Danza de dragones (136 page)

Read Danza de dragones Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
13.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero en dos días podían cambiar muchas cosas. Hacía dos días, Aya estaba sano y robusto. Hacía dos días, Yezzan no había oído los cascos espectrales de la yegua clara. Hacía dos días, las flotas de la Antigua Volantis se encontraban a dos días de distancia. Y en aquel momento…

—¿Yezzan va a morir? —preguntó Penny con aquella vocecita suya de «Por favor, dime que no».

—Todos vamos a morir.

—Quiero decir de la colerina.

—Yezzan no puede morir. —Golosinas los miró con desesperación.

El hermafrodita acarició la frente de su gigantesco amo para retirarle el pelo empapado de sudor. El yunkio gimió, y otro chorro de agua marrón le brotó de entre las piernas. Tenía el lecho empapado y apestoso, pero no había manera de moverlo.

—Hay amos que, cuando mueren, liberan a sus esclavos —dijo Penny.

—Solo a los favoritos. —Golosinas dejó escapar una risita aterradora—. Los liberan de los pesares del mundo, para que acompañen a su querido amo a la tumba y le sirvan en la otra vida.

«Lo sabe mejor que nadie. Será el primero al que corten el cuello.»

—La reina de plata… —empezó el chico cabra.

—… está muerta —insistió Golosinas—. ¡Olvidaos de ella! El dragón se la llevó al otro lado del río; ya se habrá ahogado en ese mar dothraki.

—Nadie se ahoga en la hierba —replicó el chico cabra.

—Si estuviéramos libres, podríamos buscar a la reina —dijo Penny.

«Sí, tú a lomos del perro y yo de la cerda, persiguiendo a un dragón por el mar dothraki.» Tyrion se rascó la cicatriz para contener la carcajada.

—Lo malo es que este dragón se ha aficionado al cerdo asado, y el enano asado es el doble de sabroso.

—Solo estaba pensando en voz alta. Podríamos irnos por mar. Ahora que ha terminado la guerra, vuelve a haber barcos. —«¿De verdad ha terminado?» Tyrion albergaba serias dudas. Se habían firmado pergaminos, sí, pero las guerras no se libraban con tinta—. Podríamos ir a Qarth —siguió Penny—. Mi hermano me contaba siempre que las calles están empedradas de jade, y que la muralla de la ciudad es una de las maravillas del mundo. Cuando actuemos en Qarth nos lloverán oro y plata, ya lo verás.

—Algunos barcos de la bahía son qarthienses —le recordó Tyrion—. Lomas Pasolargo vio la muralla de Qarth y a mí me basta con sus libros; no pienso ir más hacia el este.

Golosinas pasó un paño húmedo por el rostro febril de Yezzan.

—Yezzan no puede morir, o todos moriremos con él. La yegua clara no se lleva a todos sus jinetes. El amo se recuperará.

Era mentira, por supuesto; sería un milagro que Yezzan viviera un día más. En opinión de Tyrion, el señor del sebo estaba agonizando de la espantosa enfermedad que había contraído durante su visita a Sothoryos, y aquello no hacía más que acelerar su fin.

«En realidad, casi es lo mejor para él.» Pero no era la suerte que el enano querría para sí mismo.

—El sanador ha dicho que necesita agua fresca. Nosotros nos encargamos.

—Muy bien, gracias. —Golosinas estaba consternado, no solo por la perspectiva de perder la vida: también era el único de los tesoros de Yezzan que sentía verdadero afecto por su inmenso amo.

—Ven conmigo, Penny. —Tyrion levantó la solapa de la tienda y salieron al calor de la mañana meereena. El aire era húmedo y bochornoso, pero aun así se agradecía en comparación con el olor de sudor, mierda y enfermedad del majestuoso pabellón de Yezzan.

—El amo se sentirá mejor con un poco de agua —dijo Penny—. Lo ha dicho el sanador, así que debe de ser verdad. Agua fresca y limpia.

—El agua fresca y limpia no le sirvió de nada a Aya.

«Pobre Aya. —Los soldados de Yezzan lo habían tirado al carromato de los cadáveres el día anterior, al anochecer; una víctima más de la yegua clara. Cada hora que pasaba morían hombres, así que nadie prestaba atención a otro cadáver, mucho menos si era el de alguien tan poco querido como Aya. Cuando el capataz empezó a sentir retortijones, el resto de los esclavos de Yezzan se había negado a acercársele, y Tyrion fue el único que se ocupó de que estuviera cómodo y de llevarle bebida—. Vino aguado, limonada dulce y un buen caldito de cola de perro con setas. Bébetelo, Aya; tienes que reponer toda esa agua que estás cagando.» La última palabra que dijo Aya fue «No». Las últimas palabra que escuchó fueron: «Un Lannister siempre paga sus deudas».

Tyrion se lo había ocultado a Penny, pero tenía que hacerle comprender la situación con respecto a su amo.

—Me sorprendería mucho que Yezzan siguiera vivo al amanecer.

—¿Qué pasará con nosotros? —Penny se agarró de su brazo.

—Tiene herederos, sus sobrinos. —Cuatro de ellos habían acompañado a Yezzan desde Yunkai para dirigir su ejército de soldados esclavos. Uno había muerto a manos de los mercenarios de los Targaryen durante una escaramuza, así que los tres restantes se repartirían a los esclavos de la mole amarilla. Pero nada garantizaba que alguno de los sobrinos compartiera el gusto de Yezzan por los monstruos, las rarezas y los tullidos—. Nos heredarán, o puede que nos subasten de nuevo.

—No. —Penny abrió mucho los ojos—. Eso no, por favor.

—Tampoco a mí me apetece mucho.

A pocos pasos de allí, seis soldados esclavos de Yezzan jugaban a las tabas acuclillados en el suelo mientras se pasaban de mano en mano un pellejo de vino. Uno era el sargento Cicatriz, un animal de mal genio con la cabeza más pelada que una piedra y hombros de toro.

«Y también sesos de toro», recordó Tyrion. Anadeó hacia el grupo.

—¡Cicatriz! —rugió—, el noble Yezzan necesita agua fresca y limpia. Elige a dos hombres y traed tantos cubos como podáis acarrear. ¡Y que sea deprisa!

Los soldados dejaron de jugar, y Cicatriz se levantó con el prominente ceño fruncido.

—¿Qué has dicho, enano? ¿Quién te crees que eres?

—Ya sabes quién soy: Yollo, uno de los tesoros del amo. ¡Haz lo que te he dicho!

Los soldados se echaron a reír.

—Venga, Cicatriz —dijo uno, burlón—. ¡Y que sea deprisa! ¡El mono de Yezzan te ha dado una orden!

—Tú no das órdenes a los soldados —bufó Cicatriz.

—¿Soldados? —Tyrion fingió asombrarse—. Yo aquí solo veo esclavos. Llevas una argolla igualita que la mía.

El brutal revés que le asestó Cicatriz lo hizo caer y le partió el labio.

—La argolla de Yezzan, no la tuya —dijo el sargento.

Tyrion se limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano. Intentó levantarse, pero le falló una pierna y volvió a caer de rodillas, así que Penny tuvo que ayudarlo.

—Golosinas dice que el amo necesita agua —dijo con su mejor versión de un gimoteo.

—A Golosinas, que lo follen, o que se folle él solo. Ese monstruo tampoco nos da órdenes.

«No, claro.» Había tardado muy poco en descubrir que entre los esclavos también había señores y plebeyos. El hermafrodita había sido el juguete preferido de su amo durante mucho tiempo, siempre consentido y demasiado mimado, lo que provocaba el resentimiento de los otros esclavos del noble Yezzan. Los soldados estaban acostumbrados a aceptar órdenes de su amo y del capataz, pero Aya había muerto y Yezzan estaba tan enfermo que no podía nombrarle un sustituto. En cuanto a los tres sobrinos, en cuanto se dejaron oír los cascos de la yegua clara, aquellos valerosos hombres libres recordaron de repente que tenían asuntos apremiantes de los que ocuparse.

—El a-a-agua —tartamudeó Tyrion—. El sanador dice que no sea agua del río. Agua fresca y limpia.

—Pues id vosotros a por ella —gruñó Cicatriz—. Y que sea deprisa.

—¿Nosotros? —Tyrion cruzó una mirada desesperada con Penny—. El agua pesa mucho, y no somos tan fuertes como vosotros. ¿Podemos llevarnos el carro de la mula?

—Id a patita.

—Tendremos que hacer una docena de viajes.

—¿Y a mí qué? Como si tenéis que hacer un centenar.

—Es que los dos solos no podemos traer tanta agua como necesita el amo…

—Pues llevaos a vuestro oso —sugirió Cicatriz—. Parece que solo vale para acarrear agua…

—Como digas, amo —respondió Tyrion.

«Eso de “amo” le ha gustado», pensó al ver la sonrisa de Cicatriz.

—Morgo, trae las llaves. Vosotros, enanos, llenad los baldes y volved de inmediato. Ya sabéis qué les pasa a los esclavos que intentan escapar.

—Ve a buscar los baldes —dijo Tyrion a Penny. Él acompañó a Morgo para sacar de la jaula a ser Jorah Mormont.

El caballero no se había adaptado bien al cautiverio. Cuando lo requerían para representar el papel del oso y llevarse a la doncella, se mostraba hosco y poco cooperativo, y arrastraba los pies sin entusiasmo en las escasas ocasiones en que se dignaba tomar parte en la farsa. No había intentado escapar ni se había enfrentado a sus captores, pero hacía caso omiso de las órdenes que le daban, o mascullaba juramentos como toda respuesta. A Aya no le hacía la menor gracia, y había dejado clara su opinión encerrando a Mormont en una jaula de hierro y ordenando que le dieran una paliza cada noche, mientras el sol se hundía en la bahía de los Esclavos. El caballero encajaba los golpes en silencio, y solo se oían las maldiciones de los esclavos que le pegaban y el sonido sordo de los palos contra la carne maltratada de ser Jorah.

«Es un cascarón vacío —pensó Tyrion la primera vez que vio como golpeaban al corpulento caballero—. Tendría que haberme callado; habría sido mejor para él que lo comprara Zahrina.»

Mormont salió encorvado de los estrechos confines de la jaula, con los dos ojos morados y la espalda llena de costras. Tenía el rostro tan hinchado y magullado que no parecía ni humano. No llevaba más ropa que un taparrabos, un trapo amarillo sucio y desgarrado.

—Ayúdalos a acarrear agua —le dijo Morgo.

La única respuesta de ser Jorah fue una mirada hosca.

«Bueno, hay hombres que prefieren morir a vivir como esclavos.» Tyrion no era uno de ellos, por suerte, pero si Mormont asesinaba a Morgo, era posible que los otros esclavos no apreciaran la diferencia.

—Vamos —dijo antes de que el caballero cometiera alguna estupidez valerosa. Echó a andar, con la esperanza de que Mormont lo siguiera.

Por una vez, los dioses fueron misericordiosos y Mormont lo siguió.

Dos baldes para Penny, dos para Tyrion y cuatro para ser Jorah, dos en cada mano. El pozo más próximo estaba al sudoeste de la Bruja, y hacia él se encaminaron acompañados por el alegre tintineo de las campanillas de las argollas. Nadie les prestó la menor atención; no eran más que esclavos que iban a buscar agua para su amo. La argolla proporcionaba ciertas ventajas, sobre todo si era dorada y llevaba el nombre de Yezzan zo Qaggaz: el tintineo de aquellas campanillas proclamaba muy alto su valor. Un esclavo solo era tan importante como su amo, y Yezzan era el hombre más adinerado de la Ciudad Amarilla; había aportado seiscientos soldados esclavos a aquella guerra, y poco importaba que pareciera una babosa amarilla gigante y apestara a meados. Aquellas argollas les permitían desplazarse libremente dentro de los límites del campamento.

«Hasta que Yezzan muera.»

Los Señores del Estrépito habían puesto a sus soldados esclavos a perforar en un campo cercano. El tintineo de las cadenas que los ataban unos a otros creaba una rudimentaria música cuando marchaban por la arena con paso trabado para formar con las lanzas largas. En otros lugares, los equipos de esclavos construían rampas de piedra y arena bajo los maganeles y los escorpiones para hacer que apuntaran hacia el cielo y defender mejor el campamento en caso de que volviera el dragón negro. El enano no pudo contener una sonrisa al verlos sudar y maldecir mientras empujaban las pesadas máquinas por las pendientes. También se veían ballestas por todas partes: uno de cada dos hombres exhibía una, así como un carcaj lleno de saetas colgado del cinturón.

Si hubieran consultado a Tyrion, les habría dicho que no se molestaran. A no ser que un largo dardo de hierro del escorpión acertara al gatito de la reina en pleno ojo, aquellos juguetes no servirían de nada.

«No es tan fácil matar a un dragón. Si le hacéis cosquillas con eso, lo único que conseguiréis será enfurecerlo.»

Los ojos, situados justo delante del cerebro, eran el punto débil del dragón; no el vientre, como narraban las antiguas leyendas. Las escamas del abdomen eran tan duras como las del dorso y los flancos. Tampoco servía de nada apuntar al gaznate; era un despropósito. Tanto daría que aquellos aspirantes a matadragones intentaran apagar un fuego a lanzadas. «La muerte sale por la boca del dragón —había escrito el septón Barth en su
Historia antinatural
—. Pero no entra por el mismo camino.»

Un poco más allá, dos legiones del Nuevo Ghis se enfrentaban, línea de escudos contra línea de escudos, mientras los sargentos, con sus medios yelmos de hierro adornados con penacho de crines, gritaban órdenes en su dialecto incomprensible. A simple vista, los ghiscarios parecían más temibles que los soldados esclavos yunkios pero Tyrion no estaba tan seguro. La Legión estaba armada y organizada igual que los Inmaculados, pero los eunucos no conocían otra vida, mientras que los legionarios eran ciudadanos libres que se alistaban durante periodos de tres años.

La cola para llegar al pozo se alargaba quinientos pasos.

A menos de un día a pie de Meereen solo había un puñado de pozos, de modo que siempre había que esperar mucho tiempo. La mayor parte del ejército yunkio sacaba el agua para beber del Skahazadhan, cosa que a Tyrion le parecía una pésima idea incluso antes de escuchar la advertencia del sanador. Los más listos cogían el agua corriente arriba, antes de que pasara por las letrinas, pero siempre tras su paso por la ciudad.

Que aún quedaran pozos a menos de un día de marcha de la ciudad demostraba que Daenerys Targaryen era una ingenua en lo que respectaba a los asedios.

«Tendría que haber envenenado hasta el último; así, los yunkios se verían obligados a beber del río. El asedio se habría acabado en un suspiro.» No le cabía duda de que eso habría hecho su padre.

Cada vez que se movían, las campanillas de sus argollas tintineaban.

«Es un sonido tan alegre que me dan ganas de sacarle a alguien los ojos con una cuchara. —A aquellas alturas, Grif, Pato y Haldon Mediomaestre ya debían de estar en Poniente con el joven príncipe —Y yo debería estar con ellos… Pero no, claro, tuve que irme de putas. No me bastaba con haber matado a mi padre; necesitaba vino y coños para celebrar mi desgracia, y aquí estoy, al otro lado del mundo, con una argolla de esclavo y campanillas de oro que tintinean a cada paso que doy. Si me muevo bien, igual puedo tocar “Las lluvias de Castamere”.»

Other books

Cassie by Barry Jonsberg
Broken by Ilsa Evans
A Letter of Mary by Laurie R. King
Texas Outlaws: Billy by Kimberly Raye
How the Duke Was Won by Lenora Bell
The Prophet by Amanda Stevens