Cuentos completos (48 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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¿Cómo conseguiría descubrirlo entonces? Sentí un odio furioso hacia él y noté que me temblaban las manos. Aquella asquerosa rata, si se escapaba, corrompería toda la galaxia. Por si fuese poco, era culpable de la muerte de mi mejor amigo. Y por encima de todo esto, me impedía acudir a mi cita con Flora.

Me quedaba el recurso de registrarlos. Los dos que se hallaban realmente bajo los efectos de la espaciolina no harían nada por impedirlo, pues no podían sentir emoción, temor, ansiedad, odio, pasión ni deseos de defenderse. Y si uno de ellos hacía el menor gesto de resistencia, ya tendría al hombre que buscaba.

Pero los inocentes recordarían lo sucedido, al recobrar la lucidez. Recordarían que los habían registrado minuciosamente mientras se hallaban bajo los efectos de la espaciolina.

Suspiré. Si lo intentaba, descubriría al criminal, desde luego, pero yo me convertiría después en algo extraordinariamente parecido al hígado trinchado. El Servicio recibiría una terrible reprimenda, el escándalo alcanzaría proporciones cósmicas, y en el aturdimiento y la confusión que esto produciría, el secreto de la espaciolina alterada se difundiría a los cuatro vientos, con lo que todo se iría a rodar.

Desde luego, el culpable podía ser el primero que yo registrase. Tenía una probabilidad entre tres que lo fuese. Pero no me fiaba.

Consulté desesperado mi reloj y mi mirada se enfocó en la hora: las 9:15.

¿Cómo era posible que el tiempo pasase tan de prisa?

¡Oh, Dios mío! ¡Oh, pobre de mí! ¡Oh, Flora!

No tenía elección. Volví a la cabina para hacer otra rápida llamada a Flora. Una llamada rápida, para que la cosa no se enfriase; suponiendo que ya no estuviese helada.

No cesaba de decirme: «No contestará».

Traté de prepararme para aquello, diciéndome que había otras chicas, que había otras…

Todo inútil, no había otras chicas.

Si Hilda hubiese estado en Puerto Marte, nunca hubiera pensado en Flora; eso para empezar, y entonces su falta no me hubiera importado. Pero estaba en Puerto Marte y sin Hilda, y además tenía una cita con Flora.

La señal de llamada funcionaba insistentemente, y yo no me decidía a cortar la comunicación.

¡De pronto contestaron!

Era ella. Me dijo:

—Ah, eres tú.

—Claro, cariño, ¿quién si no podía ser?

—Pues cualquier otro. Otro que viniese.

—Tengo que terminar este asunto, cielito.

—¿Qué asunto? ¿Plastones pa quien?

Estuve a punto de corregir su error gramatical, pero estaba demasiado ocupado tratando de adivinar qué debía significar «plastones».

Entonces me acordé. Una vez le había dicho que yo era representante de plastón. Fue aquel día que le regalé un camisón de plastón que era una monada.

Entonces le dije:

—Escucha. Concédeme otra media hora…

Las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Estoy aquí sola y sentada, esperándote.

—Ya te lo compensaré.

Para que el lector vea cuán desesperado me hallaba, le diré que ya empezaba a pensar en tomar un camino que sólo podía llevarme al interior de una joyería, aunque eso significase que mi cuenta corriente mostraría un mordisco tan considerable que para la mirada penetrante de Hilda parecería algo así como la nebulosa Cabeza de Caballo irrumpiendo en la Vía Láctea. Pero entonces estaba completamente desesperado.

Ella dijo, contrita:

—Tenía una cita estupenda y la anulé por ti.

Yo protesté:

—Me dijiste que era un compromiso sin importancia.

Después que lo dije, comprendí que me había equivocado.

Ella se puso a gritar:

—¡Un compromiso sin importancia!

(Eso fue exactamente lo que dijo. Pero de nada sirve tener la verdad de nuestra parte al discutir con una mujer. En realidad, eso no hace sino empeorar las cosas. ¿Es que no lo sabía, estúpido de mí?)

Flora prosiguió:

—Mira que decir eso de un hombre que me ha prometido una finca en la Tierra…

Entonces se puso a charlar por los codos de aquella finca en la Tierra. A decir verdad, casi todos los donjuanes de ocasión que se paseaban por Puerto Marte aseguraban poseer una finca en la Tierra, pero el número de los que la poseían de verdad se podía contar con el sexto dedo de cada mano.

Traté de hacerla callar. Todo inútil.

Por último dijo, llorosa:

—Y yo aquí sola, y sin nadie.

Y cortó el contacto.

Desde luego, tenía razón. Me sentí el individuo más despreciable de toda la galaxia.

Regresé a la sala de espera. Un rastrero botones se apresuró a dejarme paso.

Contemplé a los tres magnates de la industria y me puse a pensar en qué orden los estrangularía lentamente hasta matarlos si pudiese tener la suerte de recibir aquella orden. Tal vez empezaría por Harponaster. Aquel sujeto tenía un cuello flaco y correoso que podría rodear perfectamente con mis dedos, y una nuez prominente sobre la cual podría hacer presión con los pulgares.

La satisfacción que estos pensamientos me proporcionaron fue, a decir verdad, ínfima, y sin darme cuenta murmuré la palabra «¡Cielito!», de pura añoranza.

Aquello los disparó otra vez. Ferrucci dijo:

—Bonito lío tiene mi tío con la lluvia rubia Dios salve al rey…

Harponaster, el del flaco pescuezo, añadió:

—Ley de la selva para un gato malva.

Lipsky dijo:

—Calva cubierta con varias tortillas.

—Pillas niñas son.

—Sonaba.

—Haba.

—Va.

Y se callaron.

Entonces me miraron fijamente. Yo les devolví la mirada. Estaban desprovistos de emoción (dos de ellos al menos), y yo estaba vacío de ideas. Y el tiempo iba pasando.

Seguí mirándoles fijamente y me puse a pensar en Flora. Se me ocurrió que no tenía nada que perder que ya no hubiese perdido. ¿Y si les hablase de ella?

Entonces les dije:

—Señores, hay una chica en esta ciudad, cuyo nombre no mencionaré para no comprometerla. Permítanme que se la describa.

Y eso fue lo que hice. Debo reconocer que las últimas dos horas habían aumentado hasta tal punto mis reservas de energía, que la descripción que les hice de Flora y de sus encantos asumió tal calidad poética que parecía surgir de un manantial oculto en lo más hondo de mi ser subconsciente.

Los tres permanecían alelados, casi como si escuchasen, sin interrumpirme apenas. Las personas sometidas a la espaciolina se hallan dominadas por una extraña cortesía. No interrumpen nunca al que está hablando. Esperan a que éste termine.

Seguí describiéndoles a Flora con un tono de sincera tristeza en mi voz, hasta que los altavoces anunciaron estruendosamente la llegada del Space Eater.

Había terminado. En voz alta, les dije:

—Levántense, caballeros. —Para añadir—: Tú no, asesino.

Y sujeté las muñecas de Ferrucci con mis esposas magnéticas, casi sin darle tiempo a respirar.

Ferrucci luchó como un diablo. Naturalmente, no se hallaba bajo la influencia de la espaciolina. Mis compañeros descubrieron la peligrosa droga, que transportaba en paquetes de plástico color carne adheridos a la parte interior de sus muslos. De esta manera resultaban invisibles; sólo se descubrían al tacto, y aun así, había que utilizar un cuchillo para cerciorarse.

Rog Crinton, sonriendo y medio loco de alegría, me sujetó después por la solapa para sacudirme como un condenado:

—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo conseguiste descubrirlo?

Yo respondí, tratando de desasirme:

—Estaba seguro que uno de ellos fingía hallarse bajo los efectos de la espaciolina. Así es que se me ocurrió hablarles… (adopté precauciones…, a él no le importaban en lo más mínimo los detalles), ejem, de una chica, ¿sabes?, y dos de ellos no reaccionaron, con lo cual comprendí que se hallaban drogados. Pero la respiración de Ferrucci se aceleró y aparecieron gotas de sudor en su frente. Yo la describí muy a lo vivo, y él reaccionó ante la descripción, con lo cual me demostró que no se hallaba drogado. Ahora, ¿harás el favor de dejarme ir?

Me soltó, y casi me caí de espalda.

Me disponía a salir corriendo…, los pies se me iban solos, cuando de pronto di media vuelta y volví de nuevo junto a mi amigo.

—Oye, Rog —le dije—. ¿Podrías firmarme un vale por mil créditos, pero no como anticipo de mi paga…, sino en concepto de servicios prestados a la organización?

Entonces fue cuando comprendí que estaba verdaderamente loco de alegría y que no sabía cómo demostrarme su gratitud, pues me dijo:

—Naturalmente, Max, naturalmente. Pero mil es poco… Te daré diez mil, si quieres.

—Quiero —repuse, sujetándole yo para variar—. Quiero. ¡Quiero!

Él me extendió un vale en papel oficial del Servicio por diez mil créditos; dinero válido, contante y sonante en toda la galaxia. Me entregó el vale sonriendo, y en cuanto a mí, no sonreía menos al recibirlo, como puede suponerse.

Respecto a la forma de contabilizarlo, era cuenta suya; lo importante era que yo no tendría que rendir cuentas de aquella cantidad a Hilda.

Por última vez, me metí en la cabina para llamar a Flora. No me atrevía a concebir demasiadas esperanzas hasta que llegase a su casa. Durante la última media hora, ella había podido tener tiempo de llamar a otro, si es que ese otro no estaba ya con ella.

«Que responda. Que responda. Que res…»

Respondió, pero estaba vestida para salir. Por lo visto, la había pillado en el momento mismo de marcharse.

—Tengo que salir —me dijo—. Aún existen hombres formales. En cuanto a ti, deseo no verte más. No quiero verte ni en pintura. Me harás un gran favor, señor cantamañanas, si no vuelves a llamarme nunca más en tu vida y…

Yo no decía nada. Me limitaba a contener la respiración y sostener el vale de manera que ella pudiese verlo. No hacía más que eso.

Pero fue bastante. Así que terminó de decir las palabras «nunca más en tu vida y…», se acercó para ver mejor. No era una chica excesivamente culta, pero sabía leer «diez mil créditos» más de prisa que cualquier graduado universitario de todo el Sistema Solar.

Abriendo mucho los ojos, exclamó:

—¡Max! ¿Son para mí?

—Todos para ti, cielito. Ya te dije que tenía que resolver cierto asuntillo. Quería darte una sorpresa.

—Oh, Max, qué delicado eres. Bueno, todo ha sido una broma. No lo decía en serio, como puedes suponer. Ven en seguida. Te espero.

Y empezó a quitarse el abrigo.

—¿Y tu cita, qué? —le pregunté.

—¿No te he dicho que bromeaba?

—Voy volando —dije, sintiéndome desfallecer.

—Bueno, no te vayas a olvidar del valecito ese, ¿eh? —dijo ella, con una expresión pícara.

—Te los daré del primero al último.

Corté el contacto, salí de la cabina y pensé que por último estaba a punto…, a punto…

Oí que me llamaban por mi nombre de pila.

—¡Max, Max!

Alguien venía corriendo hacia mí.

—Rog Crinton me dijo que te encontraría por aquí. Mamá se ha puesto bien, ¿sabes? Entonces conseguí encontrar todavía pasaje en el Space Eater, y aquí me tienes… Oye, ¿qué es eso de los diez mil créditos?

Sin volverme, dije:

—Hola, Hilda.

Y entonces me volví e hice la cosa más difícil de toda mi vida de aventurero del espacio. Conseguí sonreír.

Los buitres bondadosos (1957)

“The Gentle Vultures”

Hacía ya quince años que los hurrianos mantenían su base en la cara invisible de la Luna.

Era algo sin precedentes; inaudito. Ningún hurriano había podido ni soñar que les entretendrían tanto tiempo. Las escuadrillas de descontaminación estaban dispuestas y esperando durante aquellos quince años; listas para descender como exhalaciones a través de las nubes radiactivas y salvar lo que pudiese salvarse para los escasos supervivientes… A cambio, naturalmente, de una paga justa y equitativa.

Pero el planeta había girado quince veces en torno a su sol. Cada vez que completaba una revolución, el satélite había girado casi trece veces en torno al planeta. Y durante todo aquel tiempo, la guerra nuclear no había estallado.

Los grandes primates inteligentes hacían estallar bombas nucleares en diversos puntos de la superficie del planeta. La estratosfera del mismo se había ido recalentando extraordinariamente con desechos radiactivos. Pero la guerra seguía sin estallar.

Devi-en deseaba con toda su alma que lo relevasen. Era el cuarto capitán que se hallaba al frente de aquella expedición colonizadora (si aún se la podía seguir llamando así, después de quince años de animación suspendida), y nada le habría alegrado más que el que un quinto capitán viniese a sustituirle. La inminente llegada del Archiadministrador enviado por el planeta materno para que informase personalmente sobre la situación indicaba que su relevo tal vez estaba próximo. ¡Ojalá!

Se hallaba en la superficie de la Luna, metido en su traje del espacio y pensando en Hurria, su planeta natal. Mientras pensaba movía incansablemente largos y delgados brazos como si su instinto milenario le hiciese ansiar los árboles ancestrales. Sólo se alzaba noventa centímetros sobre el suelo. Lo poco que podía verse de él a través del visor transparente de su casco era una cara negra y velluda, de frente arrugada, y nariz carnosa y móvil. El pequeño mechón de pelos finos que formaba su barba contrastaba vivamente, pues era de un blanco purísimo. En la parte trasera de la escafandra, un poco más abajo de su centro, se veía un bulto destinado a alojar cómodamente la corta y gruesa cola de los hurrianos.

Devi-en no se preocupaba lo más mínimo por su apariencia, desde luego, pero se daba perfecta cuenta de las diferencias que separaban a los hurrianos de las restantes inteligencias de la galaxia. Solamente los hurrianos eran tan pequeños; únicamente ellos poseían cola y eran vegetarianos…, y sólo ellos se habían salvado de la inevitable guerra nuclear que había destruido a las demás especies racionales conocidas.

Se erguía en la llanura amurallada de muchos kilómetros de extensión…, tan vasta, en realidad, que su borde elevado y circular (que en Hurria hubiera sido llamado un cráter, de haber sido más pequeño) se perdía tras el horizonte. Junto a la pared meridional del circo, en un lugar bastante protegido de la acción directa de los rayos solares, había crecido una ciudad. Por supuesto, comenzó como un campamento provisional, pero con el transcurso de los años los hurrianos trajeron hembras de su especie, y nacieron niños. En la actualidad había allí escuelas y complicadas plantaciones hidropónicas, grandes depósitos de agua, y todo cuanto es necesario para abastecer a una ciudad en un mundo sin aire.

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