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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Cuestión de fe (29 page)

BOOK: Cuestión de fe
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—¿A quién deberíamos preguntar, a chaperos en lugar de banqueros?

—No. Tendríamos que preguntarles a ellos directamente. —Mientras hablaba, se dio cuenta de que estaba harto de sondear, espiar y de tratar con informadores. Había que preguntarles a ellos directamente y acabar de una vez.

Brunetti, en penitencia por contravenir la expresa prohibición de Patta de interrogar a los Fulgoni, se sometió al castigo del sol y fue al apartamento del matrimonio andando. Al pasar por delante del relieve del moro que conduce su camello, sintió la tentación de consultarle sobre la mejor manera de abordar a los Fulgoni; pero el moro, desde hacía siglos, no pensaba sino en sacar a su animal de la pared de aquel
palazzo
de Venecia y llevarlo a su tierra de Oriente, y Brunetti contuvo el impulso.

El comisario se anunció a la
signora
Fulgoni, que le abrió la puerta sin preguntas ni protestas. Antes de dirigirse hacia la escalera, Brunetti describió un semicírculo por el patio: ya habían limpiado la silueta de tiza del cuerpo de Fontana, sólo quedaba un reguero grisáceo que terminaba en los pequeños desagües centrales. La cinta de la policía había desaparecido, pero los trasteros seguían cerrados por pesados candados.

Lo mismo que en la anterior visita del comisario, la
signora
Fulgoni esperaba en la puerta del apartamento y tampoco esta vez estrechó la mano que él le tendía. Al verla tan repeinada, con su figura de cariátide y sus labios color de rosa, Brunetti se preguntó si habría descubierto la manera de mantenerse envasada al vacío durante días. La siguió por el pasillo hasta la misma salita, que le dio la misma impresión de estar montada más para exposición que para uso.


Signora
—empezó cuando estuvieron sentados frente a frente—. Debo hacerle varias preguntas sobre la noche de la muerte del
signor
Fontana. No estoy seguro de que hayamos entendido todo lo que usted nos dijo. —No desperdició una sonrisa después de esta introducción.

La mujer parecía sorprendida, casi ofendida. ¿Cómo podía un simple policía no haber entendido lo que había dicho ella? ¿Y cómo podía alguien, cualquiera que fuera su rango, cuestionar la exactitud de sus declaraciones? Pero no preguntó, prefirió esperar acontecimientos.

—Nos dijo que, cuando usted y su esposo salían de Strada Nuova, durante el paseo que dieron para tomar el fresco, oyó las campanas de la Madonna dell'Orto que daban las doce. ¿Está segura de que eran las doce,
signora,
no la media o, quizá, la una? —La sonrisa de Brunetti era aún más afable que la pregunta.

La
signora
Fulgoni miró a Brunetti durante varios segundos como miraría la señora de la dacha al siervo que dudara de su palabra acerca de qué cucharillas se usan para el té.

—Esas campanas han sonado durante generaciones —dijo con una indignación que su buena educación le impedía manifestar plenamente—. ¿Quiere decir que yo no soy capaz de reconocerlas ni de saber qué hora dan?

—Desde luego que no,
signora
—dijo él con una sonrisa de modestia—. Quizá las confundió con las campanas de alguna otra iglesia menos exacta.

Ella dejó que aparecieran pequeñas grietas en el muro de su paciencia.

—Yo soy feligresa de esa parroquia, comisario. Por favor, admita que puedo reconocer las campanas de mi iglesia.

—Claro, claro —dijo Brunetti en tono neutro, sorprendiéndola, quizá, por no haberse arrojado de la silla y empezado a arrastrarse hacia la puerta al oír sus palabras—. Dijo usted, señora, que ni usted ni su esposo tenían trato con la víctima.

—Cierto —dijo ella, muy estirada, juntando las manos sobre las rodillas para más énfasis.

—Entonces, ¿cómo es posible… —empezó él, decidiendo asestar la primera puñalada—… cómo es posible que en el mismo sitio del patio se hayan encontrado huellas del señor Fontana y de su esposo?

Si Brunetti realmente la hubiera apuñalado, no habría causado mayor efecto. Ella abrió la boca y levantó una mano para taparla. Lo miraba como si no lo hubiera visto nunca y no le gustara lo que veía. Pero enseguida se repuso y borró toda señal de sorpresa.

—No tengo ni idea de cómo pudo ser eso posible, comisario. —Dedicó unos momentos a tratar de resolver el misterio y apuntó—: Quizá mi marido encontró al
signor
Fontana en el patio y no creyó necesario mencionarlo. Quizá le ayudó a trasladar algo.

A Brunetti no le parecía plausible que los directores de banco ayudaran a trasladar objetos pesados, pero dejó pasar la sugerencia con un movimiento de la cabeza que indicaba comprensión.

—¿Y aquella noche su esposo no salió del apartamento sin usted,
signora?
¿Quizá para tomar el aire, o para ir a buscar una botella de vino al trastero?

Ella se puso aún más rígida y preguntó con voz tensa:

—¿Sugiere que mi marido pudiera tener algo que ver con la muerte de ese hombre?

—Ni pensarlo,
signora
—dijo con aplomo Brunetti, que estaba sugiriendo eso precisamente—. Pero pudo ver algo fuera de lo corriente o fuera de su sitio y habérselo mencionado y usted haberlo olvidado: la memoria tiene efectos extraños. —Observó cómo esta idea iba calando en la mente de la mujer.

Ella miraba uno de los cuadros de la pared del fondo, lo contempló el tiempo suficiente para calibrar su estricta horizontalidad, y se volvió hacia Brunetti con gesto de sorpresa y contrición.

—Ocurrió una cosa…

—¿Sí,
signora?

—El jersey —dijo ella, como si esperara que Brunetti supiera de qué hablaba.

—¿Qué jersey,
signora?

—Ah, sí. —Ahora parecía haber vuelto a la habitación y reconocer de pronto el contexto de la conversación—. El jersey verde manzana. Un Jaeger con escote en pico que mi marido se compró hace años. Fue cuando estuvimos en Londres, de vacaciones. Siempre se lo pone sobre los hombros cuando salimos a pasear. —Y, antes de que Brunetti preguntara—: Incluso con este calor. —Con una voz que se había suavizado, prosiguió—: Se ha convertido en una especie de talismán para él, bueno, para los dos, cuando salimos de noche.

—¿Y qué le pasó al jersey,
signora?

—Aquella noche, al volver a casa, mi marido se dio cuenta de que ya no lo llevaba. —Ella cruzó los brazos y se puso las manos en los hombros, pero el jersey no es-taba—. Así que bajó a buscarlo. No había mucha gente por la calle, de modo que esperaba encontrarlo donde le hubiera caído.

—Comprendo —dijo Brunetti—. ¿Lo encontró?

—Sí. Sí. Cuando volvió dijo que estaba en el suelo, al pie de Ponte Santa Caterina. Casi en los Gesuiti.

—Así pues, él volvió a hacer todo el recorrido de su paseo,
signora?
—preguntó Brunetti, después de calcular la distancia entre la casa y el puente.

—Debió de hacerlo. Yo ya estaba en la cama cuando volvió y sólo le pregunté si había encontrado el jersey, él dijo que sí y entonces me dormí.

—Ya veo, ya veo —dijo Brunetti—. Es curioso que él no lo mencionara en la declaración que hizo al teniente Scarpa.

—Como usted ha dicho, comisario, la memoria tiene efectos extraños. —Entonces, antes de que él pudiera decirlo, ella prosiguió—: Como extraño es que yo no recordara eso hasta ahora. —Y para recalcar lo extraño que le parecía todo ello, se tocó la frente y lo miró interrogativamente.

—¿Cuánto tiempo le parece que él estuvo fuera,
signora?

Ella tuvo aquel gesto tan veneciano de extraviar la mirada mientras la memoria seguía el itinerario.

—Tardaría unos quince minutos en llegar al puente, imagino, porque iría despacio. Así pues, entre ir y venir —añadió, como si dudara de que él pudiera hacer el cálculo sin su ayuda—, máximo, una media hora.

—Gracias,
signora
—dijo Brunetti poniéndose en pie.

Cuando Brunetti llegó al banco del
signor
Fulgoni, tenía la chaqueta pegada a la espalda y las perneras del panta-Ion se rozaban a cada paso de un modo muy antipático. Entró en el climatizado vestíbulo y se paró a enjugarse cara y cuello con el pañuelo. Afortunadamente, la temperatura era moderada, no ártica, y enseguida se habituó. Cruzó sobre el suelo de mármol en dirección a una mesa detrás de la cual estaba una joven que vestía un traje de chaqueta impecable. Al levantar la cabeza, ella debió de ver a un tipo desaliñado, con una arrugada chaqueta azul, porque preguntó con mal disimulado desdén:

—¿En qué puedo servirle,
signore?
-Hablaba italiano, pero con la cadencia del Véneto.

Brunetti sacó la cartera y le enseñó la credencial.

—Deseo hablar con el
signor
Fulgoni —dijo en veneciano, y añadió, imitando el cerrado acento de los amigos con los que su padre jugaba a las cartas en las
osterie
cuando él era niño—. Tengo que hablar con él de un asesinato.

La joven se levantó con una celeridad que, de no ser por la climatización, la habría hecho sudar. Miró a Brunetti, luego a la izquierda, otra vez a Brunetti, levantó el teléfono y marcó un número.

—Un caballero quiere hablar con el
dottor
Fulgoni —dijo, escuchó un momento y añadió—: Es policía. —Sonrió a Brunetti apaciguadoramente, dijo «sí», volvió a decirlo y colgó el teléfono—. Lo acompaño —añadió. Se volvió hacia la izquierda y echó a andar hacia el fondo, procurando no acercarse mucho al visitante.

Brunetti había leído, no recordaba dónde, un artículo en el que se afirmaba que la ubicación de las distintas habitaciones de una casa respondía a la atávica percepción del peligro. Las habitaciones en las que las personas estaban más indefensas se encontraban en el lugar más alejado de la entrada, que era donde estaba la amenaza. Por consiguiente, los dormitorios se situaban en la parte trasera o en el primer piso de la vivienda, lo que obligaría al intruso a abrirse paso, con la espada o con la tranca, a través de posiciones mejor defendidas, con lo que daría al dueño tiempo para escapar o aprestarse a la defensa.

Brunetti estaba seguro de que la
signora
Fulgoni habría llamado por teléfono a su marido, para que pudiera saltar por una ventana trasera o ponerse a afilar el hacha.

En el fondo del banco, estaban dos mesas, una a cada lado de una puerta, como si fueran soportes de libros, y la puerta, un incunable. Delante de una de las mesas los esperaba una segunda joven. La otra mesa estaba desocupada.

La primera mujer dijo, alzando una mano en dirección a Brunetti:

—Es el policía.

Brunetti contuvo el impulso de rugir y agitar las manos delante de sus caras, pero recordó que, en la tierra en la que el dinero es dios, los policías no entran en sus templos. En lugar de rugir, sonrió afablemente a la segunda joven, que se volvió y abrió la puerta central sin llamar. Imposible pillar desprevenido al
dottor
Fulgoni.

El hombre ya venía al encuentro de Brunetti. Vestía sobrio traje gris oscuro, con corbata color castaño de dibujo discreto. Color castaño era también el pañuelo que asomaba del bolsillo del pecho. Mientras el hombre se acercaba, Brunetti buscaba en él señales de afemina-miento como las que había observado en el funeral, sin encontrarlas.

Paso firme, pelo bien cortado, facciones regulares, cejas puntiagudas…

—Disculpe, comisario, no me han dado su nombre —dijo Fulgoni con una voz grave y sedante. Estrechó la mano de Brunetti y lo condujo a un sofá situado a un lado.

Brunetti se presentó mientras cruzaban el despacho y eligió el sillón de piel que hacía frente al sofá, en el que se sentó Fulgoni.

—¿Puedo ofrecerle alguna cosa, comisario? —preguntó. Tenía una voz atractiva, muy musical y hablaba un italiano exento del acento y la cadencia del Véneto.

—Gracias,
dottore
—dijo Brunetti—. Si acaso, después.

Fulgoni sonrió y dio las gracias a la joven, que salió del despacho.

—Mi esposa me ha llamado para hablarme de su visita —empezó Fulgoni, sorprendiendo a Brunetti con su franqueza—. Dice que había cierta confusión sobre la hora en que llegamos a casa la noche en que mataron al
signor
Fontana.

—Sí —dijo Brunetti—. Entre otras cosas.

Fulgoni no manifestó sorpresa.

—Supongo que mi esposa habrá dejado claro a qué hora llegamos.

—Sí, y me ha hablado de su jersey y de que usted salió a buscarlo —dijo Brunetti.

Fulgoni no respondió enseguida sino que se tomó tiempo para estudiar la cara de Brunetti y dejar que éste estudiara la suya. Finalmente, dijo:

—Ah, sí. El jersey. —La manera en que Fulgoni pronunció la última palabra indicó a Brunetti que la prenda tenía un gran significado para él, pero no cuál pudiera ser éste.

—Su esposa ha dicho que, al volver de su paseo, usted se dio cuenta de que había perdido un jersey verde. También me ha dicho que la prenda es muy importante para usted, creo que ha usado la palabra «talismán» al referirse a ella, y que salió a buscarlo.

—¿Le ha dicho si lo encontré?

—Sí, y que usted le dijo que lo llevaba consigo al volver.

—¿Y después?

—Y después me ha dicho que se durmió.

—¿Le ha dicho cuánto tiempo estuve fuera buscando el jersey?

—Una media hora, pero no estaba segura.

—Ya —dijo Fulgoni. Se echó hacia atrás, irguiendo el tronco. Sostuvo la mirada de Brunetti un momento y luego se puso a contemplar la pared del fondo. Brunetti no interrumpió sus reflexiones ni se revolvió en el sillón. Transcurrió un minuto antes de que Fulgoni dijera—: Me ha dicho mi esposa que ustedes, la policía, encontraron huellas mías y del
signor
Fontana en el patio. En el mismo sitio del patio, para ser exactos.

—Cierto.

—¿Qué huellas? —preguntó, carraspeó y añadió—: ¿Y dónde?

Brunetti, cogido en renuncio, no respondió enseguida. Fulgoni le lanzó una mirada y volvió la cara, y Brunetti decidió arriesgarse:

—Creo que usted ya conoce la respuesta a esas dos preguntas,
dottore.

Sólo un hombre que tuviera el hábito de la honradez o que fuera tan ingenuo como para dejarse engañar por el aplomo de Brunetti se habría dado por satisfecho con esta respuesta.

—Ah. —De los labios de Fulgoni escapó un largo suspiro, el sonido que hace un nadador cuando sale de la piscina después de la carrera—. ¿Querría usted repetir lo que le ha dicho mi mujer? —preguntó, esforzándose por mantener serena la voz.

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