Danza de dragones (164 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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¿No se daban cuenta de que el gigante también estaba herido? Tenía que poner fin a aquello, o morirían más hombres. No tenían ni idea de lo fuerte que era Wun Wun.

«Un cuerno, necesito un cuerno.» Vio el brillo del acero y se volvió hacia él.

—¡Nada de espadas! —gritó—. Wick, guarda ese…

…«cuchillo», quiso decir. Cuando Wick Whittlestick le lanzó un tajo a la garganta, la palabra se convirtió en un gruñido. Jon consiguió esquivar el puñal lo bastante para que apenas le hiciera un arañazo.

«Me ha herido.» Cuando se llevó la mano al cuello, la sangre le corrió entre los dedos.

—¿Porqué?

—Por la Guardia. —Wick volvió a atacar, pero Jon lo atrapó por la muñeca y le dobló el brazo hasta que soltó el puñal. El desgarbado mayordomo dio unos pasos atrás, con las manos en alto, como diciendo «Yo no he sido, yo no he sido». Los hombres gritaban. Jon echó mano de
Garra,
pero tenía los dedos entumecidos y torpes. Por algún motivo, no era capaz de desenvainar.

De pronto apareció Bowen Marsh frente a él, con las mejillas llenas de lágrimas.

—Por la Guardia. —Apuñaló a Jon en el vientre. Cuando retiró la mano, dejó el arma clavada.

Jon cayó de rodillas. A tientas, agarró el puñal y se lo arrancó. La herida despedía humo blanco en el frío aire nocturno,.

—Fantasma —susurró. El dolor lo invadió.

«Hay que clavarla por el extremo puntiagudo.»

Cuando el tercer puñal se le hundió entre los omoplatos, dejó escapar un gruñido y cayó de bruces en la nieve. No llegó a sentir el cuarto. Solo el frío…

La mano de la Reina

El príncipe dorniense tardó tres días en morir.

Exhaló el último aliento entrecortado en la negrura previa al amanecer, mientras la lluvia fría que caía siseando del cielo oscuro convertía en ríos las calles adoquinadas de la vetusta ciudad. El temporal había sofocado los incendios en su mayor parte, pero todavía se elevaban volutas de humo de las ruinas calcinadas de la pirámide de Hazkar, y la gran pirámide negra de Yherizan, donde Rhaegal tenía su guarida, se alzaba en la penumbra como una gorda engalanada con joyas brillantes y anaranjadas.

«Igual resulta que los dioses no están tan sordos —reflexionó ser Barristan Selmy al contemplar los rescoldos lejanos—. Si no fuera por la lluvia, el fuego ya habría consumido todo Meereen.»

No vio ni rastro de los dragones, pero tampoco contaba con ello; no les gustaba la lluvia. Una fina raya roja señalaba el horizonte oriental, por donde pronto saldría el sol. Le recordó la primera sangre que manaba de una herida; a menudo, aunque el corte fuera profundo, llegaba antes que el dolor.

Inspeccionó el cielo desde el parapeto del escalón superior de la Gran Pirámide, como todas las mañanas. Aguardaba el amanecer con la esperanza de que la luz le devolviese a su reina.

«No puede habernos abandonado, nunca dejaría a su pueblo», se decía, cuando oyó los estertores del príncipe en las habitaciones de Daenerys.

Ser Barristan entró. La lluvia le chorreaba por la capa blanca, y las botas dejaban huellas húmedas en el suelo y las alfombras. Por orden suya, habían acostado a Quentyn Martell en la alcoba de la reina. Era un caballero, y un príncipe de Dorne por añadidura; al menos merecía morir en el lecho en pos del cual había recorrido medio mundo. El colchón, las sábanas, las mantas y las almohadas apestaban a sangre y a humo, y todo el lecho había quedado inservible, pero ser Barristan confiaba en que Daenerys lo perdonaría.

Missandei estaba a la cabecera de la cama; había permanecido con el príncipe día y noche, ocupada en atender las necesidades que lograba expresar, darle agua y la leche de la amapola cuando tenía fuerzas para beber, escuchar las pocas palabras que en ocasiones murmuraba tortuosamente, y leerle cuando se quedaba callado. Dormía en la silla, a su lado. Ser Barristan había pedido ayuda a los coperos de la reina, pero la visión del hombre quemado era insoportable hasta para los más audaces. Las gracias azules no habían acudido, pese a que las había mandado llamar en cuatro ocasiones; tal vez se las hubiera llevado a todas la yegua clara.

—Honorable señor. —La pequeña escriba naathi levantó la mirada al oír que se aproximaba—. El príncipe ya ha dejado atrás el dolor; sus dioses dornienses se lo han llevado a casa. ¿Lo veis? Está sonriendo.

«¿Cómo lo sabes? No tiene labios. —Habría sido más misericordioso que los dragones lo devorasen; al menos habría sido más rápido. En cambio, aquello… —Es horrible morir quemado. No me extraña que haya tantos infiernos de fuego.»

—Cúbrelo.

—¿Qué hacemos con él? —Missandei cubrió la cara del príncipe con la colcha—. Está tan lejos de casa…

—Me ocuparé de devolverlo a Dorne.

«Pero ¿cómo? ¿Sus cenizas?» Para eso hacía falta fuego, y ser Barristan no quería ni pensar en ello.

—Tendremos que descarnar los huesos; con escarabajos, nada de hervirlos. —En su tierra se habrían hecho cargo las hermanas silenciosas, pero estaban en la bahía de los Esclavos, a diez mil leguas de la más cercana—. Deberías irte a dormir, niña, en tu cama.

—Si perdonáis el atrevimiento, una cree que deberíais hacer lo mismo. Nunca dormís toda la noche.

«Desde hace ya muchos años, pequeña; desde el Tridente.» El Gran Maestre Pycelle le había dicho en cierta ocasión que los viejos no necesitaban dormir tanto como los jóvenes, pero no se trataba solo de eso; había llegado a una edad en que se resistía a cerrar los ojos por miedo a no volver a abrirlos. Había quien deseaba morir en la cama, durmiendo, pero ese no era un final digno para un caballero de la Guardia Real.

—Las noches son muy largas —dijo a Missandei—, y el trabajo no termina nunca, ni en los Siete Reinos ni aquí. Pero ya has hecho bastante por ahora: ve a descansar.

«Y quieran los dioses que no sueñes con dragones.»

Cuando la niña se hubo marchado, el anciano caballero retiró la colcha para observar por última vez el rostro de Quentyn Martell, o lo que quedaba de él. Había perdido tanta carne que se le veía el cráneo, y sus ojos eran charcos de pus.

«Debió quedarse en Dorne. Debió seguir siendo una rana. No todos los hombres están destinados a la danza de dragones.»

Mientras lo cubría de nuevo, se preguntó si habría alguien que hiciera lo mismo por su reina, o si su cadáver yacería en la alta hierba del mar dothraki con los ojos ciegos fijos en el cielo, sin nadie que lo velara, hasta que la carne se desprendiera de los huesos.

—No —dijo en voz alta—. Daenerys no está muerta; cabalgaba a lomos del dragón, la vi con mis propios ojos —se había repetido un centenar de veces, aunque cada día le resultaba más difícil creerlo.

«Tenía el pelo en llamas. Estaba ardiendo… y, aunque no la vi caer, cientos de personas juran haberla visto.»

La mañana avanzó sobre la ciudad. Seguía lloviendo, pero una tenue luz teñía el cielo oriental. Con el sol llegó el Cabeza Afeitada. Skahaz vestía su indumentaria acostumbrada: falda negra plisada, canilleras y coraza musculada, aunque bajo el brazo llevaba una máscara nueva: una cabeza de lobo con la lengua colgando.

—Así que ya se ha muerto ese imbécil, ¿eh? —dijo a modo de saludo.

—El príncipe Quentyn ha fallecido al despuntar el alba. —No lo sorprendió que Skahaz se hubiera enterado; las noticias viajaban deprisa en la pirámide—. ¿Se ha reunido el consejo?

—Aguarda abajo a que la mano se digne aparecer.

«No soy la mano —quería gritar una parte de él— y nunca quise serlo. No soy más que un caballero, el protector de la reina.» Pero alguien debía asumir el gobierno con Daenerys desaparecida y el rey cargado de cadenas, y ser Barristan no se fiaba del Cabeza Afeitada.

—¿Se sabe algo de la gracia verde?

—Aún no ha regresado a la ciudad. —Skahaz se había opuesto a enviar a Galazza Galare, y a ella tampoco la entusiasmaba la misión; había accedido en aras de la paz, pero creía que Hizdahr zo Loraq era más indicado para tratar con los sabios amos. Sin embargo, ser Barristan no daba su brazo a torcer así como así, y al final, la gracia verde tuvo que agachar la cabeza y jurar que haría cuanto estuviera en su mano.

—¿Qué pasa en la ciudad? —preguntó Selmy.

—Todas las puertas están cerradas y atrancadas, como ordenasteis. Damos caza a todos los yunkios y mercenarios que puedan quedar dentro de las murallas, y los expulsamos o detenemos, pero a casi todos parece habérselos tragado la tierra. Están escondidos; en las pirámides, sin duda. Los Inmaculados patrullan la muralla y las torres, listos para responder en caso de asalto. Hay dos centenares de nobles reunidos en la plaza, con el
tokar
empapado por la lluvia, pidiendo a gritos una audiencia; exigen la liberación de Hizdahr y mi muerte, y que vos acabéis con los dragones, porque corre el rumor de que para eso están los caballeros. Todavía se siguen sacando cadáveres de la pirámide de Hazkar. Los grandes amos de Yherizan y Uhlez han abandonado las suyas a merced de los dragones.

—¿Y el recuento de asesinatos? —Ser Barristan ya sabía todo lo demás, pero temía formular aquella pregunta.

—Veintinueve.

—¿Veintinueve? —La cifra superaba sus peores temores. Los Hijos de la Arpía habían reanudado su guerra encubierta dos días atrás, con tres muertes la primera noche y nueve la segunda, pero pasar de nueve a veintinueve en una sola noche…

—Habrán superado la treintena antes del mediodía. ¿A qué viene esa cara tan triste, viejo? ¿Qué esperabais? La Arpía quiere la liberación de Hizdahr, de modo que ha enviado a sus hijos de vuelta a la calle, cuchillo en mano. Todos los muertos son libertos y cabezas afeitadas, igual que antes. Uno era de los míos, una bestia de bronce. Junto a todos los cadáveres estaba la marca de la Arpía, pintada con tiza en el suelo o marcada en la pared. También había mensajes: «Muerte a los dragones» y «Harghaz el Héroe»; antes de que la lluvia lo borrase, también se vio algún «Muerte a Daenerys».

—El impuesto de sangre…

—Recolectaremos dos mil novecientas monedas de oro por pirámide, sí —refunfuñó Skahaz—, pero la Arpía no se detendrá por un puñado de calderilla; eso solo se logrará con sangre.

«Otra vez el asunto de los rehenes. Si le dejase, los mataría uno por uno.»

—¿No os cansáis de repetirlo? Os he oído las cien primeras veces. No.

—La mano de la reina —masculló Skahaz—, Más bien parecéis la mano de una vieja, débil y arrugada. Rezo por que Daenerys vuelva pronto a nuestro lado. —Se cubrió la cara con la máscara de lobo—. Vuestro consejo aguarda impaciente.

—Es el consejo de la reina, no el mío. —Selmy se cambió la capa húmeda por otra seca y se abrochó el cinto de la espada antes de seguir al Cabeza Afeitada escaleras abajo.

Aquella mañana no había peticionarios en la sala de las columnas. Pese a haber aceptado el título de mano, ser Barristan jamás se atrevería a convocar una audiencia sin la reina, ni estaba dispuesto a permitírselo a Skahaz mo Kandaq. Había retirado los grotescos tronos de dragón de Hizdahr, pero tampoco había vuelto a instalar el sencillo banco con cojines que usaba Daenerys, sino que instaló una gran mesa redonda en el centro de la sala, rodeada de sillas altas, para que los hombres se sentaran a hablar de igual a igual.

Se pusieron en pie cuando bajó ser Barristan por la escalera de mármol, con Skahaz el Cabeza Afeitada a su lado. Estaba Marselen, de los Hombres de la Madre, y Symon Espalda Lacerada, de los Hermanos Libres. Los Escudos Fornidos habían nombrado un nuevo comandante, un isleño del Verano de piel negra llamado Tal Toraq, puesto que la yegua clara se había llevado a Mollono Yos Dob, su antiguo capitán. También había acudido Gusano Gris, de los Inmaculados, acompañado de tres sargentos eunucos con casco de bronce rematado en una púa. Representaban a los Cuervos de Tormenta dos mercenarios veteranos: un arquero llamado Jokin y un hombre avinagrado y surcado de cicatrices que luchaba con hacha, al que se conocía como el Viudo. Habían asumido el mando de la compañía en ausencia de Daario Naharis. La mayor parte del
khalasar
de la reina, con Aggo y Rakharo, había partido al mar dothraki en su búsqueda, pero el bizco y patizambo
jaqqa rhan
Rommo estaba presente para hablar en nombre de los jinetes que quedaban.

En el lado de la mesa opuesto al de ser Barristan se habían sentado cuatro de los antiguos guardias del rey Hizdahr: los luchadores de las arenas Goghor el Gigante, Belaquo Rompehuesos, Camarron de la Cuenta y el Gato Moteado. Selmy había insistido en que asistiesen, pese a las objeciones del Cabeza Afeitada. No podían olvidar que habían ayudado a Daenerys Targaryen a tomar la ciudad. Tal vez fuesen unos brutos sanguinarios, pero habían demostrado lealtad, a su manera. Al rey Hizdahr, cierto, pero también a la reina.

Por último, Belwas el Fuerte entró en la sala con pasos retumbantes.

El eunuco había mirado a la muerte tan de cerca que podría haberla besado en los labios, y eso lo había marcado. Parecía haber adelgazado una arroba, y la piel morena que antes se tensaba sobre el voluminoso torso, atravesada por un centenar de viejas cicatrices, colgaba en pliegues sueltos, flácida y temblorosa, como una túnica demasiado grande. También caminaba más despacio y parecía algo inseguro. Aun así, su aparición alegró el corazón del anciano caballero; Belwas y él habían cruzado el mundo juntos, y sabía que podía confiar en él si se desenvainaban las espadas.

—Nos alegramos de que hayas podido venir, Belwas.

—Barbablanca —saludó Belwas con una sonrisa—, ¿dónde está el hígado encebollado? Belwas ya no está tan fuerte como antes, necesita comer, hacerse grande otra vez. Alguien hizo enfermar a Belwas, alguien debe morir.

«Alguien morirá; seguramente, muchos.»

—Siéntate, amigo mío. —Ser Barristan esperó a que Belwas se sentara y se cruzara de brazos, y prosiguió—. Quentyn Martell ha fallecido esta mañana, antes del alba.

—El jinete de dragones —interrumpió el Viudo con una risotada.

—El imbécil, lo llamaría yo —repuso Symon Espalda Lacerada.

«Di más bien el chiquillo.» Ser Barristan no había olvidado sus propias locuras de juventud.

—No habléis mal de los muertos; el príncipe ha pagado un precio espantoso por sus actos.

—¿Qué pasa con los otros dornienses? —preguntó Tal Toraq.

—De momento están presos. —Los dornienses no habían ofrecido ninguna resistencia; cuando llegaron las bestias de bronce, Archibald Yronwood sostenía el cuerpo abrasado y humeante de Quentyn Martell. Tenía las manos quemadas porque las había usado para apagar las llamas que devoraban a su príncipe. Gerris Drinkwater estaba junto a ellos con la espada desenvainada, pero la depuso al ver a las langostas—. Comparten celda.

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