Danza de dragones (79 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—Pelea por vos —soltó Hediondo sin poder contenerse—. Es fuerte.

—Los toros son fuertes, y los osos. He visto luchar a mi bastardo y no se puede decir que él tenga toda la culpa. Su instructor fue el primer Hediondo, y no había aprendido nunca a usar las armas. Ramsay es fiero, no cabe duda, pero blande la espada como si fuera un cuchillo de carnicero.

—No tiene miedo de nadie, mi señor.

—Pues debería. El miedo es lo que nos mantiene con vida en este mundo de engaños y traiciones. Los cuervos se están congregando incluso aquí, en Fuerte Túmulo, para cebarse con nuestra carne. No se puede confiar en los Cerwyn ni en los Tallhart; mi gordo amigo lord Wyman planea traicionamos, y el Mataputas… Los Umber parecen simplones, pero no les falta astucia. Ramsay debería tenerles miedo, igual que se lo tengo yo. La próxima vez que lo veas, díselo.

—¿Qué le diga… que tenga miedo? —La sola idea hizo que a Hediondo le temblaran las piernas—. Mi señor, si le… Si le digo eso, me…

—Lo sé —suspiró lord Bolton—. Tiene mala sangre. Habría que sangrarlo. Las sanguijuelas chupan la sangre mala, la rabia, el dolor. No se puede pensar cuando se está tan lleno de rabia. Lo malo es que con Ramsay… mucho me temo que su sangre envenenaría hasta a las sanguijuelas.

—Es vuestro único hijo.

—Por ahora. Tenía otro, Domeric; un muchacho tranquilo pero cabal. Sirvió cuatro años a lady Dustin como paje, y tres en el Valle como escudero de lord Redfort. Tocaba el arpa, leía y cabalgaba como el viento. Lo volvían loco los caballos; ya te lo contará lady Dustin. Ni la hija de lord Rickard lo superaba, y eso que esa muchacha también era mitad caballo. Redfort decía que sería muy bueno en las justas. No se puede justar bien si no se sabe montar bien.

—Sí, mi señor. Domeric. Ya… Ya había oído hablar de él…

—Lo mató Ramsay. El maestre Uthro dijo que fue una enfermedad de las tripas, pero yo sé que lo envenenó. En el Valle, Domeric había disfrutado de la compañía de los hijos de Redfort y quería tener un hermano, de modo que cogió el caballo y se fue al río de las Lágrimas en busca de mi bastardo. Yo se lo había prohibido, pero Domeric era adulto y se creía más listo que su padre. Ahora sus huesos reposan bajo Fuerte Terror, junto con los de sus hermanos muertos en la cuna, y solo me queda Ramsay. Dime: si aquel que mata a la sangre de su sangre queda maldito, ¿qué debería hacer un padre si uno de sus hijos mata a otro?

La pregunta le dio miedo. En cierta ocasión había oído comentar a Desollador que el Bastardo había matado a su hermano legítimo, pero no se atrevió a creerlo.

«Tal vez se equivoque. Los hermanos mueren, y no siempre porque nadie los mate. Mis hermanos murieron, y yo no los maté.»

—Mi señor tiene una esposa joven que le dará hijos varones.

—¿Verdad que eso le encantará a mi bastardo? Lady Walda es una Frey, así que será fértil, y por extraño que parezca me he encariñado con esa gordita que tengo por mujer. Las dos anteriores no hacían ni un sonido en la cama, pero esta chilla y se mueve, lo que me resulta cautivador. Si suelta hijos igual que suelta tartas, Fuerte Terror estará hasta arriba de pequeños Bolton dentro de nada. Ramsay los matará a todos, claro. Supongo que es lo mejor. No voy a vivir lo suficiente para verlos crecer, y los señores niños son la muerte de cualquier casa. Pero a Walda le dolerá.

Hediondo tenía la garganta seca. Escuchó el sonido del viento entre las ramas peladas de los olmos que bordeaban la calle.

—Mi señor, ¿me permitís una pregunta?

—Claro, pero no te olvides de hablar como los campesinos.

—Mi señor —masculló Hediondo—, ¿para qué me queríais? No le sirvo de nada a nadie. Ni siquiera soy un hombre, estoy destrozado, y este olor…

—Un baño y un cambio de ropa, y todo resuelto.

—¿Un baño? —Se le hizo un nudo en la garganta—. M-mejor no, mi señor, por favor. Tengo… Tengo heridas…, y esta ropa… es la que me dio lord Ramsay. Me dijo… Me dijo que no me la podía quitar… a menos que me lo ordenara él…

—Llevas harapos —respondió lord Bolton con bastante paciencia—. No son más que trapos rotos y sucios que apestan a sangre y orina. Y no abrigan nada; debes de tener frío. Te daremos prendas de lana, suaves y cálidas, y puede que hasta una capa de piel. ¿Te apetece?

—No. —No podía permitir que le quitaran la ropa que le había dado lord Ramsay. No podía permitir que lo vieran.

—¿Preferirías vestir sedas y terciopelos? Era lo que te gustaba en otros tiempos.

—No —insistió con voz chillona—. No, solo quiero esta ropa. La ropa de Hediondo. Soy Hediondo, soy Hediondo, lo llevo muy hondo. —El corazón le latía como un tambor y el miedo le tornaba aguda la voz—. No quiero bañarme. Por favor, mi señor, no me quitéis la ropa.

—¿Nos dejarás al menos que te la lavemos?

—No. No, mi señor. —Se apretó la túnica contra el pecho con las dos manos y se encogió en la silla, temeroso de que Roose Bolton ordenara a sus hombres que le arrancaran la ropa allí mismo, en plena calle.

—Como quieras. —Los ojos claros de Bolton contemplaron la luna, inexpresivos, como si no hubiera nada tras ellos—. No tengo intención de hacerte ningún daño. Es mucho lo que te debo.

—¿Sí? —Una parte de él gritaba: «Es una trampa; está jugando conmigo. El hijo no es más que la sombra del padre». Lord Ramsay no hacía más que jugar con sus esperanzas—. ¿Qué…? ¿Qué me debéis, mi señor?

—El Norte. Los Stark quedaron condenados la noche en que tomaste Invernalia. —Hizo un gesto de desdén—. Esto no son más que disputas por los despojos.

El corto viaje terminó ante la muralla de madera de Torre Túmulo. Los estandartes ondeaban al viento en sus torreones cuadrados: el hombre desollado de Fuerte Terror, el hacha de combate de Cerwyn, los pinos de Tallhart, el tritón de Manderly, las llaves cruzadas del anciano lord Locke, el gigante de Umber, la mano de piedra de Flint y el alce de Hornwood. El chevrón de gules y oro de los Stout; el campo ceniza dentro de un trechor doble blanco de los Slate. Cuatro cabezas de caballo, una gris, otra negra, otra dorada y otra marrón, anunciaban la presencia de los cuatro Ryswell de los Riachuelos. Circulaba el chiste de que los Ryswell no se ponían de acuerdo ni en el color de su escudo de armas. Sobre todos ellos ondeaba el venado con el león del niño que se sentaba en el Trono de Hierro, a mil leguas de allí.

Hediondo oyó girar las aspas del viejo molino cuando pasaron junto a la caseta de la entrada y llegaron al patio de hierba, donde unos mozos de cuadra corrieron a hacerse cargo de sus caballos.

—Por aquí, por favor.

Lord Bolton lo condujo a la edificación central, donde ondeaban estandartes con los emblemas de lord Dustin y su viuda. El del difunto lord Dustin mostraba una corona sobre dos hachas largas cruzadas; el de ella, acuartelado, mostraba las mismas armas y también la cabeza de caballo dorada de Rodrik Ryswell. Al subir por un ancho tramo de peldaños de madera, a Hediondo le empezaron a temblar las piernas. Tuvo que detenerse para recuperar el control, y alzó la vista hacia las laderas herbosas del Gran Túmulo. Había quien afirmaba que era la tumba del Primer Rey, que había guiado a los primeros hombres a Poniente. Otros aseguraban que quien yacía allí, a juzgar por el tamaño de la tumba, era un rey de los gigantes. También se decía que no se trataba de una sepultura, sino de una simple colina, pero en semejante caso se trataba de una colina muy solitaria, pues los túmulos eran en su mayor parte tierras llanas y azotadas por el viento.

Dentro del edificio, una mujer se calentaba las manos con las brasas moribundas de la chimenea. Iba de negro de los pies a la cabeza y no lucía oro ni piedras preciosas, pero saltaba a la vista que era de alta cuna. Tenía patas de gallo y arrugas en las comisuras de la boca, pero mantenía la espalda erguida y era hermosa, con el pelo castaño y blanco a partes iguales peinado en un moño.

—¿Quién es ese? —preguntó—. ¿Dónde está el muchacho? ¿Es que vuestro bastardo se ha negado a devolverlo? ¿Este anciano es su…? ¡Alabados sean los dioses, qué peste! ¿Es que este hombre se ha ensuciado encima?

—Ha estado con Ramsay. Lady Barbrey, os presento a Theon de la casa Greyjoy, legítimo señor de las Islas del Hierro.

«No —pensó—. No, no, no digáis ese nombre, Ramsay va a oíros, se va a enterar, va a hacerme daño.»

—No es lo que esperaba. —La mujer frunció los labios.

—Es lo que tenemos.

—¿Qué le ha hecho vuestro bastardo?

—Supongo que quitarle algo de piel. Y algunas partes del cuerpo. Nada esencial.

—¿Está loco?

—Es posible. ¿Importa mucho?

Hediondo no pudo soportarlo más.

—Por favor, mi señor, mi señora, aquí ha habido un error. —Cayó de rodillas, temblando como una hoja en una tormenta de invierno, con las destrozadas mejillas llenas de lágrimas—. No soy él, no soy el cambiacapas, el cambiacapas murió en Invernalia. Me llamo Hediondo. —Tenía que recordar su nombre—. Siempre respondo.

Tyrion

La
Selaesori Qhoran
estaba ya a siete días de Volantis cuando Penny salió por fin de su camarote, como un animalillo asustadizo que asomara de nuevo al bosque tras dormir todo el invierno.

Estaba anocheciendo. El sacerdote rojo había encendido la hoguera nocturna en el gran brasero de hierro que había enmedio del barco, y la tripulación se había congregado a su alrededor para rezar. La voz de Morroqo era un tambor grave que parecía surgir de lo más hondo de su gigantesco torso.

—Te damos las gracias por tu sol, que nos aporta calor —rezó—. Te damos las gracias por tus estrellas, que velan por nosotros mientras navegamos por este mar frío y negro.

El sacerdote era corpulento, más alto que ser Jorah y el doble de ancho, y casi siempre vestía una túnica roja con llamas de seda anaranjada bordadas en las mangas, el cuello y el dobladillo. Las llamas que llevaba tatuadas en la frente y en las mejillas eran naranja y amarillas. Portaba un cayado de hierro tan alto como él, rematado en una cabeza de dragón. Cuando golpeaba la cubierta con la base, el dragón escupía llamas verdes.

Sus guardias, cinco guerreros esclavos de la Mano de Fuego, dirigían el coro de respuestas durante las oraciones. Rezaban en el dialecto de la Antigua Volantis, pero Tyrion había oído las plegarias tantas veces que ya entendía lo más importante: «Enciende nuestro fuego, protégenos de la oscuridad, blablablá, ilumina nuestros pasos y mantennos calentitos, la noche es oscura y alberga horrores, sálvanos de todo lo que nos da miedo y más blablablá».

No era tan idiota como para decirlo en voz alta. A Tyrion Lannister lo traían sin cuidado los dioses, pero a bordo de aquel barco era mejor mostrar cierto respeto hacia el rojo R’hllor. Jorah Mormont le había quitado las cadenas en cuanto estuvieron lejos de la costa, y no tenía la menor intención de darle motivos para que volviera a ponérselas.

La
Selaesori Qhoran
era una bañera flotante de diez mil quintales con grandes bodegas, castillos de proa y popa, y un mástil solitario en el centro. En la proa lucía un mascarón grotesco, algún personaje devorado por la carcoma y con pinta de estreñido que llevaba un pergamino enrollado bajo el brazo. Tyrion no había visto un barco más feo en toda su vida. La tripulación tampoco destacaba por su belleza: el capitán era un barrigón deslenguado y malhumorado de ojos codiciosos, muy juntos, mal jugador de
sitrang
y peor perdedor. Tenía a sus órdenes a cuatro contramaestres, los cuatro libertos, y cincuenta esclavos, todos ellos con una versión rudimentaria del mascarón de la coca tatuada en la mejilla. Los marineros llamaban Sinnariz a Tyrion, por mucho que repitiera que su nombre era Hugor Colina.

Tres contramaestres y más de tres cuartas partes de la tripulación adoraban fervientemente al Señor de Luz. En cuanto al capitán, Tyrion no estaba tan seguro: salía de su camarote para la plegaria nocturna, aunque no tomaba parte en ella. Pero lo cierto era que, al menos durante aquella travesía, el verdadero capitán de la
Selaesori Qhoran
era Morroqo.

—Señor de Luz, bendice a tu esclavo Morroqo e ilumina su camino por los lugares oscuros del mundo —tronó la voz del sacerdote rojo—. Protege a tu justo esclavo Benerro. Dale valor, dale sabiduría, llena de fuego su corazón.

De pronto, Tyrion advirtió la presencia de Penny, que contemplaba la farsa desde la empinada escalera de madera que bajaba del castillo de popa. Estaba en uno de los peldaños inferiores, así que solo se le veía la cabeza. Bajo la capucha, unos ojos grandes, blancos, brillaban a la luz de la hoguera. La acompañaba su perro, el mastín gris que cabalgaba en sus parodias de justas.

—Mi señora —llamó Tyrion con voz queda.

No era ninguna señora, claro, pero no se acostumbraba a pronunciar su estúpido nombre, y tampoco iba a llamarla
chica
o
enana.
Ella dio un respingo.

—No… No os había visto.

—Es que soy pequeño.

—No me… No me encontraba bien. —Su perro ladró.

«Querrás decir que estabas enferma de dolor.»

—Si puedo ayudaros en algo…

—No.

Volvió a desaparecer en dirección al camarote que compartía con el perro y la cerda. Tyrion no podía reprochárselo. La tripulación de la
Selaesori Qhoran
se había alegrado cuando él subió a bordo, ya que los enanos daban buena suerte. Le habían frotado la cabeza tantas veces y con tanto entusiasmo que de milagro no lo habían dejado calvo. Pero a Penny la recibieron con sentimientos cruzados: era una enana, sí, pero también una mujer, y daba mala suerte llevar mujeres a bordo. Por cada marinero que intentaba frotarle la cabeza había tres que mascullaban conjuros de protección cuando se cruzaban con ella.

«Y cada vez que me ve es como si le echaran sal en la herida. A su hermano le cortaron la cabeza con la esperanza de que fuera la mía, pero aquí estoy, como una puta gárgola, tranquilizándola con palabras huecas. Yo en su lugar estaría deseando empujarme al mar.»

Solo podía sentir compasión por la muchacha, que no merecía haber padecido semejante horror en Volantis; ni ella ni su hermano. La había visto por última vez justo antes de zarpar, y tenía los ojos hinchados por el llanto, dos desgarrones enrojecidos en una cara pálida y demacrada. Antes de que izaran las velas ya se había encerrado en el camarote con el perro y la cerda, pero por las noches se la oía llorar. El día anterior había oído a un contramaestre decirle a otro que habría que tirarla por la borda antes de que las lágrimas les inundaran el barco. Tyrion no estaba completamente seguro de que fuera una broma.

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