Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Su padre, señor. Debían ponerse en contacto con los fibs, no sé por qué.
—Bueno, prosiga.
—Señor, los fibs no han sido localizados.
—¿Se habían ido?
El híbrido asintió.
—Se cree que han buscado refugio de la próxima tormenta. Esta es la razón de que Barno tema lo peor.
—Dicen que las ratas abandonan el barco que naufraga —murmuró Arthur. Enterró la cabeza en sus manos temblorosas—. ¡Dios mío! ¡Todo a la vez!
Irene se estremeció.
—Ha empezado a hacer mucho viento y frío, ¿verdad?
—Es el aire frío de las montañas. Me parece que se acerca una tormenta —declaró Henry distraídamente—. Creo que el río ha crecido.
Un corto silencio y, después, con súbita vivacidad:
—Pero mira, Irene, sólo faltan unos cuantos kilómetros para llegar al lago, y allí ya estaremos prácticamente en el pueblo terrícola. Casi lo hemos logrado.
Irene asintió.
—Me alegro por nosotros… y también por los fibs.
Tenía razón en sus últimas palabras. Los fibs nadaban ahora con mucha lentitud. El día antes había llegado un destacamento adicional desde la parte alta del río, pero incluso con estos refuerzos, el avance se había reducido a un paseo. Un desacostumbrado frío! atacaba a los reptiles de múltiples patas y cedían cada vez con mayor dificultad a una fuerza mental superior.
Las primeras gotas cayeron cuando acababan de atravesar el lago. La oscuridad era completa, y a la luz azul de los rayos, los árboles que les rodeaban parecían fantasmales espectros que alzaran sus dedos hacia el cielo. Un súbito destello, a lo lejos, encendió la pira funeraria de un árbol fulminado por un rayo.
Henry palideció.
—Vayamos hacia el claro de allí enfrente. En un tiempo como éste, los árboles son peligrosos.
El claro del que hablaba formaba las afueras del pueblo terrícola. Las casas, burdamente construidas, toscas y pequeñas frente a la furia de los elementos, estaban iluminadas con luces que hablaban de la ocupación humana. Y cuando el primer centosaurio apareció por entre los árboles astillados, la tormenta estalló súbitamente con toda su furia.
Los dos híbridos se acercaron más el uno al otro.
—Todo depende de los fibs —gritó Henry, tratando de hacerse oír por encima del viento y la lluvia—. Espero que lo logren.
Los tres monstruos se dirigieron hacia las casas. Se movían con más rapidez, al emplear los fibs hasta la última gota de su poder mental.
Irene sepultó su cabeza mojada en los hombros igualmente empapados de Henry.
—¡No puedo mirar! Estas casas no resistirán. ¡Oh, pobre gente!
—No, Irene, no. ¡Se han detenido!
Los centosaurios pateaban con fuerza y sus chillidos sonaban con estridencia y claridad sobre el ruido de la tormenta. Sorprendidos terrícolas salían apresuradamente de sus cabañas.
Cogidos por sorpresa —la mayoría estaba durmiendo— y enfrentados con una tormenta venusiana y unos monstruos venusianos de pesadilla, era imposible una acción organizada. Tal como iban, sin llevar nada más que su ropa, echaron a correr.
Y cuando parecía que todos habían huido, los gigantescos reptiles volvieron a avanzar, y donde antes había habido casas, sólo quedaron astillas machacadas.
—No volverán nunca, Irene, no volverán nunca —Henry se hallaba sin aliento ante el éxito de su plan—. Ahora somos héroes y… —Su voz aumentó de intensidad hasta convertirse en un alarido—. ¡Irene, retrocede! ¡Corre hacia los árboles!
Los aullidos de los centosaurios habían adquirido una nota más profunda. El más cercano se levantó sobre las patas posteriores y su enorme cabeza, a sesenta metros del suelo, se recortó de un modo horrible contra los relámpagos. Con un ruido sordo, volvió a caer sobre todas sus patas y se dirigió hacia el río, que bajo la gran tormenta se había convertido en un incontenible torrente.
¡Los fibs habían perdido el control!
La pistola de tonita de Henry despidió un destello al entrar rápidamente en acción, mientras apartaba a Irene de allí. Ella, sin embargo, retrocedió con lentitud y sacó su propia pistola.
La bola de luz púrpura que indicaba la eficacia de un tiro centelleó y el centosaurio más cercano dio un grito de agonía mientras su enorme cola golpeaba contra los árboles circundantes. A ciegas, con un agujero donde antes había habido una pata chorreando sangre, cargó hacia ellos.
Un segundo destello púrpura y se cayó con un golpe sordo que provocó un temblor de tierra, mientras su postrer alarido alcanzaba un crescendo de terrorífica intensidad.
Pero los otros dos monstruos corrían hacia ellos. Avanzaban ciegamente hacia la fuente del poder que les había mantenido en cautividad durante casi una semana; cargaban con violencia y toda la fuerza de su insensato odio al río.
Entonces, súbitamente, el estampido de unas pistolas de tonita sonó a lo lejos. Destellos de color púrpura, una violenta agitación, alaridos espasmódicos y luego el silencio en el cual el viento, como intimidado por los recientes acontecimientos, respetó momentáneamente la paz.
Henry gritó con alegría y realizó una improvisada danza guerrera.
—Han venido de Ciudad Venus, Irene —gritó—. ¡Han abatido a los centosaurios y ya todo ha terminado! ¡Hemos salvado a los híbridos!
Sucedió en una exhalación. Irene había dejado caer su pistola y sollozaba con alivio. Corría hacia Henry cuando tropezó… y se cayó al río.
—¡Henry! —El viento ahogó el sonido.
Durante un espantoso momento, Henry se vio incapaz de moverse. Sólo fue capaz de contemplar, estúpida e incrédulamente, el lugar donde Irene había estado, y después se encontró en el agua.
—¡Irene! —contuvo el aliento con dificultad. La corriente lo llevaba hacia delante—.
¡Irene!
Ningún sonido excepto el viento. Sus esfuerzos por nadar eran inútiles, Ni siquiera podía salir a la superficie más que un segundo de vez en cuando; sus pulmones estallaban.
—
¡Irene!
—No hubo contestación.
Y entonces algo le tocó. Lo atacó instintivamente, pero la presión aumentó. Se sintió levantado hasta la superficie. Sus torturados pulmones recibieron el aire a borbotones. La sonriente cara de un fib le contempló y después de esto no hubo más que confusas impresiones de frío y oscura humedad.
Se fue dando cuenta de lo que le rodeaba por etapas. Primero, de que estaba sentado sobre una manta debajo de los árboles, con otras mantas alrededor de su cuerpo. Después, sintió sobre sí la cálida radiación de lámparas térmicas y la iluminación de focos atómicos. La gente se amontonaba frente a él y vio que ya no llovía.
Miró vagamente a su alrededor y entonces murmuró:
—¡Irene!
Estaba a su lado, igual de arropada que él, y sonreía débilmente.
—Estoy bien, Henry. Los fibs me salvaron.
Madeline estaba inclinada sobre él y tragó el café caliente que ella acercó a sus labios.
—Los fibs nos han contado lo que vosotros dos les habéis ayudado a hacer. Todos estamos orgullosos de vosotros, hijo… de ti y de Irene.
La sonrisa de Max transfiguró su rostro en la personificación del orgullo paternal.
—La psicología que habéis empleado ha sido perfecta. Venus es demasiado grande y tiene demasiadas áreas acogedoras para que los terrícolas vuelvan a un lugar que creen infestado de centosaurios… por lo menos durante un buen tiempo. Y cuando vengan, tendremos nuestro campo estático.
Arthur Scanlon se apresuró a romper su mutismo.
—Tu tutor y yo —le dijo— estamos preparando una fiesta para pasado mañana, así que mejórate y descansa. Será la cosa más bonita que has visto nunca.
Henry intervino:
—Una celebración, ¿eh? Bueno, te diré lo que puedes hacer. Cuando se haya acabado, podrás anunciar un compromiso.
—¿Un compromiso? —Madeline se enderezó y pareció interesada—. ¿A qué te refieres?
—A un compromiso… para casarme —fue la impaciente respuesta—. Supongo que ya soy bastante mayor. ¡El día de hoy lo demuestra!
Los ojos de Irene se hallaban fijos en la hierba con furiosa concentración.
—¿Con quién, Henry?
—¿Eh?
Contigo,
naturalmente. ¡Santo Dios! ¿Con quién otra iba a ser?
—Pero no me lo has pedido… —pronunció estas palabras lentamente y con una gran firmeza.
Por un momento Henry se ruborizó, y después encajó las mandíbulas.
—Pues no voy a hacerlo. ¡Te lo estoy diciendo! ¿Qué decides?
Se acercó más a ella y Max Scanlon emitió una risita e hizo señas a los demás para que se fueran. De puntillas, se alejaron.
Una velada sombra apareció frente a ellos y los dos híbridos se separaron con confusión. Se habían olvidado de los demás.
Pero no era otro híbrido.
—¡Pero…, pero si es un fib! —gritó Irene.
Atravesó la distancia que les separaba cojeando con torpeza, con la inexperta ayuda de sus musculosos brazos. Entonces, se desplomó pesadamente sobre el estómago y extendió sus miembros anteriores.
Su propósito era claro. Irene y Henry le asieron una mano cada uno. Reinó el silencio durante uno o dos minutos y los ojos del fib brillaron solemnemente a la luz de las lámparas atómicas. Después se oyó un súbito grito de vergüenza por parte de Irene y una tímida risa por parte de Henry. El contacto fue roto.
—¿Has entendido lo mismo que yo? —preguntó Henry. Irene estaba roja.
—Sí, era una larga hilera de minúsculos bebés fibs, quizá quince…
—O veinte —dijo Henry.
—…¡Con
largo cabello blanco!
“Homo Sol”
La sesión siete mil cincuenta y cuatro del Congreso Galáctico estaba reunida en solemne cónclave en la vasta sala de conferencias semicircular de Erón, segundo planeta de Arturo.
Lentamente, el presidente delegado se puso en pie. Su marcado semblante de arturiano enrojeció con excitación, al contemplar a los delegados que le rodeaban. Su sentido dramático le impulsó a realizar una breve pausa antes de hacer el anuncio oficial… pues, al fin y a! cabo, la entrada de un nuevo sistema planetario en la gran familia galáctica no es algo que pueda ocurrir dos veces en la vida de un hombre.
Allí se encontraban seres de todos los tipos y formas humanas. Algunos eran altos y esbeltos, otros grandes y corpulentos y otros bajos y gordos. Había los de cabello largo y resistente, los que tenían un escaso vello gris que les cubría la cabeza y la cara, otros con grandes rizos rubios, y otros completamente calvos. Había un delegado de piel verde, uno con una nariz de veinte centímetros y otro con una cola atrofiada. Internamente, la variación casi era infinita.
Pero todos se asemejaban en dos cosas: eran humanoides y poseían inteligencia.
Entonces, retumbó la voz del presidente delegado:
—¡Delegados! El sistema de Sol ha descubierto el secreto de los viajes interestelares y debido a ello es elegible para entrar en la Federación Galáctica.
Un tumulto de gritos de aprobación recorrió la asamblea.
—Tengo aquí —continuó— el informe oficial de Alfa II Centauro, en cuyo quinto planeta han aterrizado los humanoides de Sol. El informe es totalmente satisfactorio y, por lo tanto, la prohibición de entrar y comunicarse con el sistema solar queda levantada. Sol es libre, y está abierto a las naves de la Federación. En estos momentos, se prepara una expedición a Sol, bajo el mando de Joselin Arn, de Alfa Centauro, para ofrecer a ese sistema la invitación de entrar en la Federación.
Hizo una pausa, y de doscientas ochenta y ocho gargantas salió el estentóreo grito de:
—¡Salve, Homo Sol! ¡Salve, Homo Sol!
¡Salve!
Era la bienvenida tradicional de la Federación a todos los mundos nuevos.
Tan Porus se levantó hasta alcanzar su altura total de un metro cincuenta y siete —era alto para un rigeliano— y sus ojos verdes parpadearon con fastidio.
—Ahí está, Lo-fan. Desde hace seis meses que ese extraño calamar de Beta Draconis IV me confunde.
Lo-fan se golpeó suavemente la frente con un largo dedo y una de sus peludas orejas se contrajo varias veces. Había viajado ochenta y cinco años-luz para reunirse en Arturo II con el mejor psicólogo de la Federación… y, más específicamente, para ver aquel extraño molusco cuyas reacciones habían confundido al gran rigeliano.
Ahora lo veía: una masa de carne blanda, hinchada y de un mortecino color púrpura, que retorcía su figura tentacular con plácida indiferencia dentro del enorme tanque de agua que lo albergaba.
—Parece muy normal —dijo Lo-fan.
—¡Ah! —exclamó Tan Porus—. Observe esto.
Corrió la cortina y la habitación quedó sumida en la oscuridad. Sólo brillaba una débil luz azul encima del tanque, y en la escasa claridad el calamar draconiano apenas podía distinguirse.
—Ahí va el estímulo —gruñó Porus. La pantalla que tenía sobre la cabeza irradió una suave luz verde, enfocada directamente encima del tanque. Duró un momento y dio paso a un rojo apagado y, casi en seguida, a un amarillo brillante. Centelleó irregularmente a través del espectro y después, con un destello final de blanco vivo, sonó un timbre parecido a una campana.
Y mientras se desvanecían los ecos de la nota, un estremecimiento recorrió el cuerpo del calamar. Este se relajó y descendió lentamente hasta el fondo del tanque.
Porus apartó la cortina.
—Está
profundamente
dormido —gruñó—. Todavía no ha fallado una sola vez. Todos los ejemplares que hemos tenido caen como fulminados en el momento en que suena la nota.
—Dormido, ¿eh? ¿Tiene el gráfico del estímulo?
—Desde luego. Está aquí mismo. Refleja la longitud exacta de las ondas de luz requeridas, la longitud de duración de cada unidad de luz, así como el declive exacto de la profunda nota del final.
El otro examinó dudosamente las cifras. Frunció el ceño y levantó las orejas con sorpresa. De un bolsillo interior, extrajo una regla de cálculo.
—¿Qué tipo de sistema nervioso tiene el animal?
—Dos-B. Un sencillo, simple y ordinario dos-B. He tenido a los anatomistas, fisiólogos y ecólogos comprobándolo hasta que se pusieron lívidos. Dos-B es lo único que descubrieron. ¡Malditos estúpidos!
Lo-fan no dijo nada, sino que empujó cuidadosamente la barra central de la regla hacia delante y hacia atrás. Se detuvo, entornó los ojos, se encogió de hombros y tomó uno de los grandes volúmenes que había en el estante de encima de su
cabeza.
Ojeó el libro y anotó unos números extraídos de la apretada escritura. Manejó la regla de cálculo de nuevo.