Cuentos completos (495 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—No, no puedes —dijo Trumbull, con una expresión de disgusto—. Virginia ha sido Virginia durante tres siglos y medio. Llamarla Virginia Oriental no sirve.

—Aunque uno lo hiciera no importaría, señor Trumbull —dijo Henry—, porque no hay ninguna ciudad de Virginia en la lista. Pero antes de abandonar esa línea de pensamiento, sin embargo, recordé que el tío del señor Murdock vivía en Nueva Jersey y que sus antepasados habían vivido allí desde los tiempos coloniales. Se agitaron recuerdos de mi escuela primaria, porque hace medio siglo éramos mucho más cuidadosos en el estudio de la historia colonial que ahora.

»Me parece, y estoy seguro de que el señor Rubin me corregirá si me equivoco, que al comienzo de su historia Nueva Jersey estuvo dividida en dos partes: Jersey del Este y Jersey del Oeste, las dos gobernadas por separado. Esto no duró mucho, tal vez una generación, y después se reconstruyó el estado de Nueva Jersey. Jersey del Este, sin embargo, es el único sector de lo que ahora son los Estados Unidos que tuvo la palabra “oeste” como parte de su nombre oficial como colonia o estado.

Murdock parecía interesado. Alzó los labios en lo que era casi una sonrisa.

—El solo y único este. Podría ser.

—Hay más aún —dijo Henry—. En otros tiempos Perth Amboy era la capital de Jersey del Este.

Murdock abrió los ojos de par en par.

—¿Hablas en serio, Henry?

—Estoy seguro de ello y creo que es el factor determinante. Fue la capital del solo y único oriente, o este, en la lista de las colonias y estados. No creo que pierda usted la herencia si presenta ese nombre el lunes; ni creo que estará jugando al azar.

—Yo dije Perth Amboy —dijo Rubin, ceñudo.

—Por un motivo no determinante —dijo Drake—. ¿Cómo lo hiciste, Henry?

Henry sonrió levemente.

—Dejando de lado la razón por algo más seguro, como sugirió el señor Murdock al principio.

—¿De qué estás hablando, Henry? —dijo Avalon—. Lo elaboraste muy bien siguiendo una límpida línea de argumentación.

—Después del hecho, señor —dijo Henry—. Mientras todos ustedes aplicaban la razón, me tomé la libertad de recurrir a una autoridad y me dirigí al anaquel de referencia que empleamos para dirimir discusiones. Me fijé en cada ciudad del Diccionario Geográfico Webster. Debajo de Perth Amboy está claramente expresado que en otros tiempos fue la capital de Jersey del Este.

Alcanzó el libro y Rubin se lo arrebató de las manos, para controlarlo él mismo.

—Es fácil argumentar hacia atrás, caballeros —dijo Henry.

Postfacio

“El solo y único oriente”, que apareció en el número de marzo de 1975 del
Ellery Queen's Mystery Magazine
fue escrito, como “La joya de hierro”, a bordo, a mano. En esta ocasión iba a visitar Gran Bretaña por primera vez en mi vida: en transatlántico, de ida y vuelta, porque no vuelo.

En cierto sentido fue un poco difícil porque no llevaba conmigo mi biblioteca de referencia. (Debo admitir que uno de los motivos por los que los cuentos de los Viudos Negros suenan tan eruditos sobre tantos temas distintos es que el hombre que escribe las palabras ha reunido una biblioteca de referencia muy buena durante su vida). El resultado fue que tuve que jugar con las ciudades de un lado para el otro con el poco conocimiento que tenia en la cabeza. Sin embargo, resultó casi todo correcto.

Puesta de tierra y estrella vespertina (1975)

“Earthset and Evening Star”

Emmanuel Rubin, cuya última novela de misterio se estaba desarrollando viento en popa, levantó su copa con satisfacción y dejó que sus ojos brillaran afablemente a través de sus gafas de gruesos cristales.

—Las novelas de misterio —pontificó— tienen sus reglas y, cuando éstas se infringen, convierten en un fracaso artístico lo que bien puede ser un éxito de ventas en el mercado.

Mario Gonzalo, cuyo pelo recién cortado permitía vislumbrar la parte trasera de su cuello, dijo, como quien no se dirige a nadie:

—Siempre me ha divertido oír a un escritor describir lo que él garabatea sobre un papel como arte.

Miró con cierta complacencia la caricatura que estaba haciendo del invitado de aquel mes en la sesión-banquete de los Viudos Negros.

—Si lo que usted hace es una definición de arte —explicó Rubín—, retiro el término en relación con el oficio de escritor. Algo que hay que evitar son los argumentos estúpidos, por ejemplo.

—En ese caso —medió Thomas Trumbull, sirviéndose otro panecillo y untándolo profusamente de mantequilla—, ¿no está usted en desventaja?

Rubín dijo arrogantemente:

—Lo que yo entiendo por «argumento estúpido» es aquel a cuya solución se llegaría inmediatamente, si un investigador estúpido sólo hiciera una pregunta lógica, o aquel
en
el que un estúpido testigo no dijera sino algo que conoce y que no tiene ningún motivo para ocultarlo.

Geoffrey Avalon, que había dejado un hueso pulcramente limpio en su plato, como único testigo de la gruesa ración de rosbif que en un momento dado hubo en el mismo, dijo:

—Pero ningún practicante cualificado haría eso, Manny. Lo que debe hacerse es establecer una razón para impedir que se pregunte o se hable sobre lo que es evidente.

—Exactamente —convino Rubín—. Por ejemplo, lo que he estado escribiendo es fundamentalmente un cuento, si alguien sigue una línea recta. El problema es que la línea es tan recta, que el lector podrá ver el final mientras yo estoy a medio camino. Por lo tanto, tengo que ocultar algún dato crucial, y hacerlo de tal forma que ello no se transforme en un argumento estúpido. Por ello, invento algún motivo para ocultar ese dato, y para hacer que el motivo sea creíble, tengo que construir, alrededor de éste, una estructura de apoyo…, y acabo con una novela, una novela extraordinariamente buena.

Su rala barba se estremeció con suficiencia.

Henry, el eterno camarero de los banquetes de los Viudos Negros, retiró el plato de delante de Rubin con su habitual destreza. Rubin, sin volverse, dijo:

—¿No fue así, Henry?

Henry respondió dulcemente:

—Como lector de novelas de misterio, señor Rubin, encuentro más satisfactorio que se me comunique la información y llegar a la conclusión de que no he sido lo suficientemente inteligente como para darme cuenta de lo que pasaba.

—Acabo de leer una novela de misterio —explicó James Drake con su ronca voz de fumador— en la que todo el asunto se centraba en el personaje número uno, que era, en realidad, el personaje número dos, porque el «auténtico» personaje número uno estaba muerto. Me percaté en seguida de ello porque en la lista de personajes del principio del libro no estaba el personaje número uno. La historia carecía ya de interés para mí.

—Sí —contestó Rubin—, pero eso no fue un fallo del escritor, sino de alguno de sus ayudantes. Yo escribí una vez una historia que apareció acompañada por una ilustración que nadie pensó en mostrarme antes de la publicación. Ocurrió que dicha ilustración desveló el meollo de dicha historia.

El invitado había estado escuchando tranquilamente todo lo que se había dicho. Su cabello era lo suficientemente claro como para ser considerado rubio y formaba unas cuidadas ondas que, en cierto modo, parecía que fueran naturales. Giró su cabeza, muy enjuta pero abiertamente afable, hacia Roger Halstead, su vecino, y dijo:

—Perdóneme, ya sé que Manny Rubín, que es amigo mío, es un escritor de novelas de misterio, pero, ¿también ocurre lo mismo con el resto de ustedes? ¿Acaso es ésta una reunión de escritores de novelas de misterio?

Halsted, que había estado mirando con sombría aprobación la abundante porción de tarta de la Selva Negra que había sido colocada ante él como postre, desvió su atención de la misma con algo de dificultad y dijo:

—¡Oh, no!, en absoluto. Rubin es el único escritor de novelas de misterio que hay aquí. Yo mismo soy profesor de matemáticas; Drake es químico; Avalon, abogado; Gonzalo es artista y Trumbull es un experto en cifrado que trabaja para el gobierno.

«Por otra parte —continuó—, sí es verdad que poseemos un cierto interés en ese tipo de temas. Nuestros invitados tienen a menudo problemas que someten a discusión, algo que tiene que ver con el misterio y la verdad es que hemos tenido mucha suerte…

El invitado se recostó en su asiento y mostró una breve sonrisa.

—Me temo que no ocurrirá lo mismo conmigo. No hay nada en mi vida que tenga que ver con el misterio, asesinato o una horrible mano agarrando a alguien desde detrás de una cortina. Me temo que todo en mi vida es muy simple, muy aburrido. Ni siquiera estoy casado. —Volvió a sonreír de nuevo.

El individuo había sido presentado como Jean Serváis y Halsted, que había comenzado a atacar la tarta con fruición y que, como consecuencia de ello, se sentía inmerso en una agradable sensación de disfrute, dijo:

—¿Le importa si le llamo John?

—No le pegaré si lo hace, caballero, pero le ruego que no lo haga. Ése no es mi nombre. Llámeme Jean, por favor.

Halsted asintió con la cabeza.

—Lo intentaré. Puedo arreglármelas con ese sonido «zh», pero conseguir darle la pronunciación nasal adecuada ya es otra cosa. Zhohng —dijo.

—Pero si es excelente. Auténticamente formidable.

—Usted habla inglés muy bien —dijo Halsted devolviéndole el cumplido.

—Los europeos disponemos de facilidad para las lenguas —explicó Serváis—, Además, hace casi diez años que estoy viviendo en Estados Unidos. Supongo que ustedes son todos estadounidenses. El señor Avalon, sin embargo, parece hasta cierto punto británico.

—Sí. Y creo que le gusta parecer británico —dijo Halsted. Con cierto placer oculto añadió—: Y es Avalon. Con acento en la primera sílaba y ningún sonido nasal al final.

Serváis no hizo sino sonreír.

—Ah, sí, lo intentaré. Al principio, cuando conocí a Manny, lo llamaba «rubang» con acento en la última sílaba y una fuerte nasalización. Él me corregía enérgica e insistentemente. Es un hombre lleno de ímpetu.

Para entonces, la conversación se había ido poco a poco caldeando y desembocado en una discusión general sobre los relativos méritos de Agatha Christie y Raymond Chandler. Rubín se mantenía en muy orgulloso silencio, como si supiera quién era el mejor de los dos, pero sin querer mencionar el nombre, por modestia.

Rubín parecía hallarse ya casi relajado cuando, tras estar a punto de terminar con el café y con Henry dispuesto a servir el coñac de la sobremesa, llegó el momento en que éste golpeó ligeramente el vaso de agua con la cucharilla y dijo:

—Si no le importa, señor Serváis —haciendo silbar la «s» final justo lo suficiente como para justificar su siguiente argumento—. No voy a tratar de lucir mi acento francés y caer también yo en esa especie de necedad en la que cae mi amigo Manny Rubín… Dígame, caballero, ¿cómo justifica usted su existencia?

—¿Por qué? Si es muy fácil —replicó Serváis afablemente—. Si yo no existiera, ustedes no tendrían un invitado esta noche.

—Por favor, déjenos a nosotros fuera de esto. Responda en términos más generales.

—Bueno, pues, en general, yo construyo sueños. Diseño cosas que no pueden ser construidas, cosas que yo nunca veré, cosas que quizá no existirán nunca.

—De acuerdo —respondió Trumbull con aire sombrío—, usted es un escritor de ciencia ficción como ese compañero de Manny, ¿cuál es su nombre…?, sí…, Asimov.

—No es amigo mío —dijo Rubín repentinamente—. Simplemente le ayudo de vez en cuando si sucede que se queda bloqueado con algún tema científico elemental.

Gonzalo dijo:

—¿No es ése el que usted dijo una vez que lleva consigo a todos los lados la
Enciclopedia Columbio,
porque está incluido en ella?

—Peor todavía —explicó Rubin—. Sobornó a alguien de la
Britannica
para que lo incluyeran en la nueva edición, la decimoquinta, y últimamente arrastra con él la edición completa dondequiera que va.

—La decimoquinta edición… —empezó Avalon.

—Por el amor de Dios —dijo Trumbull—. ¿Van a dejar hablar a nuestro invitado?

—No, señor Trumbull —dijo Serváis, como si no hubiera habido ningún tipo de interpretación—. Yo no soy un escritor de ciencia ficción, aunque algunas veces la leo. He leído a Ray Bradbury, por ejemplo, y a Harlan Ellison. —Nasalizó ambos nombres—. No creo haber leído nunca a Asimov.

—Se lo diré a él —dijo entre dientes Rubin—, le encantará.

—Pero —continuó Serváis—, supongo que podrían denominarse ingenieros de ciencia ficción.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Trumbull.

—Yo no escribo sobre colonias lunares. Las diseño.

—¡Las «diseña»!

—¡Oh, sí!, y no sólo colonias lunares, pese a que ésa es nuestra principal ocupación ahora. Trabajamos en todos los campos de diseño imaginativo para la industria privada, Hollywood e incluso para la NASA.

Gonzalo dijo:

—¿Cree usted realmente que la gente puede vivir en la Luna?

—¿Por qué no? Depende de lo que el género humano quiera hacer, en cuan grande sea la inicial inversión que se esté dispuesto a hacer. El medio ambiente de la Luna puede lograrse que sea el equivalente exacto del de la Tierra, en restringidas áreas subterráneas, excepto en lo que se refiere a la gravedad. Debemos estar contentos con una gravedad lunar que es un sexto de la nuestra propia. A excepción de esto, sólo necesitamos tener en cuenta los primeros suministros desde la Tierra y una inteligente obra de ingeniería…, y aquí es cuando aparecemos nosotros, mi socio y yo.

—¿Son ustedes una empresa de dos personas?

—Esencialmente… Y desde luego mientras mi socio continúe siendo mi socio.

—¿Es que se va a disolver la sociedad?

—No, no. Pero discutimos sobre pequeñas cosas. No es nada sorprendente. Él está en un mal momento. Pero no, no nos separaremos. He decidido que quizá deba ser más condescendiente con él. Por supuesto que soy yo el que tengo toda la razón y sería una lástima perder lo que puedo obtener.

Trumbull se recostó en la silla, cruzó los brazos y dijo:

—¿Podría decirnos sobre qué se basa la discusión? Así nosotros manifestaríamos nuestras propias preferencias, sea por usted o por su socio.

—No sería una elección difícil, señor Trumbull, para una persona sensata —dijo Serváis—. Se lo juro… Lo que está pasando es esto: estamos diseñando una amplia y detallada colonia lunar. Es para una compañía cinematográfica y supone una fuerte inversión. Quieren utilizar parte de ella en un gran espectáculo de ciencia ficción que están preparando. Naturalmente, nosotros les suministramos bastante más de lo que ellos pueden utilizar, pero la idea es que si tienen una imagen totalmente consecuente de lo que pueda ser…, y, para asombro de todos, quieren que ésta sea lo más científicamente correcta posible…, puedan elegir utilizar lo que deseen.

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