Danza de dragones (137 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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No había mejor lugar que los alrededores de un pozo para enterarse de las últimas noticias y rumores.

—Yo sé lo que vi —estaba comentando un esclavo viejo con argolla de hierro oxidado cuando Tyrion y Penny se pusieron a la cola—. Vi como ese dragón despedazaba a la gente y la achicharraba hasta los huesos. Todo el mundo corría intentando salir de la arena, pero yo había ido a ver un espectáculo, y por todos los dioses de Ghis que lo vi. Estaba arriba, en el gallinero, así que me imaginé que el dragón ni me miraría.

—La reina se subió al lomo del dragón y escapó volando —insistió una mujer alta de piel morena.

—Lo intentó —replicó el anciano—, pero no pudo agarrarse. Las saetas alcanzaron al dragón, y una se le clavó a la reina entre esas tetas tan monas y rosadas, me lo han dicho. Cayó al suelo y murió aplastada bajo las ruedas de un carromato. Tengo una amiga que conoce a un hombre que la vio morir.

Cuando se estaba rodeado de gente así, el silencio era muestra de inteligencia, pero Tyrion no fue capaz de contenerse.

—No se ha encontrado el cadáver —dijo.

—¿Y tú qué sabes? —preguntó el anciano con el ceño fruncido.

—Lo sabe porque estaban allí —intervino la mujer de piel morena—. Son los enanos del espectáculo; justaron ante la reina.

El viejo entrecerró los ojos como si los viera por primera vez.

—Sois los que vais montados en cerdos.

«Nuestra fama nos precede.» Tyrion amagó una reverencia y se abstuvo de señalar que uno de los cerdos era más bien un perro.

—La cerda que monto es mi hermana, en realidad. ¿No se nota? Tenemos la misma nariz. Un mago la hechizó, pero si le das un beso con lengua, se transformará en una hermosa mujer. Lo malo es que cuando la conozcas bien querrás volver a besarla para transformarla de nuevo.

Todos estallaron en carcajadas a su alrededor, hasta el anciano.

—Entonces, la visteis. Visteis a la reina —dijo el chico pelirrojo que se había puesto a la cola tras ellos—. ¿Es tan hermosa como dicen?

«Vi a una muchacha esbelta de pelo plateado, vestida con un
tokar
—podría haberles dicho—. Llevaba un velo, así que no le vi la cara, y además estaba un poco lejos. Y yo iba montado en un cerdo. —Daenerys Targaryen estaba en el palco del propietario de la arena, junto a su rey ghiscario, pero Tyrion se había fijado enseguida en el caballero de armadura blanca y dorada que había tras ella. Tenía la cara tapada por el yelmo, pero habría reconocido a Barristan Selmy entre un millón.

Recordó haber pensado que, al menos en eso, Illyrio había dado en el clavo—. Pero ¿me reconocerá él a mí? ¿Y qué pasará entonces?»

Había estado a punto de descubrirse en aquel momento, pero la precaución, la cobardía, el instinto o lo que fuera se lo impidió. No esperaba que Barristan el Bravo lo recibiera con nada que no fuera hostilidad. Selmy no había aprobado nunca el ingreso de Jaime en su adorada Guardia Real: antes de la rebelión lo consideraba demasiado joven e inexperto; después llegó a decir que el Matarreyes debería teñirse de negro la capa blanca. Y los crímenes de Tyrion eran mucho peores: Jaime solo había matado a un loco, mientras que Tyrion le había clavado una saeta en la ingle a su propio padre, a quien ser Barristan había servido durante años. Tal vez habría optado por arriesgarse, pero en aquel momento Penny le asestó un golpe en el escudo, y pasó la ocasión.

—La reina nos miró justar —estaba contando Penny a los otros esclavos de la cola—, pero fue la única vez que la vimos.

—¡Pero seguro que visteis el dragón! —dijo el anciano.

«Ojalá.» Ni siquiera eso le habían concedido los dioses. Justo cuando Daenerys Targaryen salía volando, Aya estaba poniéndoles los grilletes de hierro en los tobillos para que no intentaran escapar en el camino de vuelta. Si el capataz se hubiera marchado después de dejarlos en el matadero, o si hubiera huido como los demás esclavistas cuando el dragón bajó en picado sobre ellos, los dos enanos habrían quedado libres.

«Más bien habríamos salido corriendo, con todas las campanitas tintineando.»

—Ah, pero ¿hubo un dragón? —Tyrion se encogió de hombros—. Yo lo único que sé es que no apareció ninguna reina muerta.

—Había cientos de cadáveres. —El viejo no parecía convencido—. Los arrastraron a la arena y los quemaron, aunque la verdad es que muchos de ellos ya estaban achicharrados. Puede que no la reconocieran, toda quemada, ensangrentada y aplastada. O puede que sí la reconocieran pero dijeran que no para que los esclavos siguierais tranquilitos.

—¿Por qué te excluyes? —dijo la mujer de piel morena—. Tú también llevas argolla.

—Pero es la de Ghazdor —dijo el viejo, ufano—. Lo conozco desde que nació; soy como un hermano para él. Los esclavos como vosotros, las sobras de Astapor y Yunkai, os pasáis el día lloriqueando por la libertad, pero yo no le entregaría mi argolla a la reina dragón ni aunque me chupara la polla a cambio. No hay nada como tener un buen amo.

Tyrion no le llevó la contraria. Lo más insidioso de la esclavitud era lo poco que costaba acostumbrarse a ella. La vida de la mayoría de los esclavos no se diferenciaba en gran cosa de la de los criados de Roca Casterly. Sí, algunos amos y capataces eran crueles y brutales, pero lo mismo se podía decir de algunos señores ponientis, sus mayordomos y sus alguaciles. Casi todos los yunkios trataban aceptablemente bien a sus propiedades y se daban por satisfechos con que hicieran bien su trabajo y no causaran ningún problema. Aquel anciano de la argolla oxidada, con su vehemente lealtad hacia lord Nalgasblandas, no era nada excepcional.

—¿Ghazdor el Bueno? —preguntó Tyrion con voz inocente—. Ah, nuestro amo Yezzan habla a menudo de su cerebro. —Lo que Yezzan solía decir venía a ser más o menos «Yo tengo más cerebro en la nalga izquierda que Ghazdor y todos sus hermanos juntos», pero le pareció más prudente no citar las palabras exactas.

Pasó el mediodía antes de que Penny y él llegaran al pozo, donde un esclavo flaco con una sola pierna, encargado de sacar el agua, los miró con desconfianza.

—Aya es el que viene siempre a por el agua de Yezzan, con cuatro hombres y un carro tirado por una mula. —Bajó el balde al fondo del pozo, y se oyó una salpicadura lejana. El esclavo llenó el balde y lo subió; tenía los brazos quemados por el sol y despellejados, flacos, pero todo músculo.

—La mula se ha muerto —dijo Tyrion—, igual que Aya, el pobre. Ahora es Yezzan el que monta la yegua clara, y seis de sus soldados también están con cagalera. ¿Me llenas dos baldes, por favor?

—Como quieras. —Se acabó la conversación indolente. «¿Oyes los cascos de la yegua?» El embuste relativo a los soldados hizo que el viejo trabajara mucho más deprisa.

Emprendieron el camino de vuelta. Los enanos acarreaban dos baldes de agua fresca llenos hasta el borde, y ser Jorah, cuatro. Cada vez hacía más calor, y el aire denso y húmedo los envolvía como una manta de lana mojada; su carga se hacía más pesada con cada paso.

«Un paseo muy largo para unas piernas tan cortas.» Con cada zancada caía agua de los baldes y le salpicaba las piernas al son de la marcha que tocaban las campanillas.

«De haber sabido que iba a acabar así, igual te habría dejado con vida, padre. —A lo lejos, en el este, una columna de humo oscuro se alzaba sobre una tienda en llamas—. Están quemando a los que murieron por la noche.»

—Por aquí —dijo Tyrion, señalando hacia la derecha con la barbilla.

—No hemos venido por ese camino —se extrañó Penny.

—Prefiero no respirar ese humo; está lleno de humores malignos. —No era mentira. «No del todo.»

Penny no tardó en empezar a jadear bajo el peso de los baldes.

—Tengo que descansar un momento.

—Como quieras. —Tyrion dejó los baldes en el suelo, agradecido por la posibilidad de tomarse un respiro. Sentía calambres en las piernas, así que se sentó en una roca para frotarse los muslos.

—Si quieres ya te lo hago yo —se ofreció Penny—. Sé qué músculos se agarrotan.

Por mucho cariño que le hubiera tomado a la chica, seguía sintiéndose incómodo cuando lo tocaba, así que se giró hacia ser Jorah.

—Un par de palizas más y serás más feo que yo, Mormont. Dime una cosa, ¿te quedan ganas de pelear?

El corpulento caballero clavó en él los ojos amoratados y lo miró como si fuera un insecto.

—Las suficientes para romperte el cuello, Gnomo.

—Bien. —Tyrion recogió los baldes—. Entonces, por aquí.

Penny frunció el ceño.

—Qué va, es por la izquierda —señaló—. Allí está la Bruja.

—Y allí, la Hermana Malvada. —Tyrion señaló con la cabeza en sentido contrario—. Tú confía en mí; llegaremos antes. —Echó a andar con un tintineo de campanillas, seguro de que Penny lo seguiría.

A veces envidiaba a la chica, con sus sueños inocentes. Le recordaba a Sansa Stark, la esposa niña que había perdido. Pese a todo lo que había sufrido, seguía siendo igual de confiada.

«Ya debería haber escarmentado. Es mayor que Sansa, y además es enana, pero se comporta como si se le hubiera olvidado, como si fuera hermosa y de alta cuna, no una esclava en una colección de monstruos. —Por las noches la oía rezar—. Un desperdicio de palabras. Si hay algún dios que escuche, es un dios monstruoso que nos tortura por diversión. ¿Por qué, si no, creó un mundo como aquel, tan lleno de cadenas, sangre y dolor? ¿Por qué, si no, nos hizo como somos? —En ocasiones le daban ganas de abofetear a Penny, de zarandearla, de gritarle, de hacer lo que fuera con tal de despertarla de aquella ensoñación. “Nadie va a salvarnos —habría querido decirle—, y lo peor está por venir.” Pero sabía que no se lo diría jamás. En vez de darle una buena bofetada para que se le cayera el velo de los ojos, siempre acababa apretándole el hombro o abrazándola—. Cada vez que la toco es una mentira. Le he dado tantas monedas falsas que ya se cree rica. —Hasta le había ocultado la verdad sobre el reñidero de Daznak—. Leones. Iban a soltar a los leones para que nos devorasen.» Habría sido de una ironía exquisita. A lo mejor hasta le habría dado tiempo a soltar una carcajada amarga, muy breve, antes de que lo despedazaran.

Nadie le había explicado el final que les tenían preparado, al menos con todas las palabras, pero no le había costado imaginárselo bajo los ladrillos del reñidero de Daznak, en el mundo oculto bajo las gradas, en los dominios lóbregos de los luchadores y los criados que se ocupaban de ellos, vivos y muertos: los cocineros que les daban de comer, los herreros que los armaban, los barberos cirujanos que los sangraban, los afeitaban y les vendaban las heridas, las putas que les prestaban servicio antes y después de los combates, y los encargados de sacar de la arena los cadáveres de los perdedores, arrastrándolos con cadenas y ganchos de hierro…

El rostro de Aya le había dado el primer indicio. Cuando terminó el espectáculo, Penny y él volvieron a la cripta iluminada por antorchas adonde llevaban a los luchadores antes y después de los combates. Unos afilaban las hachas, otros hacían sacrificios a dioses extraños y algunos apaciguaban los nervios con la leche de la amapola antes de salir a morir. Los que acababan de combatir y ganar jugaban a los dados en un rincón y se reían como solo pueden reír aquellos que acaban de enfrentarse a la muerte y viven para contarlo.

Aya estaba pagando unas monedas de plata al encargado del reñidero por una apuesta perdida cuando vio a Penny, que volvía con Crujo. El desconcierto desapareció de sus ojos en un instante, pero no antes de que Tyrion comprendiera qué significaba.

«No esperaba que volviéramos. —Miró a su alrededor y estudió el resto de las caras—. Nadie lo esperaba. Se suponía que íbamos a morir.» La última pieza del rompecabezas encajó cuando oyó a un entrenador de animales que se quejaba en voz alta al encargado del reñidero:

—Los leones tienen hambre; llevan dos días sin comer. Me dijeron que no les diera de comer e hice caso. La reina tendría que pagar la carne.

—Pues pídele audiencia y reclámasela —replicó el encargado del reñidero.

Pese a aquello, Penny seguía sin sospechar nada. Lo que más preocupada la tenía de lo sucedido en la arena era que la gente no se había reído demasiado.

«Se habrían meado de risa si llegan a soltar los leones», estuvo a punto de decirle Tyrion, pero le apretó el hombro.

—Creo que nos hemos equivocado de camino. —Penny se paró en seco.

—No. —Tyrion dejó los baldes en el suelo. Las asas le habían dejado marcas profundas en los dedos—. Esas de allí son las tiendas que estamos buscando.

—¿Los Segundos Hijos? —Una sonrisa torva cruzó el rostro de ser Jorah—. Si crees que ahí vas a conseguir ayuda, es que no conoces a Ben Plumm el Moreno.

—Pues sí que lo conozco. Plumm y yo hemos jugado cinco partidas de
sitrang.
Es astuto y tenaz, y no es tonto…, pero sí cauto. Prefiere dejar que su adversario corra los riesgos, mientras él aguarda con todas las opciones abiertas para reaccionar según vaya cobrando forma la batalla.

—¿La batalla? ¿Qué batalla? —Penny retrocedió un paso—. Tenemos que volver. El amo necesita agua fresca; como tardemos demasiado, nos azotarán. Además, Cerdita Bonita y Crujo están allí.

—Golosinas cuidará de ellos —mintió Tyrion. Lo más probable era que Cicatriz y sus amigos se dieran un banquete a base de jamón, tocino y sabroso guiso de perro, pero no era lo que Penny quería oír—. Aya ha muerto y Yezzan tiene un pie en la tumba. Anochecerá antes de que nadie nos eche de menos; no vamos a tener una ocasión mejor que esta.

—¡No! Ya sabes qué les hacen a los esclavos que intentan escapar. No, por favor, no permitirán que salgamos del campamento.

—No hemos salido del campamento. —Tyrion recogió los baldes y echó a andar sin volver la vista atrás. Mormont lo siguió, y al cabo de un momento oyó a Penny, que se apresuraba a seguirlo pendiente arenosa abajo hacia el círculo de tiendas desastradas.

El primer guardia apareció cuando ya estaban cerca de los caballos. Era un lancero delgado de barba cobriza; obviamente, un tyroshi.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Qué traéis en esos baldes?

—Agua, con tu permiso —dijo Tyrion.

—Preferiría que fuera cerveza. —La punta de una lanza le pinchó la espalda: un segundo guardia se les había acercado por detrás, y tenía acento de Desembarco del Rey. «Lo peorcito del Lecho de Pulgas.»

—¿Te has perdido, enano? —preguntó.

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