Al terminar las oraciones nocturnas, la tripulación se dispersó: unos fueron a montar guardia; otros, en busca de comida, ron y hamacas, mientras que Morroqo se quedó junto al fuego, como todas las noches. El sacerdote rojo dormía de día, pero mientras reinaba la oscuridad montaba guardia ante sus llamas sagradas para que el sol las encontrara vivas al amanecer. Tyrion se sentó delante para quitarse de las manos el frío nocturno. Durante un rato, Morroqo no se fijó en él: estaba concentrado en el fuego, inmerso en alguna visión.
«¿Verá los tiempos que están por llegar, tal como asegura?» Si era cierto, se trataba de un don temible. Tras unos momentos, el sacerdote alzó la vista y su mirada se encontró con la del enano.
—Hugor Colina —dijo al tiempo que inclinaba la cabeza en gesto solemne—. ¿Habéis venido a rezar conmigo?
—Me dijeron que la noche es oscura y alberga horrores. ¿Qué veis en esas llamas?
—Dragones —respondió Morroqo en la lengua común de Poniente. La hablaba muy bien, casi sin acento; sin duda era uno de los motivos por los que el sumo sacerdote Benerro lo había elegido para llevar la fe de R’hllor a Daenerys Targaryen—. Dragones viejos y jóvenes, verdaderos y falsos, luminosos y oscuros. Y a vos. Un hombre pequeño con una sombra muy grande que ruge en el centro de todo.
—¿Que rujo? ¿Yo, con lo buena persona que soy? —Tyrion casi se sentía halagado. «Sin duda, eso es lo que pretende. A todo idiota le gusta sentirse importante»—. Puede que vierais a Penny. Somos más o menos del mismo tamaño.
—No, amigo mío.
«¿Amigo mío? ¿Cuándo hemos llegado a eso?»
—¿Habéis visto cuánto tardaremos en llegar a Meereen?
—¿Tantas ganas tenéis de ver a la libertadora del mundo?
«Sí y no. Puede que la libertadora del mundo me corte la cabeza o me eche de aperitivo a sus dragones.»
—La verdad es que no —confesó Tyrion—. A mí lo que me interesa son las aceitunas, aunque tengo miedo de morir de viejo antes de probarlas. Si me tirase al mar y nadase como un perrito, llegaría antes. Decidme una cosa, ¿quién era Selaesori Qhoran? ¿Un triarca o una tortuga?
—Ni lo uno ni lo otro —respondió el sacerdote con una risita—. Un
qhoran
no es un gobernante, sino alguien que sirve al gobernante, lo asesora y lo ayuda a llevar a cabo sus planes. En Poniente lo llamaríais consejero, o magíster.
«¿La mano del rey?» Aquello le hizo mucha gracia.
—¿Y
selaesori
?
—Que despide un aroma agradable. —Se rozó la nariz para ilustrar sus palabras—. ¿Cómo diríais vosotros? ¿Fragante? ¿Florido?
—¡Así que Selaesori Qhoran viene a significar «consejero maloliente maloliente»!
—«Consejero fragante», más bien.
—Me quedo con «maloliente» —replicó Tyrion con una sonrisa traviesa—. Pero os agradezco la lección.
—Es para mí un placer iluminaros. Tal vez algún día me permitáis enseñaros también la verdad sobre R’hllor.
—Algún día. —«Cuando no sea más que una cabeza en una pica.»
El alojamiento que compartía con ser Jorah se podía denominar camarote solo por cortesía. En aquel armario húmedo, oscuro y apestoso apenas había espacio para colgar dos hamacas, una encima de la otra. Cuando llegó, Mormont estaba tumbado en la de abajo y se mecía con el movimiento del barco.
—La chica ha asomado por fin la nariz a la cubierta —le dijo Tyrion—. Pero nada más verme ha vuelto a esconderse.
—Es que no eres muy grato a los ojos.
—No todos podemos ser tan guapos como tú. Esa chica está deshecha. No me extrañaría que la pobre hubiera subido para tirarse por la borda.
—La pobre se llama Penny.
—Ya sé cómo se llama. —Detestaba aquel nombre. Su hermano se hacía llamar Céntimo, aunque su verdadero nombre era Oppo. Céntimo y penique, las dos monedas más pequeñas, las de menor valor, y lo peor era que ellos mismos habían elegido sus nombres. Solo con pensarlo, Tyrion notaba un regusto amargo—. Se llame como se llame, necesita un amigo.
—Pues hazte amigo suyo. —Ser Jorah se incorporó en la hamaca—. Por mí como si quieres casarte con ella.
Aquello también le supo amargo.
—Los iguales se atraen, ¿no? ¿Eso crees? Y tú, ¿qué? ¿Vas a buscarte una osa?
—Fuiste tú quien se empeñó en traerla.
—Dije que no podíamos dejarla tirada en Volantis, pero eso no significa que quiera tirármela, y por si se te ha olvidado, lo único que desea ella es verme muerto. Como amigo le vale cualquiera menos yo.
—Los dos sois enanos.
—También lo era su hermano, y unos borrachos de mierda lo mataron porque lo confundieron conmigo.
—Te sientes culpable, ¿eh?
—No —se defendió Tyrion—. Ya tengo bastantes pecados propios por los que responder; no tuve nada que ver con este. Puede que no me gustara la farsa que representaron su hermano y ella en la boda de Joffrey, pero no les deseaba mal alguno.
—Claro, claro, eres un ser inofensivo, desvalido como un corderito. —Ser Jorah se puso en pie—. La enana es cosa tuya. Bésala, mátala o dale esquinazo, lo que mejor te parezca. Me es indiferente. —Empujó a Tyrion a un lado para salir del camarote.
«No me extraña que lo hayan exiliado dos veces —pensó Tyrion—. Yo también lo exiliaría si estuviera en mi mano. Es frío, hosco y malhumorado; no sabe bromear ni entiende las bromas… y esas son sus virtudes. —Cuando no estaba durmiendo, ser Jorah se pasaba las horas paseando por el castillo de proa o acodado en la baranda, contemplando el mar—. Busca a su reina de plata. Busca a Daenerys, y daría cualquier cosa por que el barco volara. Bueno, lo mismo haría yo si Tysha me esperase en Meereen.»
¿Sería la bahía de los Esclavos el lugar adonde iban las putas? No parecía probable. Por lo que había leído, las ciudades esclavistas eran el lugar del que salían las putas.
«Mormont habría hecho mejor en comprarse una.» Tal vez una esclava bonita le hubiera mejorado el humor, sobre todo si tenía el pelo plateado como la zorra que había tenido sentada en la polla en Selhorys.
En el río, Tyrion había tenido que soportar a Grif, pero allí al menos podía entretenerse con el misterio de la identidad del capitán y con la compañía, más grata, de los otros pasajeros de la barcaza. Por desgracia, en la coca todos eran quienes parecían, y el único que ofrecía algo de interés era el sacerdote rojo. «El sacerdote y tal vez Penny. Pero ella me detesta, y no me extraña.»
La vida a bordo de la
Selaesori Qhoran
era de lo más tedioso. La parte más emocionante del día llegaba cuando tenía que pincharse los dedos de las manos y los pies con el cuchillo. En el río se veían cosas admirables: tortugas gigantes, ciudades en ruinas, hombres de piedra, septas desnudas… Nunca se sabía qué pasaría al doblar el siguiente meandro. En el mar, todos los días y todas las noches eran iguales. Tras zarpar de Volantis, la coca había navegado cerca de tierra al principio, de manera que Tyrion podía admirar los golfos, contemplar las bandadas de pájaros que alzaban el vuelo en los acantilados pedregosos y en las atalayas semiderruidas, contar los islotes que pasaban de largo… También vio otras muchas embarcaciones: barcas de pesca, pesados mercantes, ufanas galeras que hendían las olas con los remos para levantar crestas de espuma blanca… Pero cuando se adentraron en aguas más profundas solo quedaron el cielo, el mar, el aire y el agua. El agua era agua, y el cielo, cielo, a veces con alguna nube.
«Demasiado azul.»
Las noches eran peores. Hasta en los mejores momentos le costaba dormir, y aquellos momentos no eran los mejores ni de lejos. Dormir implicaba demasiadas veces soñar, y en los sueños lo aguardaban los Pesares y un rey de piedra con el rostro de su padre. Sus opciones eran a cual menos deseable: encaramarse a la hamaca superior para oír los ronquidos de Jorah Mormont en la inferior, o quedarse en cubierta para contemplar el mar. En las noches sin luna, el agua era negra como tinta de maestre, de horizonte a horizonte. Oscura, profunda, imponente, hermosa de una manera escalofriante; pero si la miraba demasiado tiempo, Tyrion acababa pensando en lo fácil que sería saltar por la borda y adentrarse en aquella oscuridad. Unas salpicaduras de espuma minúsculas, y la historia patética e insignificante que había sido su vida habría terminado.
«Pero ¿y si mi padre me espera en el infierno?»
La mejor parte de las veladas era la cena. La comida no era excepcional, pero sí abundante. El comedor era diminuto e incómodo, con el techo tan bajo que los pasajeros más altos siempre se golpeaban la cabeza, accidente al que eran especialmente propensos los fornidos soldados esclavos de la Mano de Fuego. Tyrion se lo pasaba en grande riéndose entre dientes cada vez que uno se daba un golpe, pero prefería comer a solas. Le resultaba aburrido y cansado sentarse a una mesa abarrotada, con gente cuyo idioma desconocía, y escuchar conversaciones y bromas sin entender nada. Para colmo de males, con frecuencia se imaginaba que aquellas bromas y las consiguientes carcajadas eran a costa de él.
El comedor también era el lugar donde se guardaban los libros del barco. El capitán, hombre más letrado de lo habitual en el gremio, tenía tres: una recopilación de poemas náuticos que iban de lo malo a lo peor; un sobado volumen sobre las aventuras eróticas de una joven esclava en una casa de las almohadas lysena, y el cuarto y último tomo de
Vida del triarca Belicho,
la biografía de un legendario patriota volantino cuya ininterrumpida sucesión de victorias y conquistas llegaba a un final un tanto abrupto cuando lo devoraban los gigantes. Tyrion se había terminado los tres antes de que acabara la tercera singladura, y luego, a falta de otros libros, empezó a releerlos. La historia de la esclava era la peor escrita, pero también la más absorbente, y fue la que eligió aquella noche para acompañar la cena a base de remolachas con mantequilla, guiso frío de pescado y unas galletas que se podrían usar de armas arrojadizas.
Estaba leyendo la narración de cómo la chica y su hermana caían en manos de los esclavistas cuando Penny entró en el comedor.
—¡Oh! —exclamó la enana—. Creía que… No quería molestar, mi señor, no…
—No me molestas. Espero que no vengas a matarme.
—No. —Apartó la vista, sonrojada.
—En ese caso, se agradece la compañía. No es cosa que sobre en este barco. —Tyrion cerró el libro—. Siéntate, come algo. —La chica había dejado casi todas las comidas intactas ante la puerta de su camarote; a aquellas alturas debía de estar muerta de hambre—. El guiso es casi comestible. Al menos, el pescado es fresco.
—No, no puedo comer pescado, una vez se me atragantó una espina.
—Pues bebe vino. —Llenó una copa y la empujó hacia ella—. Cortesía de nuestro capitán. La verdad es que se parece más al pis que al dorado del rejo, pero es que hasta el pis sabe mejor que esa brea negra que los marineros llaman ron. Esto te ayudará a dormir.
La chica no hizo ademán de tocar la copa.
—Gracias, mi señor, pero no. —Retrocedió un paso—. No debería molestaros.
—¿Piensas pasarte el resto de tu vida huyendo? —preguntó Tyrion antes de que le diera tiempo a salir por la puerta.
Aquello hizo que se detuviera en seco. Las mejillas se le pusieron aún más rojas, y durante un momento pareció que se echaría a llorar otra vez, pero la expresión que puso fue desafiante.
—Vos también estáis huyendo.
—Cierto —reconoció—, pero yo huyo hacia algo y tú de algo. Hay una gran diferencia.
—De no ser por vos, no habríamos tenido que huir.
«Ha necesitado valor para decirme eso a la cara.»
—¿De Desembarco del Rey o de Volantis?
—De ninguna de las dos. —Tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¿Por qué no vinisteis a justar con nosotros, como quería el rey? No os habríamos hecho daño. ¿Qué le habría costado a mi señor montarse en el perro y justar para darle gusto al muchacho? No era más que un poco de diversión. Se habrían reído de vos, y ya está.
—Se habrían reído de mí. —«En lugar de eso, hice que se rieran de Joff. Qué buen truco, ¿eh?»
—Mi hermano dice que hacer reír a la gente es bueno, es una noble misión. Mi hermano dice…, decía… —Las lágrimas le corrieron por el rostro.
—Siento lo de tu hermano. —Tyrion le había dicho aquellas mismas palabras en Volantis, pero la primera vez, la chica estaba tan hundida en el dolor que dudaba mucho que lo hubiera oído. En aquella ocasión lo oyó.
—Lo sentís. Así que lo sentís. —Le temblaba el labio; tenía las mejillas húmedas, y sus ojos eran agujeros enrojecidos—. Nos fuimos de Desembarco del Rey aquella misma noche. Mi hermano dijo que sería lo mejor, antes de que alguien pensara que habíamos participado en el asesinato del rey y quisiera torturamos para averiguarlo. Primero fuimos a Tyrosh. Mi hermano pensó que ya nos habíamos alejado bastante, pero no era así. Allí conocimos a un malabarista. Se había pasado años y años actuando, día tras día, junto a la Fuente del Dios Borracho. Era tan viejo que había perdido destreza; a veces se le caían las bolas y tenía que correr por toda la plaza para recuperarlas, pero los tyroshis se reían y seguían echándole monedas. Hasta que una mañana nos enteramos de que habían encontrado su cadáver. Junto al templo del dios Trios, que tiene tres cabezas, hay una gran estatua que lo representa. Al pobre viejo lo habían cortado en tres trozos para meterlo en las tres bocas. Pero cuando volvieron a juntar los pedazos del cadáver, faltaba la cabeza.
—Un regalo para mi querida hermana. El viejo también era enano.
—Un hombrecito, sí. Como vos, como Oppo. Como Céntimo. ¿También sentís lo del malabarista?
—Hasta ahora desconocía la existencia de tu malabarista… Pero sí, lamento su muerte.
—Murió por vos. Lleváis su sangre en las manos.
La acusación le dolió, sobre todo cuando tenía tan presentes las palabras de Jorah Mormont.
—Quien tiene su sangre en las manos es mi hermana, y también los animales que lo mataron. Mis manos… —Tyrion se las inspeccionó y apretó los puños—. Mis manos también están manchadas de sangre, de sangre vieja, sí. Si me llamas parricida, no mentirás. Matarreyes… Bueno, también respondo a ese nombre. He matado a madres, a padres, a sobrinos, a amantes, a hombres y a mujeres, a reyes y a putas. En cierta ocasión me incomodó un bardo, así que encargué que estofaran al muy cabrón. Pero en mi vida he matado a un malabarista ni a un enano, y no pienso dejar que me culpes por lo que le pasó a tu puto hermano.