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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (584 page)

BOOK: Cuentos completos
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Los pasatiempos de Bates servían también para provocar situaciones embarazosas o bochornosas. Y eso fue lo que sucedió en cierta ocasión. Vamos al grano.

La mayoría de las trivialidades que les he contado son ejemplos de crímenes mayores: asesinato, espionaje y demás. Es posible, por otra parte, preocuparse por la solución de algo muy insignificante pero que, aun así, puede molestarnos y preocuparnos tanto como un asesinato. Además, amistad o interés por medio, no tengo el menor inconveniente de ser útil en casos semejantes, por mínimos o triviales que parezcan a los ojos de propios o extraños.

Un día la señora Bates me llamó bastante agitada y me pidió que tuviese la amabilidad de acudir de inmediato a su casa. Tenía un problema y creía que yo podría ayudarla. Dudaba que nadie más pudiera hacerlo.

No soy inmune a esa clase de invitación. Cuando llegué, me condujo al escritorio de Bates y me mostró una caja de seguridad. Era bastante grande y muy sólida, con un cierre de combinación que incluía cuatro diales, cada uno de ellos con números del 0 al 9. Cuando se hacía girar cada dial de manera que la hilera central de los tres que aparecían formara una cifra determinada a la cual estaba adaptada la combinación, la puerta se abría. De otro modo, no era posible abrirla.

—¿Cuál era el problema, señora Bates? —le pregunté.

—Archie compró esta caja de seguridad la semana pasada. Para qué la quiere, no lo sé, a menos que le divierta jugar con la combinación. Nada más seguro que tener los valores en una caja de seguridad de banco, tampoco tenemos secretos que ocultar. Pero, en fin, ahí está la caja.

—¿Y?

—Dentro están todos los documentos de la familia. Tendría que haber hecho un cheque hace ya un mes, pero olvidé hacerlo. Tengo que enviarlo por correo y el sello postal no debe ser posterior a esta medianoche, de lo contrario, tendremos complicaciones serias. La dificultad reside en que no sé la suma exacta y tampoco el nombre ni dirección del destinatario. Por lo menos, de memoria. Además, la libreta de cheques también está en la caja fuerte.

—¿Por qué lo guarda todo en la caja?

—Porque está encantado con ella, ese es el motivo. Compró la caja y tiene que usarla. Me da tanta vergüenza molestarlo…

—Supongo que usted ha olvidado la combinación.

—Nunca la supe. No me la dio. Ni siquiera puedo llamar a la compañía que la fabricó porque Archie armó la combinación él mismo.

—¿Por qué no lo llama por teléfono?

—Lo llamaría, si supiera dónde está. Está en Baltimore, pero no sé dónde Generalmente escribe su itinerario y me lo da, pero esta vez sospecho que lo guardó también en la caja con todo lo demás.

—Pero, ¿qué puedo hacer yo? No conozco la combinación.

—Hay un indicio —dijo ella—. En el suelo, junto a la caja, había un papelito. Seguramente lo dejó caer sin advertirlo. En él hay una de esas series de números con las que suele jugar. ¡Ya sabe usted cómo es!

—Sí, lo sé.

—Aquí está.

La señora Bates me entregó un papelito en el que había siete números escritos en columna 1, 2, 6, 12, 60, 620 y 840. Debajo del número 840 había un asterisco y yo sabía que Bates siempre usaba un asterisco para indicar el número que había que adivinar.

—Lo que yo creo —dijo la señora Bates— es que el número siguiente de la serie es el de la combinación. Probablemente estaba formando una de sus series, ya conoce usted sus manías, y esto le dio la idea de componer el número siguiente, cualquiera que sea, para la combinación. La dificultad está en que yo no conozco el número siguiente. Si se comienza por 1, hay que multiplicarlo por 2 para obtener 2; el 2 por 3, para obtener 6; ese seis por 2 otra vez para obtener 12; luego por 5, por 7 y por fin nuevamente por 2. No sé por cuánto se debe multiplicar 840.

Sonreí apenas antes de responder.

—Multiplique 840 por cada número desde el 2 hasta el 9 y luego pruebe con cada uno de los resultados obtenidos. Le llevará pocos minutos. En realidad, si comienza por 0000 y prueba cada número hasta 9999 abrirá la puerta finalmente. Si prueba sólo una combinación por segundo, recorrerá la lista entera en dos horas y tres cuartos. Lo más probable es que en menos de una hora y media tenga la caja abierta. Entonces podrá extender su cheque. Y debo decirle que el sistema de combinación no es demasiado bueno.

La señora Bates se exasperó.

—Está usted equivocada. Es muy bueno. Archie me lo explicó. Me dijo que en las cajas de esta marca cuando se forma cualquier combinación excepto la correcta y se intenta abrir la puerta, los números se traban y no es posible moverlos hasta que se utiliza una llave magnética especial. Archie dice que sin la llave sólo puede abrirse la caja con una carga explosiva.

—Y su marido se llevó la llave, dondequiera que esté supongo.

La Señora Bates hizo un gesto afirmativo.

—Así es, de modo que tengo que descubrir la combinación correcta en el primer intento. No me atrevo a adivinar un número y probarlo. Si me equivoco, tendré que llamar a un cerrajero. Y aun cuando alguno esté dispuesto a venir y hacer saltar el cerrojo para que yo pueda extender mi cheque, el cheque que debí enviar hace un mes, la caja quedará destruida. Creo que Archie me mataría.

—¿Pero qué quiere usted que haga yo?

La señora Bates suspiró.

—¿No es obvio? Siempre le cuenta a Archie los métodos sutiles mediante los cuales resuelve crímenes cuando la policía y el FBI no saben qué hacer, de modo que ¿no podría revisar la serie de números y decirme cuál es la combinación?

—Supongamos que me equivoque. Soy listo, pero no un superhombre —dije—. (Como ustedes saben, si algún defecto tengo es el de pecar por exceso de timidez y modestia.)

—Por cierto no lo es —dijo la señora Bates sin inmutarse—. Pero si es usted el que deja la caja trabada, será usted el que cargue con el fardo y qué más le da a usted…

No estaba nada seguro de que pudiera permitirme ese lujo. Bates es un hombre robusto y de mal genio. Dudaba que llegase a pegarle a su mujer aunque sin duda la pondría de oro y azul sin el menor miramiento. En cambio, no tenía la menor certeza de que no fuese implacable conmigo ni de que no me pusiera un ojo en compota.

Admito, no obstante, que la aparente certeza de la señora Bates en el sentido de que yo no era un superhombre me dolió un poco. Está bien que yo lo diga, pero no veo por qué tenía ella que tomarse semejante libertad. Me limité entonces a ajustar los diales para formar el número indicado, hice girar el manubrio y le abrí la puerta de la caja.

Seguidamente, haciendo una fría inclinación de cabeza, me despedí.

—Su marido no tendrá ya motivos para enojarse con ninguno de los dos —dije, y me fui.

Al terminar su historia, Griswold se quedó muy serio y sorbió unos tragos de whisky con soda.

—Supongo que todos ustedes descubrieron la combinación mucho antes de que yo terminara la historia.

—Yo, no —dije—. ¿Cuál era la combinación y cómo la descubriste?

Griswold gruñó con desdén.

—Miren esos números —dijo—. Los más altos son divisibles por varios números. El primero, el 1, puede dividirse sólo por sí mismo. El segundo, 2, es divisible por 1 y por 2. El tercero, 6, es divisible por 1, por 2 y por 3. En realidad es el número menor de los divisibles por 1, 2 y 3, como pueden comprobar fácilmente.

—También es divisible por 6 —señalé.

—No viene al caso —comentó Griswold—. Hablo de los números consecutivos comenzando por 1, que puedan ser divisores. El cuarto número, 12, es el más bajo divisible por cada uno de los primeros cuatro dígitos, 1,2,3 y 4. También es divisible por 6 y por 12, pero esto tampoco viene al caso.

Como ustedes ven el quinto número es 60. Es divisible por 1, 2, 3, 4 y 5 y, dicho sea de paso, también por 6. Es asimismo el número más bajo divisible por los primeros seis dígitos. El número siguiente, 420, es divisible por todos los números del 1 al 7 inclusive; y el último número es 840, divisible por todos hasta el 8 inclusive.

El número que sigue, que sería el de la combinación, tiene que ser, por lo tanto, el número más bajo divisible por todos los números del 1 al 9 inclusive. Si multiplicamos 840 por 3, el producto es divisible por 9 y continúa siendo divisible por todos los números menores de 9. Como 840 multiplicado por 3 es 2520, esa es la combinación. El número 2520 es el más bajo divisible por todos los dígitos, del 1 al 9 inclusive, y diré al pasar que también es divisible por 10. ¡Problema resuelto!

El libro de biblioteca circulante (1982)

“Mystery Book (The Library Book)”

Miré por turno a mis tres amigos en la biblioteca del club (Griswold se había alisado el bigote blanco, tomado su whisky con soda y arrellanado en su sillón de respaldo alto) y dije con aire bastante satisfecho:

—Tengo un procesador de palabras y les juro que me será muy útil.

—¿Es uno de esos teclados de máquina de escribir con una pantalla vertical de televisión? —preguntó Jennings.

—Exactamente —respondí—. Escribes a máquina, el material aparece en la pantalla y lo editas allí… agregando, quitando, cambiando, hasta imprimirlo, impecable, con una velocidad de 400 palabras por minuto.

—No hay duda —dijo Baranov— de que si la revolución de la computadora ha podido penetrar en tu vida de topo, tiene que estar en vías de cambiar el mundo entero.

—Y en forma irrevocable —dije—. Lo extraño es, además, que no haya quien echarle la culpa. Sabemos todo lo referente a James Watt y su máquina de vapor, a Michael Faraday y el generador eléctrico, a los hermanos Wright y el aeroplano, pero ¿a quién debemos atribuir este nuevo progreso?

—Está William Shockley con su transistor —señaló Jennings.

—O Vannevar Bush y los comienzos de las computadoras electrónicas —dije— pero no basta. Se trata del “microchip”, que mete la computadora en la línea de producción y la lleva a los hogares. ¿Quién hizo posible esto?

Fue entonces cuando advertí que por una vez Griswold no había cerrado los ojos sino que nos miraba atentamente, tan despierto como un ser humano cualquiera.

—Yo, entre otros —dijo.

—Tú, entre otros, ¿qué? —pregunté.

—Yo, entre otros, soy responsable del “microchip” —dijo con altanería.

Fue en los primeros años de la década del sesenta [dijo Griswold] cuando recibí un llamado telefónico bastante desesperado de la esposa de un viejo amigo mío que, según anunciaban las noticias necrológicas, había muerto el día anterior.

Se llamaba Oswald Simpson. Habíamos sido condiscípulos en la universidad y bastante amigos. Él era un matemático extraordinariamente inteligente y después de graduarse fue a trabajar con Norbert Wiener en M.I.T. Se introdujo en la tecnología de las computadoras desde sus comienzos.

Nunca perdí contacto con él a pesar de que, como no hace falta recordar, mis intereses y los suyos no coincidían en absoluto. Sin embargo, existe una afinidad básica entre inteligencias superiores por diferentes que sean las respectivas formas de expresarse en uno y otro individuo. Tengo que recalcarles esto a ustedes tres porque, si no lo hiciera, serían incapaces de darse cuenta. Simpson tuvo fiebre reumática durante su infancia y tenía una lesión cardiaca. Fue un golpe, aunque no una sorpresa para mí, que muriese a los cuarenta y tres años. Su mujer, por su parte, insistió categóricamente en que su muerte no había sido un simple accidente. Me dirigí, por lo tanto a toda prisa al norte del estado de Nueva York, a casa de los Simpson. El viaje llevó sólo dos horas.

Olive Simpson estaba muy perturbada y no tiene sentido repetir su historia. Le llevó algún tiempo contarla con cierta coherencia porque, como podrán imaginar, hubo muchas interrupciones: médicos, encargados de pompas fúnebres e incluso periodistas, ya que Simpson era una figura relativamente conocida. Resumiré la historia.

Simpson era un hombre reservado y poco sociable, recuerdo, aun en la universidad. Tenía tendencia a ocultar las cosas referentes a su trabajo y se mostraba suspicaz frente a sus colegas. Siempre temía que le robasen las ideas. El hecho de que confiara en mí y se mostrara tranquilo en su trato conmigo se debe, enteramente creo yo, a mi mentalidad poco matemática. Simpson estaba convencido de que mi enciclopédica ignorancia en cuanto a lo que él estaba haciendo le garantizaba la imposibilidad de que se me ocurriera robarle ideas. Y en caso de que se las robara estaba convencido de que no sabría cómo usarlas. Es probable que estuviese en lo cierto, aunque tal vez debería haber tenido presente, además, mí acrisolada honestidad.

Esa tendencia suya a la reserva se volvió más pronunciada a medida que pasaron los años y la verdad es que llegó a ser un obstáculo para que se abriera paso en la vida. Solía reñir con sus colegas inmediatos y despertaba antipatía por su insistencia en mantener en secreto todo lo que hacía. Se oían, inclusive, quejas en el sentido de que demoraba el progreso de los proyectos de la compañía al impedir el libre intercambio de ideas.

Al parecer nada de esto hacía mella en Simpson, que también llegó a convencerse cada vez más de que la compañía estaba estafándolo. Como todas las compañías, la suya deseaba reservarse el derecho de propiedad de todos los descubrimientos efectuados por el personal, cosa totalmente comprensible desde su punto de vista. Cualquier investigación que se hiciera no sería posible sin el trabajo previo de otros miembros de la compañía ni sin el uso de instrumentos, locales y procesos intelectuales de la compañía en general.

Lo cual no quita que cada vez que se llegaba a algún resultado satisfactorio, el éxito significara millones de dólares para la compañía y sólo unos cuantos miles para el investigador.

En consecuencia no había nadie que no se sintiera explotado y Simpson pensaba que abusaban de él más que de los demás.

La descripción del estado de ánimo de Simpson en los últimos años, hecha por su mujer, indicaba a las claras que sufría ya de una forma de delirio de persecución. No había manera de razonar con él. Estaba convencido de que la compañía lo perseguía y atribuía todos los éxitos de esta a su propio trabajo, aunque la empresa estuviera empeñada en despojarlo de todo reconocimiento y de toda recompensa económica. La idea lo obsesionaba.

No dejaba de tener cierta razón al suponer que su trabajo era esencial para la compañía —que a su vez reconocía el hecho pues, de lo contrario, no hubiesen retenido con tanta insistencia a alguien que, con los años, estaba volviéndose cada vez más difícil.

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