Danza de dragones (127 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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«Parecen hechos el uno para el otro.»

Val iba de blanco de los pies a la cabeza: unos calzones blancos de lana embutidos en unas botas altas de cuero blanqueado, una capa blanca de piel de oso sujeta al hombro por un broche con el rostro tallado de un arciano y una túnica blanca con botones de hueso. Su aliento también era blanco… Pero tenía los ojos azules; la larga trenza, del color de la miel oscura, y las mejillas, rojas por el frío. Hacía mucho tiempo que Jon no veía nada tan hermoso.

—¿Intentas robarme el lobo? —preguntó.

—No es mala idea. Si todas las mujeres tuvieran un huargo, los hombres serían mucho más agradables. Hasta los cuervos.

—¡Ja! —rio Tormund Matagigantes—. No intentes engatusar a esta mujer, lord Nieve, es demasiado lista para los tipos como nosotros. Mejor llévatela cuanto antes, no sea que Toregg se despierte y se la quede.

¿Qué había dicho Axell Florent sobre Val? «Una muchacha núbil, nada desagradable a la vista. Buenas caderas y buenos pechos; bien dotada para tener hijos.» Todo aquello era cierto, pero la salvaje era mucho más que eso. Lo había demostrado al encontrar a Tormund, una misión en la que habían fracasado muchos exploradores curtidos de la Guardia.

«Puede que no sea una princesa, pero sería una esposa digna para cualquier señor.»

Pero aquel puente se había quemado tiempo atrás: el propio Jon le había prendido fuego.

—Que se la quede Toregg —proclamó—. Yo hice un juramento.

—A ella no le importa. ¿A que no, muchacha?

Val dio unos golpecitos al largo cuchillo de hueso que llevaba en la cadera.

—Lord Cuervo puede colarse en mi cama cualquier noche, si se atreve. Después de que lo castre, le resultará más fácil mantener sus votos.

—¡Ja! —volvió a reír Tormund—. ¿Has oído eso, Toregg? Mantente alejado de ella. Ya tengo una hija; no necesito otra. —El jefe de los salvajes sacudió la cabeza y volvió a resguardarse en su tienda.

Jon estaba rascando a Fantasma entre las orejas cuando llegó Toregg con el caballo de Val. Aún iba a lomos del jamelgo gris que le había proporcionado Mully el día en que abandonó el Muro, un animal peludo, raquítico y tuerto.

—¿Cómo está el pequeño monstruo? —preguntó mientras se encaminaba con el caballo hacia el Muro.

—El doble de grande que cuando te fuiste, y el triple de gritón. Cuando quiere mamar, su llanto se oye hasta en Guardiaoriente. —Subió al caballo y cabalgó junto a Val.

—Bueno, te he traído a Tormund, tal como prometí. Ahora, ¿qué? ¿Vas a volver a meterme en mi antigua celda?

—Tu antigua celda está ocupada, y la reina Selyse se ha aposentado en la Torre del Rey. ¿Recuerdas la Torre de Hardin?

—¿Es esa que parece que se va a caer?

—Lleva así cien años. Te he acondicionado la parte de arriba. Tendrás más espacio que en la Torre del Rey, aunque no creo que estés igual de cómoda. No lo llaman Palacio de Hardin, y por algo será.

—Prefiero la libertad a la comodidad.

—Tendrás toda la libertad que quieras en el Castillo, pero lamento informarte de que sigues siendo una prisionera. No obstante, te prometo que no te molestará ninguna visita inoportuna. Son mis hombres los que vigilan la Torre de Hardin, no los de la reina. Y Wun Wun duerme en la entrada.

—¿Tengo un gigante como protector? Ni siquiera Dalla recibía semejante honor.

Los salvajes de Tormund se asomaron desde las tiendas, bajo los árboles sin hojas, y los observaron mientras se alejaban. Por cada hombre en edad de luchar, Jon vio tres mujeres y otros tantos niños, con rostros demacrados, mejillas hundidas y ojos abiertos de par en par. Cuando Mance Rayder guio al pueblo libre hasta el Muro, sus seguidores pastoreaban grandes rebaños de ovejas, cabras y cerdos, pero ya solo quedaban mamuts. Estaba seguro de que, si no hubiera sido por la fiereza de los gigantes, también los habrían sacrificado. Alrededor de los huesos de mamut había mucha carne.

Jon también observó indicios de enfermedad, cosa que le produjo una honda inquietud. Si la gente de Tormund estaba hambrienta y enferma, ¿cómo estarían los millares de personas que habían seguido a Madre Topo a Casa Austera?

«Cotter Pyke los alcanzará pronto. Si los vientos son favorables, puede que la flota ya esté de camino a Guardiaoriente, y los barcos, abarrotados de salvajes.»

—¿Qué tal te ha ido con Tormund? —preguntó Val.

—Vuelve a preguntármelo dentro de un año. Todavía queda lo peor: convencer a los míos para que se traguen el guiso que les he preparado. Mucho me temo que a nadie le va a gustar el sabor.

—Puedo ayudarte.

—Ya me has ayudado; me has traído a Tormund.

—Puedo hacer mucho más.

«¿Por qué no? —pensó Jon—. Todo el mundo está convencido de que es una princesa. —Miró a Val, que montaba como si hubiera nacido a lomos de un caballo—. Una princesa guerrera —decidió—, no una criatura endeble que se sienta en una torre a cepillarse el pelo y esperar a que la rescate un caballero. »

—Debo informar de este acuerdo a la reina —dijo—. Puedes venir a conocerla, si te ves capaz de hincar la rodilla. —No era buena idea ofender a su alteza antes de tener ocasión de abrir la boca.

—¿Puedo reírme mientras me arrodillo?

—No. Esto no es un juego. Entre nuestros pueblos corren ríos de sangre, viejos, profundos y rojos. Stannis Baratheon es de los pocos que está a favor de admitir a los salvajes en el reino. Necesito que la reina me apoye en lo que acabo de hacer.

La sonrisa traviesa de Val se desvaneció.

—Tienes mi palabra, lord Nieve. Seré una digna princesa de los salvajes para tu reina.

«No es mi reina —podía haber contestado—. A decir verdad, daría lo que fuera por que se marchase cuanto antes. Si los dioses son benevolentes, el día que lo haga se llevará con ella a Melisandre.»

Hicieron el resto del camino en silencio, con Fantasma pisándoles los talones. El cuervo de Mormont los siguió hasta la puerta y luego se alejó revoloteando hacia arriba mientras desmontaban. Caballo se adelantó con una tea para iluminar el túnel helado.

Cuando Jon y sus acompañantes aparecieron al sur del Muro, un grupito de hermanos negros los esperaba junto a la puerta. Entre ellos estaba Ulmer del Bosque Real, y fue el viejo arquero quien se adelantó para hablar en nombre de todos.

—Si le place a nuestro señor, los muchachos tienen ciertas preguntas. ¿Habrá paz, mi señor? ¿O sangre y hierro?

—Paz —respondió Jon Nieve—. Dentro de tres días, Tormund Matagigantes traerá a su pueblo a este lado del Muro. Vendrán como amigos, no como enemigos. Incluso puede que algunos se nos unan y vistan el negro. Tenemos que darles una buena acogida. Ahora, volved a vuestras tareas. —Le tendió las riendas del caballo a Seda—. Tengo que ver a la reina Selyse. —Su alteza se ofendería si no iba a visitarla de inmediato—. Después tengo que escribir unas cuantas cartas. Lleva a mis aposentos pergamino, plumas y un bote de tinta de maestre negra. Luego convoca a Marsh, a Yarwyck, al septón Cellador y a Clydas. —El septón Cellador estaría medio borracho y Clydas no era el mejor sustituto de un verdadero maestre, pero no tenía nada más. «Hasta que regrese Sam»—. Que vengan también los norteños, Flint y el Norrey. Pieles, tú también.

—Hobb está haciendo tartas de cebolla —dijo Seda—, ¿Les digo a todos que se reúnan con vos para la cena?

—No —dijo Jon tras sopesar la propuesta—. Diles que se reúnan conmigo en la cima del Muro, al atardecer. —Se volvió hacia Val—. Mi señora, acompáñame, por favor.

—El cuervo ordena; la prisionera obedece —dijo en tono travieso—. Esa reina tuya debe de ser realmente temible si a hombres hechos y derechos les flaquean las piernas en su presencia. ¿Tendría que haberme puesto cota de malla en vez de lana y pieles? Esta ropa me la dio Dalla; preferiría no mancharla de sangre.

—Si las palabras hicieran sangre, harías bien en tener miedo, pero creo que tu ropa estará a salvo.

Se abrieron paso hasta la Torre del Rey, a través de caminos recién despejados que transcurrían entre montañas de nieve sucia.

—Tengo entendido que tu reina luce una frondosa barba negra.

Jon sabía que no debía sonreír, pero no pudo evitarlo.

—Solo tiene bigote, y bastante ralo. Se le pueden contar los pelos.

—Qué decepción.

A pesar de su insistencia en adueñarse de sus dominios, Selyse Baratheon no parecía tener ninguna prisa por cambiar las comodidades del Castillo Negro por las sombras del Fuerte de la Noche. Había apostado a sus guardias, por supuesto: cuatro hombres en la puerta, dos en las escaleras y otros dos en el interior, junto al brasero. Al mando de todos ellos estaba ser Patrek de la Montaña del Rey, que iba ataviado con ropajes de caballero de colores blanco, azul y plata, y con una capa salpicada de estrellas de cinco puntas. Cuando le presentaron a Val, el caballero hincó una rodilla en el suelo para besarle la mano enguantada.

—Sois aún mucho más hermosa de lo que me habían dicho, princesa —declaró—. La reina me ha hablado maravillas de vuestra belleza.

—Es algo sorprendente, dado que no me ha visto nunca. —Val dio unos golpecitos en la cabeza de ser Patrek—. Venga, levántate, señor arrodillado. Vamos, vamos, arriba. —Parecía que estuviera hablando a un perro.

Jon hizo cuanto pudo para no reírse. Con el rostro pétreo, indicó al caballero que solicitaban audiencia con la reina. Ser Patrek envió a un soldado escaleras arriba, a preguntar si su alteza estaba dispuesta a recibirlos.

—El lobo tiene que quedarse aquí —insistió ser Patrek. Jon no se sorprendió: la presencia del huargo ponía muy nerviosa a la reina Selyse, casi tanto como la de Wun Weg Wun Dar Wun.

—Fantasma, espera.

Su alteza estaba cosiendo al lado del fuego, mientras su bufón bailaba al ritmo de una música que solo oía él y hacía sonar los cencerros que le colgaban de las astas.

—El cuervo, el cuervo —gritó cuando vio a Jon—, En el fondo del mar, los cuervos son blancos como la nieve, lo sé, lo sé, je, je, je. —La princesa Shireen estaba acurrucada en un asiento, junto a la ventana, con la capucha calada para esconder la parte más llamativa de la psoriagrís que le había desfigurado la cara. No había ni rastro de lady Melisandre, cosa de la que Jon se alegró. Más tarde o más temprano tendría que enfrentarse a la sacerdotisa roja, pero prefería que no ocurriese en presencia de la reina.

—Alteza. —Hincó la rodilla; Val lo imitó.

—Podéis levantaros —dijo la reina Selyse, tras dejar su labor.

—Permitidme que os presente a lady Val, alteza. Su hermana Dalla era…

—… la madre de ese crío llorón que no nos deja dormir. Ya sé quién es, lord Nieve. —La reina frunció la nariz—. Es una suerte para vos que haya regresado antes que mi esposo, el rey, o habríais tenido muchos problemas. Muchos.

—¿Eres la princesa de los salvajes? —preguntó Shireen a Val.

—Hay quien me llama así —respondió Val—. Mi hermana estaba casada con Mance Rayder, el Rey-más-allá-del-Muro. Murió al dar a luz a su hijo.

—Yo también soy una princesa —declaró Shireen—, aunque nunca he tenido una hermana. Tenía un primo, pero se fue en un barco. Solo era un bastardo, pero me caía bien.

—Vamos, Shireen —dijo su madre—. Estoy segura de que el lord comandante no ha venido a escuchar las hazañas de Robert. Caramanchada, sé un buen bufón y llévate a la princesa a su cuarto.

—Lejos, lejos —cantó el bufón al tiempo que hacía sonar los cencerros del gorro—. Ven conmigo al fondo del mar, lejos, lejos, lejos. —Tomó a la princesita de la mano y se la llevó de la estancia dando saltos.

—Alteza, el cabecilla del pueblo libre ha aceptado mis condiciones —dijo Jon.

—Mi esposo siempre ha querido dar refugio a esos salvajes —dijo la reina Selyse tras asentir brevemente—. Mientras mantengan la paz del rey y obedezcan sus leyes, serán bien recibidos en nuestro reino. —Apretó los labios—. Tengo entendido que tienen más gigantes.

—Casi doscientos, alteza —dijo Val—. Y más de ochenta mamuts.

—Son unas criaturas repelentes. —La reina se estremeció. Jon no sabía si se refería a los mamuts o a los gigantes—. Aunque puede que esas bestias le resulten útiles a mi señor esposo en la batalla.

—Es posible, alteza —respondió Jon—, pero los mamuts son demasiado grandes para atravesar la puerta.

—¿No hay forma de ensancharla?

—Eso sería una… insensatez, a mi juicio.

—Si vos lo decís… —La reina frunció la nariz—. Imagino que sabéis lo que os decís. ¿Dónde pensáis alojar a estos salvajes? Villa Topo no es bastante grande para acoger a… ¿Cuántos son?

—Cuatro mil, alteza. Nos ayudarán a guarnecer nuestros castillos abandonados y así defender todo el Muro.

—Tengo entendido que esos castillos están en ruinas, que son lugares deprimentes, inhóspitos y fríos, poco más que montañas de escombros. En Guardiaoriente nos dijeron que había ratas y arañas.

«Las arañas ya habrán muerto de frío —pensó Jon—, y las ratas pueden constituir una buena fuente de carne cuando llegue el invierno.»

—Es cierto, alteza…, pero hasta las ruinas son un refugio, y el Muro se interpondrá entre ellos y los Otros.

—Veo que habéis tenido en cuenta todos los detalles, lord Nieve. Estoy segura de que el rey Stannis estará satisfecho cuando regrese triunfante de la batalla.

«Si es que vuelve.»

—Pero en primer lugar —continuó la reina—, los salvajes tienen que reconocer a Stannis como su rey y a R’hllor como su dios.

«Aquí estamos, cara a cara, en este pasillo estrecho.»

—Disculpad, alteza, pero esas no son las condiciones que hemos acordado.

—Un descuido imperdonable —contestó la reina con expresión adusta. Cualquier rastro de calidez que pudiera haber en su voz se había desvanecido de un plumazo.

—El pueblo libre no se arrodilla —le dijo Val.

—Pues habrá que hacerlo arrodillarse —declaró la reina.

—En tal caso, alteza, nos alzaremos de nuevo a la menor ocasión —respondió Val—. Bien armados.

—Sois una insolente —respondió la reina, con los labios apretados y un ligero temblor en la barbilla—. Claro que no cabía esperar otra cosa de una salvaje. Tendremos que buscaros un esposo que os enseñe modales. —Se volvió hacia Jon—. No apruebo esto, lord comandante, ni tampoco lo aprobará mi señor esposo. Ambos sabemos que no está en mi mano evitar que abráis vuestras puertas, pero os prometo que habrá consecuencias en cuanto mi marido regrese de la batalla. Quizá queráis reconsiderarlo.

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