—Si os piden el santo y seña —les había advertido el Príncipe Desharrapado al entregarles el fardo—, decid «Perro».
—¿Estáis seguro? —había preguntado Gerris.
—Lo suficiente para apostar la vida.
—Os referís a la mía. —El príncipe comprendió el verdadero significado de aquellas palabras.
—En efecto.
—¿Cómo averiguasteis el santo y seña?
—Nos topamos por casualidad con unas bestias de bronce y Meris se la preguntó amablemente; pero los príncipes no deberían interesarse por esas cosas, dorniense. En Pentos tenemos un dicho: «Cómete la empanada y no le preguntes al panadero qué lleva».
«Cómete la empanada.» A Quentyn le pareció acertado.
—Yo seré el toro —anunció Arch.
—Y yo el león —decidió Quentyn al tiempo que le tendía la máscara de toro.
—Así que me toca hacer el mono. —Gerris se colocó la máscara—. ¿Cómo pueden respirar con esto?
—Póntelo y calla. —El príncipe no estaba de humor para bromas.
El fardo contenía también un látigo de cuero gastado con mango de bronce y hueso que podría arrancarle el pellejo a un buey.
—¿Y esto? —quiso saber Arch.
—Daenerys empleó un látigo para intimidar a la bestia negra —explicó Quentyn, que lo enroscó y se lo colgó del cinto—. Coge también el martillo; tal vez lo necesitemos.
Entrar de noche en la Gran Pirámide de Meereen no era cosa fácil; las puertas se cerraban y atrancaban al ocaso y no se abrían hasta el alba. Había guardias apostados en todas las entradas, y otros que patrullaban la terraza inferior, desde donde alcanzaban a ver la calle; antes era misión de los Inmaculados, pero había pasado a las Bestias de Bronce, y Quentyn tenía la esperanza de que eso los beneficiara.
El cambio de guardia tenía lugar cuando despuntaba el sol; un rato antes, los tres dornienses bajaron por la escalera de servicio. A su alrededor, las paredes eran de ladrillos de medio centenar de colores, pero las sombras los tornaban grises hasta que los alcanzaba la luz de la antorcha de Gerris. No se toparon con nadie durante el largo descenso; solo se oía el roce de las botas contra las gastadas baldosas.
La puerta principal de la pirámide daba a la plaza central de Meereen, pero los dornienses se dirigieron a una entrada lateral que desembocaba en un callejón; la que utilizaban antes los esclavos cuando sus amos los enviaban a algún recado. También la utilizaba el pueblo llano, y por ella entraban y salían los comerciantes para hacer sus entregas.
La puerta doble, de bronce macizo, estaba cerrada con una gruesa barra de hierro; delante había dos bestias de bronce armadas con garrote, lanza y espada corta. La antorcha se reflejó en las máscaras bruñidas: una rata y un zorro. Quentyn indicó por señas al grandullón que permaneciese oculto entre las sombras, y avanzó acompañado de Gerris.
—Llegáis antes de tiempo —señaló el zorro.
—Si quieres, nos vamos por donde hemos venido —replicó Quentyn con un encogimiento de hombros—. Sois muy libres de hacer nuestro turno; mejor para nosotros. —Sabía que no hablaba como un ghiscario, pero muchas bestias de bronce eran libertos con un sinfín de lenguas nativas, de modo que su acento no llamaría la atención.
—¡Y una mierda! —exclamó la rata.
—Santo y seña de hoy —exigió el zorro.
—Perro.
Las bestias de bronce cruzaron una mirada durante un momento que se le hizo interminable. Quentyn temió que algo marchase mal, que Meris la Bella y el Príncipe Desharrapado les hubieran dado un santo y seña incorrecto.
—Está bien, «Perro» —gruñó por fin el zorro—. La puerta es toda vuestra.
A medida que se alejaban, el príncipe consiguió recuperar el aliento. No disponían de mucho tiempo; el verdadero relevo estaría a punto de llegar.
—Arch —llamó, y el grandullón apareció con la máscara de toro reluciendo bajo la antorcha—. ¡Deprisa, la barra! —Era pesada, pero estaba bien engrasada, y ser Archibald la levantó con facilidad y la apoyó en el suelo. Quentyn abrió las puertas, y Gerris salió e hizo señales con la antorcha—. Traedlo ahora mismo, deprisa.
El carro de carnicero esperaba en el callejón, cargado con un buey descuartizado y dos ovejas muertas; el conductor arreó a la mula y entró, acompañado del estruendo producido por las llantas de hiero contra los adoquines. Media docena de hombres lo seguía a pie; cinco llevaban máscara y capa de bestias de bronce, pero Meris la Bella no se había molestado en disfrazarse.
—¿Dónde está tu señor? —preguntó Quentyn a Meris.
—No tengo ningún señor. Si te refieres al otro príncipe, aguarda aquí cerca con cincuenta hombres. Tú trae el dragón, y te sacará de aquí sano y salvo, tal como prometió. Daggo está al mando.
—¿Seguro que en ese carro cabe un dragón? —interrumpió ser Archibald, que lo miraba poco convencido.
—No veo por qué no; hay sitio para dos bueyes. —El Matamuertos iba disfrazado de bestia de bronce, con la cara surcada de cicatrices oculta tras una máscara de cobra, pero lo delataba el característico
arakh
negro que le colgaba del cinto—. Al parecer, estos bichos son más pequeños que el de la reina.
—La fosa ha decelerado su crecimiento. —Según había leído Quentyn, en los Siete Reinos había sucedido exactamente lo mismo; ninguno de los dragones nacidos y criados en el Pozo Dragón de Desembarco del Rey se había aproximado siquiera al tamaño de Vhagar o Meraxes, y mucho menos al del Terror Negro, el monstruo del rey Aegon—. ¿Traéis suficientes cadenas?
—¿Cuántos dragones tenéis? —repuso Meris la Bella—. Ahí, bajo la carne, hay de sobra para diez.
—Muy bien. —Quentyn sintió un vahído. Nada de aquello parecía real; tan pronto semejaba un juego como una pesadilla, un mal sueño en el que se veía abriendo una puerta oscura, incapaz de detenerse, aunque sabía que al otro lado esperaban el horror y la muerte. Tenía las palmas de las manos pegajosas de sudor; se las secó contra las piernas—. Habrá más guardias delante de la fosa.
—Ya lo sabemos —replicó Gerris—. Debemos estar preparados.
—Estamos preparados —lo tranquilizó Arch.
—Entonces, por aquí. —Quentyn tenía calambres en el estómago. Sintió la necesidad repentina de hacer de vientre, pero no se atrevía a excusarse en ese momento. Pocas veces se había sentido tan niño; aun así lo siguieron Gerris, el grandullón, Meris, Daggo y los demás hijos del viento. Dos mercenarios cogieron las ballestas que escondían en el carro.
Pasados los establos, la planta baja de la Gran Pirámide se transformaba en un laberinto, pero Quentyn Martell había pasado por allí con la reina y recordaba el camino. Franquearon tres enormes arcos de ladrillo, bajaron una empinada rampa de piedra que conducía a las profundidades y dejaron atrás mazmorras, cámaras de tortura y un par de hondas cisternas de piedra. Sus pasos resonaban en las paredes, acompañados por el traqueteo sordo del carro de carnicero. El grandullón agarró una antorcha de la pared para guiar la marcha.
Por fin llegaron ante un par de gruesas puertas de hierro, herrumbrosas e intimidatorias, cerradas con una cadena de eslabones anchos como brazos. Su tamaño y grosor bastó para que Quentyn Martell se cuestionase la prudencia de su plan; para colmo, ambas puertas mostraban abolladuras provocadas desde el interior por algo que quería salir. El grueso metal estaba agrietado y resquebrajado por tres sitios, y la parte superior de la puerta izquierda, medio derretida.
Cuatro bestias de bronce montaban guardia; tres llevaban lanza larga, y el cuarto, el sargento, espada corta y puñal. La máscara del oficial tenía forma de cabeza de basilisco; los otros tres llevaban máscaras de insecto.
«Langostas», comprendió Quentyn.
—Perro —dijo.
El sargento se tensó; aquello bastó para que Quentyn Martell comprendiese que algo había salido mal.
—Agarradlos —graznó mientras la mano del basilisco se lanzaba a por la espada.
El sargento era rápido, pero no tanto como el grandullón, que le tiró la antorcha a la langosta más cercana, se llevó la mano a la espalda y cogió el martillo. El basilisco apenas había alcanzado a sacar la espada de la vaina de cuero cuando el pincho del martillo se le estrelló contra la sien y aplastó la fina máscara de bronce, la carne y el hueso. Se tambaleó brevemente hacia un lado, se le doblaron las rodillas y a continuación se desplomó, presa de grotescas convulsiones.
Quentyn se quedó mirando petrificado, con el estómago revuelto. Seguía teniendo la espada envainada; ni siquiera había hecho ademán de desenfundar. Tenía los ojos clavados en el sargento, que agonizaba ante él entre espasmos. La antorcha aún parpadeaba en el suelo, haciendo que las sombras brincasen y se retorciesen en una parodia monstruosa de las sacudidas del caído. No vio la lanza que le arrojó la langosta hasta que Gerris lo apartó de un empujón, y la punta pasó rozando la mejilla de la máscara de león; pese a todo, el golpe fue tan fuerte que casi se la arrancó.
«Podía haberme atravesado el cuello», pensó, aturdido.
Gerris dejó escapar una maldición cuando las langostas lo rodearon. Quentyn oyó unos pasos apresurados, y los mercenarios salieron a la carrera de entre las sombras. Un guardia se paró a mirar el tiempo necesario para que Gerris esquivase la lanza y le hundiera la punta de la espada bajo la máscara de bronce, en la garganta, en el preciso momento en que a la segunda langosta le brotaba una saeta del pecho.
—¡Me rindo! ¡Me rindo! —La última langosta había soltado la lanza.
—No, te mueres. —El
arakh
de acero valyrio de Daggo atravesó carne, hueso y cartílago como si fueran sebo y le cercenó la cabeza—. Demasiado ruido —se quejó—. Cualquiera que tenga orejas nos habrá oído.
—Perro —murmuró Quentyn—. Se supone que el santo y seña de hoy era «perro». ¿Por qué no nos han dejado pasar? Nos dijisteis…
—Os dijimos que vuestro plan era una locura, ¿lo habéis olvidado? —atajó Meris la Bella—. Haced lo que habéis venido a hacer.
«Los dragones —pensó el príncipe Quentyn—. Sí, hemos venido a por los dragones. —Tenía náuseas—. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué, padre? Cuatro hombres muertos en menos tiempo del que se tarda en contarlos, y ¿para qué?»
—Sangre y fuego —susurró—. Fuego y sangre. —La sangre empapaba el suelo de ladrillo y formaba un charco a sus pies; el fuego estaba más allá de las puertas—. La cadena… No tenemos la llave…
—La tengo yo —dijo Arch. Blandió el martillo y, con un movimiento fuerte y rápido, lo estrelló contra el candado, haciendo saltar chispas; golpeó una vez, y otra, y otra; el quinto golpe lo hizo añicos, y la cadena cayó con un repiqueteo tan fuerte que Quentyn tuvo la certeza de que lo había oído media pirámide.
—Traed el carro. —Los dragones serían más dóciles después de haber comido.
«Que se atiborren de cordero chamuscado.»
Archibald Yronwood abrió las puertas de hierro. Las bisagras oxidadas gimieron lo suficiente para despertar a todos los que no hubiesen oído el candado al romperse. Los inundó una repentina ola de calor, cargada de un tufo de ceniza, azufre y carne quemada.
Al otro lado había negrura, una oscuridad infernal que parecía viva y amenazadora, hambrienta. Quentyn percibió algo en las sombras, algo que acechaba.
«Guerrero, dame coraje —rezó. No quería seguir adelante, pero no veía otro camino—. ¿Qué otro motivo pudo tener Daenerys para enseñarme los dragones? Quiere que demuestre que soy digno de ella.» Gerris le tendió una antorcha, y Quentyn entró.
«El verde es Rhaegal; el blanco, Viserion —se recordó—. Llámalos por sus nombres, dales órdenes, háblales con calma pero con firmeza; domínalos, como Daenerys dominó a Drogon en la fosa. —La muchacha estaba sola, sin más protección que las finas sedas que vestía, pero no tuvo miedo—. Yo tampoco debo tener miedo; si ella lo consiguió, yo también. —Lo principal era no mostrar temor—. Los animales huelen el miedo, y los dragones…— ¿Qué sabía él de dragones?—. ¿Qué sabe nadie de dragones? Hace más de un siglo que desaparecieron de la faz de la Tierra.»
El borde de la fosa estaba justo delante. Quentyn se acercó poco a poco, dirigiendo la antorcha de un lado a otro. Las paredes, el suelo y el techo absorbieron la luz.
«Quemados —comprendió. Ladrillos ennegrecidos que se desmoronan convertidos en ceniza.» El aire se volvía más caliente a cada paso. Empezó a sudar.
Dos ojos se alzaron ante él.
Eran broncíneos, más brillantes que escudos bruñidos, y relucían con su propio calor, ardiendo tras el velo de humo que salía de las fosas nasales del dragón. La antorcha de Quentyn iluminó las escamas oscuras, verdes como el musgo en la espesura del bosque al anochecer, justo antes de que se desvaneciera la última luz. Entonces, el dragón abrió la boca y lo bañó en luz y calor; alcanzó a ver un resplandor de horno cercado de dientes negros y afilados; el fulgor de un fuego dormido cien veces más luminoso que su antorcha. La cabeza del dragón era mayor que la de un caballo, y el cuello se estiraba interminablemente, desenroscándose como una gigantesca serpiente verde, hasta que el dragón irguió la cabeza y aquellos ojos de bronce reluciente se clavaron en él.
«Verdes —pensó el príncipe—, tiene las escamas verdes.»
—Rhaegal. —Tenía un nudo en la garganta y solo pudo emitir un sonido entrecortado, como si croase.
«Rana —se dijo—, he vuelto a convertirme en Rana.»
—La comida —pidió con voz ronca al acordarse—. ¡Traed la comida!
El grandullón lo oyó, cogió por dos patas una oveja del carro y, con un giro, la lanzó a la fosa.
Rhaegal la atrapó al vuelo; volvió rápidamente la cabeza y de entre sus fauces surgió una lanza de fuego, un remolino de llamas naranja y amarillas surcadas de vetas verdes; la oveja ardía antes de empezar a caer, y los dientes del dragón se cerraron en torno al cuerpo humeante, rodeado de un halo de llamas, antes de que se estrellase contra los ladrillos. El aire apestaba a azufre y lana quemada.
«Apesta a dragones.»
—¿No había dos? —preguntó el grandullón.
«Viserion, sí. ¿Dónde está Viserion? —El príncipe bajó la antorcha para iluminar la penumbra del fondo. Vio como el dragón verde desgarraba el cuerpo humeante de la oveja y azotaba la larga cola a los lados mientras comía; aún llevaba al cuello una gruesa argolla de hierro de la que colgaba una vara de cadena rota. Diseminados por la fosa había eslabones destrozados, trozos de metal retorcido y medio fundido mezclados con huesos carbonizados. —La otra vez que vine, Rhaegal estaba encadenado al suelo y la pared —recordó el príncipe—, pero Viserion estaba colgado del techo.»