus manos se movían sobre ellos ligeramente, casi amorosamente.

—Todo está revisado —dijo—, pero me gusta echar un vistazo final: al llegar abajo la presión será de un millar de atmósferas —Su dedo tocó un contacto—. Échele una última mirada a la luz del sol, Mr. Demerest.

La luz brillaba aún a través del grueso cristal de la ventanilla. Ahora era ondulante: había agua entre el sol y ellos.

—¿La última mirada? —inquirió Demerest.

Javan sonrió.

—Es un decir. Me refiero a la última mirada por ahora. Supongo que es la primera vez que entra en un batiscafo.

—Sí, la primera vez. ¿Tienen muchos?

—Muy pocos —admitió Javan—. Pero no se preocupe. No es más que un globo submarino. Hemos introducido muchas mejoras desde que se construyeron los primeros batiscafos. Ahora utilizamos la energía nuclear y podemos desplazarnos bajo el agua hasta ciertos límites, pero el principio básico es el mismo: una góndola esférica colgando de unos tanques flotantes.

El batiscafo se hundía lentamente, a través de un verde cada vez más oscuro, pero en su interior no se experimentaba ninguna sensación de movimiento.

Javan se relajó.

—John Bergen es el jefe de la Base. ¿Va usted a visitarle?

—Sí.

—Es un tipo simpático. Su esposa está con él.

—¿De veras?

—Sí. Hay varias mujeres en la Base. Son más de cincuenta personas las que están allí, y algunas se pasan meses enteros en la Base.

Demerest pasó un dedo por la costura casi invisible que unía la pared a la puerta. Lo apartó y lo examinó.

—Esto es aceite —dijo.

—Silicona —rectificó Javan—. Efecto de la presión. Pero no se preocupe. Aquí, todo es automático. Si se produjera alguna anomalía, nuestro lastre se soltaría automáticamente y ascenderíamos a la superficie.

—¿Quiere usted decir que nunca les ha ocurrido nada a estos batiscafos?

—¿Qué puede ocurrir? —El piloto miró de soslayo a su pasajero—. Una vez se ha descendido lo suficiente para no temer a los cachalotes, no puede pasar nada.

—¿Cachalotes? —inquirió Demerest, enarcando las cejas.

—Sí. Se sumergen a profundidades de hasta media milla. Si chocaran contra un batiscafo… Bueno, las paredes de las cámaras flotantes no son particularmente fuertes. No tienen que serlo, ¿sabe? Están abiertas al mar, y cuando la gasolina, que es la que suministra la flotabilidad, se comprime, entra el agua del mar.

La oscuridad se hizo tangible. Demerest no apartaba los ojos de la ventanilla. El interior de la góndola estaba iluminado, pero detrás de aquella ventanilla reinaba la oscuridad.

Una oscuridad que no era la del espacio, sino que aparecía compacta, sólida.

Demerest dijo:

—Aclaremos eso, Mr. Javan. Usted no está equipado para resistir el ataque de un cachalote. Presumiblemente, no está equipado para resistir el ataque de un pulpo gigante. ¿Se ha producido algún incidente de ese tipo?

—Bueno, es como si…

—Nada de evasivas, por favor. Se lo pregunto por curiosidad profesional. Soy el jefe de los servicios de seguridad mecánica de Luna City, y quiero saber qué medidas puede tomar este batiscafo contra un posible encuentro con animales de gran tamaño.

Javan se encogió de hombros, murmurando:

—En realidad, no se ha producido ningún accidente.

—¿No están previstos? ¿Ni siquiera como una posibilidad remota?

—Todo es remotamente posible. Pero, de hecho, los cachalotes son demasiado inteligentes para meterse con nosotros, y los pulpos gigantes son demasiado tímidos.

—¿Pueden vernos?

—Sí, desde luego. Estamos iluminados.

—¿Lleva usted faros?

—Sí. Voy a encenderlos para que los vea.

Más allá de la oscura ventanilla apareció súbitamente una tormenta de nieve, invertida, cayendo hacia arriba. La oscuridad se había animado de estrellas en formación tridimensional y moviéndose en dirección ascendente.

Demerest dijo:

—¿Qué es eso?

—Materia orgánica. Animales diminutos. Flotan, apenas se mueven y captan la luz. Pero nosotros estamos descendiendo y, en consecuencia, ellos parecen ascender.

Demerest recobró el sentido de la perspectiva y dijo:

—¿No estamos bajando con demasiada rapidez?

—No. Si fuera así, podría utilizar los motores nucleares o dejar caer un poco de lastre. Pero, de momento, todo va bien. Relájese, Mr. Demerest. No hay el menor motivo de preocupación.

Demerest dijo:

—¿A cuántos pasajeros ha bajado usted al mismo tiempo?

—He bajado hasta cuatro en esta góndola, pero eso significa apreturas. Podemos unir dos batiscafos y llevar diez pasajeros, pero no es recomendable. Lo que realmente necesitamos son trenes de góndolas, más pesadas en los nukes —los motores nucleares— y más ligeras en los tanques de flotación. Dicen que esos trenes ya están diseñados… pero hace muchos años que oigo lo mismo.

—Entonces, ¿existen planes para una expansión en gran escala de la Base Submarina?

—Desde luego. Tenemos ciudades en los bajíos continentales: ¿por qué no en el fondo del mar? Tal como yo lo veo, Mr. Demerest, el hombre debe ir a donde puede ir. Hemos poblado la Tierra. Lo único que necesitamos para que las profundidades marinas sean habitables son batiscafos más perfeccionados. Las cámaras de flotación los hacen más lentos y más frágiles.

—Pero también más seguros, ¿no es cierto? Si se produjera alguna anomalía, la gasolina de a bordo le mantendría a usted flotando en la superficie. ¿Qué haría usted si sus motores nucleares se averiasen y no pudiera flotar?

—Llevadas las cosas a ese extremo… no pueden eliminarse todas las posibilidades de que ocurra un accidente.

—Lo sé por experiencia —murmuró Demerest.

Javan se envaró. El tono de su voz cambió.

—Lo siento. Hablaba en términos generales. No pensaba en aquel accidente.

Quince hombres y cinco mujeres habían muerto en la Luna. Uno de los que figuraban en la lista de los «hombres» tenía catorce años. El accidente se había atribuido a un fallo humano. ¿Qué podía decir después de eso un jefe de los servicios de seguridad mecánica?

Un velo de tristeza cayó entre los dos hombres, un velo tan espeso y tan turgente como el agua del mar presurizada del exterior. ¿Cómo podía experimentar uno pánico, distracción y depresión al mismo tiempo? Existía la Morriña Lunar —un nombre estúpido— que hería a los hombres en el momento más inoportuno. Cuando se presentaba la Morriña Lunar, los hombres se sentían acometidos por una especie de letargo y reaccionaban con mucha lentitud.

¿Cuántas veces había sido eludido o absorbido con éxito un meteorito? ¿Cuántas veces se habían controlado los efectos de un lunamoto? ¿Cuántas veces se habían compensado las consecuencias de un fallo humano? ¿Cuántas veces no habían ocurrido accidentes?

Pero los accidentes que no han ocurrido no cuentan. Y los muertos eran veinte.

II

Javan dijo:

—¿cuántos minutos más tarde?

—Allí están las luces de la Base Submarina.

Demerest no supo localizarlas, de momento. No sabía a dónde mirar. Unos seres luminiscentes habían pasado por delante de las ventanillas, a cierta distancia, y con los focos apagados Demerest había creído que eran la primera señal de la Base Submarina. Ahora no veía nada.

—Allá abajo —dijo Javan, sin señalar; estaba ocupado, frenando el descenso del batiscafo.

Demerest pudo oír el lejano suspiro de los chorros de agua recalentada por la combustión de los motores.

Javan estaba dejando caer también una parte del lastre, diciendo:

—Antes utilizábamos bolas de acero y las dejábamos caer por medio de controles electromagnéticos. Gastábamos hasta cincuenta toneladas de ellas en cada viaje. Los conservadores no veían con buenos ojos que sembráramos el suelo del océano de bolas de acero oxidables, de modo que recurrimos a los nódulos de metal que son extraídos posteriormente desde el bajío continental. Los revestimos de una capa de hierro para que puedan ser manipulados electromagnéticamente, y de este modo no queda nada en el fondo del océano. Y resulta mucho más barato, también. Pero cuando tengamos nuestros batiscafos realmente nucleares, no necesitaremos ningún lastre.

Demerest apenas le oía. Ahora, la Base Submarina era perfectamente visible. Javan había encendido de nuevo los focos y debajo de ellos se hallaba el fangoso suelo del Foso portorriqueño. Reposando sobre aquel suelo como un racimo de perlas igualmente fangosas se alzaba el conglomerado esférico de la Base Submarina.

Cada unidad era una esfera semejante a la que llevaba a Demerest hacia el contacto, pero mucho mayor. A medida que la Base Submarina se extendía, se añadían nuevas esferas.

Y sólo están a cinco millas de casa, no a un cuarto de millón.

—¿Cómo vamos a salir? —inquirió Demerest.

El batiscafo había establecido contacto. Demerest había oído el sonido de metal contra metal, pero inmediatamente después y durante varios minutos el único sonido que se había percibido era una especie de roce mientras Javan permanecía inclinado sobre sus instrumentos.

—No se preocupe por eso —respondió finalmente Javan—. No hay problema. La demora se debe a que tengo que asegurarme de que encajamos perfectamente. Los instrumentos nos dirán cuándo quedamos unidos a la puerta de entrada.

—¿Se abre inmediatamente?

—Se abriría en seguida si hubiese aire al otro lado. Pero lo que hay es agua de mar, y tiene que ser evacuada. Entonces entraremos.

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