Danza de dragones (81 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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Penny cogió la copa de vino que le había servido Tyrion y se la tiró a la cara.

«Igual que mi querida hermana. —Oyó como se cerraba la puerta del comedor, pero no la vio salir: le escocían los ojos y todo estaba borroso alrededor—. Adiós a cualquier posibilidad de hacernos amigos.»

Tyrion Lannister no tenía gran experiencia en el trato con otros enanos. Su señor padre no quería nada que le recordara la deformidad de su hijo, y las compañías de titiriteros que incluían a gente pequeña aprendieron pronto a no acercarse a Lannisport ni a Roca Casterly, para no desatar su cólera. Cuando se hizo mayor, Tyrion oyó hablar de un bufón enano que estaba al servicio del dorniense lord Fowler, de un maestre enano de los Dedos y de una enana que había ingresado en las hermanas silenciosas, pero nunca sintió el impulso de ir a conocerlos. También llegaron a sus oídos historias menos fidedignas: una bruja enana que hechizaba una colina en las tierras de los ríos o una puta enana de Desembarco del Rey, famosa por copular con perros. Su querida hermana era quien le había hablado de esta última, e incluso se había ofrecido a buscarle una perra en celo por si quería probar. Cuando Tyrion le preguntó con toda cortesía si se refería a sí misma, Cersei le tiró una copa de vino a la cara.

«Pero aquel vino era tinto, y este, dorado.» Se limpió la cara con la manga. Seguían escociéndole los ojos.

No volvió a ver a Penny hasta el día de la tormenta.

El aire salado era denso aquella mañana y no soplaba ni la menor brisa, pero el cielo estaba rojo fuego en el oeste, y las nubes bajas que lo rasgaban como jirones eran de un escarlata tan vivo como el de los Lannister. Los marineros estaban muy ajetreados atrancando escotillas, tirando cabos, despejando las cubiertas y amarrando todo lo que no estuviera ya amarrado.

—Vienen vientos malos —le advirtió uno—. Sinnariz, abajo.

Tyrion recordó la tormenta que había padecido al cruzar el mar Angosto, la manera en que la cubierta saltaba bajo sus pies, los espantosos crujidos del barco, el sabor a vino y vómito en la boca.

—Sinnariz se queda arriba.

Si los dioses querían llevárselo, prefería morir ahogado que en un charco de su propio vómito. Sobre él, la vela de lona de la coca onduló lentamente, como la piel de una bestia inmensa que se desperezara tras un largo sueño, y de repente se llenó de viento con un restallido súbito que hizo que pasajeros y tripulantes se volvieran para mirar. Los vientos impulsaron la coca y la sacaron de su rumbo. Tras ellos se aglomeraban nubarrones negros contra un cielo rojo sangre. A media mañana empezaron a ver relámpagos hacia el oeste, seguidos por el retumbar lejano del trueno. El mar se encabritó, y se alzaron olas oscuras para golpear el casco de la
Consejero Maloliente
. Fue entonces cuando la tripulación empezó a arriar las velas. En mitad de la cubierta, Tyrion no hacía más que estorbar, así que subió al castillo de proa y se acuclilló para sentir la bofetada de la lluvia fría en las mejillas. La coca subía y bajaba, con más sacudidas que ningún caballo que hubiera montado en su vida; se elevaba con cada ola antes de precipitarse hacia abajo y volver a subir con movimientos bruscos que le desencajaban los huesos. Pese a todo, estaba mejor allí arriba, donde podía ver lo que pasaba, que encerrado en cualquier camarote sin ventilación. Cuando estalló la tormenta ya había anochecido, y Tyrion Lannister estaba calado hasta la ropa interior. Pese a todo, se sentía eufórico… y más aún cuando encontró a Jorah Mormont en el camarote, borracho sobre un charco de vómito.

El enano se quedó un rato en el comedor tras la cena, y celebró el haber sobrevivido compartiendo unos tragos de ron denso y negro con el cocinero, un patán volantino enorme y grasiento que solo conocía una palabra de la lengua común,
joder,
pero jugaba al
sitrang
con un estilo feroz, sobre todo cuando estaba borracho. Aquella noche jugaron tres partidas. Tyrion ganó la primera y acto seguido perdió dos. Cuando decidió que ya había tenido suficiente, se dirigió a trompicones a la cubierta para despejarse de ron y elefantes.

Se encontró a Penny en el castillo de proa, donde tantas veces veía a ser Jorah. Estaba ante la baranda, junto al repulsivo mascarón medio podrido, contemplando el mar negro como la tinta. De espaldas parecía menuda e indefensa como una niña.

Tyrion pensó que sería mejor no molestarla, pero era tarde; ya lo había oído llegar.

—Hugor Colina.

—Si prefieres llamarme así… —«Los dos sabemos que no es mi nombre»—. Siento haberte molestado. Ya me voy.

—No. —Tenía la cara pálida y triste, pero no parecía haber llorado—. Yo también lo siento. Lo del vino, quiero decir. No fuisteis vos quien mató a mi hermano, ni a aquel pobre anciano de Tyrosh.

—Tuve algo que ver, pero no por mi voluntad.

—Lo echo tanto de menos… A mi hermano. No…

—Te comprendo. —Sin querer, pensó en Jaime. «Date por afortunada. Tu hermano murió antes de poder traicionarte.»

—Creí que quería morir —siguió ella—, pero hoy, cuando se ha desatado la tormenta y he pensado que el barco podía hundirse, me…, me…

—Te has dado cuenta de que quieres vivir. —«Yo también he pasado por eso. Ya tenemos otra cosa en común.»

La chica tenía los dientes torcidos y no prodigaba las sonrisas, pero en aquel momento le dedicó una.

—¿De verdad guisasteis a un bardo?

—¿Quién? ¿Yo? No, no sé cocinar.

Penny dejó escapar una risita y sonó como lo que era: una jovencita de… ¿diecisiete, dieciocho años? No más de diecinueve.

—¿Qué había hecho ese bardo?

—Componer una canción sobre mí. —«Era un tesoro secreto, su alegría y su deshonra. Nada es torre ni cadena si hay un beso que trastorna.» Era extraño cómo había recordado la letra de repente. Tal vez nunca la hubiera olvidado. «Las manos de oro.»

—Debía de ser malísima.

—La verdad es que no. Tampoco era «Las lluvias de Castamere», pero algunas estrofas estaban… Bueno…

—¿Cómo era?

—No —rio Tyrion—, créeme, es mejor que no cante.

—Mi madre nos cantaba a mi hermano y a mí cuando éramos pequeños. Decía que no hace falta tener buena voz para cantar algo que te guste.

—¿Ella también era…?

—¿…pequeña? No, pero nuestro padre, sí. Su padre lo vendió a un esclavista cuando tenía tres años, pero se hizo tan famoso como titiritero que compró su libertad. Viajó a todas las Ciudades Libres, y también a Poniente. En Antigua lo llamaban Saltarín.

«Cómo no.» Tyrion trató de no hacer un gesto de desagrado.

—Ya murió —siguió Penny—. Igual que mi madre. Oppo… No me quedaba más familia que él, y ahora también lo he perdido. —Apartó la mirada para contemplar el mar—. ¿Qué voy a hacer? ¿Adónde puedo ir? No conozco ningún oficio, solo el espectáculo de las justas, y para eso hacen falta dos personas.

«No —pensó Tyrion—, no se te ocurra seguir por ahí. No me pidas eso. Ni lo sueñes.»

—Busca a algún chaval huérfano que sea adecuado —sugirió.

—La idea de las justas fue de nuestro padre —siguió Penny como si no lo hubiera oído—. Hasta entrenó a nuestra primera cerda, pero estaba demasiado enfermo para montarla, así que Oppo ocupó su lugar. Yo siempre iba en el perro. Una vez actuamos para el Señor del Mar de Braavos, y se rió tanto que, cuando terminamos, nos dio a cada uno… un gran regalo.

—¿Fue allí donde os encontró mi hermana? ¿En Braavos?

—¿Vuestra hermana? —La chica lo miró sin comprender.

—La reina Cersei.

—No, no. —Penny sacudió la cabeza—. El que nos contrató en Pentos fue un hombre. Osmund. No, Oswald. Bueno, algo así. Se reunió con mi hermano, no conmigo, porque Oppo se encargaba siempre de las negociaciones. Siempre sabía qué teníamos que hacer, adonde era mejor ir.

—Pues ahora vamos a Braavos.

—Querréis decir a Qarth —replicó, sorprendida—. Nos dirigimos hacia Qarth, con escala en el Nuevo Ghis.

—Vamos a Meereen. Cabalgarás tu perro ante la reina dragón y te dará tu peso en oro. Más te vale ponerte a comer más para que estés bien gordita cuando actúes ante su alteza.

Penny no le devolvió la sonrisa.

—Lo único que puedo hacer yo sola es montar en círculo, y aunque consiga que la reina se ría, ¿adónde voy luego? Nunca nos quedábamos mucho tiempo en un sitio. Todos se ríen la primera vez que nos ven, pero a la cuarta o a la quinta ya saben qué vamos a hacer antes de que empecemos. Dejan de reírse y tenemos que marchamos. En las ciudades grandes es donde conseguimos más monedas, pero a mí siempre me han gustado más los pueblos: la gente no tiene plata, pero nos invita a su mesa, y los niños nos siguen por todas partes.

«Eso es porque en esas aldeas de mierda no han visto nunca a un enano —pensó Tyrion—. Los putos críos seguirían a una cabra de dos cabezas si apareciera por allí. Hasta que se aburrieran de oírla balar y la mataran para cenársela.» Pero no quería hacerla llorar otra vez.

—Daenerys tiene un corazón bondadoso y es muy generosa —le dijo. Era lo que necesitaba oír la chica—. Seguro que tiene un lugar para ti en su corte. Allí estarás a salvo, fuera del alcance de mi hermana.

—Y vos también estaréis allí. —Penny se volvió hacia él.

«A menos que Daenerys decida que hay que derramar sangre de Lannister para compensar la sangre de Targaryen que vertió mi hermano.»

—Así es.

En los días siguientes, la enana se dejó ver en cubierta con más frecuencia. Al día siguiente, Tyrion se la encontró con su cerda a media tarde, cuando soplaba una brisa cálida y el mar estaba en calma.

—Se llama Bonita —le comentó ella con timidez.

«La cerda Bonita y la enana Penny. Vaya gusto para elegir nombres. —Penny le pasó a Tyrion unas bellotas para que se las diera a Bonita—. No te creas que no sé qué pretendes», pensó mientras la gran cerda olisqueaba y gruñía.

No tardaron en sentarse juntos a comer y cenar. Algunas noches estaban solos, y otras, el comedor estaba atestado de guardias de Morroqo. Tyrion los llamaba
dedos
porque, al fin y al cabo, eran hombres de la Mano de Fuego y además eran cinco. A Penny le hizo gracia; su risa era un sonido dulce y cantarín que Tyrion no oía con frecuencia: la herida era demasiado reciente, y el dolor, demasiado profundo. Pronto consiguió que ella también llamara al barco
Consejero Maloliente,
aunque se enfadaba cuando llamaba
Tocina
a Bonita. Para resarcirla, Tyrion intentó enseñarla a jugar al
sitrang,
pero no tardó en darse cuenta de que era inútil.

—No —tuvo que decirle una docena de veces—. El que vuela es el dragón, no los elefantes.

Aquella misma noche, Penny le preguntó sin rodeos si quería justar con ella.

—No —respondió. Tardó en ocurrírsele que tal vez
justar
no quisiera decir justar. Su respuesta habría sido la misma, pero no tan brusca.

Ya en el camarote que compartía con Jorah Mormont, Tyrion dio vueltas y más vueltas en la hamaca durante horas, sin conseguir conciliar el sueño más que unos instantes antes de despertar de nuevo. Sus pesadillas estaban pobladas de manos de piedra gris que trataban de agarrarlo desde la niebla, y siempre había una escalera que subía hacia su padre.

Acabó por darse por vencido y subió a cubierta para respirar el aire de la noche. La
Selaesori Qhoran
había desplegado la gran vela de rayas, y apenas se veía a nadie. Había un contramaestre en el castillo de popa y Morroqo se encontraba sentado junto a su brasero, en el que aún bailaban llamitas entre las ascuas.

Las únicas estrellas visibles eran las más brillantes, todas hacia el oeste. Una luz rojiza mortecina, del color de una magulladura, iluminaba el cielo del noreste. Tyrion no había visto una luna tan grande en su vida: monstruosa, hinchada, era como si se hubiera tragado el sol para despertar con fiebre. Su gemela flotaba en el mar, más allá del barco, y se estremecía con cada ola.

—¿Qué hora es? —preguntó a Morroqo—. No puede estar amaneciendo, a menos que el este haya cambiado de sitio. ¿Por qué está rojo el cielo?

—El cielo siempre está rojo sobre Valyria, Hugor Colina.

—¿Estamos cerca? —Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Más de lo que cree la tripulación —respondió Morroqo con voz grave—. ¿En vuestros Reinos del Ocaso se conocen las historias?

—Sé que hay marineros que dicen que cualquiera que mire esa costa está perdido. —No creía en aquellas leyendas, como tampoco creía su tío. Gerion Lannister había puesto rumbo a Valyria cuando Tyrion tenía dieciocho años para tratar de recuperar la ancestral espada perdida de la casa Lannister, así como cualquier otro tesoro que hubiera sobrevivido a la Maldición. Tyrion habría dado cualquier cosa por acompañarlo, pero su señor padre había calificado la expedición de misión de idiotas y le había prohibido tomar parte en ella.

«Tal vez no le faltara razón.» La
León Sonriente
había zarpado de Lannisport hacía casi un decenio, y no se había vuelto a saber de Gerion. Los hombres que envió lord Tywin en su busca siguieron el mismo rumbo que él hasta Volantis, donde la mitad de su tripulación había desertado y había tenido que comprar esclavos para sustituirla. Ningún hombre libre se alistaba voluntariamente a bordo de una nave cuyo capitán anunciaba sin tapujos su intención de adentrarse en el mar Humeante.

—Entonces, ¿eso que vemos reflejado en las nubes es el fuego de las Catorce Llamas?

—Catorce, catorce mil, ¿quién se atreve a contarlas? Ningún mortal debe mirar fijamente esos fuegos, amigo mío. Son los fuegos de la ira del dios y no hay llama humana que se les compare. Somos seres minúsculos.

—Unos más que otros.

«Valyria.» Según las crónicas, el día de la Maldición, todas las colinas de doscientas leguas a la redonda se abrieron para vomitar al aire cenizas, humo y fuego, con unas llamas tan ardientes y voraces que consumían hasta a los dragones que las sobrevolaban. En la tierra se abrieron grandes grietas que engulleron palacios, templos y ciudades enteras. Los lagos hirvieron o sus aguas se transformaron en ácido; las montañas estallaron, y violentos surtidores de fuego escupieron roca fundida a una altura de cuatrocientas varas. De las nubes rojas cayó una lluvia de vidriagón y la sangre negra de los demonios, y hacia el norte, el suelo se desgarró y se hundió cuando el mar furioso se abatió sobre él. La ciudad más esplendorosa del mundo desapareció en un abrir y cerrar de ojos; su fabuloso imperio se esfumó en un día, y las tierras del Largo Verano quedaron abrasadas, anegadas, yermas.

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