Danza de dragones (147 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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Al ver a Stannis, dos de los hombres atados a las estacas suplicaron clemencia. El rey los escuchó en silencio, con los dientes apretados.

—Podéis empezar —le dijo a Godry Farring.

—Señor de Luz, escúchanos —dijo el Masacragigantes con los brazos levantados.

—Señor de Luz, defiéndenos —entonaron los hombres de la reina—, porque la noche es oscura y alberga horrores.

—Te damos gracias por el sol que nos calienta, y rogamos que nos lo devuelvas, oh Señor, para que nos ilumine en la búsqueda de tus enemigos —salmodió ser Godry con la mirada vuelta hacia el cielo oscuro, mientras los copos de nieve se derretían en su rostro—. Te damos gracias por las estrellas que velan por nosotros de noche, y te rogamos que arranques el velo que las oculta para que podamos regocijarnos de nuevo en su contemplación.

—Señor de Luz, protégenos —suplicaron los hombres de la reina—, y aleja de nosotros esta noche despiadada.

Ser Corliss Penny se adelantó, con la antorcha asida con las dos manos, y la hizo girar por encima de su cabeza para avivar las llamas. Un cautivo se puso a gemir.

—R’hllor —entonó ser Godry—, te entregamos cuatro hombres malvados. Con alegría y rectitud en el corazón, los encomendamos a tu fuego purificador, para que consuma la oscuridad de sus almas. Abrasa y consume su carne vil, para que su espíritu pueda ascender libre y puro hacia la luz. Acepta su sangre, oh Señor, y derrite las cadenas de hielo que atan a tus siervos. Escucha su dolor y concede a nuestras espadas fuerza para derramar la sangre de tus enemigos. Acepta este sacrificio y muéstranos el camino de Invernalia, para que podamos derrotar a los impíos.

—Señor de Luz, acepta este sacrificio —repitieron cien voces como un eco. Ser Corliss encendió la primera pira y clavó la antorcha al pie de la segunda. Comenzaron a brotar volutas de humo; los cautivos se echaron a toser. Aparecieron las primeras llamas, tímidas como doncellas, danzando y saltando de los troncos a las piernas de los atados. Un momento después, las lenguas de fuego envolvían las estacas.

—Estaba muerto —gritó el chico llorón cuando las llamas le lamieron las piernas—. Lo encontramos muerto…, por favor…, teníamos hambre… —El fuego ya le llegaba por las pelotas; cuando prendió en el vello que le rodeaba la polla, sus súplicas se fundieron en un chillido prolongado e inarticulado.

Asha Greyjoy notaba un regusto de bilis en el fondo de la garganta. En las Islas del Hierro había visto a los sacerdotes de su pueblo degollar a esclavos y entregar sus cadáveres al mar para honrar al Dios Ahogado; una costumbre brutal, pero aquello era peor.

«Cierra los ojos —se dijo—. No escuches. Ponte de espaldas. No tienes por qué verlo.» Los hombres de la reina cantaban un himno de alabanza a R’hllor el Rojo, pero los alaridos le impedían entender la letra. Se estremeció, pese al calor de las llamas que le azotaba el rostro. El aire estaba cargado de humo y del hedor de la carne quemada, y un hombre seguía tirando de las cadenas al rojo vivo que lo sujetaban a la estaca.

Al cabo de un rato, los gritos cesaron. Sin pronunciar palabra, el rey Stannis se alejó en dirección a la soledad de su atalaya.

«Regresa a su almenara —comprendió Asha—, a buscar respuestas en las llamas.» Arnold Karstark hizo ademán de salir renqueando tras él, pero ser Richard Horpe lo tomó del brazo y lo condujo a la cabaña principal. Los observadores comenzaron a dispersarse, cada uno rumbo a su hoguera, a dar cuenta de la mísera cena.

—¿Disfrutas del espectáculo, puta del hierro? —le preguntó Clayton Suggs, que se le había acercado sigilosamente. El aliento le olía a cebolla y cerveza.

«Tiene ojos de cerdo». Asha lo juzgó muy apropiado: hacía juego con el cerdo alado que le adornaba el escudo y la sobrevesta.

—Espera a ver la multitud que se congregará cuando te llegue el turno de retorcerte en la estaca —prometió Suggs, con la cara tan cerca que Asha pudo contarle los puntos negros de la nariz.

No iba desencaminado. Los lobos no le tenían el menor cariño; era hija del hierro y debía responder por los crímenes de su pueblo: por Foso Cailin, Bosquespeso y la Ciudadela de Torrhen; por siglos de rapiña a lo largo de la Costa Pedregosa; por lo que había hecho Theon en Invernalia.

—Soltadme, caballero. —Siempre que Suggs se dirigía a ella, Asha echaba de menos sus hachas. Bailaba la danza del dedo tan bien como cualquier hombre de las islas, y tenía diez que lo demostraban.

«¡Cómo me gustaría bailarla contigo!» Igual que algunos rostros pedían a gritos una barba, el de ser Clayton estaba hecho para estamparle un hacha entre los ojos. Pero claro, no llevaba ninguna encima, de modo que tuvo que conformarse con tratar de escabullirse, con lo que solo consiguió que la agarrase con más fuerza, clavándole los dedos enguantados en el brazo como si fueran de hierro.

—Mi señora os ha dicho que la soltéis —intervino Aly Mormont—. Será mejor que le hagáis caso; lady Asha no está destinada a la hoguera.

—Ya veremos —se empeñó Suggs—. Ya hemos acogido demasiado tiempo a esta adoradora de demonios. —Pero soltó el brazo de Asha; no convenía provocar a la Osa si se podía evitar.

—El rey tiene otros planes para su trofeo. —Justin Massey apareció de repente, con su característica sonrisa fácil en los labios. Tenía las mejillas rojas de frío.

—¿El rey o vos? —Suggs resopló con desdén—. No importan vuestros planes, Massey; irá a parar a la hoguera, con toda su sangre real. La mujer roja dice que la sangre de los reyes tiene poder; un poder que será del agrado de nuestro señor.

—Que R’hllor se conforme con los cuatro que acabamos de mandarle.

—Cuatro patanes de baja cuna; una ofrenda propia de mendigos. Con esa escoria no conseguiremos nunca aplacar la nieve, pero con ella…

—Y si la quemáis y sigue nevando, ¿qué? —atajó la Osa—. ¿A quién quemaréis a continuación? ¿A mí?

—¿Por qué no a ser Clayton? —propuso Asha, que ya no podía contener más la lengua—. A lo mejor a R’hllor le gustaría tener a uno de los suyos, un hombre de fe que cantase sus alabanzas cuando las llamas le lamiesen la polla.

Ser Justin soltó una carcajada.

—Disfruta de tus risitas, Massey. —Suggs no lo consideraba nada divertido—. Si sigue nevando, ya veremos quién ríe. —Echó una mirada a los cadáveres atados a las estacas, sonrió y fue a reunirse con ser Godry y los demás hombres de la reina.

—¡Mi campeón! —dijo Asha a Justin Massey. Cualesquiera que fueran sus motivos, se lo había ganado—. Muchas gracias por el rescate.

—Así no conseguiréis amigos entre los hombres de la reina —advirtió la Osa—, ¿Habéis perdido la fe en R’hllor el Rojo?

—He perdido la fe en muchas cosas —respondió Massey, cuyo aliento se condensaba en el aire—, pero sigo creyendo en la cena. ¿Me acompañarán mis señoras?

—No tengo apetito —replicó Aly Mormont con un gesto de rechazo.

—Ni yo. Pero será mejor que os forcéis a comer un poco de carne de caballo, o pronto os arrepentiréis. Salimos de Bosquespeso con ochocientas monturas, pero anoche solo quedaban sesenta y cuatro.

La noticia no la cogió desprevenida. Habían perdido casi todos los caballos de guerra, incluido el de Massey, además de la mayoría de los palafrenes; hasta los robustos rocines de los norteños flaqueaban por falta de forraje. Pero ¿para qué necesitaban monturas? Stannis ya no iba a ningún lado. Hacía tanto que no veían el sol, la luna ni las estrellas, que Asha empezaba a creer que eran fruto de su imaginación.

—Yo sí quiero comer.

—Yo no —Aly volvió a negarse.

—En ese caso, yo cuidaré de lady Asha —ofreció ser Justin—. Tenéis mi palabra de que no la dejaré escapar.

La Osa accedió a regañadientes, haciendo oídos sordos a la burla de su tono, y regresó a la tienda, y Asha y Justin Massey se dirigieron a la construcción principal. No estaba lejos, pero los ventisqueros eran profundos; el viento, inclemente; los pies de Asha, bloques de hielo, y cada paso, una puñalada en el tobillo.

La cabaña, aunque pequeña y humilde, era el mayor edificio de la aldea, así que los señores y capitanes se la habían apropiado, mientras que Stannis se había instalado en la atalaya de piedra de la orilla del lago. Dos guardias flanqueaban la puerta, apoyados en lanzas largas. Uno levantó la cortina engrasada que hacía de puerta para que pasara Massey, y ser Justin escoltó a Asha hacia la acogedora calidez del interior.

Los bancos y mesas de caballetes situados a ambos lados ofrecían espacio para cincuenta hombres, aunque se había conseguido encajar el doble. El suelo de tierra estaba dividido en dos por una zanja para el fuego, bajo la hilera de tragaderas de humo del techo. Los lobos se habían sentado a un lado, y los caballeros y señores sureños, al otro.

A Asha le pareció que los sureños ofrecían un aspecto lamentable, demacrados y con las mejillas hundidas, algunos pálidos y enfermos, otros con la cara enrojecida y cortada por el viento. En contraste, los norteños parecían robustos y saludables: hombretones rubicundos con la barba más frondosa que un arbusto, cubiertos de pieles y hierro. Ellos también tenían frío y hambre, pero habían resistido mejor la marcha, con sus rocines y sus zarpas de oso.

Asha se quitó las manoplas de piel y se crispó al flexionar los dedos. El dolor se le fue extendiendo por las piernas a medida que la sangre volvía a circularle por los pies medio congelados. Al huir, los aldeanos habían dejado una buena reserva de turba, de modo que el aire estaba impregnado de humo, además de un fuerte olor terroso. Se sacudió la nieve de la capa y la colgó en un gancho de la puerta.

Ser Justin consiguió sitio en el banco y llevó la cena para ambos: cerveza y filetes de caballo, carbonizados por fuera y rojos por dentro. Asha bebió un trago de cerveza y se abalanzó sobre la comida. La ración era más escasa que la última, pero el olor le hizo rugir las tripas.

—Muchas gracias, caballero —dijo, con la barbilla chorreante de sangre y grasa.

—Justin, por favor. —Massey troceó la carne de su plato y pinchó un pedazo con el cuchillo.

Un poco más allá, Will Foxglove explicaba a los que lo rodeaban que Stannis reanudaría la marcha sobre Invernalia al cabo de tres días; lo había oído de boca de un mozo de cuadra que cuidaba los caballos del rey.

—Su alteza ha visto la victoria en sus fuegos —relató Foxglove—, una victoria que se cantará durante mil años, desde los castillos de los señores hasta las cabañas de los campesinos.

—Anoche, el frío se cobró ochenta vidas. —Ser Justin Massey levantó la mirada de la carne de caballo, se sacó un cartílago de entre los dientes y se lo lanzó al perro que tenía más cerca—. Si proseguimos la marcha, moriremos a cientos.

—Si nos quedamos, moriremos a miles —repuso ser Humfrey Clifton— Proseguir o morir, es lo que digo yo.

—Proseguir y morir, es lo que yo os respondo. Y ¿qué pasará si llegamos a Invernalia? ¿Cómo nos apoderaremos del castillo? Muchos de nuestros hombres están tan débiles que a duras penas pueden dar un paso. ¿Vais a ponerlos a escalar murallas? ¿A construir torres de asedio?

—Deberíamos quedarnos aquí hasta que mejore el tiempo —propuso ser Ormund Wylde, un viejo caballero de aspecto cadavérico. Por los rumores que había oído Asha, los soldados cruzaban apuestas sobre cuál sería el siguiente señor o caballero en morir, y ser Ormund se mostraba como el claro favorito.

«¿Cuánto habrán apostado por mí? A lo mejor estoy a tiempo de jugarme algo.»

—Aquí, al menos, tenemos cierto refugio —insistió Wylde—, y hay peces en los lagos.

—Poco pescado para muchos pescadores —dijo lord Peasebury con voz sombría. Tenía buenos motivos para el humor lúgubre: los hombres que acababa de quemar ser Godry eran de los suyos, y en aquella misma sala había gente a la que se había oído afirmar que el propio Peasebury estaba al corriente y hasta podía haber participado en los banquetes.

—Tiene razón —rezongó Ned Woods, un explorador de Bosquespeso. Lo llamaban Ned el Desnarigado, porque había perdido la punta de la nariz en una helada, dos inviernos atrás. Nadie podía jactarse de conocer el bosque de los Lobos mejor que él, e incluso los caballeros del rey más altaneros habían aprendido a hacerle caso—. Conozco esos lagos. Os habéis abalanzado sobre ellos por centenares, como los gusanos sobre un cadáver; habéis abierto tantos agujeros en el hielo que me extraña que no os hayáis hundido todos. Cerca de la isla hay sitios que parecen quesos tras el paso de las ratas. —Sacudió la cabeza—. Los lagos están esquilmados. Habéis acabado con la pesca.

—Razón de más para marchar —se empecinó Humfrey Clifton—. Si nuestro destino es morir, que sea con la espada en la mano.

«Proseguir y morir, quedarse y morir, dar marcha atrás y morir.» La misma discusión que la noche pasada y la anterior.

—Sois libre de perecer como os plazca, Humfrey —concedió Justin Massey—. Yo, por mi parte, preferiría vivir para ver una nueva primavera.

—Hay quien os tacharía de cobarde —replicó lord Peasebury.

—Mejor cobarde que caníbal.

—Hijo de… —comenzó a decir Peasebury, con el semblante desencajado por la cólera.

—La muerte forma parte de la guerra, Justin. —Ser Richard Horpe estaba junto a la puerta, con el pelo oscuro empapado de nieve derretida—. Quienes marchéis con nosotros tendréis una parte del botín que saqueemos a Bolton y a su bastardo, y una parte aún mayor de gloria imperecedera. Los que estéis demasiado débiles para soportar la marcha quedáis en la mano del dios, pero tenéis mi palabra de que os enviaremos provisiones en cuanto tomemos Invernalia.

—¡No vais a tomar Invernalia!

—Desde luego que sí —dijo una voz chirriante desde la mesa principal, ocupada por Arnolf Karstark, con su hijo Arthor y sus tres nietos. Lord Arnolf se puso en pie como un buitre que acechase a una presa, apoyando una mano llena de manchas en el hombro de su hijo—. La tomaremos por Ned y por su hija. Y también por el Joven Lobo, que tan cruelmente fue asesinado. Los míos y yo os mostraremos el camino si es necesario. Así se lo he dicho a su bondadosa alteza el rey: «Marchemos, y antes de que cambie la luna nos bañaremos en sangre Frey y Bolton».

Los hombres se pusieron a patear el suelo y golpear las mesas con los puños. Asha observó que casi todos eran norteños; al otro lado de la zanja, los señores sureños seguían sentados en silencio.

Justin Massey aguardó a que se apaciguara el bullicio para hablar:

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