—Parad los dos —espetó—. No os pasará nada, a menos que Ronnet el Rojo resulte ser un perfecto idiota.
De todos los prisioneros, solo unos pocos vivían allí cuando Jon Connington era el señor del castillo: un viejo sargento tuerto; un par de lavanderas; un encargado de caballerizas que era mozo de cuadra en tiempos de la Rebelión de Robert; el cocinero, que había engordado monstruosamente, y el maestro armero. Grif había vuelto a dejarse barba durante el viaje, por primera vez en muchos años, y para su sorpresa, le había salido casi toda roja, aunque había cenizas enmedio del fuego. Ataviado con la larga túnica roja y blanca que lucía los dos grifos enfrentados de su casa bordados, parecía el mismo señor que fuera amigo y compañero del príncipe Rhaegar, solo que más viejo y curtido. Pero los habitantes del Nido del Grifo seguían mirándolo sin identificarlo.
—Algunos ya me conocéis —les dijo—. Los demás aprenderéis pronto. Soy vuestro señor legítimo y he vuelto del exilio. Mis enemigos os habrán dicho que estoy muerto. Como podéis ver, es mentira. Servidme con la misma lealtad con que habéis servido a mi primo, y no os pasará nada.
Fue pidiéndoles uno a uno que se adelantaran, les preguntó cómo se llamaban y les ordenó que se arrodillaran para jurarle lealtad. Todo transcurrió muy deprisa. Solo habían sobrevivido al ataque cuatro soldados de la guarnición, el viejo sargento y tres muchachos, y todos depositaron la espada a sus pies. Nadie se negó. Nadie murió.
Aquella noche, los vencedores celebraron un banquete en el que devoraron carne asada y pescado fresco, todo regado con los excelentes tintos de las bodegas del castillo. Jon Connington presidió desde el Trono del Grifo y compartió la mesa con Harry Strickland Sintierra, Balaq el Negro, Franklyn Flores y los tres jóvenes grifos que había tomado prisioneros. Los niños eran sangre de su sangre y quería conocerlos mejor, pero cuando el joven bastardo le anunció que su padre iba a matarlo, decidió que ya los había conocido lo suficiente, ordenó que los llevaran de nuevo a sus celdas y abandonó el banquete.
Haldon Mediomaestre no había acudido. Jon fue a buscarlo a la torre del maestre, donde lo encontró encorvado ante un montón de pergaminos y rodeado de mapas extendidos.
—¿Qué buscáis? ¿El paradero del resto de la compañía?
—Ya me gustaría que estuviera en mi mano, mi señor.
Diez mil hombres habían zarpado de Volon Therys con sus armas, sus caballos y sus elefantes. De momento, ni la mitad había atracado en Poniente, en el lugar de desembarco acordado, un tramo de costa desierta que daba paso a la selva. Jon Connington conocía bien aquellas tierras, pues habían sido suyas.
Unos años antes no se habría atrevido a atracar en el cabo de la Ira; los señores de la tormenta eran muy leales a la casa Baratheon y al rey Robert. Pero todo había cambiado con la muerte de Robert y de su hermano Renly. Stannis era tan brusco y frío que habría inspirado poca lealtad, por no mencionar que estaba a medio mundo de distancia, y la casa Lannister no había hecho gran cosa por ganarse el afecto de las tierras de la tormenta. Además, a Jon Connington no le faltaban amigos allí.
«Los señores más entrados en años me recordarán, y sus hijos habrán oído hablar de mí. Todo el mundo sabe de Rhaegar y de cómo a su hijo le estamparon la cabeza contra una pared.»
Por suerte, su barco había sido de los primeros en tomar tierra, con lo que les bastó con levantar un campamento, reunir a los hombres a medida que iban llegando a la orilla y moverse con rapidez para que los señores de la zona no se percataran del peligro. Allí era donde la Compañía Dorada había demostrado su temple. En ningún momento se vieron entorpecidos por el caos que habría surgido inevitablemente con un ejército improvisado de caballeros y levas locales; aquellos hombres eran los herederos de Aceroamargo y habían mamado disciplina.
—Mañana a estas horas deberíamos tener tres castillos —les dijo. Los hombres que habían tomado el Nido del Grifo eran una cuarta parte de su ejército. Ser Tristan Ríos había partido al mismo tiempo que él en dirección al Nido del Cuervo, a la residencia de la casa Morrigen, mientras que Laswell Peake avanzó hacia Aguasmil, la fortaleza de los Wylde, con un ejército comparable a los otros dos. Los demás se habían quedado en el campamento para montar guardia y proteger al príncipe, bajo el mando del jefe de cuentas de la compañía, el volantino Gorys Edoryen. Era de suponer que su número iría en aumento, ya que cada día llegaba algún barco—. Pero seguimos contando con pocos caballos.
—Y no tenemos elefantes —le recordó el Mediomaestre. Ni una de las grandes cocas que transportaban aquellos animales había tocado tierra. Las habían visto por última vez en Lys, antes de la tormenta que había dispersado la mitad de la flota—. En Poniente podemos conseguir más caballos, pero los elefantes…
—No importa. —Las enormes bestias habrían sido muy útiles en una batalla campal, sin duda, pero aún faltaba bastante para que tuvieran las fuerzas necesarias para enfrentarse al enemigo en el campo de batalla—. ¿Os dicen algo útil esos pergaminos?
—Desde luego, desde luego. —Haldon le dedicó una sonrisa con los labios apretados—. A los Lannister no les cuesta nada ganarse enemigos, pero conservar a los amigos no se les da tan bien. A juzgar por lo que he leído, su alianza con los Tyrell se está desmoronando. La reina Cersei y la reina Margaery se pelean por el pequeño rey como dos perras por un hueso de pollo, y se ha acusado a las dos de traición y libertinaje. Mace Tyrell ha abandonado el asedio de Bastión de Tormentas para volver a Desembarco del Rey a salvar a su hija, y solo ha dejado un ejército simbólico para mantener a los hombres de Stannis encerrados en su castillo.
—Seguid. —Connington tomó asiento.
—En el norte, los Lannister dependen de los Bolton, y en las tierras de los ríos, de los Frey. Son dos casas con un largo historial de crueldad y traiciones. Lord Stannis Baratheon sigue en rebeldía, y los hijos del hierro han elegido a otro rey en las islas. El Valle no se menciona en ningún momento, lo que parece indicar que los Arryn no han tomado partido.
—¿Y Dorne? —El Valle estaba muy lejos; Dorne estaba cerca.
—El hijo pequeño del príncipe Doran está prometido a Myrcella Baratheon, lo que parece indicar que los dornienses apoyan a la casa Lannister, pero tienen un ejército apostado en el Sendahueso y otro en el Paso del Príncipe, a la espera.
—A la espera. —Frunció el ceño—. A la espera ¿de qué? Sin Daenerys ni los dragones, todas sus esperanzas dependían de Dorne—. Escribid a Lanza del Sol. Hay que informar a Doran Martell de que el hijo de su hermana sigue con vida y ha vuelto para recuperar el trono de su padre.
—Como digáis, mi señor. —El Mediomaestre echó una ojeada a otro pergamino—. No podríamos haber llegado en mejor momento. Tenemos amigos y aliados en potencia por todas partes.
—Pero no tenemos dragones —señaló Jon Connington—, así que necesitamos tener algo que ofrecerles para atraerlos a nuestra causa.
—Los incentivos tradicionales son el oro y las tierras.
—Ojalá tuviéramos lo uno o lo otro. Con promesas de oro y tierras convenceremos a algunos, pero Strickland y sus hombres querrán ser los primeros en elegir para quedarse con los mejores terrenos y castillos, los que pertenecieron a sus antepasados antes del exilio. No.
—Mi señor tiene algo más que ofrecer —señaló Haldon Mediomaestre—. La mano del príncipe Aegon: una alianza por matrimonio para atraer a alguna gran casa.
«Una esposa para nuestro amado príncipe. —Jon Connington recordaba demasiado bien la boda del príncipe Rhaegar—. Elia nunca fue digna de él. Ya era frágil y enfermiza, y el parto la debilitó más aún.» Tras el nacimiento de la princesa Rhaenys, Elia tuvo que permanecer en cama medio año, y el parto del príncipe Aegon estuvo a punto de matarla. Los maestres comunicaron después al príncipe Rhaegar que no podría volver a concebir.
—Aún es posible que Daenerys Targaryen vuelva algún día —respondió al Mediomaestre—. Aegon debe estar libre para casarse con ella.
—Mi señor sabe qué es lo más adecuado. Pero entonces tenemos que sopesar la posibilidad de ofrecer una recompensa inferior a nuestros posibles amigos.
—¿Por ejemplo?
—Vos. No tenéis esposa. Un gran señor, todavía viril, sin más herederos que esos primos a los que acabamos de desposeer, hijo de una antigua casa, con un buen castillo y muchas tierras fértiles que sin duda le serán devueltas con creces por un rey agradecido en cuanto triunfemos. Tenéis fama de buen guerrero, y como mano del rey Aegon, hablaréis por él y gobernaréis el reino. En mi opinión, más de un señor ambicioso querrá casar a su hija con vos. Tal vez hasta el príncipe de Dorne.
La respuesta de Jon Connington fue una mirada larga y fría. A veces, el Mediomaestre le resultaba tan irritante como aquel enano.
—No. —«La muerte me sube por el brazo. Nadie debe saberlo, y menos una esposa.» Se puso en pie—. Escribid la carta para el príncipe Doran.
—Como mi señor ordene.
Aquella noche, Jon Connington durmió en las habitaciones del señor, en la cama que había sido de su padre, bajo un polvoriento dosel de terciopelo rojo y blanco. Al amanecer lo despertaron la lluvia y el golpe tímido en la puerta de un criado deseoso de averiguar qué le gustaba desayunar a su nuevo señor.
—Huevos duros, pan frito y judías. Y una jarra de vino. El peor que haya en la bodega.
—¿El…? ¿El peor, mi señor?
—Ya me has oído.
Cuando le llevaron la comida y el vino, atrancó la puerta, vertió en una palangana el contenido de la jarra e introdujo la mano. Lady Lemore le había prescrito al enano un tratamiento a base de baños y cataplasmas de vinagre para tratar la psoriagrís en caso de que la hubiera contraído, pero si pedía una jarra de vinagre cada mañana, acabaría por delatarse. Tendría que conformarse con vino, y no tenía sentido desperdiciar una buena cosecha. Ya tenía negras todas las uñas menos la del pulgar. En el dedo corazón, el gris pasaba del segundo nudillo.
«Tendría que cortármelos —pensó—, pero ¿cómo iba a explicar la falta de los dedos? —No podía permitir que se conociera su enfermedad. Era extraño, pero los hombres que iban alegres a la batalla y arriesgaban la vida para rescatar a un compañero abandonarían sin pensarlo a ese mismo compañero si supieran que estaba aquejado de psoriagrís—. Debería haber dejado ahogarse al puto enano.»
Más tarde, otra vez con su indumentaria y sus guantes, Connington inspeccionó el castillo y llamó a Harry Strickland Sintierra y a sus capitanes para celebrar un consejo de guerra. Fueron nueve los que se reunieron en la sala: Connington, Strickland, Haldon Mediomaestre, Balaq el Negro, ser Franklyn Flores, Malo Jayn, ser Brendel Byme, Dick Colé y Lymond Pease. El Mediomaestre era portador de buenas nuevas.
—Hemos recibido noticias de Marq Mandrake. Los volantinos lo dejaron en la costa, en lo que resultó ser Estermont, con casi quinientos hombres. Ha tomado Piedraverde.
Estermont era una isla cercana al cabo de la Ira que en ningún momento había figurado entre sus objetivos.
—Los puñeteros volantinos tienen tantas ganas de deshacerse de nosotros que nos sueltan en la primera playa que ven —comentó Franklyn Flores—. Seguro que tenemos a los muchachos dispersos por medio Peldaños de Piedra.
—Con mis elefantes —agregó Harry Strickland, desolado. Harry Sintierra echaba de menos sinceramente a sus animales.
—Mandrake no llevaba arqueros —señaló Lymond Pease—. ¿Sabemos si Piedraverde mandó algún cuervo antes de caer?
—Es de suponer —dijo Jon Connington—. Pero ¿qué mensaje podían transportar? Un relato inconexo sobre unos atacantes llegados por mar, en el peor de los casos. —Antes de zarpar de Volon Therys había dado a sus capitanes instrucciones de no exhibir estandarte alguno durante los primeros ataques: ni el dragón de tres cabezas del príncipe Aegon, ni sus grifos, ni las calaveras doradas de la compañía. Era mejor que los Lannister sospecharan de Stannis Baratheon, de los piratas de los Peldaños de Piedra, de los forajidos del bosque o de quien les diera la gana. Cuanto más tardara en reaccionar el Trono de Hierro, más tiempo tendrían ellos para congregar a sus hombres y atraer aliados para su causa—. En Estermont tiene que haber barcos; es una isla. Haldon, enviad un mensaje a Mandrake. Decidle que deje allí una guarnición y que venga, con el resto de sus hombres y con los prisioneros nobles que haya tomado.
—A vuestras órdenes, mi señor. Resulta que la casa Estermont tiene lazos de sangre con los dos reyes, así que serán buenos rehenes.
—Y pagarán buenos rescates por ellos —añadió alegre Harry Sintierra.
—También deberíamos traer al príncipe Aegon —anunció lord Jon—. Estará mucho más seguro tras los muros del Nido del Grifo que en el campamento.
—Mandaré un jinete con el mensaje, pero al chico no le hará gracia eso de estar a salvo, os lo digo yo —apuntó Franklyn Flores—. Quiere ir adonde esté la acción.
«Como todos a su edad», recordó lord Jon.
—¿Ha llegado ya la hora de levantar su estandarte? —quiso saber Pease.
—No, aún no. Que en Desembarco crean que no es más que un señor exiliado que vuelve con unas cuantas espadas mercenarias para recuperar su derecho de nacimiento. No es desacostumbrado; hasta escribiré al rey Tommen para decírselo, y le pediré el indulto y la devolución de tierras y títulos. Así los tendremos entretenidos durante un tiempo, que aprovecharemos para ponernos en contacto en secreto con nuestros posibles aliados de las tierras de la tormenta y el Dominio. Y los de Dorne.
Aquel era un paso crucial. Otros señores menores podrían unirse a su causa por temor a las represalias o con la esperanza de conseguir algo, pero el único que tenía poder para plantar cara a la casa Lannister y a sus aliados era el príncipe de Dorne—. Necesitamos a Doran Martell por encima de todo.
—Pues no lo veo nada claro —replicó Strickland—. El dorniense tiene miedo hasta de su sombra. No es lo que se dice un tipo osado.
«Más o menos como tú.»
—El príncipe Doran es hombre cauteloso, sí, y no se nos unirá a menos que esté convencido de que vamos a ganar. Por tanto, para convencerlo tenemos que hacer una demostración de fuerza.
—Si Peake y Ríos consiguen sus objetivos, tendremos controlado casi todo el cabo de la Ira —replicó Strickland—. Cuatro castillos en cuatro días es un muy buen comienzo, pero todavía faltan la mitad de los hombres. Tenemos que esperarlos. También nos faltan caballos, y no tenemos elefantes. En mi opinión, debemos aguardar, hacer acopio de fuerzas, ganarnos a algún que otro señor menor, dar tiempo a que Lysono Maar envíe espías para averiguar lo que pueda sobre nuestros enemigos…