Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
La crisis se produjo cuando Simpson descubrió algo que consideraba básicamente revolucionario. Estaba seguro de que ese elemento colocaría a la compañía a la cabeza de toda la industria internacional de computación. Además, se trataba a su juicio de algo que no podría ocurrírsele a nadie más en años, posiblemente en décadas, no obstante ser tan simple en su esencia que era posible enunciarlo por escrito en un trocito de papel. No pretendo comprender qué era, pero hoy tengo la certeza de que era el embrión de la tecnología del “microchip”
Decidió callar acerca de su descubrimiento hasta que la compañía se comprometiese a compensarlo ampliamente con una suma muchas veces mayor que la habitual así como con otros beneficios. Es fácil ver la motivación detrás de esta exigencia. Sabía que podía morir en cualquier momento y quería dejar a su mujer y a sus dos hijos en buena situación. Conservaba la documentación escrita del secreto en casa para que su mujer tuviese algo que ofrecer a la compañía en el caso de que muriera antes de completar su trabajo, pero era característico en él no decirle a ella dónde guardaba los documentos. Su manía del secreto sobrepasaba todos los límites. Una mañana, al partir para su trabajo, preguntó a su mujer, muy nervioso:
—¿Dónde está mi libro de la biblioteca circulante?
—¿Qué libro? —preguntó ella a su vez.
—Exploración del Cosmos. Lo tenía aquí mismo.
—¡Ah! —repuso ella—. Estaba vencida la fecha de devolución. Ayer devolví ese libro y varios más.
Simpson se puso tan pálido que su mujer temió que se desmayara allí mismo. Hablando a gritos, preguntó:
—¿Cómo te atreves a hacer tal cosa? ¡Era mi libro! ¡Lo devuelvo cuando se me antoja! ¿No te das cuenta de que la compañía es capaz de entrar a robarnos la casa y revisarlo todo? En cambio, no se les ocurriría tocar un libro de una biblioteca pública. No sería mío.
Logró dar a entender, aunque sin decirlo expresamente, que había ocultado su precioso secreto en el libro de la biblioteca circulante y la señora Simpson, muerta de miedo al verlo jadear y tratando de respirar, dijo, desesperada:
—Iré ahora mismo a la biblioteca, querido y volveré con él. En pocos minutos estaré de vuelta. Por favor, cálmate. Todo saldrá bien.
La señora me repitió una y otra vez que debería haberse quedado con él hasta que se calmara. Que podría haber llamado a un médico, pero habría sido inútil aun cuando hubiese venido. Estaba convencido de que alguien de la biblioteca, alguien que pidiese ese libro descubriría su importantísimo secreto y se guardaría los millones que correspondían a su familia.
La señora Simpson fue corriendo a la biblioteca, no tuvo ninguna dificultad para retirar el libro y volvió a toda prisa. Era demasiado tarde. Simpson había sufrido un ataque cardíaco, el segundo, y estaba agonizando. Murió, en efecto, en los brazos de su mujer, a pesar de que llegó a ver que ella tenía otra vez su libro, lo cual puede haberle servido de consuelo. Sus últimas palabras, pronunciadas con trabajo, fueron “dentro… dentro… “ mientras señalaba el libro. Luego murió.
Hice todo lo posible por consolarla, por asegurarle que ella no habría podido nunca evitar lo sucedido. Más por distraerla que por otra cosa, le pregunté si había encontrado algo en el libro.
Me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—No, nada. Pasé una hora… es lo menos que podía hacer por él… su último deseo, ¿sabe?… Pasé una hora estudiándolo, pero no hay nada.
—¿Está segura? —pregunté—. ¿Sabe qué está buscando?
La señora Simpson titubeó.
—Suponía que podría ser un papel con algo escrito. Algo que dijo me hizo pensarlo. No me refiero a esa última mañana, sino a antes. Muchas veces me dijo “Lo tengo escrito”. Pero no sé cómo puede ser el papel, si era grande o pequeño, blanco o cremoso, liso o doblado… ¡Cualquier cosa! De cualquier manera, revisé todo el libro. Volví cada una de las páginas con el mayor cuidado, pero no había papeles de ninguna clase entre ellas. Después lo sacudí tomándolo por el lomo y no cayó nada. Por último miré todos los números de las páginas para estar segura de que no había dos pegadas. No las había.
»Después pensé que quizá no se tratase de un papel sino de algo que hubiera escrito en un margen. No tenía mayor sentido, pero pensé que debía verificarlo. Revisé cada una de las páginas. Había una o dos manchas que parecían accidentales, pero no había nada escrito ni tampoco subrayado.
—¿Está segura de haber retirado el mismo libro que antes, señora Simpson? La biblioteca podría haber tenido dos ejemplares o más.
Se mostró sorprendida.
—No se me ocurrió. —Levantando el libro, lo miró y dijo—: No, tiene que ser el mismo. Hay una manchita de tinta debajo del título. El libro que devolví tenía la misma manchita. No podría haber dos iguales.
—¿Está segura? —insistí—. Me refiero a la manchita de tinta.
—Sí —dijo con tono categórico—. Pienso que el papel se cayó en la biblioteca o que alguien lo retiró y con seguridad lo arrojó al canasto. No importa. Con Oswald muerto, no tendría fuerzas para librar una batalla contra la compañía. Aunque habría sido grato no tener dificultades de dinero y haber podido enviar a los hijos a la universidad.
—¿No contará con una pensión de la compañía?
—Sí, en ese sentido son muy generosos, pero no alcanzará con la inflación que tenemos. Y con su historia de trastornos cardíacos, Oswald nunca se aseguró debidamente.
—Entonces, vamos a encontrarle ese papel y también un abogado. Y por último, algún dinero. ¿Qué le parece?
La señora Simpson suspiró varias veces haciendo un esfuerzo por sonreír.
—Es muy gentil —dijo—, pero no veo cómo va a lograrlo. No puede hacer que el papel aparezca de la nada.
—Sí que puedo —dije, aunque admito que corría un riesgo al asegurarlo. Abrí el libro, conteniendo el aliento, y dije:
—¡Aquí lo tiene! —El papel estaba, sin duda, allí. Se lo entregué.
Lo que siguió fue un proceso prolongado y fatigoso, pero las negociaciones con la compañía terminaron bien. La señora Simpson no se convirtió en multimillonaria, pero consiguió cierta seguridad económica y los dos niños son hoy estudiantes graduados en la universidad. La compañía salió ganando, también, pues el “microchip” estaba en marcha. Sin mí no se habría lanzado y, por lo tanto, como les dije al principio, el crédito me corresponde.
Y con el consiguiente fastidio nuestro, Griswold cerró los ojos.
Di un grito.
—¡Vamos! —dije. Abrió un solo ojo—. ¿Dónde encontraste el papel? —le pregunté.
—Donde Simpson dijo que estaba. Sus últimas palabras fueron: “dentro… dentro… “.
—Del libro, claro —dije.
—No dijo “dentro del libro” —recordó Griswold—. No pudo terminar la oración. Dijo solo “dentro… “ y el libro era de una biblioteca circulante.
—¿Y?
—Los libros de las bibliotecas circulantes tiene algo que no tienen los comunes. Tiene un bolsillito en el que se guarda la tarjeta de la biblioteca. La señora Simpson describió todo lo que hizo, pero nunca mencionó el bolsillo. Pues bien, yo recordé las últimas palabras de Simpson, miré dentro del bolsillo, y… ¡Allí estaba!
“A Flash of Brilliance (The Three Goblets)”
Aquella noche el ambiente de nuestro club era especialmente acogedor. Siempre ocurría eso en la biblioteca. Afuera llovía intensamente. El viento azotaba la lluvia y la lanzaba contra las ventanas acrecentando la sensación de tibieza y tranquilidad en el interior. Los ronquidos suaves y rítmicos de Griswold eran el único acompañamiento que necesitábamos.
Traté de no pensar en mi impermeable que había quedado empapado en el guardarropa y en el momento inevitable en que tendría que retirarme para tratar de conseguir un taxi. Pero eso se vería a su debido tiempo…
Extendí las piernas perezosamente y dije:
—No sé si ustedes han pensado alguna vez en la mala prensa que tienen casi siempre los cuerpos de policía. Incluso en una sociedad donde son sin duda el muro sólido entre el ciudadano honesto y el criminal, rara vez son objeto de elogios.
—Esbirros —murmuró Baranov—. ¡Polis! ¡Cosacos! ¡Cerdos!
—No, no —dije, irritado—. No hablo sólo de esos motes. Cualquiera es capaz de gritar un insulto cuando se ofende. Hablo de lo que se dice de ellos a sangre fría. Piensen en tantos escritores de novelas policiales que adjudican toda la inteligencia y la intuición a algún aficionado, en los Sherlock Holmes, Hercule Poirots, Peter Wimseys… ¿Y dónde está la policía? No, la policía es un conjunto de asnos de Scotland Yard, sin excepción.
Jennings hizo un ruido grosero con los labios.
—Vives en el pasado, viejo —dijo—. Ahora es muy común mostrar policías brillantes, desde Appleby hasta Leopold, tenemos esbirros oficiales que resuelven los crímenes más difíciles y sutiles. En realidad, el procedimiento policial es hoy mucho más popular que el tradicional material al estilo de Philo Vance.
Los había llevado a donde yo quería.
—Si escuchamos a Griswold, dirá lo contrario —dije. Miraba a hurtadillas a la figura dormida, sentada muy derecha en su sillón Reina Ana, con el whisky con soda firmemente sostenido en una mano—. Él siempre resuelve el crimen cuando la policía es impotente. Ese viejo zorro pretende que le creamos cada vez que usurpa sistemáticamente las atribuciones de la policía.
Los ojos de un azul glacial de Griswold se abrieron al instante tal como yo esperaba.
—Este viejo zorro pretende solo que los tontos crean tal cosa, y tú tienes condiciones —me dijo—. La policía cumple sus funciones, siempre las cumplió. La única dificultad es que su trabajo es de rutina, rutina empeñosa y poco espectacular, un noventa y nueve por ciento del tiempo. Solo algún hecho ocasional se presta para provocar ese destello radiante de intuición que permite al individuo dotado mostrar sus propios méritos. Por ejemplo…
Griswold bebió un sorbo y calló.
—Por ejemplo, decías —le recordé.
En general las armas de la policía en su guerra contra el crimen [dijo Griswold] no incluyen el talento. No se trata del genio teórico que teje la cadena de lógica inexorable y hace aparecer al criminal en una especie de juego de prestidigitación que quita el aliento. Eso no dará resultado.
En primer lugar, ese tipo de práctica no tendría validez alguna ante la justicia. Da resultado en los libros, donde el acusado confiesa cuando lo descubren o se suicida, pero eso no sucede nunca en la vida real. El acusado lo niega todo y su abogado arroja la duda sobre todo. Y si todo lo que tenemos para presentar ante el juez y el jurado es el talento, el acusado saldrá impune.
La policía debe reunir pruebas pasando de cada testigo posible al siguiente y tratando de obtener declaraciones o identificaciones que, a su juicio, soporten la prueba del careo. Deben localizar armas, documentos o boletas de empeño. Y ya que hablamos de buscar, deben buscar cadáveres, efectuando pesquisas, revisando tachos de desperdicios, rastreando el fondo de las lagunas.
Se requiere el trabajo concentrado y monótono de docenas de personas a través de semanas y meses.
En realidad, quiero contarles algo sobre el instrumento aislado más importante de la labor policial, el soplón.
Todos ustedes saben que nuestro gobierno no siempre puede detener las filtraciones de información, por muchos esfuerzos que haga. Bien, tampoco pueden hacerlo las diversas organizaciones criminales. Siempre hay alguien a punto de hablar.
¿Motivos? Son varios. Hay informantes que buscan vengarse porque se consideran víctimas de algún abuso y arden por resarcirse. Hay otros que pueden hacer uso de algún dinero extra y que cobran todo lo que pueden por la información que afirman poseer. Hay otros a los que les interesa sobre todo que les hagan la vista gorda, que les acuerden el privilegio de seguir viviendo una vida de delitos menores, como raterías o arrebato de carteras, seguros de que la policía se mostrará benévola, siempre que sean soplones útiles.
No es un oficio elegante, por otra parte. Los autores de novelas policiales que pretenden incluir soplones en sus relatos deben renunciar al elemento ingenioso y conformarse con la violencia. Habitualmente, el soplón es hallado muerto en el capítulo cuarto y sólo atina a jadear lo suficiente para dejar intrigado al detective.
Por cierto que a veces —aunque sean muy pocas comparadas con el total de las veces en que interviene la policía—, todo falla. Y, de vez en cuando, me toca a mí poder encarar esa parte final del rompecabezas que ellos no advierten porque su interminable trabajo de rutina los deja extenuados.
Tal fue el caso del sonado asunto de contrabando de diamantes que tuvo lugar hace algunos años. Seguramente ustedes se enteraron de él por los diarios. Si no se enteraron, no importa. Pueden estar seguros de que mi intervención no se mencionó para nada.
La policía no lograba establecer el método por el cual se efectuaba el transporte de los diamantes. Buscaban con desesperación en todos los vehículos sospechosos que entraban al país, pero nunca hallaron un solo diamante.
Eran piezas pequeñas, de no mucha importancia desde el punto de vista de su tamaño, al alcance de gente de clase media. Pero en su conjunto, representaban miles de quilates y millones de dólares. Además, el transporte continuaba sin interrupción.
Por fin, uno de los agentes del Departamento del Tesoro vino a consultarme. Se mostró muy nervioso, porque en ese momento yo estaba en relaciones especialmente tensas con el gobierno. Había calificado a alguien con un nombre bastante ofensivo, enteramente merecido, y me mantenían algo alejado.
No puedo culpar a los funcionarios menores, claro está, por lo cual accedí a escuchar a este hombre y a ayudarlo en lo posible. Lo que me contó acerca del contrabando de diamantes, me dio a entender que había un pequeño indicio alentador en el caso. Como cabía esperar, el indicio había sido obtenido a través de un soplón.
Sobre la base de dicho indicio el Tesoro se había informado de que estaba por entrar un paquete en los Estados Unidos, el paquete que contenía los diamantes. La forma de llegar podía ser más o menos directa. Es decir, los diamantes vendrían en el paquete o bien este contendría información sobre la fecha y el medio por el cual habrían de llegar. El informante carecía de detalles, pero tenía seguridad en cuanto a los hechos básicos, según dijo, y se trataría de un operativo de gran importancia.