Danza de dragones (75 page)

Read Danza de dragones Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
11.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los incrédulos nunca prestaban atención hasta que era demasiado tarde.

—¿Qué veis, mi señora? —preguntó el niño en voz baja.

«Calaveras. Un millar de calaveras y otra vez al bastardo, a Jon Nieve. —Normalmente, cuando le preguntaban qué veía en el fuego, Melisandre respondía con un simple “muchas cosas”, pero nunca era tan sencillo como parecían indicar sus palabras. Se trataba de un arte que, como todos, exigía control, disciplina y estudio—. Y dolor. También dolor.» R’hllor hablaba a sus elegidos a través del fuego bendito, en el lenguaje de brasas, cenizas y llamas que solo un dios podía dominar de verdad. Melisandre llevaba innumerables años practicando su arte. Había pagado el precio. Ni siquiera en su orden había nadie que tuviera tanto talento como ella para ver los secretos ocultos en las sagradas llamas. Pese a todo, no era capaz de dar con su rey.

«Rezo por un atisbo de Azor Ahai, y R’hllor solo me muestra a Nieve.»

—Devan, tráeme algo de beber —pidió. Tenía la garganta seca.

—A la orden. —El chico llenó una copa con agua de la jarra de piedra que reposaba junto a la ventana y se la llevó.

—Gracias. —Melisandre bebió y sonrió, con lo que lo hizo sonrojar. Sabía que estaba enamoriscado de ella.

«Me teme, me desea y me adora.»

Pese a todo, Devan no estaba contento allí. Estaba muy orgulloso de ser escudero del rey, y le había dolido que Stannis le ordenara quedarse en el Castillo Negro. Tenía la cabeza llena de sueños de gloria, como cualquier muchacho de su edad, y sin duda había estado imaginando las hazañas que llevaría a cabo en Bosquespeso. Otros chicos de su edad habían viajado al sur como escuderos de los caballeros del rey, y entrarían en combate junto a ellos. Devan debía de sentirse como si lo hubieran excluido para castigarlo por algún error, cometido por él o por su padre.

Lo cierto era que se encontraba allí porque Melisandre había pedido que se quedara. Los cuatro hijos mayores de Davos habían muerto en la batalla del Aguasnegras, cuando el fuego verde devoró la flota del rey. Devan era el quinto y estaría más a salvo con ella que al lado del rey. Lord Davos no se lo agradecería, y el chico, menos aún, pero le parecía que Seaworth ya había sufrido demasiadas pérdidas. Vivía en el error, pero su lealtad hacia Stannis era inquebrantable. Melisandre lo había visto en las llamas.

Además, Devan era rápido, listo y habilidoso, mucho más de lo que se podía decir de sus otros criados. Stannis le había dejado una docena de hombres para que la atendieran, y casi ninguno servía para nada. Su alteza necesitaba todas las espadas, de modo que solo había podido prescindir de los viejos y los tullidos. Uno se había quedado ciego por un golpe en la cabeza durante la batalla del Muro, y otro, cojo cuando su caballo cayó sobre él y le aplastó las piernas. Un gigante había inutilizado el brazo de su sargento. Tres de sus guardias eran hombres a los que Stannis había castrado por violar a mujeres salvajes, pero también tenía a su servicio a dos borrachos y un cobarde. Hasta el rey reconocía que el último habría merecido la horca, pero procedía de una familia noble, y su padre y hermanos siempre le habían sido leales.

La sacerdotisa roja no dudaba de que los guardias que la rodeaban hacían que los hermanos negros se comportaran con respeto, pero si se viera en verdaderos apuros, los hombres que le había dejado Stannis no le servirían de gran cosa. No le importaba. Melisandre de Asshai no tenía miedo, porque sabía que R’hllor la protegería.

Bebió otro trago de agua, dejó la copa en la mesa, parpadeó, se estiró y se levantó de la silla. Tenía los músculos entumecidos y doloridos, y tras pasar tanto tiempo mirando las llamas, sus ojos tardaron unos momentos en acostumbrarse a la penumbra. Los tenía resecos y cansados, pero si se los frotaba sería mucho peor. Advirtió que el fuego de la chimenea estaba casi consumido.

—Trae más leña, Devan. ¿Qué hora es?

—Ya casi amanece, mi señora.

«Amanece. Loado sea R’hllor, que nos concede un nuevo día. Los horrores de la noche se alejan. —Melisandre se había pasado las horas sentada junto al fuego, como hacía a menudo. Su cama no se utilizaba mucho desde la partida de Stannis. No tenía tiempo para dormir, cargada con el peso del mundo sobre los hombros. Y tenía miedo de soñar—. El sueño es como una pequeña muerte; los sueños son susurros del Otro, aquel que nos arrastraría hacia la noche eterna. —Prefería pasar la noche sentada ante las llamas sagradas de su señor rojo, bañada en su calidez, con las mejillas arreboladas como si recibiera los besos de un amante. Alguna noche que otra, el sueño la vencía, pero nunca más de una hora. Melisandre rezaba por que llegara el día en que dejara de dormir, en que se librara de los sueños para siempre—. Melony. Lote siete.»

Devan echó más troncos al fuego hasta que las llamas volvieron a saltar, aguerridas y furiosas, para arrinconar las sombras en los recovecos de la estancia y devorar los sueños que la sacerdotisa roja no quería soñar.

«La oscuridad retrocede de nuevo… por el momento. Pero más allá del Muro, el enemigo se hace cada vez más fuerte y, si prevalece, nunca volverá a amanecer. —¿Sería suyo el rostro que había visto entre las llamas, el que le devolvió la mirada?—. No. Imposible. Tendría un gesto más aterrador, tan frío, negro y espantoso que nadie podría contemplarlo sin morir.» Pero el hombre de madera que había atisbado, y el niño con cara de lobo… Sin duda debían de ser sus siervos, sus campeones, igual que Stannis era el suyo.

Melisandre fue hasta la ventana y abrió los postigos. En el exterior, el cielo clareaba por el este, aunque las estrellas de la mañana aún se aferraban a un cielo negro como la pez. El Castillo Negro empezaba a despertar, y ya había hombres de capa oscura que cruzaban el patio para desayunarse un cuenco de gachas antes de relevar a sus hermanos en la cima del Muro. Unos cuantos copos de nieve entraron por la ventana abierta, arrastrados por el viento.

—¿Mi señora quiere desayunar? —preguntó Devan.

«Comida. Sí, debería tomar algo.» Algunos días que se olvidaba por completo. R’hllor le proporcionaba todo el sustento que necesitaba, pero no convenía que los simples mortales lo supieran.

Necesitaba ver a Jon Nieve, no un pan frito con panceta, pero no serviría de nada mandar a Devan a buscar al lord comandante: no acudiría. Nieve prefería seguir alojándose tras la armería, en las modestas habitaciones que hasta entonces ocupara el difunto herrero de la Guardia. Tal vez no se considerase digno de la Torre del Rey, o tal vez no le importara. Cometía un error: la humildad afectada de la juventud era en realidad otro tipo de arrogancia. Un gobernante no debía evitar el ornato del poder, porque el poder mismo emanaba en buena parte de aquel ornato.

Pero el chico no era tan ingenuo como parecía y se negaba a presentarse en las habitaciones de Melisandre como si fuera un mendigo; la obligaba a ir a verlo si necesitaba hablar con él. Por añadidura, en más de una ocasión la había hecho esperar o se había negado a recibirla. Al menos en aquello demostraba cierta astucia.

—Tráeme infusión de ortigas, un huevo duro y pan con mantequilla. Tierno, por favor, nada de pan frito. Busca también al salvaje y dile que tengo que hablar con él.

—¿A Casaca de Matraca, mi señora?

—Y cuanto antes.

Melisandre se lavó y se cambió de túnica. Tenía las mangas llenas de bolsillos ocultos, y los repasó con sumo cuidado, tal como hacía cada mañana, para asegurarse de que cada polvo estaba en su sitio. Unos teñían el fuego de verde, azul o plateado; otros hacían que las llamas rugieran y se elevaran a gran altura; otros provocaban humo… Tenía un humo para la verdad; otro para la lujuria; otro para el miedo, y también el espeso humo negro que podía matar a un hombre. La sacerdotisa roja se armó con un pellizco de cada uno.

El cofre labrado con que había cruzado el mar Angosto apenas conservaba una cuarta parte de su contenido. Melisandre disponía de los conocimientos necesarios para fabricar más polvos, pero le faltaban muchos ingredientes de gran rareza.

«Me bastará con los hechizos. —Allí, en el Muro, era aún más poderosa que en Asshai; cada uno de sus gestos y palabras tenía más fuerza, y podía hacer cosas que nunca había hecho—. Las sombras que haga surgir aquí serán temibles; no habrá criatura de la oscuridad que las resista.» Con una magia tal a su alcance, pronto podría prescindir de los simples trucos de alquimista y piromante.

Cerró el cofre, hizo girar la llave en la cerradura y se la guardó en otro bolsillo secreto, en la falda. En aquel momento llamaron a la puerta. Por el sonido trémulo de los nudillos en la madera, se trataba del sargento manco.

—Lady Melisandre, ha venido el Señor de los Huesos.

—Que pase. —Volvió a sentarse ante la chimenea.

El salvaje llevaba un jubón sin mangas de cuero endurecido, con adornos de bronce bajo una deslucida capa en tonos desvaídos de verde y marrón.

«No lleva los huesos.» Lo que sí llevaba era una capa de sombras, jirones de niebla gris apenas visibles que le pasaban por delante del rostro y cobraban nueva forma con cada paso. Feas sombras, feas como sus huesos. El nacimiento del pelo en punta, los ojos muy juntos, los pómulos hundidos y un bigote marrón que se retorcía como un gusano en la boca de dientes cariados.

Melisandre sintió la calidez en la garganta cuando el rubí se estremeció ante la proximidad de su esclavo.

—Os habéis quitado el atuendo de huesos —señaló.

—El traqueteo estaba volviéndome loco.

—Los huesos os protegen —le recordó—. Los hermanos negros no os aprecian demasiado. Me ha dicho Devan que ayer, durante la cena, discutisteis con algunos de ellos.

—Con unos pocos. Estaba tomándome la sopa de judías con tocino y Bowen Marsh no paraba de soltar sandeces grandilocuentes. El Viejo Granada creyó que los estaba espiando y dijo que no estaba dispuesto a tolerar que los asesinos presenciaran sus consejos. Le dije que entonces no deberían reunirse junto a la chimenea. Bowen se puso rojo y, por los ruidos que hizo, parecía que se estaba ahogando, pero nada más. —El salvaje se sentó en la repisa de la ventana y desenfundó el puñal—. Si un cuervo quiere meterme un cuchillo entre las costillas mientras ceno, que lo intente. La bazofia de Hobb sabría mejor condimentada con un poco de sangre.

Melisandre no prestó atención al acero. Si el salvaje hubiera tenido malas intenciones, lo habría visto en las llamas. Los peligros que la acechaban eran lo primero que había aprendido a ver cuando aún era una niña, una esclava atada de por vida al gran templo rojo, y seguía siendo lo primero que buscaba siempre que miraba un fuego.

—Lo que tiene que preocuparos son sus ojos, no sus cuchillos —le advirtió.

—Claro, ya, el hechizo. —El rubí de la pulsera negra que llevaba en la muñeca palpitó. Le dio unos golpecitos con el filo del cuchillo, y el acero tintineó contra la piedra—. Lo noto más cuando duermo; siento el calor en la piel hasta a través del hierro. Es suave como un beso de mujer, como un beso vuestro. Pero a veces, en mis sueños, estalla en llamas, y vuestros labios se transforman en dientes. No hay día en que no piense en lo fácil que sería arrancármelo, y no hay día en que lo haga. ¿También tengo que llevar los puñeteros huesos?

—Es un conjuro de sombras e insinuaciones. Los hombres ven lo que esperan ver, y los huesos forman parte de eso. —«¿Cometí un error al salvarlo?»—. Si falla el hechizo, te matarán.

El salvaje se sacó la mugre de las uñas con la punta del puñal.

—He cantado canciones, he luchado en combates, he bebido el vino del verano y me he acostado con la mujer del dorniense. Hay que morir como se ha vivido, y para mí, eso es con el acero en la mano.

«¿Sueña con la muerte? ¿Será que lo ha tocado el enemigo? La muerte es su reino; los muertos, sus soldados.»

—Pronto tendrás en qué ocupar tu acero. El enemigo, el verdadero enemigo, se ha puesto en marcha. Los exploradores de lord Nieve volverán antes del anochecer con las cuencas vacías y ensangrentadas.

El salvaje entrecerró los ojos. Ojos grises, ojos marrones. Melisandre veía cambiar el color con cada latido del rubí.

—Sacarles los ojos sería más del estilo del Llorón. Como él dice, no hay más cuervo bueno que el cuervo ciego. A veces tengo la sensación de que le gustaría sacarse sus propios ojos, de tanto como le lloran y le pican. Nieve ha dado por supuesto que el pueblo libre seguirá ahora a Tormund porque es lo que haría él; Tormund le caía bien, y el viejo cretino también apreciaba al chico. Pero si eligen al Llorón… Mala cosa, tanto para él como para nosotros.

Melisandre asintió con solemnidad, como si estuviera de acuerdo con todo lo que decía, pero lo cierto era que el tal Llorón no tenía importancia. No la tenía nadie del pueblo libre. Eran un pueblo perdido, un pueblo condenado cuyo destino se reducía a desaparecer del mundo, igual que habían desaparecido los hijos del bosque. Pero sabía que aquello no era lo que su invitado quería oír, y no podía arriesgarse a perderlo.

—¿Hasta qué punto conocéis el Norte?

—Tanto como cualquier explorador. Unas zonas mejor que otras. Hay mucho norte. ¿Por qué?

—Por la chica —dijo—. Una niña vestida de gris a lomos de un caballo moribundo. La hermana de Jon Nieve. —¿Quién, si no, podía ser?

Acudía a él en busca de protección; Melisandre lo había visto con toda claridad—. La he visto en mis llamas, pero solo una vez. Tenemos que ganarnos la confianza del lord comandante, y la única manera de conseguirlo es salvarla.

—¿Que la salve yo, quieres decir? ¿El Señor de los Huesos? —Soltó una carcajada—. Solo los idiotas confiaban en Casaca de Matraca, y Nieve no es ningún idiota. Si su hermana necesita ayuda, mandará a sus cuervos. Es lo que haría yo en su lugar.

—Pero no estáis en su lugar. Él hizo los votos y no piensa saltárselos. La Guardia de la Noche no toma partido. Vos, en cambio, no sois de la Guardia de la Noche. Podéis hacer lo que le está vetado.

—Eso será si nuestro estricto lord comandante lo consiente. ¿Os ha mostrado el fuego dónde está esa chica?

—He visto agua. Aguas profundas, azules y tranquilas, con una fina capa de hielo en la superficie. Se extendían hasta el horizonte.

—El lago Largo. ¿Qué otras cosas se veían en torno a la chica?

—Colinas. Campos. Árboles. Un ciervo, pero solo una vez. Rocas. Se cuida muy bien de acercarse a las aldeas. Siempre que puede, cabalga por el lecho de los arroyos para que los cazadores no le sigan la pista.

Other books

Backward-Facing Man by Don Silver
The Gun Fight by Richard Matheson
Secretary on Demand by Cathy Williams
Dying on Principle by Judith Cutler
Unexpected Gifts by Bronwyn Green
Abandon The Night by Ware, Joss