Cuentos completos (243 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Para eso se necesita radiación de cuatro dimensiones, papá… es una bonita idea, pero no puede realizarse.

—Oh, ¿de verdad? Bueno, escucha esto…

Sin embargo, lo que Arthur debía escuchar permaneció secreto, por lo menos aquel día. Un penetrante grito a poca distancia de ellos les hizo aguzar la vista. Hacia ellos se dirigía la decidida figura de Henry Scanlon, y siguiéndole, a mucha distancia y con un paso mucho más lento, iba Irene.

—Dime, papá, hace muchísimo rato que te busco. ¿Dónde estabas?

—Aquí mismo, hijo. ¿Y tú?

—Oh, por los alrededores. Escucha, papá. Te acuerdas de que los exploradores nos hablaron de unos anfibios que habitaban en los lagos altos de Venus, ¿verdad? Bueno, los hemos localizado. ¿No es cierto, Irene?

La muchacha hizo una pausa para recobrar el aliento y asintió con la cabeza.

—Son de lo más atractivo, señor Scanlon. Todos verdes —Arrugó la nariz, riéndose.

Arthur y su padre intercambiaron una mirada de duda. El primero se encogió de hombros.

—¿Estáis seguros de no haberlo imaginado? Recuerdo una ocasión, Henry, en que viste un meteoro en el espacio, casi nos morimos del susto, y después resultó ser tu propio reflejo en el cristal de la portilla.

Henry, penosamente consciente de la disimulada risa de Irene, sacó hacia delante un labio inferior lleno de beligerancia.

—Vamos, Art, me parece que te estás buscando una paliza. Y soy lo bastante mayor para dártela.

—¡Vamos, calmaos! —exclamó el anciano Scanlon con voz perentoria—, y tú, Arthur, aprende a respetar la dignidad de tu hermano pequeño. En cuanto a ti, Henry, todo lo que Arthur quería decir es que esos anfibios son tan tímidos como conejos. Nadie ha conseguido nunca verlos más de un segundo.

—Pues nosotros sí, papá. A muchos de ellos. Supongo que se sintieron atraídos por Irene. Nadie se le resiste.

—Ya sé que

no puedes —y Arthur se rió fuertemente.

Henry volvió a ponerse rígido, pero su padre se interpuso entre los dos.

—Estaos quietos los dos. Vayamos a ver a esos anfibios.


Es sorprendente —
exclamó Max Scanlon—. Son tan amigables como niños. No puedo entenderlo.

Arthur movió la cabeza.

—Yo tampoco, papá. A lo largo de cincuenta años, ningún explorador ha logrado observar bien a uno, y aquí están… han acudido como moscas.

Henry echaba guijarros al lago.

—Mirad eso, todos vosotros.

Ahora los anfibios se amontonaban en número cada vez mayor, acercándose al mismo borde del lago, donde asían las gruesas cañas de la orilla y contemplaban con ojos saltones a los híbridos. Sus palmeadas y musculosas patas podían verse por debajo de la superficie del agua, moviéndose hacia delante y hacia atrás con perezosa gracia. Su boca sin labios se abría y cerraba sin cesar con ritmo extraño y desigual.

—Me parece que están hablando, señor Scanlon —dijo Irene, de pronto.

—Es muy posible —convino pensativamente el anciano híbrido—. Tienen la caja craneal bastante grande, y es posible que posean una inteligencia considerable. Si los órganos de su voz y oído están sintonizados para emitir ondas de mayor o menor frecuencia que las nuestras, no podemos oírlos… y eso podría explicar muy bien la falta de sonido.

—Probablemente, están hablando de nosotros con la misma preocupación que nosotros de ellos —dijo Arthur.

—Sí, y preguntándose qué clase de monstruos somos —añadió Irene.

Henry no dijo nada. Se aproximaba al borde del lago con pasos cautelosos. El suelo que pisaba se hizo cada vez más fangoso, y las cañas más gruesas. El grupo de anfibios más cercano volvió hacia él unos ojos ansiosos, y uno o dos se alejaron silenciosamente.

Pero el más próximo se mantuvo quieto. Tenía la amplia boca firmemente cerrada; los ojos expresaban cautela… pero no se movió.

Henry se detuvo, vaciló, y después alargó la mano.

—¡Hola, fib!

El «fib» contempló la mano alargada. Con mucho cuidado, extendió su propio antebrazo palmeado y tocó los dedos del híbrido. Con un salto, lo retiró de nuevo, y su boca se movió con silenciosa excitación.

—Ten cuidado —dijo la voz de Max desde detrás—. Así les asustarás. Tienen la piel terriblemente sensible y los objetos secos pueden irritarla. Mete la mano en el agua.

Lentamente, Henry obedeció. Los músculos del fib se pusieron en tensión para escaparse al más ligero movimiento, pero éste no llegó. La mano del híbrido volvió a alargarse, esta vez completamente mojada.

Durante un largo minuto no ocurrió nada, mientras el fib parecía reflexionar en su interior sobre su futura línea de conducta. Y después, tras dos falsos intentos y apresuradas retiradas, los dedos volvieron a tocarse.

—Hola, fib —dijo Henry, y estrechó la mano verde.

Siguió un único salto de asombro y después una nueva y vigorosa presión que entumeció los dedos del híbrido. Evidentemente animados por el ejemplo del primer fib, sus compañeros se aproximaron, ofreciendo multitud de manos.

Los otros tres híbridos avanzaron hasta el lodo y ofrecieron también sus manos mojadas.

—Es gracioso —dijo Irene—. Cada vez que estrecho una mano, pienso en el cabello.

—¿En el cabello?

—Sí, el nuestro. Tengo la imagen de un cabello blanco y largo, que se mantiene levantado y reluce bajo el sol.

—¡Cierto! —interrumpió de repente Henry—. Yo también tengo esta impresión, ahora que lo mencionas. Pero sólo cuando estrecho una mano.

—¿Y tú, Arthur? —preguntó Max.

Arthur asintió a su vez, mientras enarcaba las cejas.

Max sonrió y golpeó la palma de su mano con el puño.

—Es una especie de telepatía primitiva, demasiado débil para que ocurra sin contacto físico e incluso entonces sólo capaz de producir unas sencillas ideas.

—Pero ¿qué cabello, papá? —preguntó Arthur.

—Quizá fuera nuestro cabello lo que les atrajera en primer lugar. Nunca han visto algo parecido… y… bueno; ¿quién puede explicar su psicología?

De pronto, se puso de rodillas y remojó su alta cresta de cabello. Hubo un batir de agua y aparecieron nuevos cuerpos verdes que se acercaban. Una mano verde pasó suavemente por encima de la rígida cresta blanca, provocando un parloteo excitado, aunque silencioso. Luchando entre ellos por conseguir una posición ventajosa, compitieron por el privilegio de tocar el cabello hasta que Max, agotado, tuvo que volver a levantarse.

—Es probable que, a partir de ahora, sean amigos nuestros durante toda la vida —dijo—. Una extraña especie de animales.

En aquel momento, Irene se fijó en un grupo de fibs a cien metros de la orilla.

—¿Por qué no se acercan? —preguntó.

Se volvió hacia uno de los fibs más cercanos y señaló a los otros haciendo frenéticos gestos de dudoso significado. No recibió más que solemnes miradas como respuesta.

—Así no, Irene —reprendió Max amablemente. Extendió la mano, asió la de un complaciente fib y permaneció inmóvil durante un momento. Cuando la soltó, el fib se sumergió en el agua y desapareció. Al cabo de un instante, sus perezosos compañeros se acercaban lentamente por la costa.

—¿Cómo lo ha hecho? —inquirió Irene.

—¡Telepatía! Le he estrechado la mano fuertemente y he representado la imagen de un aislado grupo de fibs y una larga mano que se extendía sobre el agua para estrechar las suyas —Sonrió con amabilidad—. Son muy inteligentes, o no me hubieran entendido con tanta rapidez.

—¡Pero si son hembras! —gritó Arthur, con súbita y estupefacta incredulidad—. Por todo lo sagrado, ¡están amamantando a sus hijos!

—Ohh —exclamó Irene con repentino placer—. ¡Mirad esto!

Se hallaba arrodillada sobre el barro, con los brazos extendidos hacia la hembra más cercana. Los otros tres contemplaron con hipnotizado silencio cómo las nerviosas hembras fib estrechaban sus diminutas crías contra el pecho.

Pero los brazos de Irene hicieron ligeros gestos de invitación.

—Por favor, por favor. Es tan mono. No le haré daño.

Es muy dudoso que la madre fib la entendiera, pero con un súbito movimiento, alargó un pequeño fardo verde que se movía sin cesar y lo depositó en los brazos que lo esperaban.

Irene se levantó, gritando de satisfacción. Los pequeños pies palmeados daban patadas en el aire y, a su alrededor, ojos asustados la contemplaban fijamente. Los otros tres se aproximaron y lo observaron con curiosidad.

—Realmente es de lo más
encantador.
Mirad qué boquita tan graciosa. ¿Quieres cogerlo, Henry?

Henry retrocedió de un salto como si le hubieran pinchado.

—¡De ninguna manera! Probablemente se me caería

—¿Tienes alguna imagen en el pensamiento, Irene? —preguntó Max, pensativamente.

Irene reflexionó y frunció el ceño al concentrarse.

—Nno. Es demasiado pequeño, quizá…, ¡oh, sí! Es… es… —Se interrumpió y trató de reírse—. ¡Tiene
hambre!

Devolvió el diminuto bebé fib a su madre, cuya boca se movía en transportes de alegría y cuyos musculosos brazos estrechaban contra sí a la pequeña criatura.

—Seres amigables —dijo Max—, e inteligentes. Que se queden con sus lagos y ríos. Nosotros nos quedaremos con la tierra y no interferiremos con ellos.

Un híbrido solitario se hallaba en la Montaña Scanlon y sus gemelos de campaña estaban enfocados hacia el monte Rocoso, a unos quince kilómetros sobre las colinas. Durante cinco minutos, los gemelos no se movieron y el híbrido permaneció como una estatua vigilante hecha de la misma roca de la que estaban formadas todas las montañas de alrededor.

Y entonces los gemelos de campaña descendieron, y el rostro del híbrido reflejó una profunda tristeza. Se apresuró a descender la colina hasta la guardada y oculta entrada de Ciudad Venus.

Pasó junto a los guardas sin pronunciar una sola palabra y descendió a los pisos inferiores, donde la sólida roca seguía siendo reducida a la nada y moldeada a voluntad por controlados chorros de superenergía.

Arthur Scanlon levantó la vista, y con una súbita premonición de desastre hizo señas a los desintegradores para que se detuvieran.

—¿Qué sucede, Sorrell?

El híbrido se inclinó hacia delante y susurró una sola palabra al oído de Arthur.


¿
Dónde? —La voz de Arthur era ronca.

—Al otro lado de la montaña. Ahora vienen a través del monte Rocoso en dirección hacia nosotros. Divisé el destello del sol sobre metal y…

—¡Dios mío! —Arthur se pasó distraídamente la mano por la frente y después se volvió hacia los ansiosos híbridos que les observaban, desde los mandos del desintegrador—. ¡Continuad tal como estaba planeado! ¡No hay cambios!

Se apresuró a subir las plantas hasta la entrada, y dio las pertinentes órdenes:

—Triplicad inmediatamente la guardia. Nadie más que yo o los que vengan conmigo podrán salir. Enviad en seguida algunos hombres por cualquiera de los rezagados y ordenadles que busquen refugio y no hagan ruidos innecesarios.

Después, volvió a la avenida central para dirigirse a la morada de su padre.

Max Scanlon levantó la vista de sus cálculos y su grave frente se suavizó.

—Hola, hijo. ¿Sucede algo? ¿Otro estrato resistente?

—No, nada parecido —Arthur cerró la puerta con cuidado y bajó la voz—. ¡Terrícolas!

—¿Colonizadores?

—Así parece. Sorrell ha dicho que entre ellos había mujeres y niños. Son varios centenares en total, equipados para quedarse… y caminando en esta dirección.

Llegaban a través del monte Rocoso en una larga y oscilante hilera. Aguerridos pioneros con sus valerosas mujeres consumidas por el trabajo y sus descuidados y medio salvajes niños, criados con tosquedad. Los anchos y bajos «Camiones Venus» traqueteaban con torpeza por los caminos vírgenes, cargados con amorfas masas de artículos caseros de primera necesidad.

Los jefes contemplaron el paisaje y uno habló en sílabas recortadas y espasmódicas:

—Casi hemos llegado, Jera. Ahora estamos al pie de las montañas.

Y el otro comentó lentamente:

—Y hay buena tierra de cultivo. Podemos construir nuestras granjas y establecernos —suspiró—. Este último mes ha sido muy pesado. ¡Me alegro de haber llegado!

Y desde una montaña vecina —la última montaña antes del valle— los Scanlon, padre e hijo, unos puntos invisibles en la distancia, contemplaban a los recién llegados con pesar.

—La única cosa para la que no podíamos prepararnos… y ha ocurrido.

Arthur habló lentamente y de mala gana:

—Son pocos y no van armados. Podemos echarles de aquí en una hora —dijo con súbita fiereza—. ¡Venus es
nuestro!

—Sí, podemos echarles en una hora, en diez minutos. Pero regresarían, a miles, y armados. No estamos preparados para luchar contra toda la Tierra, Arthur.

El joven se mordió el labio y murmuró unas palabras con algo de timidez:

—Por el bien de la raza, padre…, podríamos matarles a todos.

—¡Nunca! —exclamó Max, con los ojos echando chispas—. No seremos los primeros en atacar. Si matamos, no podemos esperar misericordia de la Tierra.

—Pero, padre, ¿qué otra alternativa tenemos? No podemos esperar misericordia de la Tierra de ninguna manera. Si nos localizan, si llegan a sospechar nuestra existencia, toda nuestra hégira habrá carecido de sentido y seremos derrotados desde el principio.

—Lo sé, lo sé.

—Ahora no podemos cambiar —continuó Arthur, apasionadamente—. Hemos pasado meses preparando Ciudad Venus. ¿Cómo podríamos abandonarla?

—No podemos —convino Max, sin entonación.

—Vivir como topos después de todo. ¡Fugitivos! ¡Refugiados asustados! ¿No es así?

—Dilo de la manera que quieras… pero hemos de escondernos, Arthur, y enterrarnos.

—¿Hasta…?

—Hasta que yo, o nosotros, perfeccionemos la curva bidimensional de los rayos estáticos. Rodeados por una defensa impenetrable, podremos salir al espacio exterior. Puede llevarnos años; puede llevarnos una semana. No lo sé.

Todo estaba en silencio en Ciudad Venus, y los ojos se volvían hacia la planea superior y las salidas ocultas. Fuera había aire, sol, espacio… y terrícolas.

Se habían establecido varios kilómetros más
arriba,
junto al cauce del río. Levantaban sus rústicas casas; despejaban la tierra de alrededor; construían granjas.

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