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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (502 page)

BOOK: Cuentos completos
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»Sin embargo eso era imposible. Yo mismo había usado el No abreviado de vez en cuando durante los últimos años de mi tío y estoy seguro de que no había nada de él. Examiné la encuadernación para asegurarme de que no lo había escondido en la tira de refuerzo del lomo. Hasta me sentí tentado a desarmar todo el volumen, pero no me parecía probable que el tío Bryce hubiese hecho algo demasiado complejo. Lo había deslizado entre las páginas de un libro… pero no entre las del No abreviado.

»Fue lo que le dije a la tía Hester. Le dije que podía estar entre las páginas de otro libro. Le señalé que el hecho de que se hubiese referido a “uno de los volúmenes no abreviados” era un indicio seguro de que no estaba en el No abreviado.

—Estoy de acuerdo —dijo Rubin—, ¿pero cuántos volúmenes no abreviados tenía él?

Leominster sacudió la cabeza.

—No sé. No sé nada sobre libros… al menos desde el punto de vista de un coleccionista. Le pregunté a tía Hester si sabía si él tenía algunas piezas y que fueran no abreviadas (un Boswell no abreviado, por ejemplo, o un Boccaccio no abreviado) pero ella sabía menos que yo sobre la materia.

—Tal vez “no abreviado” signifique algo especial para un coleccionista de libros —dijo Gonzalo—. Tal vez se refiera a la existencia de una cubierta (sólo por dar un ejemplo) y la estampilla esté entre el libro y la cubierta.

—No, Mario —dijo Avalon—. Conozco algo sobre libros, y no abreviado no tiene otro significado que el común de una versión completa.

—En todo caso —dijo Leominster— no importa, porque sugerí que examináramos todos los libros.

—¿Los mil? —preguntó Halsted como si hubiese oído mal.

—Resultó que había bastante más de mil y fue una verdadera empresa. Debo reconocer que tía Hester la encaró correctamente. Contrató a media docena de niñas del pueblo: todas niñas, porque según ella las niñas eran más tranquilas y más confiables que los niños. Tenían entre diez y doce años, lo suficiente como para trabajar con cuidado y lo bastante jóvenes como para ser honestas. Fueron todos los días durante semanas y trabajaban durante cuatro o cinco horas.

»La tía Hester se quedaba en la biblioteca todo el tiempo, entregando los libros por orden sistemático, recibiéndolos de vuelta, entregando otro, y así sucesivamente. No permitía tomar atajos; nada de sacudir los libros para ver si caía algo, o de pasar con rapidez las hojas. Les hacía dar vuelta las páginas una por una.

—¿Encontraron algo? —preguntó Avalon.

—Muchas cosas. La tía Hester era demasiado astuta como para decirles con exactitud lo que buscaba. Sólo les pidió que diera vuelta cada página por separado y que le llevaron cualquier cosita que encontraran, cualquier trocito de papel, les dijo, o lo que fuere. Les prometió veinticinco centavos por cualquier cosa que encontraran, además de un dólar por cada hora de trabajo, y les dio toda la leche y la torta que pudieran soportar. Estoy seguro de que antes de terminar, cada niña había aumentado un par de kilos. Localizaron docenas de artículos misceláneos. Había marcadores de libros, por ejemplo, aunque estoy seguro de que no eran de mi tío, porque no leía; tarjetas postales, hojas apretadas entre las páginas, hasta una que otra fotografía perversa que sospecho había ocultado mi tío para estudio ocasional. Chocaron mucho a mi tía pero parecieron encantar a las niñas. Sea como fuere no encontraron ninguna estampilla.

—Lo que debe de haber sido una gran desilusión para su tía —dijo Trumbull.

—Por cierto que lo fue. De inmediato tuvo oscuras sospechas de que una de las niñas se la había llevado, pero ni siquiera ella pudo sostenerlo durante mucho tiempo. Eran criaturas sin la menor sofisticación y no había motivos para suponer que creyeran que una estampilla era más valiosa que un marcador de libro. Además, la tía Hester las había vigilado en todo momento.

—¿Entonces nunca la encontró? —preguntó Gonzalo.

—No, nunca. Siguió revisando libros por un tiempo, es decir, los que no estaban en la biblioteca. Hasta subió al desván para sacar algunos libros y revistas antiguos, pero la estampilla no estaba. Se me ocurrió que el tío Bryce podía haber cambiado el sitio donde la ocultaba en sus últimos años y que le había indicado a ella el nuevo… y que ella había olvidado el nuevo lugar y recordaba sólo el anterior. Por eso dije lo que dije durante la cena acerca de esconder algo en dos lugares sucesivos. Como ven, si eso fuese cierto, y tengo la insistente sospecha de que lo es, entonces la estampilla podría estar en cualquier parte de la casa… o fuera de ella, si vamos al caso. Y francamente, una investigación es algo sin esperanzas, en esas condiciones.

»Creo que la tía Hester también abandonó. En este último par de años, cuando la artritis la había condenado a la inmovilidad, nunca la mencionó. Yo temía que cuando me dejara la casa, como había declarado con claridad que lo haría, sería con la condición de que encontrase la estampilla… pero no se mencionaba nada de eso en el testamento.

Avalon hizo girar la copa de brandy tomándola de la base y dijo con tono pesimista:

—Escuche, no hay ningún verdadero motivo para pensar que exista esa estampilla, ¿verdad? Bien puede ser que su tío se haya entretenido con la creencia de que tenía una pieza de valor, y puede haberse burlado de su tía, simplemente. ¿Era el tipo de hombre capaz de elaborar una broma bastante maligna?

—No, no —dijo Leominster, con un decidido sacudón de cabeza—. No tenía esas inclinaciones para nada. Además, tía Hester decía que ella había visto la estampilla. En una ocasión, él la estaba mirando y llamó a Hester y se la mostró. Dijo: “Estás mirando miles de dólares, querida”. Pero ella no sabía de dónde la había sacado, ni a qué sitio la había restituido. Todo lo que había pensado en ese momento era que el hecho de que hombres mayores pagaran tanto dinero por un tonto pedacito de papel era una tontería indecible… y yo estuve de acuerdo con ella cuando me lo dijo. Me dijo que no había nada de atractivo en la estampilla.

—¿Ella no recuerda a qué se parecía? ¿Podría reconocerla usted si la encontrara? —preguntó Avalon—. Por ejemplo, suponga que poco antes de la muerte de su tía él colocara la estampilla con el resto de la colección por algún motivo… tal vez porque su tía estaba en Florida y no podía fastidiarlo, si él quería tenerla a mano para engolosinarse con ella. ¿Estaba su tía en Florida cuando él murió, dicho sea de paso?

Leominster adquirió una expresión pensativa.

—Sí, a decir verdad estaba allí.

—Bien —dijo Avalon—. Entonces la estampilla puede haber estado en la colección todo el tiempo. Aún puede estar allí. Como es natural, usted no la encontrará en ninguna otra parte.

—Eso no puede ser, Jeff —dijo Trumbull—. Leominster ya nos ha dicho que la colección de estampillas fue tasada en un total de diez mil dólares, y supongo que esa única estampilla habría elevado en mucho esa cifra.

—De acuerdo a la tía Hester —dijo Leominster—, el tío Bryce le dijo una vez que la estampilla en cuestión valía el doble que todo el resto de la colección.

—El tío Bryce puede haberse engañado a sí mismo —dijo Avalon— o los tasadores pueden haber cometido un error.

—No —dijo Leominster—, no estaba en la colección. Mi tía recordaba su aspecto y era lo bastante poco común como para ser identificable. Dijo que era una estampilla triangular, con la punta hacia abajo… algo como mi rostro dibujado por el señor Gonzalo.

Gonzalo carraspeó y miró el techo, pero Leominster, con una sonrisa amable, prosiguió:

—Dijo que había en ella el rostro de un hombre, y un borde anaranjado brillante y que mi tío la denominó una Anaranjada de Nueva Guinea. Tienen que reconocer que se trata de una estampilla muy característica, y aunque nunca se me ocurrió que podría estar en la colección, de modo que no la busqué específicamente, recorrí la colección por curiosidad, y les aseguro que no vi la Anaranjada de Nueva Guinea. De hecho, no vi la menor estampilla triangular: simplemente versiones de rectángulo común.

»Desde luego, me pregunté si mi tío se equivocaba sobre el valor de la estampilla, y si no se habría enterado de su equivocación hacia el fin y vendido la estampilla o haber dispuesto de ella de cualquier otro modo. Consulté a un negociante en estampillas y dijo que existían las Anaranjadas de Nueva Guinea. Dijo que algunas de ellas eran muy valiosas y que una, que podía estar en la colección de mi tío porque no estaba registrada en ninguna otra parte, tenía un valor de veinticinco mil dólares.

—Bueno, oigan —dijo Drake—. Tengo una idea. Usted mencionó a su primo, el de Brasil. Era el hijo de su tío, y estaba desheredado. ¿Acaso no es posible que no estuviese del todo desheredado; que su tío le despachara la estampilla, le dijera su valor, y dejara que ésa fuese su herencia? Entonces podría dejarle la casa y lo que contiene a la hermana con la conciencia limpia, junto con todo lo demás de su patrimonio.

Leominster lo pensó un momento.

—Nunca se me ocurrió —dijo—. Sin embargo, no creo que sea probable. Después de todo, su hijo no tenía problemas financieros y siempre me dieron a entender que se encontraba en muy buena posición. Y además había enemistad entre padre e hijo; una enemistad muy fuerte. Se trata de un escándalo de familia del que no poseo los detalles. No creo que el tío Bryce le haya despachado la estampilla.

—Su primo —dijo Gonzalo con ansiedad —no podría haber regresado a los Estados Unidos y…

—¿Y robar la estampilla? ¿Cómo habría sabido dónde estaba? Por otra parte, estoy seguro de que mi primo no ha salido de Brasil durante años. No, sólo el cielo sabe dónde está la estampilla, o si existe. Me gustaría recibir un llamado telefónico, como le pasó al señor Halsted, que me dijera que la ubicaron bajo la cama, pero no hay posibilidad de que ocurra.

La mirada de Leominster cayó sobre la galletita china de la suerte aún sin abrir y agregó con tono extraño:

—A menos que esto pueda ayudarme —la partió retiró la tirita de papel, la miró, y rió.

—¿Qué dice? —preguntó Drake.

—Dice: “Encontrará dinero” —dijo Leominster—. No dice cómo.

Gonzalo se echó hacia atrás en la silla y dijo:

—Bueno, entonces Henry le dirá cómo.

Leominster sonrió como alguien que participa de una broma.

—Si puede traerme la estampilla en la bandeja, Henry, se lo agradeceré.

—No bromeo —dijo Gonzalo—. Díselo, Henry.

Henry, que había escuchado en silencio desde su sitio junto al copero, dijo:

—Me halaga su confianza, señor Gonzalo. Pero como es lógico no puedo ubicar la estampilla para el señor Leominster. Sin embargo podría hacerle algunas preguntas, si al señor Leominster no le importa.

Leominster alzó las cejas y dijo:

—En absoluto, si usted cree que ayudará.

—Eso no puedo afirmarlo, señor —dijo Henry—, pero usted dijo que su tío no era lector. ¿Eso significa que no leía los libros de su biblioteca?

—No leía mucho en general, Henry, y por cierto no leía los libros de su biblioteca. No eran para leer, sino sólo para ser coleccionados. Material árido, imposible.

—¿Su tío hacía algo con ellos: los volvía a encuadernar, o los modificaba en algún sentido? ¿Les pegaba las hojas, por ejemplo?

—¿Para ocultar la estampilla? Muérdase la lengua, Henry. Si uno le hace algo a uno de esos libros, reduce su valor. No, no, el coleccionista siempre deja su colección tal como la recibe.

Henry pensó un momento, después dijo:

—Usted nos dijo que su tía solía exhibir un vocabulario elegante.

—Sí, así es.

—Y que si usted decía por ejemplo “preguntar”, ella lo cambiaba a “inquirir”.

—Sí.

—¿Ella tenía conciencia de que había hecho el cambio? Quiero decir, si le hubiesen pedido bajo juramento que repitiera las palabras exactas, ¿ella habría dicho “inquirir” y habría creído con honestidad que usted lo había dicho?

Leominster rió.

—No me sorprendería que lo hiciera. Se tomaba su falsa elegancia con una seriedad enorme.

—¿Y usted conoce el sitio dónde su tío escondió la estampilla sólo a través del informe de su tía? Él nunca le habló del lugar personalmente, ¿no es así?

—Nunca me lo dijo, pero me veo obligado a decir que no creo ni por un instante que la tía Hester me mintiera. Si ella dijo que él se lo dijo, entonces así fue.

—Ella dijo que su tío dijo que había ocultado la estampilla en uno de sus volúmenes no abreviados. ¿Eso es lo que dijo con exactitud?

—Sí. Con exactitud. En uno de sus volúmenes no abreviados.

—¿Pero acaso su tía —dijo Henry— no podría haber traducido la declaración real de su tío a su propia noción de lo elegante, haber transformado una palabra común en algo más elevado? ¿No es posible eso?

Leominster vaciló.

—Supongo que sí, ¿pero qué tipo de palabra?

—No puedo afirmarlo con certeza absoluta —dijo Henry—. ¿Pero un volumen abreviado no es uno que ha sido cortado, y un volumen no abreviado no es en consecuencia uno sin cortar? Si su tío hubiese dicho “en uno de mis volúmenes sin cortar”, no podría haberse traducido eso en la mente de su tía a “uno de mis volúmenes no abreviados”.

—¿Y si así fuese, Henry?

—Entonces usted debe recordar que “sin cortar” tiene con respecto a los libros un sentido secundario que “no abreviado” no tiene. Un volumen sin cortar puede ser uno que tiene sin cortar las páginas, no el contenido. Si su tío coleccionaba libros antiguos que no leía, ya los que no modificaba, algunos de ellos puede haberlos comprado con las páginas sin cortar y haberlos guardados con las páginas aún sin cortar hasta hoy. ¿Acaso él tiene libros sin cortar en su biblioteca?

Leominster arrugó el entrecejo y dijo vacilante:

—Creo que recuerdo uno con precisión, y podría haber otros.

—Cada par de páginas adyacentes —dijo Henry— de un libro semejante estarían unidas en el margen, y tal vez en la parte superior, pero quedarían abiertas en la parte inferior, de tal modo que formarían pequeñas bolsitas. Y si así fuese, señor, entonces las niñas que revisaron los libros habrían dado vuelta las páginas sin prestar ninguna atención al hecho de que algunas pudiesen estar sin cortar, y dentro de la bolsita (de una de ellas) podría fijarse con facilidad una estampilla en su sobre transparente, con una cinta adhesiva transparente. Las páginas se combarían levemente al ser pasadas y no habrían dado indicios de su contenido. Y las niñas no mirarían en su interior si sus instrucciones precisas eran simplemente dar vuelta las páginas.

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