Bajo el texto figuraba la furiosa firma de Cotter Pyke.
—¿Es grave, mi señor? —preguntó Clydas.
Bastante grave.
«Cosas muertas en el bosque. Cosas muertas en el agua. Quedan seis barcos de los once que zarparon. —Jon enrolló el pergamino con el ceño fruncido. Cae la noche y comienza mi guerra.»
—Arrodillaos todos ante su magnificencia Hizdahr zo Loraq, el decimocuarto de su noble nombre, rey de Meereen, Vástago de Ghis, Octarca del Antiguo Imperio, Amo del Skahazadhan, Consorte de Dragones y Sangre de la Arpía —clamó el heraldo. Su voz resonó en el suelo de mármol y retumbó entre las columnas.
Ser Barristan Selmy pasó una mano bajo los pliegues de la capa y aflojó la espada de la vaina. Nadie podía ir armado en presencia del rey, con excepción de sus protectores. Parecía que seguía contándose entre ellos, pese a que lo habían destituido; al menos, no habían intentado quitarle la espada.
En la sala de audiencias, Daenerys Targaryen prefería sentarse en un banco de ébano pulido, liso y sencillo, cubierto con los cojines que le había llevado ser Barristan para hacerlo más cómodo. El rey Hizdahr había sustituido el banco por dos imponentes tronos de madera dorada con respaldo alto tallado en forma de dragón. El rey se sentaba en el de la derecha, con una corona de oro y un cetro enjoyado en la mano pálida. El segundo trono permanecía vacío.
«El que importa de verdad —pensó ser Barristan—. Ninguna silla con forma de dragón puede reemplazar a un dragón de verdad, por muy intrincada que sea la talla.»
A la derecha de los tronos gemelos se encontraba Goghor el Gigante, una inmensa mole de rostro fiero y surcado de cicatrices; a la izquierda, el Gato Moteado, con una piel de leopardo al hombro; detrás de ellos, Belaquo Rompehuesos y Khrazz, el de los ojos fríos.
«Asesinos avezados, todos ellos —se dijo Selmy—, aunque una cosa es enfrentarse a un enemigo en la arena de combate, cuando los cuernos y tambores pregonan su llegada, y otra, identificar a un asesino oculto antes de que ataque.»
El día era joven y fresco, pero Barristan Selmy notaba el cansancio en los huesos, como si se hubiera pasado la noche luchando. Cuanto más viejo se hacía, menos sueño parecía necesitar. En sus tiempos de escudero podía dormir diez horas por la noche y aun así llegar al patio de entrenamiento bostezando y dando traspiés. A los sesenta y tres años, cinco horas le parecían más que suficiente, pero esa noche apenas había pegado ojo. Su habitación era una celda diminuta situada junto a los aposentos de la reina, antes destinada a los esclavos; su mobiliario consistía en una cama, un orinal, un armario ropero y hasta una silla, por si quería sentarse. En la mesita tenía una vela de cera de abeja y una estatuilla del Guerrero; aunque no era devoto, lo hacía sentirse menos solo en aquella ciudad desconocida y extranjera, y lo acompañaba en las oscuras vigilias. «Guárdame de estas dudas que me carcomen y concédeme fuerza para hacer lo correcto», rezaba. Sin embargo, ni las oraciones ni el amanecer le habían proporcionado ninguna certeza.
La sala estaba abarrotada, pero lo que más le llamó la atención fueron las ausencias: Missandei, Belwas, Gusano Gris, Aggo, Jhogo, Rakharo, Irri, Jhiqui, Daario Naharis… En lugar del Cabeza Afeitada había un hombre gordo con coraza musculada y máscara de león, de piernas gruesas que asomaban por debajo de la falda de tiras de cuero: Marghaz zo Loraq, primo del rey, nuevo comandante de las Bestias de Bronce. Selmy ya sentía hacia él un abierto desdén. Había conocido a otros de su calaña en Desembarco del Rey: adulador con sus superiores, duro con sus inferiores, tan ciego como fanfarrón, y muy, muy orgulloso. Demasiado.
«Skahaz también podría estar aquí —comprendió—, con su fea cara escondida tras una máscara.» Apostadas entre las columnas aguardaban cuatro decenas de bestias de bronce, cuyas máscaras de cobre bruñido brillaban a la luz de las antorchas. El Cabeza Afeitada podía ser cualquiera de ellos.
La sala retumbaba con un centenar de voces que despertaban ecos en las columnas y el suelo de mármol. El sonido era furioso, amenazador; a Selmy le evocó un avispero justo antes de empezar a vomitar avispas. En los rostros de la multitud vio ira, pesar, sospecha, miedo.
Apenas el nuevo heraldo ordenó silencio en la sala, las cosas empezaron a ponerse feas. Una mujer sollozaba por su hermano, muerto en el reñidero de Daznak; otra, por los daños que había sufrido su palanquín. Un hombre gordo se arrancó los vendajes para mostrar a la corte un brazo quemado, todavía supurante y en carne viva. Y cuando otro, que llevaba un
tokar
azul y dorado se puso a hablar de Harghaz el Héroe, el liberto que se encontraba a su espalda lo tiró al suelo de un empellón. Hicieron falta seis bestias de bronce para separarlos y llevárselos a rastras: un zorro, un halcón, una foca, una langosta, un león y un sapo. Selmy se preguntó si las máscaras encerrarían algún significado para los hombres que las llevaban. ¿Se ponían siempre las mismas, o escogían un rostro distinto cada mañana?
—¡Silencio! —suplicaba Reznak mo Reznak—. ¡Por favor! Os responderé si tan solo…
—¿Es cierto? —gritó una liberta—. ¿Nuestra madre ha muerto?
—¡No, no, no! —chilló Reznak—. La reina Daenerys regresará a Meereen a su debido tiempo, en todo su poder y majestad. Hasta entonces, su adoración el rey Hizdahr…
—¡No es mi rey! —vociferó un liberto. Los asistentes empezaron a empujarse.
—¡La reina no ha muerto! —proclamó el senescal—. Los jinetes de sangre de su alteza han cruzado el Skahazadhan para buscarla y devolverla a su amante esposo y a sus leales súbditos. Partieron con diez jinetes selectos cada uno y tres caballos veloces por jinete, para llegar lejos y deprisa. Encontrarán a la reina Daenerys.
Tomó la palabra un ghiscario alto con túnica de brocado, de voz tan sonora como fría. El rey Hizdahr se revolvía en su trono de dragón, con el rostro como una máscara de piedra en un esfuerzo por aparentar al mismo tiempo preocupación e impasibilidad. De nuevo tuvo que responder el senescal.
Ser Barristan dejó que las palabras untuosas de Reznak le resbalaran. Los años pasados en la Guardia Real lo habían enseñado a oír sin escuchar, cosa que resultaba especialmente útil cuando el orador se empeñaba en demostrar que las palabras son aire. Al fondo de la sala atisbó al principito dorniense y a sus compañeros.
No tendrían que haber venido. Martell no es consciente del peligro. Daenerys era su única amiga en la corte, y ahora no está. —¿Hasta qué punto comprendían lo que se estaba diciendo? Incluso a él le costaba a veces entender aquel híbrido de la lengua ghiscaria que usaban los esclavistas, sobre todo si hablaban deprisa.
El príncipe Quentyn, por lo menos, escuchaba con atención.
«Es hijo de su padre. —Bajo y fornido, de rostro achatado, parecía un buen chico: serio, sensato, consciente de sus deberes…, aunque no era de los que aceleraban el corazón de las jóvenes. Y Daenerys Targaryen, al margen de todo lo demás, seguía siendo una niña, como ella misma decía cuando le daba por hacerse la inocente. Como toda buena reina, su pueblo era lo primero; de lo contrario, jamás se habría casado con Hizdahr zo Loraq. Pero la niña que era en el fondo anhelaba poesía, pasión y risas—. Quiere fuego, y Dorne le envía barro.» El barro servía para hacer cataplasmas contra la fiebre; para plantar semillas y obtener una cosecha con que alimentar a tus hijos; el barro podía nutrir, mientras que el fuego solo consumía, pero los necios, los niños y las muchachas siempre preferían el fuego.
Detrás del príncipe, ser Gerris Drinkwater le susurraba algo a Yronwood. Ser Gerris tenía todo lo que le faltaba al príncipe: era alto, esbelto y atractivo, y poseía la gracia de un hombre de espada y el ingenio de un cortesano. Selmy no dudaba que más de una doncella dorniense habría peinado con los dedos los mechones dorados de su pelo y besado aquella sonrisa socarrona que lucía en los labios.
«Si el príncipe hubiera sido él, las cosas podrían haber sido diferentes —no podía dejar de pensar. Pero Gerris Drinkwater tenía algo… demasiado agradable para su gusto—. Como una moneda falsa», decidió el anciano caballero. Había conocido a otros como él.
Lo que quisiera que estuviese susurrando debía de ser gracioso, porque su amigo el grandullón calvo rompió a reír en tono bastante alto para que el rey volviese la mirada hacia los dornienses. Al ver al príncipe, Hizdahr zo Loraq puso cara de pocos amigos.
El gesto no le gustó a ser Barristan; y, cuando el rey hizo una seña a su primo Marghaz para que se acercara, y se inclinó y le habló al oído, le gustó menos todavía.
«Mis votos no son para con Dorne —se recordó. Sin embargo, Lewyn Martell había sido su hermano juramentado en los días en que los lazos entre los hombres de la Guardia Real eran fuertes—. No pude hacer nada por el príncipe Lewyn en el Tridente, pero ahora puedo ayudar a su sobrino. —Martell bailaba en un nido de víboras y ni siquiera las veía. Su continua presencia, incluso después de que Daenerys se hubiese entregado a otro ante los ojos de los dioses y de los hombres, provocaría a cualquier esposo, y Quentyn ya no contaba con la reina para protegerlo de la ira de Hizdahr—. Aunque…»
El pensamiento fue tan repentino como una bofetada. Quentyn había crecido en la corte de Dorne; las conspiraciones y los envenenamientos no le resultaban desconocidos. Además, el príncipe Lewyn no había sido su único tío.
«Es de la sangre de la Víbora Roja. —Daenerys había tomado a otro consorte pero, si Hizdahr moría, podría casarse de nuevo—. ¿Y si el Cabeza Afeitada se equivoca? ¿Quién puede asegurar que las langostas eran para Daenerys? Estaban en el palco privado del rey. ¿Y si era él la víctima que buscaban?» La muerte de Hizdahr habría hecho añicos la frágil paz. Los Hijos de la Arpía habrían reanudado los asesinatos, y los yunkios, la guerra. Quentyn y su pacto de matrimonio podrían haber sido la mejor opción que le quedase a Daenerys.
Ser Barristan seguía debatiéndose con aquella sospecha cuando oyó unas botas pesadas que subían por las empinadas escaleras de piedra del fondo de la sala. Habían llegado los yunkios. Tres sabios amos encabezaban la comitiva de la Ciudad Amarilla, cada uno con su séquito armado.
Un esclavista vestía un
tokar
de seda granate con flecos dorados; otro, uno de rayas naranjas y azuladas, y el tercero, una coraza con recargadas incrustaciones que formaban escenas eróticas en nácar, jade y azabache. Los acompañaba el capitán mercenario Barbasangre, con un costal de cuero colgado de un fuerte hombro y una expresión jovial y asesina en el rostro.
«No han venido el Príncipe Desharrapado ni Ben Plumm el Moreno. —Ser Barristan miró a Barbasangre con frialdad—. Dame la más mínima razón para que baile contigo y veremos quién ríe el último.»
—Sabios amos, es un honor —exclamó Reznak mo Reznak, abriéndose paso hacia ellos—. Su esplendor, el rey Hizdahr, da la bienvenida a sus amigos de Yunkai. Comprendemos que…
—A ver si comprendéis esto. —Barbasangre sacó una cabeza del saco y se la tiró al senescal. Reznak se apartó con un chillido de miedo. La cabeza rebotó, manchando de sangre el mármol lila del suelo, y rodó hasta ir a parar al pie del trono de dragón del rey Hizdahr. Por toda la sala, las bestias de bronce apuntaron con las lanzas. Goghor el Gigante avanzó pesadamente para situarse ante el trono, y Khrazz y el Gato Moteado se apostaron a ambos lados para cubrir al rey.
—No muerde; está muerto —señaló Barbasangre con una risotada.
Con cautela, con mucha cautela, el senescal se aproximó a la cabeza y la cogió remilgadamente por el pelo.
—El almirante Groleo.
Ser Barristan miró hacia el trono. Había servido a tantos reyes que no podía dejar de imaginar cómo habría reaccionado cada uno ante semejante provocación. Aerys habría retrocedido horrorizado y probablemente se habría cortado con los filos del Trono de Hierro; después se habría puesto a gritar que despedazaran a los yunkios. Robert habría pedido a gritos su martillo para pagar a Barbasangre con la misma moneda. Incluso Jaehaerys, al que muchos consideraban débil, habría ordenado la detención de Barbasangre y los esclavistas de Yunkai.
Hizdahr se quedó completamente inmóvil como una estatua. Reznak depositó la cabeza en un cojín de raso, a los pies del rey, y se apartó a toda prisa, con la boca distorsionada por una mueca de desagrado. Ser Barristan percibía el penetrante olor del perfume floral del senescal a varios pasos de distancia.
El muerto miraba hacia arriba con los ojos cargados de reproche. Tenía la barba encostrada de sangre reseca, pero del cuello todavía le goteaba un hilillo rojo. Por su aspecto, había hecho falta más de un tajo para separarle la cabeza del cuerpo. Al fondo de la sala, los peticionarios comenzaron a escabullirse. Una bestia de bronce se arrancó la máscara de halcón y vomitó el desayuno.
Barristan Selmy ya había visto muchas cabezas cortadas, pero aquella… Había cruzado medio mundo con el viejo marino, de Pentos a Qarth y de regreso a Astapor.
«Groleo era un buen hombre. No merecía acabar así. Lo único que quería era volver a casa.» El caballero aguardó expectante, tenso.
—Esto… —dijo al fin el rey Hizdahr— esto no… no nos satisface, esto… ¿Qué significa este… este…?
—Tengo el honor de traeros un mensaje del consejo de amos. —El esclavista del
tokar
granate desenrolló un pergamino—. Aquí está escrito: «Siete entraron en Meereen para firmar la paz y asistir a los juegos de celebración en el reñidero de Daznak. Como garantía de su seguridad nos fueron entregados siete rehenes. La Ciudad Amarilla llora a su noble hijo Yurkhaz zo Yunzak, que sufrió una muerte horrible cuando se encontraba en Meereen en calidad de invitado. La sangre se paga con sangre».
«¿Por qué lo eligieron a él entre todos los rehenes? —Groleo tenía en Pentos esposa, hijos y nietos. Jhogo, Héroe y Daario Naharis tenían soldados a su mando, pero Groleo era un almirante sin flota—. ¿Lo echaron a suertes, o consideraron que era el menos valioso, el que menos represalias provocaría? —se preguntó. Aunque era más fácil plantear la pregunta que responderla—. No se me dan bien los acertijos.»
—Alteza —intervino ser Barristan—, si tenéis a bien recordarlo, la muerte del noble Yurkhaz fue un accidente. Tropezó en los escalones cuando intentaba huir del dragón y pereció aplastado bajo los pies de sus propios acompañantes y esclavos. O tal vez le reventó el corazón de terror; era un anciano.