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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (357 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Lo deseo —dijo Demerest.

—Confío en que mi presencia no le resultará molesta —dijo Annette.

Demerest la miró con aire dubitativo, pero Bergen se apresuró a decirle:

—No podrá quitársela de encima. Está fascinada por usted y por los habitantes de la Luna, en términos generales. Opina que son ustedes una… una raza nueva. Supongo que cuando se canse de ser una Mujer Submarina, querrá ser una Mujer Lunar.

—Tengo un interés especial en una cosa, John —dijo Annette—. Y quiero conocer la respuesta de Mr. Demerest. ¿Qué opina usted de nosotros, Mr. Demerest?

Demerest respondió cautelosamente.

—Me han pedido que venga aquí, Mrs. Bergen, porque soy el jefe de los servicios de seguridad mecánica. La Base Submarina posee un envidiable historial de seguridad.

—Ni un solo accidente mortal en casi veinte años —dijo Bergen alegremente—. Me gustaría poder decir que eso es el resultado de nuestra prudencia y de lo acertado de nuestras precauciones, pero he de admitir que hemos tenido mucha suerte…

—John —dijo Annette—, te ruego que dejes hablar a Mr. Demerest.

—En mi calidad de ingeniero especialista en seguridad —dijo Demerest—, no puedo permitirme creer en la suerte. En Luna City no podemos evitar que se produzcan lunamotos o que caigan grandes meteoritos, pero nuestra tarea consiste en minimizar sus efectos… No hay excusas, o no debería haberlas, para los fallos humanos. Y en este sentido, nuestro historial no es precisamente bueno. Los humanos no son perfectos, como todos sabemos, pero las máquinas deberían ser diseñadas teniendo en cuenta esa imperfección.

Nosotros perdimos veinte hombres y mujeres innecesariamente.

—Lo sé. Sin embargo, Luna City tiene una población de casi mil almas. Su supervivencia no está en peligro.

—Los habitantes de Luna City son novecientos setenta y dos, incluyéndome a mí… pero nuestra supervivencia está en peligro. Dependemos de la Tierra para nuestras necesidades esenciales. La cosa cambiaría mucho si el Consejo del Proyecto Planetario tuviera otro concepto de la economía…

—En esto, al menos, coincidimos, Mr. Demerest —dijo Bergen—. Tampoco nosotros gozamos de la autarquía que podríamos haber alcanzado. Y no podremos superar nuestro nivel actual si no se construyen batiscafos nucleares. Mientras estemos atados al principio de flotabilidad, no podremos desarrollarnos. El transporte entre la superficie y la Base es lento: lento para los hombres, y todavía más lento para el material y los suministros. He estado haciendo presión, Mr. Demerest, para…

—Sí, y ahora está a punto de conseguirlo, ¿no es cierto?

—Espero que sí. Pero, ¿por qué está tan seguro?

—Mr. Bergen, no nos andemos con rodeos. Sabe usted perfectamente que la Tierra destina muy poco dinero a los proyectos de expansión. La población de la Tierra no está dispuesta a malgastar recursos en la expansión del espacio interior o exterior, si cree que ello ha de significar un sacrificio que afecte negativamente al hábitat primario de los humanos: la superficie terrestre del planeta.

Annette intervino:

—Tiene usted muy mal concepto de los terrestres, Mr. Demerest… El deseo de seguridad es muy humano. La Tierra está superpoblada y rehaciéndose de las calamidades que arrojó sobre ella el siglo XX. Es lógico que el hogar primario del hombre cuente en primer lugar, por encima de Luna City o de la Base Submarina. Yo misma considero la Base Submarina como mi casa, pero no deseo verla prosperar a costa de la superficie terrestre.

—No se trata de eso, Mrs. Bergen —replicó Demerest—. Si el océano y el espacio exterior son explotados de un modo inteligente y honrado, la primera en beneficiarse será la Tierra. Una pequeña inversión significará una pérdida. Pero una inversión importante producirá enormes beneficios. Bergen alzó una mano.

—Sí, lo sé. No tiene usted que discutir conmigo acerca de ese punto. Está tratando de convertir a un converso. Vamos a comer. Lo haremos aquí mismo. Si se queda con nosotros unos días, tendrá tiempo de conocer a todo el mundo.

—A propósito —dijo Demerest—, ¿por qué he encontrado a tan pocas personas mientras recorríamos las unidades?

—No es ningún misterio —dijo Bergen—. En cualquier momento que escoja, quince de nuestros hombres están durmiendo, y otros quince están viendo películas, o jugando al ajedrez, o, si sus esposas se encuentran aquí…

—¡John! —dijo Annette.

—…y existe la costumbre de no molestarles. El espacio es reducido, y todo lo que signifique intimidad y aislamiento se agradece mucho. Unos cuantos están en el mar —tres, exactamente—, y la docena restante presta servicio y son los hombres que usted ha visto.

—Iré en busca del almuerzo —dijo Annette, poniéndose en pie.

Sonrió y cruzó la puerta, la cual se cerró automáticamente detrás de ella.

Bergen se volvió hacia Demerest.

—Esto es una concesión en su honor, Mr. Demerest. Normalmente, Annette me enviaría a mí a buscar el almuerzo. Demerest dijo:

—Tengo la impresión de que las puertas entre las unidades son de una fortaleza peligrosamente limitada.

—¿De veras?

—Si ocurriera un accidente y una unidad fuese perforada…

Bergen sonrió.

—Aquí no hay peligro de meteoritos.

—Me he expresado mal. Si por cualquier motivo se produjera algún escape, ¿podría sellarse una unidad o un grupo de unidades contra la presión del océano?

—En teoría, podríamos hacerlo, aunque las posibilidades de que se produzca un accidente son muy remotas. Como ya le he dicho, aquí no hay meteoritos, ni existen corrientes. Un terremoto centrado inmediatamente debajo de nosotros no nos causaría ningún daño, dado que no tenemos un contacto fijo con el suelo y el propio océano amortiguaría cualquier sacudida.

—Pero, ¿y si a pesar de todo se produjera un accidente?

—Es posible que estuviésemos indefensos. Verá, aquí no resulta fácil sellar las unidades. En la Luna hay una presión diferencial de una atmósfera: una atmósfera interior y la atmósfera cero del vacío exterior. Aquí, la presión diferencial es de un millar de atmósferas, aproximadamente. Para garantizar una seguridad absoluta contra esa presión diferencial habría que gastar mucho dinero, y usted mismo ha hablado de lo difícil que resulta sacarle dinero al CFP. De modo que tenemos que exponernos. Y hasta ahora hemos tenido suerte.

—Y nosotros no —dijo Demerest.

La llegada de Annette con el almuerzo alivió la tensión que había empezado a crearse entre los dos hombres.

Annette dijo:

—Confío en que esté preparado para una dieta espartana, Mr. Demerest. Todos nuestros alimentos son precocinados y sólo requieren ser calentados. El menú del día se compone de pollo al emperador, con zanahorias y patatas hervidas, un trozo de algo que parece una pastilla de chocolate de postre y, desde luego, todo el café que sea capaz de beber.

Demerest se puso en pie para recoger su bandeja y trató de sonreír.

—Es el mismo tipo de menú que podrían servirme en la Luna, Mrs. Bergen. Nosotros cultivamos nuestros propios alimentos microorganísmicos. Resulta patriótico ingerirlos, pero distan mucho de ser apetitosos. Confío en que podremos mejorarlos, desde luego.

—Estoy convencida de que los mejorarán.

Mientras comía, masticando lenta y metódicamente, Demerest dijo:

—No quisiera hacerme pesado, pero, ¿hasta qué punto están asegurados contra una posible avería en la cámara reguladora de la presión?

—Es el punto más débil de la Base Submarina —dijo Bergen. Había terminado de comer y estaba tomando su primera taza de café—. Pero creo que los riesgos son mínimos. En primer lugar, el contacto desde el exterior tiene que ser perfecto para que el generador empiece a calentar el agua dentro de la cámara. Además, el contacto tiene que ser metálico y de un metal dotado de la permeabilidad magnética del que usamos en nuestros batiscafos. Si una roca o un legendario monstruo marino estableciera un contacto ocasional, no pasaría nada. En segundo lugar, la puerta exterior no se abre hasta que el vapor ha expulsado parte del agua y condensado el resto: en otras palabras, hasta que la presión y la temperatura han descendido hasta un punto determinado. En el momento en que la puerta exterior empieza a abrirse, un aumento relativamente leve de la presión interna, como el producido por la entrada de agua, por ejemplo, volvería a cerrarla.

Demerest dijo:

—Pero, una vez que los hombres han pasado a través de la cámara, la puerta interior se cierra detrás de ellos y hay que permitir que el agua de mar entre de nuevo en la cámara. ¿Pueden hacer eso gradualmente contra toda la presión del océano exterior?

—No —dijo Bergen, sonriendo—. No podemos luchar a brazo partido contra el océano. Rebajamos una décima parte de la presión, aproximadamente.

—Hay algo que no comprendo —dijo Demerest—. Mantienen ustedes la cámara llena de agua de mar a toda presión para que la puerta exterior no sufra tensiones. Pero eso hace que la puerta interior se encuentre continuamente sometida a una fuerte tensión. En alguna parte tiene que haber tensión.

—Sí, es cierto. Pero si la puerta exterior, con un diferencial de un millar de atmósferas en sus dos lados, cediera, todo el océano con sus millones de millas cúbicas trataría de entrar y eso sería el final de todo. Si la tensión se ejerce contra la puerta interior y ésta cede, se creará un problema, desde luego, pero la única agua que entrará en la Base Submarina será la de la cámara, y su presión descenderá inmediatamente. Eso nos dará tiempo para efectuar las necesarias reparaciones, ya que la puerta exterior resistirá lo suficiente.

—Pero, ¿y si ceden las dos?

—Nos ahogaremos —dijo Bergen, encogiéndose de hombros—. No necesito decirle que no existen ni la certeza absoluta ni la absoluta seguridad. Hay que vivir con algún riesgo, y la posibilidad de una avería doble y simultánea es tan microscópicamente pequeña que no debe preocuparnos.

—Disculpe mis preguntas, Mr. Bergen —dijo Demerest, que había terminado ya con su pollo.

—No tiene por qué disculparse, Mr. Demerest. Comprendo su interés. En realidad, ignoro la naturaleza concreta de la misión que le ha traído aquí. Sin embargo, supongo que en la Luna están preocupados por el reciente desastre y que, en su calidad de jefe de los servicios de seguridad mecánica, desea usted corregir cualquier posible fallo, y de ahí su interés en el sistema de seguridad utilizado en la Base Submarina.

—Exactamente. Pero aquí, si sus mecanismos automáticos fallaran por algún motivo, por cualquier motivo, permanecerían ustedes vivos pero atrapados permanentemente en el interior de la Base Submarina. Significaría cambiar una muerte inmediata por una muerte mucho más lenta, eso es todo.

—No es probable que ocurra, pero confiamos en que podríamos efectuar las reparaciones necesarias antes de que se agotara nuestra provisión de aire. Además, disponemos de un sistema de escape manual.

—¿De veras?

—Sí. Cuando se estableció la Base Submarina y no había más que la unidad en que ahora nos encontramos, sólo disponíamos de controles manuales. No era un sistema seguro, si usted quiere. Allí están, detrás de usted, cubiertos de plástico desmenuzable.

—En caso de emergencia, romper el cristal —murmuró Demerest, examinando el equipo.

—¿Cómo dice?

—Nada, es una frase que solía figurar en los antiguos extintores… ¿Cree usted que los controles manuales se encuentran todavía en estado de funcionamiento al cabo de veinte años? ¿No es posible que se hayan estropeado por falta de uso sin que nadie se diera cuenta?

—No. Todo nuestro equipo es revisado periódicamente, incluido esos controles. ¿Sabe una cosa, Mr. Demerest? Nosotros estamos tan interesados en Luna City como usted lo está en la Base Submarina. Supongo que no tendrá inconveniente en invitar a uno de nuestros jóvenes…

—¿Por qué no a una joven? —sugirió inmediatamente Annette.

—Estoy seguro de que te refieres a ti misma, querida —dijo Bergen—. Y sólo puedo contestar que tú estás decidida a tener un hijo aquí y a vivir con él aquí una temporada después de que haya nacido. Eso te elimina de la lista de aspirantes.

Demerest dijo:

—Confiamos en que envíen ustedes hombres a Luna City. Tenemos muchas ganas de que comprendan nuestros problemas.

—Sí, un intercambio mutuo de problemas y de sollozar uno sobre los hombros del otro podría ser de gran consuelo para todos. Por ejemplo, en Luna City tienen ustedes una ventaja que nos gustaría tener. Con una gravedad escasa y una baja presión diferencial pueden dar a sus cavernas cualquier forma irregular o angular que satisfaga a su sentido de la estética o que resulte más conveniente. Aquí estamos limitados a la esfera —al menos para un futuro previsible—, y nuestros diseñadores desarrollan un odio a lo esférico que supera lo creíble. Y prefieren dimitir a continuar trabajando esféricamente —Bergen sacudió la cabeza—. Cuando William Beebe construyó la primera cámara submarina de la historia en los años treinta del siglo pasado, no era más que una góndola suspendida de un buque nodriza por un cable de media milla. No tenía cámaras de flotación ni motores: si el cable se rompía, adiós. Por fortuna, nunca se rompió. ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Cuando Beebe construyó su primera cámara submarina quería hacerla cilíndrica, de modo que un hombre encajara en ella cómodamente; después de todo, un hombre es básicamente un cilindro alargado. Sin embargo, un amigo suyo le convenció de que una esfera resistiría mucho mejor la presión que cualquier otra forma.

Demerest no hizo ningún comentario.

—Nos gustaría de un modo especial que alguien de la Base Submarina visitara Luna City —dijo, volviendo al tema anterior—, porque ello podría conducir a la comprensión de la necesidad, por parte de la Base Submarina, de una actitud que podría implicar un considerable sacrificio.

—¿Cómo? —inquirió Bergen, sorprendido.

—La Base Submarina es una realización maravillosa, no tengo inconveniente en admitirlo. Y estoy convencido de que mejorará muchísimo. Sin embargo…

—¿Sin embargo?

—Sin embargo, los océanos son únicamente una parte de la Tierra: la parte mayor, pero una parte, a fin de cuentas. Y las profundidades submarinas son únicamente una parte del océano. En realidad, es un espacio interior. Funciona hacia dentro…

—Creo —le interrumpió Annette, en tono más bien desabrido— que está usted a punto de establecer una comparación con Luna City.

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