Cuentos completos (47 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Vamos, Rog. Sé compasivo. Yo también tengo una llamada de urgencia particular.

—No puede compararse con esto.

—Rog —vociferé—. ¿No puedes encontrar a otro? ¿Es que no hay nadie más?

—Tú eres el único agente de primera clase que hay en Marte.

—Pídelo a la Tierra entonces. En el Cuartel General tienen agentes a montones.

—Esto tiene que hacerse antes de las once de esta misma mañana. Pero, ¿qué pasa? ¿Acaso no tienes que esperar tres días?

Yo me oprimí la cabeza. ¡Qué sabía él!

—¿Me dejas llamar? —le dije.

Tras fulminarlo con la mirada, volví a meterme en la cabina y dije:

—¡Particular!

Flora apareció de nuevo en la pantalla, deslumbrante como un espejismo en un asteroide. Sorprendida, dijo:

—¿Ocurre algo, Max? No vayas a decirme que algo va mal. Ya he anulado el otro compromiso.

—Flora, cariño —repuse—, iré, iré. Pero ha surgido algo.

Ella preguntó con voz dolida lo que ya podía suponerme, y yo contesté:

—No, no es otra chica. Donde estás tú, las demás no cuentan. ¡Cielito! —Sentí el súbito impulso de abrazar la pantalla de vídeo, pero comprendí que eso no es un pasatiempo adecuado para adultos—. Una cosa del trabajo. Pero tú espérame. No tardaré mucho.

Ella suspiró y dijo:

—Muy bien.

Pero lo dijo de una manera que no me gustó, y que me hizo temblar.

Salí de la cabina con paso vacilante y me encaré con aquel pelmazo:

—Muy bien, Rog, ¿qué clase de embrollo me han preparado?

Nos fuimos al bar del espacio-puerto y nos metimos en un reservado. Rog me explicó.

—El Antares Giant llega procedente de Sirio dentro de exactamente media hora; a las ocho en punto.

—Muy bien.

—Descenderán de él tres hombres, mezclados con los demás pasajeros, para esperar al Space Eater, que tiene su llegada de la Tierra a las once y sale para Capella poco después. Estos tres hombres subirán al Space Eater, y a partir de ese momento quedarán fuera de nuestra jurisdicción.

—Bueno, ¿y qué?

—Entre las ocho y las once permanecerán en una sala de espera especial, y tú les harás compañía. Tengo una imagen tridimensional de cada uno de ellos, con el fin que puedas identificarlos. En esas tres horas tendrás que averiguar cuál de los tres transporta contrabando.

—¿Qué clase de contrabando?

—De la peor clase. Espaciolina alterada.

—¿Espaciolina alterada?

Me había matado. Sabía perfectamente lo que era la espaciolina. Si el lector ha viajado por el espacio también lo sabrá, sin duda. Y para el caso que no se haya movido nunca de la Tierra, le diré que todos los que efectúan su primer viaje por el espacio la necesitan; casi todos la toman en el primer viaje que realizan; y muchísimas personas ya no saben prescindir jamás de ella. Sin ese producto maravilloso, se experimenta vértigo cuando se está en caída libre, algunos lanzan chillidos de terror y contraen psicosis semi-permanentes. Pero la espaciolina hace desaparecer completamente estas molestias y sus efectos. Además, no crea hábito; no posee efectos perjudiciales secundarios. La espaciolina es ideal, esencial, insustituible. Si el lector lo duda, tome espaciolina. Rog continuó:

—Exactamente. Espaciolina alterada. Sólo puede alterarse mediante una sencilla reacción que cualquiera es capaz de realizar en el sótano de su casa. Entonces pasa a ser una droga y se administra en dosis masivas, convirtiéndose en un terrible hábito desde la primera toma. Se la puede comparar a los más peligrosos alcaloides que se conocen.

—¿Y acabamos de descubrirlo precisamente ahora, Rog?

—No. El Servicio conocía la existencia de esa droga desde hace años, y hemos evitado que este peligroso conocimiento se difundiese, manteniendo en el mayor secreto los casos en que se ha hallado droga. Pero ahora las cosas han llegado demasiado lejos.

—¿En qué sentido?

—Uno de los tres individuos que se detendrán aquí transporta cierta cantidad de espaciolina alterada sobre su persona. Los químicos del sistema de Capella, que se encuentra fuera de la Federación, la analizarán y averiguarán la manera de producirla sintéticamente. Después de esto nos encontraremos enfrentados con el dilema de tener que luchar contra la peor amenaza que jamás han provocado los estupefacientes, o tener que suprimir el peligro suprimiendo su causa.

—¿La espaciolina?

—Exacto. Y si suprimimos la espaciolina, de rechazo suprimimos los viajes interplanetarios.

Me resolví a poner el dedo en la llaga:

—¿Cuál de esos tres individuos lleva la droga?

Rog sonrió con desdén.

—¿Crees que te necesitaríamos si lo supiésemos? Eres tú quien tiene que averiguarlo.

—Me encargas una misión muy arriesgada.

—En efecto; si te equivocas de individuo te expones a que te corten el pelo hasta la laringe. Cada uno de esos tres es un hombre importantísimo en su propio planeta. Uno de ellos es Edward Harponaster; otro, Joaquin Lipsky, y el tercer es Andiamo Ferrucci. ¿Qué te parece?

Tenía razón. Yo conocía aquellos tres nombres. Probablemente el lector los conoce también; y no podía poner la mano encima de ninguno de ellos sin poseer sólidas pruebas, naturalmente.

—¿Y uno de ellos se ha metido en un negocio tan sucio por unos cuantos…?

—Este asunto representa trillones —repuso Rog—, lo cual quiere decir que cualquiera de ellos lo haría con mucho gusto. Y sabemos que es uno de ellos, porque Jack Hawk consiguió averiguarlo antes que le matasen…

—¿Han matado a Jack Hawk?

Durante un minuto me olvidé de la amenaza que pesaba sobre la galaxia a causa de aquellos traficantes de drogas. Y casi, casi, llegué a olvidarme también de Flora.

—Sí, y lo asesinaron a instigación de uno de esos tipos. Tú tienes que descubrirlo. Si nos señalas al criminal antes de las once, cuenta con un ascenso, un aumento de sueldo y la satisfacción de haber vengado al pobre Jack Hawk. Y, por ende, habrás salvado a la galaxia. Pero si señalas a un inocente, crearás un conflicto interestelar, perderás el puesto, y te pondrán en todas las listas negras que hay entre la Tierra y Antares.

—¿Y si no señalo a ninguno de ellos? —pregunté.

—Eso sería como señalar a uno inocente, por lo que se refiere al Servicio.

—O sea que tengo que señalar a uno, pero sólo al culpable, de lo contrario mi cabeza está en juego.

—Harían rebanadas con ella. Estás empezando a comprender, Max.

En una larga vida de parecer feo, Rog Crinton nunca lo había parecido tanto como entonces. Lo único que me consoló al mirarle fue pensar que él también estaba casado y que vivía con su mujer en Puerto Marte todo el año. Y se lo tenía muy merecido. Tal vez me mostraba demasiado duro con él, pero se merecía aquello.

Así que perdí de vista a Rog, me apresuré a llamar a Flora.

—¿Qué pasa? —me preguntó ella.

—Verás, cielito —le dije—, no puedo contártelo ahora, pero se trata de un compromiso ineludible. Ten un poco de paciencia, que terminaré este asunto en seguida, aunque tenga que recorrer a nado todo el Gran Canal hasta el casquete polar en ropa interior, ¿sabes?, o arrancar a Fobos del cielo…, o cortarme en pedacitos y enviarme como paquete postal.

—Vaya —dijo ella, con un mohín de disgusto—, si hubiese, sabido que tenía que esperar…

Yo di un respingo. Flora, a pesar de su nombre, no era de esas chicas que se impresionan por la poesía. En realidad, ella sólo era una mujer de acción… Pero, después de todo, cuando flotase en brazos de la gravedad marciana en un mar perfumado con jazmín y en compañía de Flora, la sensibilidad poética no sería precisamente la cualidad que yo consideraría más indispensable.

Con una nota de urgencia en la voz, dije:

—Por favor, espérame, Flora. No tardaré. Después ya recuperaremos el tiempo perdido.

Estaba disgustado, desde luego, pero todavía no me dominaba la preocupación. Apenas me había dejado Rog, cuando concebí un plan para descubrir cuál era el culpable.

Era muy fácil. Estuve a punto de llamar a Rog para decírselo, pero no hay ninguna ley que prohíba que la cerveza se suba a la cabeza y que el aire contenga oxígeno. Lo resolvería en cinco minutos y luego me iría disparado a reunirme con Flora; con cierto retraso tal vez, pero con un ascenso en el bolsillo, un aumento de sueldo en mi cuenta y un pegajoso beso del Servicio en ambas mejillas.

Mi plan era el siguiente: los magnates de la industria no suelen viajar mucho por el espacio; prefieren utilizar el transvídeo. Cuando tienen que asistir a alguna importante conferencia interestelar, como era probablemente el caso de aquellos tres, tomaban espaciolina. No estaban suficientemente acostumbrados a viajar por el espacio para atreverse a prescindir de ella. Además, la espaciolina es un producto carísimo, y los grandes potentados siempre quieren lo mejor de lo mejor. Conozco su psicología.

Eso sería perfectamente aplicable a dos de ellos. No obstante, el que transportaba el contrabando no podía arriesgarse a tomar espaciolina…, ni siquiera para evitar el mareo del espacio. Bajo la influencia de la espaciolina, podría revelar la existencia de la droga; o perderla; o decir algo incoherente que luego resultase comprometedor. Tenía que mantener el dominio de sí mismo en todo momento.

Así de sencillo era. Me dispuse a esperar.

El Antares Giant arribó puntualmente, y yo esperé con los músculos de las piernas en tensión, para salir corriendo en cuanto hubiese puesto las esposas al inmundo y criminal traficante de drogas y me hubiese despedido de los otros dos eminentes personajes.

El primero en entrar fue Lipsky. Era un hombre de labios carnosos y sonrosados, mentón redondeado, cejas negrísimas y cabello ceniciento. Se limitó a mirarme, para sentarse sin pronunciar palabra. No era aquél. Se hallaba bajo los efectos de la espaciolina.

Yo le dije:

—Buenas tardes.

Con voz soñolienta, él murmuró:

—Ardes surrealista en Panamá corazones en misiones para una taza de té. Libertad de palabra.

Era la espaciolina, en efecto. La espaciolina, que aflojaba los resortes de la mente humana. La última palabra pronunciada por alguien sugería la siguiente frase, en una desordenada asociación de ideas.

El siguiente fue Andiamo Ferrucci. Bigotes negros, largo y cerúleo, tez olivácea, cara marcada de viruelas. Tomó asiento en otra butaca, frente a nosotros.

Yo le dije:

—¿Qué, buen viaje?

Él contestó:

—Baje la luz sobre el testuz del buey de Camagüey, me voy a Indiana a comer.

Lipsky intervino:

—Comercio sabio resabio con una libra de libros en Biblos y edificio fenicios.

Yo sonreí. Me quedaba Harponaster. Ya tenía cuidadosamente preparada mi pistola neurónica, y las esposas magnéticas a punto para ponérselas.

Y en aquel momento entró Harponaster. Era un hombre flaco, correoso, muy calvo, y bastante más joven de lo que parecía en su imagen tridimensional. ¡Y estaba empapado de espaciolina hasta el tuétano!

No pude contener una exclamación:

—¡Atiza!

—Paliza fenomenal sobre mal papel si no tocamos madera en la carretera.

Ferrucci añadió:

—Estera sobre la ruta en disputa por encontrar un ruiseñor.

Y Lipsky continuó:

—Señor, jugaré a ping-pong ante amigos dulces son.

Yo miraba de uno a otro lado mientras ellos iban diciendo tonterías en parrafadas cada vez más breves, hasta que reinó el silencio.

Inmediatamente comprendí lo que sucedía. Uno de ellos estaba fingiendo, pues había tenido suficiente inteligencia para comprender que si no aparecía bajo los efectos de la espaciolina, eso le delataría. Tal vez sobornó a un empleado para que le inyectase una solución salina, o hizo cualquier otro truco parecido.

Uno de ellos fingía. No resultaba difícil representar aquella comedia. Los actores del subetérico hacían regularmente el número de la espaciolina. El lector debe haberlos oído docenas de veces.

Contemplé a aquellos tres hombres y noté que se me erizaban por primera vez los pelos del cuello al pensar en lo que me sucedería si no conseguía descubrir al culpable.

Eran las 8,30, y estaban en juego mi empleo, mi reputación, y mi propia cabeza. Dejé de pensar de momento en ello y pensé en Flora. Desde luego, no me esperaría eternamente. Lo más probable era que ni siquiera me esperase otra media hora.

Entonces me dije: ¿sería capaz el culpable de realizar con la misma soltura las asociaciones de ideas, si le hacía meterse en terreno resbaladizo?

Así es que dije:

—Estoy tan estupefacto que siento estupefacción.

Lipsky pescó la frase al vuelo y prosiguió:

—Estupefacción estupefaciente dijo el cliente con do re mi fa sol para ser salvado.

—Salvado con estofado de toro de nada sirve la efervescencia con un cañón —dijo Ferrucci.

—Cañones al son dulzón del trombón —dijo Lipsky.

—Bombón astroso —dijo Ferrucci.

—Oso de cal —dijo Harponaster.

Unos cuantos gruñidos y se callaron.

Lo intenté de nuevo, con mayor cuidado esta vez, pensando que recordarían después todo cuanto yo dijese. Por lo tanto, debía esforzarme por decir frases inofensivas.

Dije pues:

—No hay nada como la espaciolina.

Ferrucci dijo:

—La colina de la mina en la Scala de Milán, tan taran, tan…

Yo interrumpí tan ingeniosas palabras y repetí, mirando a Harponaster:

—Sí, para viajar por el espacio, no hay nada como la espaciolina.

—Avelina con su cama de algodón en rama salta la rana…

Le interrumpí también, dirigiéndome esta vez a Lipsky:

—No hay nada como la espaciolina.

—Melusina toma chocolate con patatas baratas tras los talones de Aquiles.

Uno de ellos añadió:

—Miles de angulas grandes como mulas me tienen que matar.

—Atar después de bailar.

—Hilar muy finas.

—Minas de sal.

—Salga el rey.

—Buey.

Lo intenté dos o tres veces más, hasta que vi que por allí no iría a ninguna parte. El culpable, quienquiera que fuese de los tres, se había ejercitado, o bien poseía un talento natural para efectuar asociaciones de ideas espontáneas. Desconectaba su cerebro y dejaba que las palabras saliesen al buen tun tun. Además, debía saber lo que yo estaba buscando. Si «estupefacción» con su derivado «estupefaciente» no le habían delatado, la repetición por tres veces consecutivas de la palabra «espaciolina» debía haberlo hecho. Los otros dos nada debían sospechar, pero él sí.

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