Danza de dragones (128 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—Alteza —Jon volvió a arrodillarse; Val no lo imitó—. Siento que mis acciones os hayan disgustado. He hecho lo que me ha parecido más adecuado. ¿Tenemos vuestro permiso para retiramos?

—Sí, y de inmediato.

Cuando ya estaban fuera, lejos de los hombres de la reina, Val dio rienda suelta a su enfado.

—Lo de la barba era mentira. Tiene más pelo en el mentón que yo entre las piernas. Y su hija… la cara…

—Psoriagrís.

—Nosotros lo llamamos
la muerte gris.

—En los niños no tiene por qué ser mortal.

—Lo es al norte del Muro. La cicuta es un remedio muy eficaz, pero también sirve una almohada o una espada. Si yo hubiera dado a luz a esa pobre niña, la habría liberado de su sufrimiento hace ya mucho tiempo.

Aquella faceta de Val era nueva para Jon.

—La princesa Shireen es la única hija de la reina.

—Lo siento por las dos. La niña no está limpia.

—Si Stannis gana su guerra, Shireen será la heredera del Trono de Hierro.

—Entonces, lo siento por tus Siete Reinos.

—Los maestres dicen que la psoriagrís no…

—Los maestres pueden decir lo que les dé la gana. Si quieres saber la verdad, pregúntale a la bruja de los bosques. La muerte gris permanece latente, pero siempre renace. ¡La niña no está limpia!

—A mí me parece una chiquilla encantadora. No sabes si…

—Sí que lo sé. No sabes nada, Jon Nieve —Val lo agarró del brazo—. Quiero que saques de aquí al monstruo. A él y a las nodrizas. No puedes dejarlo aquí, en la misma torre que la chica muerta.

—No está muerta— dijo Jon, tras zafarse de la mano de Val.

—Claro que sí. Su madre no se da cuenta, y ya veo que tú tampoco, pero lo que tiene dentro es muerte. —Se alejó, se detuvo y regresó a su lado—. Te llevé a Tormund Matagigantes. Ahora, tú tráeme a mi monstruo.

—Lo intentaré.

—No lo intentes, tráemelo. Estás en deuda conmigo, Jon Nieve.

Jon vio como se alejaba.

«No puede ser, es imposible que tenga razón. La psoriagrís no es tan mortal como dice, al menos en los niños. —Fantasma había vuelto a marcharse, y el sol se escondía por el oeste—. Me vendría muy bien una copa de vino caliente, y dos me vendrían mejor aún.» Pero aquello tendría que esperar. Tenía que enfrentarse a unos enemigos verdaderamente temibles: sus hermanos.

Pieles lo esperaba junto a la jaula, y montaron juntos. Cuanto más subían, más fuerte era el viento. Veinte varas más arriba, la pesada jaula comenzó a balancearse con cada ráfaga de viento, y de vez en cuando rozaba el Muro y desprendía nubecillas de hielo cristalino que, al caer, brillaban con la luz del sol. Subieron por encima de las torres más altas del castillo. A ciento cincuenta varas de altura, el viento tenía colmillos que le tiraban de la capa negra y la estrellaban estrepitosamente contra los barrotes de hierro. A doscientos cincuenta, lo atravesaban de lado a lado.

«El Muro es mío —se recordó mientras los hombres se balanceaban en la jaula—, al menos durante dos días más.»

Jon saltó al hielo, dio las gracias a los encargados de la jaula y saludó con la cabeza a los lanceros que montaban guardia. Ambos llevaban capuchas de lana que les cubrían por completo la cabeza y no dejaban ver más que los ojos, pero reconoció a Ty por la maraña de pelo negro y grasiento que le caía por la espalda, y a Owen por el salchichón que llevaba en la funda colgada el cinto. De todos modos, los habría reconocido solo por la postura.

«Un buen señor debe conocer a sus hombres», les había dicho su padre en cierta ocasión a Robb y a él, en Invernalia.

Se dirigió al borde del Muro y miró hacia abajo, al suelo donde habían caído las huestes de Mance Rayder. Se preguntó dónde estaría Mance.

«¿Te habrá encontrado, hermanita? ¿O solo te usó de ardid para que lo liberase? —Hacía mucho que no veía a Arya. ¿Qué aspecto tendría? ¿Sería capaz de reconocerla?—. Arya Entrelospiés. Siempre llevaba la cara sucia. —¿Conservaría la pequeña espada que le había forjado Mikken? “Tienes que clavarla por el extremo puntiagudo”, le había dicho; unas palabras que le habrían resultado muy útiles en su noche de bodas, si era verdad la mitad de lo que se decía de Ramsay Bolton—. Tráemela, Mance. Salvé a tu hijo de Melisandre, y ahora estoy a punto de salvar a cuatro mil personas del pueblo libre. Me debes a esa niña.»

En el bosque Encantado, más al norte, las sombras del atardecer se deslizaban entre los árboles. El cielo del oeste era una llamarada roja, pero al este ya empezaban a aparecer las primeras estrellas. Jon flexionó la mano de la espada y recordó todo lo que había perdido.

«Sam, gordo idiota, te quiero, pero qué broma tan cruel me gastaste al proponerme para el cargo. Un lord comandante no tiene amigos.»

—¿Lord Nieve? —dijo Pieles—. La jaula está subiendo.

—Ya la oigo. —Jon se apartó del borde del Muro.

Los primeros en llegar arriba fueron los cabecillas de los clanes Flint y Norrey, envueltos en pieles y hierro. El Norrey parecía un zorro viejo: arrugado y de constitución ligera, pero vivaz y de mirada astuta. Torghen Flint le llegaba por la mitad de la cabeza, pero pesaba el doble: era un hombre tosco y robusto de manos grandes como jamones, callosas y de nudillos rojos, y para cruzar el hielo apoyaba todo su peso en un bastón de endrino. A continuación llegó Bowen Marsh, envuelto en una piel de oso, y tras él, Othell Yarwyck y el septón Cellador, que solo iba medio borracho.

—Acompañadme —dijo Jon. Recorrieron el Muro por senderos de gravilla, en dirección al sol poniente. Cuando estuvieron a sesenta pasos del cobertizo, se volvió hacia ellos—. Ya sabéis por qué os he reunido. Dentro de tres días, al amanecer, se abrirá la puerta para que Tormund y su pueblo crucen el Muro. Hay que hacer muchos preparativos.

La noticia se recibió en silencio.

—Lord comandante, hay miles de… —dijo por fin Othell Yarwyck.

—… salvajes escuálidos, en los huesos, hambrientos, lejos de casa. —Jon señaló la luz de las hogueras—. Ahí los tenéis. Tormund dice que son cuatro mil.

—Por las hogueras diría que son tres mil. —Bowen Marsh vivía por y para hacer cuentas y mediciones—. Al parecer, los que vienen de Casa Austera con la bruja de los bosques son más del doble. Y ser Denys nos ha escrito para decirnos que hay grandes campamentos en las montañas, más allá de Torre Sombría…

Jon no lo negó.

—Tormund dice que el Llorón va a intentar atravesar de nuevo el Puente de los Cráneos.

El Viejo Granada se tocó la cicatriz que se había hecho mientras defendía el Puente de los Cráneos la última vez que el Llorón intentó abrirse camino a través de la Garganta.

—No es posible que el lord comandante tenga intención de permitir que ese… ese demonio también atraviese el Muro, ¿verdad?

—No es que me apetezca. —Jon no olvidaba las cabezas que le había dejado el Llorón, con agujeros sangrientos donde habían estado los ojos. «Jack Bulwer el Negro, Hal el Peludo, Garth Plumagrís. No puedo vengarlos, pero no olvidaré sus nombres»—. Pero sí, mi señor, va a atravesarlo. No somos quiénes para decidir qué gente del pueblo libre puede pasar y cuál no. La paz significa paz para todos.

—Más nos valdría hacer las paces con los lobos y los cuervos carroñeros —dijo el Norrey tras carraspear y escupir.

—En mis mazmorras reina la paz —protestó el Viejo Flint—. Dejadme a mí al Llorón.

—¿A cuántos exploradores ha matado? —preguntó Othell Yarwyck—. ¿A cuántas mujeres ha violado, asesinado o secuestrado?

—De mi gente, a tres —dijo el Viejo Flint—. A las que no se lleva, las deja ciegas.

—Cuando un hombre viste el negro, se perdonan todos sus delitos —les recordó Jon—. Si queremos que el pueblo libre luche a nuestro lado, debemos perdonarles su pasado, como hacemos con los nuestros.

—El Llorón no va a pronunciar los votos —insistió Yarwyck—. No va a vestir el negro. Ni siquiera los otros saqueadores confían en él.

—No hace falta confiar en un hombre para que sea útil. —«Si no, ¿cómo ibais a serme útiles vosotros?»—. Necesitamos al Llorón, y a más como él. ¿Quién conoce el bosque mejor que los salvajes? ¿Quién conoce mejor a nuestros enemigos, sino el que ha luchado con ellos?

—El Llorón solo sabe de violación y asesinato —dijo Yarwyck.

—Cuando hayan cruzado el Muro, los salvajes nos triplicarán en número —dijo Bowen Marsh—. Y eso solo con el grupo de Tormund. Si añadimos a los hombres del Llorón y a los que vengan de Casa Austera, pueden acabar con la Guardia en una sola noche.

—No son los números los que ganan guerras. Tendríais que verlos; casi todos están medio muertos.

—Preferiría que estuviesen muertos del todo —dijo Yarwyck—. Si le place a mi señor.

—No me place en absoluto. —La voz de Jon era fría como el viento que les azotaba las capas—. En ese campamento hay cientos de niños, miles; también hay mujeres.

—Mujeres de las lanzas.

—Unas cuantas. Además de madres, abuelas, viudas, doncellas… ¿Quieres condenarlas a morir a todas?

—No debería haber discusiones entre hermanos —dijo el septón Cellador—. Recemos a la Vieja para que ilumine nuestro camino hacia la sabiduría.

—Lord Nieve —dijo el Norrey—, ¿dónde pensáis meter a esos salvajes? No será en mis tierras, espero.

—Sí —declaró el Viejo Flint—. Si queréis que se queden en el Agasajo, es vuestro problema, pero como salgan de ahí, os devuelvo sus cabezas. El invierno acecha, y no quiero más bocas que alimentar.

—Los salvajes se quedarán en el Muro —aseguró Jon—. Los enviaremos a casi todos a nuestros castillos abandonados. —La Guardia tenía ya guarnecidos Marcahielo, Túmulo Largo, la Fortaleza de Azabache, Guardiagrís y Lago Hondo; ninguno contaba con hombres suficientes, pero aún quedaban diez castillos vacíos y abandonados—. Hombres con esposa e hijos, huérfanos menores de diez años, ancianas, viudas, mujeres que no quieran luchar… Enviaremos a las mujeres de las lanzas a Túmulo Largo, con sus hermanas, y a los solteros, a otros fuertes que hemos vuelto a abrir. Los que quieran vestir el negro se quedarán aquí, o los enviaremos a Guardiaoriente o a la Torre Sombría. Tormund se asentará en el Escudo de Roble; así lo tendremos cerca.

—Si no nos matan con espadas, nos matarán con la boca. Decidme, ¿cómo piensa el lord comandante dar de comer a Tormund y a los miles de personas que lo acompañan? —preguntó Bowen Marsh tras suspirar. Jon ya había previsto aquella pregunta.

—Con la comida que traigamos por barco, a través de Guardiaoriente. Traeremos tanta como sea necesaria de las tierras de los ríos y las de la tormenta, del Valle de Arryn, de Dorne, del Dominio y desde las Ciudades Libres, por el mar Angosto.

—¿Y cómo vamos a pagar esa comida, si se puede saber?

«Con oro del Banco de Hierro de Braavos», podría haber contestado Jon. Pero se abstuvo.

—He llegado a un acuerdo: el pueblo libre puede quedarse con sus pieles y pellejos: les harán falta para mantenerse calientes cuando llegue el invierno. Pero deben entregar el resto de sus riquezas: oro, plata, ámbar, piedras preciosas, tallas y cualquier cosa de valor. Las enviaremos al otro lado del mar Angosto, para venderlas en las Ciudades Libres.

—Todas las riquezas de los salvajes —dijo el Norrey—. Con eso dará para comprar una fanega de cebada. Puede que dos.

—Lord comandante, ¿por qué no pedís a los salvajes que entreguen también sus armas? —preguntó Clydas.

—Queréis que el pueblo libre luche a vuestro lado frente al enemigo común —respondió Pieles entre risas—. ¿Cómo se supone que vamos a luchar sin armas? ¿Qué hacemos? ¿Tirar bolas de nieve a los espectros? ¿O nos daréis palos para pegarles con ellos?

«La mayoría de los salvajes tiene poco más que palos», pensó Jon. Garrotes de madera, hachas de piedra, mazos, lanzas de punta endurecida al fuego, cuchillos de hueso, piedra y vidriagón; escudos de mimbre, armaduras de hueso, cuero endurecido… Los thenitas trabajaban el bronce, y los saqueadores, como el Llorón, portaban acero y espadas de hierro procedentes de cadáveres. Pero incluso aquellas armas eran antiguas, y los años y el uso las habían dejado abolladas y cubiertas de óxido.

—Tormund Matagigantes jamás desarmará a su pueblo voluntariamente —dijo Jon—. No es el Llorón, pero tampoco es un cuervo. Si le pido algo así, correrá la sangre.

—Podéis llevar a vuestros salvajes a esos fuertes en ruinas, Lord Nieve, pero ¿cómo lograréis que se queden? ¿Qué les impedirá marchar hacia el sur, a tierras más cálidas? —preguntó el Norrey, mesándose la barba.

—A nuestras tierras —apuntó el Viejo Flint.

—Tormund me ha dado su palabra. Nos prestará servicio hasta la primavera. El Llorón y el resto de sus capitanes jurarán lo mismo, o no les permitiremos pasar.

—Nos traicionarán. —El Viejo Flint negó con la cabeza.

—La palabra del Llorón no vale nada —dijo Othell Yarwyck.

—Esos salvajes no tienen dios —dijo el septón Cellador—. Hasta en el Sur se conoce su fama de traidores.

—¿Recordáis la batalla que tuvo lugar ahí abajo? —preguntó el Pieles, cruzándose de brazos—. Yo estaba en el otro bando. Ahora visto el negro y enseño a vuestros muchachos a matar. Algunos me llamarían cambiacapas, y puede que lo sea…, pero no soy más salvaje que el resto de los cuervos. También tenemos dioses. Los mismos que velan por Invernalia.

—Los dioses del Norte, desde antes de que se levantara este Muro —dijo Jon—. Esos son los dioses a los que adora Tormund. Mantendrá su palabra. Lo conozco, igual que conocía a Mance Rayder. Recordaréis que pasé un tiempo con ellos.

—No lo he olvidado —dijo el lord mayordomo.

«No —pensó Jon—, ya me imaginaba que no.»

—Mance Rayder también hizo un juramento —prosiguió Marsh—, Juró no llevar corona, tomar esposa ni engendrar hijos. Luego cambió de capa, hizo todo eso y encabezó un ataque encarnizado contra el reino. Lo que espera más allá del Muro son los restos de ese ejército.

—Restos rotos.

—Una espada rota se puede volver a forjar. Una espada rota puede matar.

—El pueblo libre no tiene leyes ni señores —dijo Jon—, pero quiere a sus hijos. ¿Estáis dispuestos a admitir eso, por lo menos?

—No nos preocupan los hijos, sino los padres.

—A mí también me preocupan. Así que he insistido en que nos den rehenes. —«No soy ese idiota ingenuo por el que me tomáis…, ni soy medio salvaje, penséis lo que penséis»—. Cien muchachos de entre ocho y dieciséis años: un hijo de cada uno de sus capitanes y jefes; el resto, escogido por sorteo. Los chicos prestarán servicio como pajes y escuderos, y así nuestros hombres quedarán libres para desempeñar otras tareas. Puede que alguno decida vestir el negro, más adelante. Cosas más raras se han visto. Los demás se quedarán como rehenes para garantizar la lealtad de sus padres.

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