—Harzoo —dijo el grandullón.
—Se llamaba Harghaz —Quentyn frunció el ceño.
—Hizdahr, Humzum, Hagnag, ¿qué más da? Yo los llamo Harzoo a todos. Y ese no tenía nada de matadragones; lo único que consiguió fue dejarse el culo churruscado y crujiente.
—Actuó con valentía.
«¿Yo habría tenido valor para enfrentarme a ese monstruo con una simple lanza?»
—Querrás decir que murió con valentía.
—Murió entre gritos —corrigió Arch.
—Aunque vuelva la reina, seguirá estando casada —le recordó Gerris a Quentyn, al tiempo que le ponía una mano en el hombro.
—Lo del rey Harzoo se arregla con un golpecito de martillo —sugirió el grandullón.
—Hizdahr —repuso Quentyn—. Se llama Hizdahr.
—Un beso de mi martillo, y a nadie le importará cómo se llame —insistió Arch.
«No lo comprenden. —Sus amigos habían perdido de vista la verdadera finalidad de su viaje— Ella no es el objetivo, sino parte del trayecto. Daenerys es necesaria para conseguir el premio; no es la recompensa en sí.»
—Recordad sus palabras: «El dragón tiene tres cabezas. Mi matrimonio no tiene por qué ser el fin de vuestras esperanzas. Sé qué buscáis aquí: sangre y fuego.» Yo también tengo sangre Targaryen, como sabéis. Mi linaje se remonta a…
—A la mierda tu linaje —lo atajó Gerris—. A los dragones les importa un comino tu sangre, salvo quizá por su sabor. No se doman con lecciones de historia; son monstruos, no maestres. ¿Estás seguro de que es lo que quieres hacer?
—Es lo que tengo que hacer. Por Dorne, por mi padre, por Cletus, por Will y por el maestre Kedry.
—A ellos les da igual —replicó Gerris—. Están muertos.
—Sí, todos muertos —concedió Quentyn—. Y ¿para qué? Para traerme aquí, para que pudiera casarme con la reina dragón. Una aventura fabulosa, así la llamó Cletus: caminos demoniacos, mares tormentosos y, al final, la mujer más hermosa del mundo; algo para contar a nuestros nietos. Pero como no le dejara un bastardo en la barriga a aquella tabernera que le gustaba, Cletus no tendrá hijos. Will no tendrá su boda. Sus muertes deberían tener algún sentido.
—¿Acaso lo tuvo esta? —Gerris señalaba un cadáver desplomado contra una pared de ladrillo, rodeado de una refulgente nube de moscas verdes.
—Ha muerto de colerina; ni os acerquéis a él. —Quentyn lo contempló con repugnancia. La yegua clara había traspasado la muralla de la ciudad; no era extraño que las calles estuviesen tan desiertas—. Los Inmaculados enviarán un carro a recogerlo.
—No me cabe duda, aunque no me refería a eso. Lo que tiene sentido son las vidas, no las muertes. Yo también apreciaba a Will y a Cletus, pero eso no nos los devolverá. Esto es un error; los mercenarios no son de fiar.
—Son hombres como los demás; quieren oro, poder y gloria. En eso deposito mi confianza.
«En eso y en mi destino. Soy un príncipe dorniense, y por mis venas corre la sangre del dragón.»
El sol ya había desaparecido detrás de la muralla cuando dieron con el loto violeta, pintado en la desgastada puerta de madera de un pequeño tugurio de ladrillo, en mitad de una hilera de cuchitriles similares, a la sombra de la gran pirámide verde y amarilla de Rhazdar. Quentyn llamó dos veces, según lo acordado; respondió una voz áspera, un gruñido ininteligible en la lengua criolla de la bahía de los Esclavos, una desagradable mezcla de ghiscario antiguo y alto valyrio. El príncipe respondió «Libertad» en el mismo idioma.
Se abrió la puerta, y Gerris entró el primero, por precaución. Quentyn lo siguió de cerca, y el grandullón cerró la comitiva. Dentro, los envolvió una neblina de humo azulado cuyo olor dulzón no lograba encubrir los hedores, más intensos: orina, vino agrio y carne podrida. Era un espacio mucho más amplio de lo que parecía desde fuera, ya que se prolongaba a izquierda y derecha por las casuchas colindantes. Lo que desde la calle parecía una docena de construcciones resultó ser una estancia alargada.
A aquella hora, la casa apenas estaba medio llena. Un puñado de clientes obsequió a los dornienses con miradas de hastío, aburrimiento o curiosidad; los demás se apiñaban en torno al reñidero que había al fondo de la estancia, donde dos hombres desnudos se atacaban con cuchillos, entre las aclamaciones de los espectadores.
Quentyn no veía ni rastro de los hombres con los que habían ido a reunirse; de pronto se abrió una puerta en la que no había reparado, por la que entró una anciana marchita con un
tokar
rojo oscuro ribeteado de pequeñas calaveras doradas. Tenía la piel tan blanca como la leche de yegua, y el pelo, tan ralo que dejaba ver el cuero cabelludo.
«Dorne —les dijo—, yo Zahrina. Loto Violeta. Ir abajo, hombres allí.» Sujetó la puerta y les indicó mediante gestos que pasaran.
Al otro lado había un tramo de escalones de madera, empinados y retorcidos. Bajó en primer lugar el grandullón, y Gerris se situó en la retaguardia para proteger al príncipe, que iba enmedio.
«Una bodega subterránea.» Era un descenso largo, y tan oscuro que Quentyn tenía que ir tanteando para no resbalar. Ser Archibald desenvainó el puñal cuando se aproximaban al final.
Salieron a un sótano de ladrillo tres veces mayor que el tugurio de arriba. En las paredes, hasta donde alcanzaba la vista del príncipe, se alineaban enormes cubas de madera. La única luz provenía de un farol rojo que había colgado de un gancho, junto a la puerta, y de una vela negra y grasienta que titilaba en un barril volteado que hacía las veces de mesa.
Daggo Matamuertos caminaba de un lado a otro entre los toneles, con el
arakh
colgado a la cadera. Meris la Bella sostenía una ballesta; tenía los ojos tan fríos y muertos que parecían dos piedras grises. Denzo D’han atrancó la puerta cuando entraron los dornienses y se apostó frente a ella, con los brazos cruzados al pecho.
«Uno más de la cuenta», pensó Quentyn.
El Príncipe Desharrapado en persona estaba sentado a la mesa, con una copa de vino en la mano. A la luz amarilla de la vela, su pelo canoso parecía casi dorado, aunque se le marcaban unas ojeras que parecían alforjas. Vestía una capa de viaje de lana marrón, bajo la que brillaba una cota de malla plateada. ¿Señal de traición o simple prudencia?
«Un mercenario viejo es un mercenario cauto.»
—Mi señor, estáis muy distinto sin vuestra capa —comentó Quentyn mientras se aproximaba a la mesa.
—¿Esos andrajos? —El pentoshi se encogió de hombros—. No son más que trapos… pero infunden temor a mis enemigos, y en el campo de batalla, cuando ondean al viento, imbuyen a mis hombres más valor que ningún estandarte. Además, si quiero pasar desapercibido, no tengo más que quitármelos para que nadie se fije en mí. —Señaló el banco que tenía delante—. Sentaos. Así que príncipe, ¿eh? Ojalá lo hubiera sabido antes. ¿Queréis tomar algo? Zahrina también sirve comidas. El pan está rancio y el estofado es inaudito: sal y grasa, con un bocado de carne o dos. Dice que es de perro, pero yo diría que es de rata. De todas maneras, nadie se ha muerto por comerlo. He llegado a la conclusión de que la comida peligrosa es la tentadora; los envenenadores siempre eligen los platos más selectos.
—Habéis traído tres hombres —señaló ser Gerris con voz tensa—. Acordamos que dos cada uno.
—Meris no es un hombre. Meris, cariño, desátate el jubón y muéstraselo.
—No es necesario —dijo Quentyn. Si los rumores eran ciertos, bajo el jubón de Meris la Bella solo quedaban las cicatrices que le habían dejado los hombres que le cortaron los pechos—. Meris es una mujer, estoy de acuerdo, pero aun así habéis tergiversado las condiciones.
—Desharrapado y tergiversador, menuda pieza. Tres contra dos no es una gran ventaja, reconozcámoslo, aunque algo cuenta. En este mundo hay que aprender a aprovechar los regalos de los dioses; es una lección que aprendí a un alto precio. Os la ofrezco en señal de buena fe. —Volvió a señalar el asiento—. Sentaos y decid lo que hayáis venido a decir. Prometo no mataros hasta haberos escuchado; es lo mínimo que puede hacer un príncipe por otro. Quentyn, ¿verdad?
—Quentyn de la casa Martell.
—Rana
os pega más. No acostumbro a beber con mentirosos y desertores; sin embargo, me habéis despertado la curiosidad.
«Una palabra incorrecta, y correrá la sangre en un abrir y cerrar de ojos.» Quentyn se sentó.
—Os pido perdón por el engaño; los únicos barcos que zarpaban hacia la bahía de los Esclavos eran los que habíais contratado para traeros a la guerra.
—Todo cambiacapas tiene su historia. —El Príncipe Desharrapado se encogió de hombros—. No sois el primero que me jura su espada y huye con mi dinero. Todos tienen sus motivos: «Mi hijito está enfermo», o «Mi mujer me pone los cuernos», o «Todos los demás me obligan a que les chupe la polla». Un chico encantador, este último, pero no por eso le perdoné la deserción. Otro tipo me dijo que nuestra comida era tan nauseabunda que había tenido que irse para no caer enfermo, así que le corté un pie, lo asé y se lo hice comer. Luego lo nombré cocinero del campamento; la comida mejoró considerablemente, y cuando se le terminó el contrato, volvió a firmar. Vos, sin embargo… Varios de mis mejores hombres han dado con sus huesos en las mazmorras de la reina por culpa de esa lengua mentirosa que tenéis, y para colmo, dudo que sepáis cocinar.
—Soy un príncipe de Dorne —aclaró Quentyn—. Tenía un deber para con mi padre y mi pueblo; había un pacto secreto de matrimonio.
—Eso tengo entendido. Y cuando la reina de plata vio vuestro jirón de pergamino, se arrojó a vuestros brazos, ¿no es así?
—No —intervino Meris la Bella.
—¿No? Ah, ya me acuerdo: vuestra prometida se montó en un dragón y se largó volando. Bueno, cuando vuelva, no olvidéis invitarnos a la boda. A los chicos de la compañía les encantaría brindar por vuestra felicidad, y a mí me gustan mucho las bodas al estilo de Poniente. Sobre todo la parte del encamamiento, solo que… Oh, esperad. —Se volvió hacia Denzo D’han—. Denzo, ¿no me comentaste que la reina dragón se había casado con un ghiscario?
—Un meereeno noble y rico.
—¿Será verdad? —El Príncipe Desharrapado miró de nuevo a Quentyn—. Seguro que no. ¿Qué hay de vuestro pacto de matrimonio?
—Se rió de él —afirmó Meris la Bella.
«Daenerys no se rió.» Quizá el resto de Meereen lo considerase un bicho raro y entretenido, igual que el isleño del verano exiliado que había acogido Robert en Desembarco del Rey, pero la reina siempre le había hablado con amabilidad.
—Llegamos tarde —se defendió Quentyn.
—Una pena que no desertaseis antes. —El Príncipe Desharrapado bebió un trago de vino—. Así que no hay boda para el Príncipe Rana. ¿Por eso habéis vuelto croando? ¿Acaso mis tres valientes muchachos dornienses han decidido cumplir su contrato?
—No.
—Qué fastidio.
—Yurkhaz zo Yunzak ha muerto.
—Noticia fresca; lo vi morir. El pobre vio un dragón, tropezó en la huida, y un millar de sus mejores amigos lo pisoteó. Seguro que la Ciudad Amarilla está inundada de lágrimas. ¿Me habéis hecho venir para brindar en su memoria?
—No. ¿Los yunkios han elegido comandante?
—El consejo de maestros ha sido incapaz de llegar a un acuerdo. Yezzan zo Qaggaz era quien tenía más apoyo, pero también ha muerto. Los sabios amos se turnan en el mando supremo: hoy le toca al que tus amigos de la tropa apodaban el Conquistador Borracho; mañana, a lord Nalgasblandas.
—Al Conejo —dijo Meris— Lord Nalgasblandas fue ayer.
—Gracias por la corrección, querida. Nuestros amigos yunkios tuvieron la amabilidad de darnos una lista; tengo que acordarme de mirarla más a menudo.
—Quien os contrató fue Yurkhaz zo Yunzak.
—Así es: firmó el contrato en nombre de su ciudad.
—Meereen y Yunkai han hecho las paces. Se levantará el asedio y se disolverán los ejércitos; no habrá batalla, masacre, ciudad que saquear ni botín que llevarse.
—La vida está llena de decepciones.
—¿Durante cuánto tiempo creéis que los yunkios seguirán pagando los salarios de cuatro compañías libres?
—Una pregunta fastidiosa. —El Príncipe Desharrapado volvió a beber antes de seguir hablando—. Pero así es la vida para los hombres de las compañías libres. Termina una guerra, comienza otra. Por suerte, siempre hay alguien que pelea contra alguien en algún lugar. Puede que aquí mismo: mientras estamos aquí, sentados y bebiendo, Barbasangre trata de convencer a nuestros amigos yunkios para que le presenten otra cabeza al rey Hizdahr; esclavistas y libertos se miden el cuello con los ojos y afilan los cuchillos; los Hijos de la Arpía conspiran en sus pirámides; la yegua clara arrolla a esclavos y señores por igual; nuestros amigos de la Ciudad Amarilla dirigen la vista al mar, y en algún lugar del mar de hierba, un dragón mordisquea la tierna carne de Daenerys Targaryen. ¿Quién gobierna Meereen esta noche? ¿Quién gobernará mañana? —El pentoshi se encogió de hombros—. De una cosa estoy seguro: alguien necesitará nuestras espadas.
—Yo necesito esas espadas. Dorne os contrata.
—No le falta descaro a este Rana —dijo el Príncipe Desharrapado con la vista fija en Meris la Bella—. ¿Tendré que recordárselo? Mi querido príncipe, el último contrato que firmamos os sirvió para limpiaros ese bonito trasero rosado.
—Pagaré el doble que los yunkios.
—En oro y en el momento de la firma, ¿verdad?
—Os daré una parte cuando lleguemos a Volantis y el resto cuando regrese a Lanza del Sol. Cuando zarpamos llevábamos oro, pero habría sido difícil ocultarlo cuando nos unimos a vuestra compañía, así que lo depositamos en los bancos. Puedo mostraros los documentos.
—Ah, papeles. Pero nos pagaréis el doble.
—Sí, el doble de papeles —se burló Meris la Bella.
—Recibiréis el resto en Dorne —insistió Quentyn—. Mi padre es un hombre de honor, y si yo sello un acuerdo, él cumplirá las condiciones. Tenéis mi palabra.
—Vamos a ver si lo entiendo. —El Príncipe Desharrapado se acabó el vino y puso la copa boca abajo entre ellos—. Un mentiroso y perjuro demostrado quiere contratarnos y pagarnos con promesas. ¿A cambio de qué servicios? A lo mejor quiere que mis hijos del viento aplasten a los yunkios y saqueen la Ciudad Amarilla. O tal vez que venzan a un
khalasar
dothraki en campo abierto. O que lo escolten de vuelta a casa, con su padre. ¿U os conformaréis con que llevemos a la reina Daenerys a vuestra cama, húmeda y dispuesta? Decidme la verdad, Príncipe Rana, ¿qué queréis de mí y de los míos?